PARTE DECIMONOVENA
-XXXIV-
A juzgar por las descripciones
que Héctor y la propia Erika le hicieron de ella, su cuerpo se había ensanchado
bastante en los últimos tiempos. La muchacha morenaza de Jalisco, delgada, de
estrechos hombros y fina cintura, de una belleza muy a propósito para el cine,
por la que claudicaban cuantos la veían, era ahora una mujer de unos sesenta,
rellena, muy pechugona, cuyas facciones, tostadas por el exceso de sol,
mostraban millares de pecas y minúsculas arrugas bajo los ojos y en los
pliegues de la piel. Aunque seguía conservando un no sé qué de sensual
hermosura, patente en los labios gruesos, en la espesa melena negra y en los
ojos oscuros. Tenía algo que hacía pensar en que, años atrás, en su pleno
esplendor, con todo en su sitio, habría sido la clase de mujer por la que un
hombre se dejaría arruinar, traicionaría o, llegado el caso, hasta mataría. Sus
modales eran un tanto impacientes, tal vez, se notaba que había conseguido
pulir sus orígenes humildes, aunque bajo los vestidos caros y las joyas asomara
a veces la hijastra del Cementero, o la chica de San Juan de Lagos que abandonó
la escuela a los quince, o la camarera de hotel, en pequeños detalles, como el
hablar sin soltura, sin propiedad, sustituyendo las palabras que necesita pero
que desconoce por palabras en inglés, jugando con la insinuación y el doble
sentido sexual torpemente. No obstante, era una mujer con total dominio de sí
misma, que había recorrido mucho camino, con más kilómetros que los vuela un
cuervo. Se había preparado para toda una femme
fatale, del tipo Ava Gardner en Forajidos o Rita Hayworth en Gilda,
insensible y cruel, reconvertida con los años en excéntrica millonaria, al
encumbrarse a una clase social a la que no pertenecía de origen por haber
cazado tres fortunas seguidas. Pero no. Lucinda podría haber tenido sus rarezas
sexuales, haber sido una mujer ambiciosa y manipuladora que llevara a los
hombres a los que sedujo a pagar el capricho de tenerla, convirtiéndolos en
títeres, y a quedarse con sus fortunas o por divorcio o por defunción, pero la mujer
a quien escuchaba hablar esa noche era, pese a su dinero, sencilla, realista y
simpática, de agradable compañía. Iba vestida con ostentosa elegancia, se había
tomado su tiempo en pintarse labios y las uñas, y ofrecía un aspecto muy
femenino con su traje negro de diseño; además de llevar pulseras de oro en las
muñecas, un anillo de esmeraldas y otro con diamante en dedos anular y corazón,
y un vistoso pañuelo de seda gris al cuello. Durante la cena no cesó de hablar
con María, a quien había tomado más que afecto apenas conocerla —la llamaba darling, y por dos veces le había
acariciado el pelo, tímida, distraídamente—,
sobre la vida que había llevado, los lugares en los que había vivido,
las veces que se había casado, la clase de maridos a los que soportó y que no
había tenido hijos. Como Erika. Sobre esto último observó: «Lamento muchas
cosas que no llegué a hacer, sí, pero lo cierto es que probablemente hubiera
sido una madre bien horrorosa. Me faltaba disposición, ¿comprenden?»
Martín
sabía, porque así se lo había contado Héctor, que ella tenía un hijo al que
abandonó y que, por lo tanto, les mentía, aunque como nunca lo había llegado a
conocer probablemente para ella fuese, en efecto, como si no existiera: borrado
de la memoria por puro mecanismo de autodefensa.
Luego,
a los postres, fue Martín, prácticamente callado hasta entonces, el que se sumó
a la conversación cuando Lucinda empezó a hablar de los Vargas, sobre todo de
Erika. El vino —Rioja, Gran Reserva— ingerido durante la cena ayudaba a entablar
finalmente el tema tabú hasta entonces. «Era una mujer fascinante, ¿saben?,
ustedes no la conocieron de joven, ay, cuánto tiempo, qué locas éramos, qué
liberales, llegamos a fotografiarnos desnudas en una ocasión. ¡Hace tanto
tiempo!», dijo entornando los ojos, melancólica. Martín, al conocer que ella
había estado de visita una semana en su casa, justo antes del accidente, quiso
saber todo lo que pudiera decirle acerca de lo que le había ocurrido desde el
momento en que perdió contacto con ellos. Le explicó que él se había ido del
faro dejándolos peleados, con la esperanza de que arreglasen sus cosas, y que,
lamentablemente, no había sabido nada de ellos hasta el fatal accidente.
