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jueves, 17 de octubre de 2013

EL FARO XIX







PARTE DECIMONOVENA



-XXXIV-



A juzgar por las descripciones que Héctor y la propia Erika le hicieron de ella, su cuerpo se había ensanchado bastante en los últimos tiempos. La muchacha morenaza de Jalisco, delgada, de estrechos hombros y fina cintura, de una belleza muy a propósito para el cine, por la que claudicaban cuantos la veían, era ahora una mujer de unos sesenta, rellena, muy pechugona, cuyas facciones, tostadas por el exceso de sol, mostraban millares de pecas y minúsculas arrugas bajo los ojos y en los pliegues de la piel. Aunque seguía conservando un no sé qué de sensual hermosura, patente en los labios gruesos, en la espesa melena negra y en los ojos oscuros. Tenía algo que hacía pensar en que, años atrás, en su pleno esplendor, con todo en su sitio, habría sido la clase de mujer por la que un hombre se dejaría arruinar, traicionaría o, llegado el caso, hasta mataría. Sus modales eran un tanto impacientes, tal vez, se notaba que había conseguido pulir sus orígenes humildes, aunque bajo los vestidos caros y las joyas asomara a veces la hijastra del Cementero, o la chica de San Juan de Lagos que abandonó la escuela a los quince, o la camarera de hotel, en pequeños detalles, como el hablar sin soltura, sin propiedad, sustituyendo las palabras que necesita pero que desconoce por palabras en inglés, jugando con la insinuación y el doble sentido sexual torpemente. No obstante, era una mujer con total dominio de sí misma, que había recorrido mucho camino, con más kilómetros que los vuela un cuervo. Se había preparado para toda una femme fatale, del tipo Ava Gardner en Forajidos o Rita Hayworth en Gilda, insensible y cruel, reconvertida con los años en excéntrica millonaria, al encumbrarse a una clase social a la que no pertenecía de origen por haber cazado tres fortunas seguidas. Pero no. Lucinda podría haber tenido sus rarezas sexuales, haber sido una mujer ambiciosa y manipuladora que llevara a los hombres a los que sedujo a pagar el capricho de tenerla, convirtiéndolos en títeres, y a quedarse con sus fortunas o por divorcio o por defunción, pero la mujer a quien escuchaba hablar esa noche era, pese a su dinero, sencilla, realista y simpática, de agradable compañía. Iba vestida con ostentosa elegancia, se había tomado su tiempo en pintarse labios y las uñas, y ofrecía un aspecto muy femenino con su traje negro de diseño; además de llevar pulseras de oro en las muñecas, un anillo de esmeraldas y otro con diamante en dedos anular y corazón, y un vistoso pañuelo de seda gris al cuello. Durante la cena no cesó de hablar con María, a quien había tomado más que afecto apenas conocerla —la llamaba darling, y por dos veces le había acariciado el pelo, tímida, distraídamente—,  sobre la vida que había llevado, los lugares en los que había vivido, las veces que se había casado, la clase de maridos a los que soportó y que no había tenido hijos. Como Erika. Sobre esto último observó: «Lamento muchas cosas que no llegué a hacer, sí, pero lo cierto es que probablemente hubiera sido una madre bien horrorosa. Me faltaba disposición, ¿comprenden?»
Martín sabía, porque así se lo había contado Héctor, que ella tenía un hijo al que abandonó y que, por lo tanto, les mentía, aunque como nunca lo había llegado a conocer probablemente para ella fuese, en efecto, como si no existiera: borrado de la memoria por puro mecanismo de  autodefensa.
Luego, a los postres, fue Martín, prácticamente callado hasta entonces, el que se sumó a la conversación cuando Lucinda empezó a hablar de los Vargas, sobre todo de Erika. El vino —Rioja, Gran Reserva— ingerido durante la cena ayudaba a entablar finalmente el tema tabú hasta entonces. «Era una mujer fascinante, ¿saben?, ustedes no la conocieron de joven, ay, cuánto tiempo, qué locas éramos, qué liberales, llegamos a fotografiarnos desnudas en una ocasión. ¡Hace tanto tiempo!», dijo entornando los ojos, melancólica. Martín, al conocer que ella había estado de visita una semana en su casa, justo antes del accidente, quiso saber todo lo que pudiera decirle acerca de lo que le había ocurrido desde el momento en que perdió contacto con ellos. Le explicó que él se había ido del faro dejándolos peleados, con la esperanza de que arreglasen sus cosas, y que, lamentablemente, no había sabido nada de ellos hasta el fatal accidente.
—Desde el primer momento que la vi ya supe que estaba mal. No hacía otra cosa que beber y fumar. Se pasaba bebiendo todito el día. Rascada siempre. Y lo peor no es eso, lo peor era su agresividad. Al tercer día de haber llegado yo, lastimó a Héctor golpeándolo con un jarrón —declaró Lucinda.
—¿Y Héctor qué decía? —quiso saber María.
—Tu tío aguantaba, pero el día antes de su muerte me telefoneó a Madrid y me dijo que no aguantaba más, que quería dejarla.
En ese momento se interrumpió y miró a la mesa, a los postres que estaban sin tocar. Como si hubiera hallado una respuesta, hizo una señal a camarero y pidió que les sirvieran unas copas. 
—¿Que quieren tomar los señores? —preguntó el camarero.