—Desde
el primer momento que la vi ya supe que estaba mal. No hacía otra cosa que
beber y fumar. Se pasaba bebiendo todito el día. Rascada siempre. Y lo peor no es eso, lo peor era su agresividad.
Al tercer día de haber llegado yo, lastimó a Héctor golpeándolo con un jarrón
—declaró Lucinda.
—¿Y
Héctor qué decía? —quiso saber María.
—Tu
tío aguantaba, pero el día antes de su muerte me telefoneó a Madrid y me dijo
que no aguantaba más, que quería dejarla.
En
ese momento se interrumpió y miró a la mesa, a los postres que estaban sin
tocar. Como si hubiera hallado una respuesta, hizo una señal a camarero y pidió
que les sirvieran unas copas.
—¿Que
quieren tomar los señores? —preguntó el camarero.
—Tequila
para mí, ándele. Quiero ahogar las penas.
Miraba
a María, como esperando que se le uniera.
—Yo,
prefiero un bourbon. Solo, con hielo.
—¡Híjole,
así me gusta! ¿Y tú Martín?
—Gin-tonic
para mí.
—La
bebida de Erika —reconoció Lucinda.
—Sí
—mostrándose de acuerdo—, me aficioné por ella a este combinado.
—Ella
era una diva, lo fue siempre, incluso después de haber dejado el cine. Nació para
ello. Ella era el cine. Una lástima que en este pinche negocio no hubiera seguido habiendo espacio para ella,
cuando la crisis.
El
camarero, un tipo flaco, con gesto indiferente, colocó los vasos con hielo
sobre la mesa y los fue rellenando uno por uno, parsimoniosamente, con el
contenido de las tres botellas que traía en la bandeja. El pianista atacaba una
nueva pieza que Martín reconoció a los primeros compases: Ne me quitte pas [1].
—Vi
sus películas, actuando era un prodigio de intención y sutileza, combinaba un
original sentido de la interpretación más clásica, interiorizando el personaje,
al tiempo que en ningún momento renunciaba a eclipsar la cámara con su belleza
singular…
Lo
dejó ahí, al sentirse ridículo y porque sabe que si sigue terminará diciendo
cosas irreparables que lo delaten y terminen por revelar el idilio secreto.
Ambas mujeres, no obstante, lo escuchaban con atención.
—Carajo,
prietito, has nacido para hablar, qué
bonito hablas —dijo fascinada, los ojos traslucidos, ardientes, poniendo la
mano sobre el muslo de Martín, por debajo de la mesa.
—Perdonadme.
Me pasa a veces, que divago. Estabas hablando de que Héctor te había dicho que
quería dejarla.
Ha
vuelto justo a tiempo al hilo de la conversación perdida. Al ser tocado, ha
sentido un respingo y el despertar de su lado animal. Esta señora se ha debido
de poner cachonda conmigo y con María, piensa Martín. ¿Tiene ganas de un trío,
ahora?
—Sí, eso fue lo que dijo el güero Héctor. Pero no lo creí. Ni modo,
llevaban toda la vida juntos. Él no lo haría. Y mucho menos con su enfermedad.
—¿Enfermedad?
¿Te refieres a su adicción al alcohol? —inquirió María.
Para
esas alturas, la luz del alcohol restaba intensidad al horror de la tragedia y
todo parecía verse bajo una iluminación azulada y tierna, que compelía a hablar
de ello sin tapujos. A confesar. A revelar secretos.
—Era
un secreto, nadie lo sabía. Fui la única persona a la que Héctor se lo contó.
Bebió. Pasó el trago, como cogiendo
fuerzas para lo que iba a revelar. Tres segundos de silencio. Inmediatamente, seis palabras de hielo.
—Le
mintió a todo el mundo. Y Héctor obedeció su voluntad de que nadie lo supiera
—hizo una pausa—. Su cáncer era incurable. Le quedaban pocos meses antes de que
la metástasis se le extendiera.
—Pero
¿y lo de Texas? ¿No funcionó? —preguntó asombrada María, con un cigarrillo sin
encender en los dedos.
—Lo
cierto es que no.
—A
ti te quería muchísimo, Martín. Me hablaba mucho de ti.
Y
al decirlo, volvió a ponerle la mano sobre el muslo.
—Pero
a mí no me lo contó. Ni una palabra —glosó decepcionado.