—Tequila para mí, ándele. Quiero ahogar las penas.
Miraba a María, como esperando que se le uniera.
—Yo, prefiero un bourbon. Solo, con hielo.
—¡Híjole, así me gusta! ¿Y tú Martín?
—Gin-tonic para mí.
—La bebida de Erika —reconoció Lucinda.
—Sí —mostrándose de acuerdo—, me aficioné por ella a este combinado.
—Ella era una diva, lo fue siempre, incluso después de haber dejado el cine. Nació para ello. Ella era el cine. Una lástima que en este pinche negocio no hubiera seguido habiendo espacio para ella, cuando la crisis.
El camarero, un tipo flaco, con gesto indiferente, colocó los vasos con hielo sobre la mesa y los fue rellenando uno por uno, parsimoniosamente, con el contenido de las tres botellas que traía en la bandeja. El pianista atacaba una nueva pieza que Martín reconoció a los primeros compases: Ne me quitte pas [1].
—Vi sus películas, actuando era un prodigio de intención y sutileza, combinaba un original sentido de la interpretación más clásica, interiorizando el personaje, al tiempo que en ningún momento renunciaba a eclipsar la cámara con su belleza singular…
Lo dejó ahí, al sentirse ridículo y porque sabe que si sigue terminará diciendo cosas irreparables que lo delaten y terminen por revelar el idilio secreto. Ambas mujeres, no obstante, lo escuchaban con atención.
—Carajo, prietito, has nacido para hablar, qué bonito hablas —dijo fascinada, los ojos traslucidos, ardientes, poniendo la mano sobre el muslo de Martín, por debajo de la mesa.
—Perdonadme. Me pasa a veces, que divago. Estabas hablando de que Héctor te había dicho que quería dejarla.
Ha vuelto justo a tiempo al hilo de la conversación perdida. Al ser tocado, ha sentido un respingo y el despertar de su lado animal. Esta señora se ha debido de poner cachonda conmigo y con María, piensa Martín. ¿Tiene ganas de un trío, ahora?
 —Sí, eso fue lo que dijo el güero Héctor. Pero no lo creí. Ni modo, llevaban toda la vida juntos. Él no lo haría. Y mucho menos con su enfermedad.
—¿Enfermedad? ¿Te refieres a su adicción al alcohol? —inquirió María.
Para esas alturas, la luz del alcohol restaba intensidad al horror de la tragedia y todo parecía verse bajo una iluminación azulada y tierna, que compelía a hablar de ello sin tapujos. A confesar. A revelar secretos.
—Era un secreto, nadie lo sabía. Fui la única persona a la que Héctor se lo contó.
Bebió. Pasó el trago, como cogiendo fuerzas para lo que iba a revelar. Tres segundos de silencio. Inmediatamente, seis palabras de hielo.
—Le mintió a todo el mundo. Y Héctor obedeció su voluntad de que nadie lo supiera —hizo una pausa—. Su cáncer era incurable. Le quedaban pocos meses antes de que la metástasis se le extendiera.
—Pero ¿y lo de Texas? ¿No funcionó? —preguntó asombrada María, con un cigarrillo sin encender en los dedos.
—Lo cierto es que no.
—A ti te quería muchísimo, Martín. Me hablaba mucho de ti.
Y al decirlo, volvió a ponerle la mano sobre el muslo.
—Pero a mí no me lo contó. Ni una palabra —glosó decepcionado.
Hizo una mueca comprensiva, asintió con la cabeza y se giró hacia la doctora.
—Y a ti, María, te apreciaba.
Con su mano libre le acariciaba su pelo largo y ensortijado. Parecía agradarle que lo hiciera. Cachonda, esta señora está cachonda y quiere rock and roll, piensa Martín viéndolo, pasmado con la naturalidad con la que lo hace.
—Os quería ver juntos. Era una ilusión que tenía. Lo estáis ¿verdad?
Sí, se adelantó a responder María. Segura, categórica. Y Martín no supo desmentirla. O no quiso. Por primera vez desde que comenzase la cena, se daba cuenta de la necesidad que sentía de que la doctora estuviese con él por mucho tiempo, por mucho más tiempo del que solían estar las mujeres con las que se relacionaba, es más,  se alegraba de que estuviera allí y de que ya no hubiera autobús que coger. Fueron su octavo y noveno error: reconocer la relación; querer pasar más tiempo.
—Una también querría haber pasado más tiempo con Erika. Pero no pudo ser. Menos mal que ahora tengo a su sobrina.
Tenían una extrañada mirada las dos, con un no menos extraño brillo en los ojos, comprobó Martín. Cuatro destellos inquietantes.
—Y menos mal que también tenemos a alguien que hable bonito como Héctor.
Movía ficha, deslizándola sobre el tapete tenue como un suspiro. En un par de movimientos más conseguirá comerse a la reina poniendo en jaque al rey, pero sin decir jaque mate ni anunciar nada. ¿Se darían cuenta? Buena jugada de experta jugadora.
El salón se fue vaciando hasta no quedar más que ellos tres y un camarero que recogía las mesas, el piano ya hacía rato que había dejado de sonar. La falda de María, se fijaba ahora Martín sin poderlo evitar, excesivamente corta, se le había ido subiendo y mostraba un palmo de dos muslos bien torneados, enfundados en medias negras. También a ratos se había fijado en que el escote de Lucinda, cediendo a la presión del pecho, a cada trago que ella pegaba levantando enérgicamente el brazo y echando la cabeza hacia atrás, había dejado al descubierto parte del sujetador de encaje negro, que sobresalía indiscreto,  y la estrecha línea entre sus dos salientes montañas