Hizo
una mueca comprensiva, asintió con la cabeza y se giró hacia la doctora.
—Y
a ti, María, te apreciaba.
Con
su mano libre le acariciaba su pelo largo y ensortijado. Parecía agradarle que
lo hiciera. Cachonda, esta señora está cachonda y quiere rock and roll, piensa
Martín viéndolo, pasmado con la naturalidad con la que lo hace.
—Os
quería ver juntos. Era una ilusión que tenía. Lo estáis ¿verdad?
Sí,
se adelantó a responder María. Segura, categórica. Y Martín no supo desmentirla.
O no quiso. Por primera vez desde que comenzase la cena, se daba cuenta de la
necesidad que sentía de que la doctora estuviese con él por mucho tiempo, por
mucho más tiempo del que solían estar las mujeres con las que se relacionaba,
es más, se alegraba de que estuviera
allí y de que ya no hubiera autobús que coger. Fueron su octavo y noveno error:
reconocer la relación; querer pasar más tiempo.
—Una
también querría haber pasado más tiempo con Erika. Pero no pudo ser. Menos mal
que ahora tengo a su sobrina.
Tenían
una extrañada mirada las dos, con un no menos extraño brillo en los ojos,
comprobó Martín. Cuatro destellos inquietantes.
—Y
menos mal que también tenemos a alguien que hable bonito como Héctor.
Movía
ficha, deslizándola sobre el tapete tenue como un suspiro. En un par de movimientos
más conseguirá comerse a la reina poniendo en jaque al rey, pero sin decir jaque
mate ni anunciar nada. ¿Se darían cuenta? Buena jugada de experta jugadora.
El salón se fue vaciando hasta no quedar más que ellos tres y un
camarero que recogía las mesas, el piano ya hacía rato que había dejado de
sonar. La falda de María, se fijaba ahora Martín sin poderlo evitar,
excesivamente corta, se le había ido subiendo y mostraba un palmo de dos muslos
bien torneados, enfundados en medias negras. También a ratos se había fijado en
que el escote de Lucinda, cediendo a la presión del pecho, a cada trago que
ella pegaba levantando enérgicamente el brazo y echando la cabeza hacia atrás, había dejado al descubierto parte del sujetador de encaje negro, que sobresalía
indiscreto, y la estrecha línea entre
sus dos salientes montañas en permanente colisión, se le había ido alargando
cada vez más. Estaba cachonda. María no cesaba de mirarlo, los ojos húmedos con
extraños reflejos
dorados de miel líquida, llaves que abrían puertas hacia dimensiones eternas de
todo cuanto ignoraba. También estaba Cachonda. Todos los
estaban.
—Es tarde y mañana debes de coger un avión. Será un día duro —dijo Martín,
apurando su gin-tonic.
Partida
aplazada.
Eran
la una y cuarto cuando se despidieron, afuera, en el aparcamiento. Lucinda
insistió para que subieran a la habitación y continuar allí la parranda —ellos
habían tomado un par de copas cada uno, mientras que ella había bebido cinco
tequilas—, desbocada, el rostro y la mirada encendidas, el pecho a punto de
salírsele del escote. Pero, conociendo sus oscuros gustos sexuales, intuyendo
el peligro —eran demasiadas las veces que le había puesto la mano en el muslo,
en cada ocasión más cerca de la ingle que la anterior—, Martín declinó, afable,
la invitación. Una invitación tácita a cruzar la puerta que su adorada Erika no
quiso cruzar.
—Aguafiestas
—protestó Lucinda.
—No
es tarde, subamos y tomemos la última —reconvino María, con un extraño brillo
en los ojos.
¿Qué
le quería decir? ¿Se sobrentendía lo que pasaría si subían o no había caído?
—El
día ha sido largo. Estamos todos bebidos. Es hora de irse —decidió él.
Lucinda
y María se miraron resignadas. Como si una puerta se cerrara ante ellas.
—Tenéis
que ir a visitarme a México o a Dallas. Donde más os guste. Lo pasaremos bien.
—En
cuanto él termine el libro. Yo le voy a ayudar para que acabe lo antes posible.
En Octubre, quizá, ¿verdad Martín? —María sonreía ilusionada, un punto
esperanzada. ¿Posponían el momento que ahora dejaban escapar?
Le
quedaba poco para terminarlo al ritmo que iba, era cierto, tres meses como
mucho. Calló Martín, encajando aquello e hizo un gesto ambiguo, que no quería
decir ni sí ni no sino todo lo contrario. Lo cierto es que en ese instante
acaba de ahogar un «sí, subamos, qué coño, mañana será otro día», y se estaba
imaginando, sin que hubiera un porqué, a Lucinda totalmente desnuda. Las copas
y ellas dos, tan pechugonas, al saberlas calientes, lo habían puesto a cien. La
americana tenía exuberantes formas, suficientes como para hacerla deseable;
grandes y ampulosos pechos, de carnes generosas como las de una modelo de
Rubens, de morbidez palpitantes. Y a su mente acudían los tortuosos episodios
que Héctor le había contado, su ambicionado sueño de acostarse con ella y con
Erika. Un trío. Lucinda miraba a María como si ésta le gustase. Parecía
desearla, a lo largo de la noche no había dejado de mirarla y de acariciarle el
cabello, como si hubiese heredado, además de los mismos ojos que Erika, la
forma de gustarla y atraerla. Como si se le hubiera traspasado su obsesión de
la una a la otra. También lo había tocado y mirado a él. Martín gustaba a las
mujeres mayores. ¿Por qué? No lo sabía pero era así. Solían decírselo a menudo.
En el caso de Lucinda puede que fuera debido a que, por alguna razón le
recordaba a alguien, puede que al mismo Héctor, probablemente por su forma elegante
de hablar, o quizá, quién sabe, por personificar la imagen ideal formada con
los años del hijo que nunca conoció. La fantasía pasó, como una ola. Los tres
desnudos, yaciendo juntos sobre la cama, entre sábanas revueltas, María lo
besaba y mordía ardientemente, los ojos vidriosos de pasión, mientras Lucinda
por su parte, sin dejar de mirarlos a ambos, se introducía el pene en la boca
de labios gruesos. Y al pensar en ello, se turbó y tuvo una erección. Fue solo
un segundo. Nadie lo notó.
—No
prometo nada.
Le
devolvió la sonrisa a María, esta vez. «Ella no es de las personas que tengan
remordimientos al día siguiente, nosotros sí», parecía decir, reflejándose
doblemente en sus pupilas de miel que lo miraban inmóviles.
—Yo
sí. Os prometo que llamaré desde México. Os contaré como fue el funeral. Os
mandaré un video, para que veáis cómo enterramos allí.
María
dijo:
—Conseguiré
convencerlo. Me has caído genial.
Y
la besó en la mejilla. Lo hizo despacio. Por un momento pareció que la iba a
besar en los labios. Tras lo cual se fundieron en un abrazo fuerte y hondo.
La
abrazó también Martín, y finalmente subieron al coche y se fueron.
Nada
más llegar al portal de casa, Martín abrió el buzón y retiró la numerosa
correspondencia acumulada: el día antes, estando ella de visita, no se había
acordado. Las ojeó, fijándose en que había una carta con letra de mujer. Lo
cual llamó su atención. Al examinarla mejor vio, extrañado, que se trababa de
una carta de Erika. No se había olvidado de mí, después de todo, se dijo. La
guardó mezclándola junto con las otras y no le dijo nada a María que estaba
detrás, a su espalda, apoyada contra la pared terminando de fumar, y aún tenía
aquel extraño brillo en los ojos: podía adivinarse qué pensaba. Sin apartar la
vista tiró la colilla al suelo y ésta describió una parábola. Subieron en el
ascensor en silencio, mirándose. Tras abrir la cerradura, alargó la mano y
empujó la puerta cediéndole el paso, al hacerlo pudo comprobar que ella olía a tabaco
y a perfume aún no desvanecido y a avidez asurada, entraron en el apartamento y
se fueron directos al cuarto, sin decir nada y sin encender ninguna luz. Se acometieron sin contemplaciones, con ímpetu,
despojándose de la ropa, caminando uno detrás del otro, dejando caer las
prendas al suelo, ella tropezó con un zapato, y después con el otro; después,
retirando la colcha se tumbaron sobre la cama, fundieron sus cuerpos desnudos y
sumaron el olor de hoy al de ayer que todavía impregnaba las sábanas. Siguió
luego un largo choque de labios, sexos, jadeos y deseos aplazados en un lance
vehemente en el que ninguno daría al otro cuartel. Violentos, compulsivos.
Hasta acabar rendidos, relucientes de sudor mezclado, indistinto, mirándose muy
de cerca con ojos asombrados, recelosos ante el placer feroz que los ataba,
entre tanto recobraban el resuello, antes de reanudar el siguiente combate, la
consecutiva fusión.
Continuará...
©Humberto, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario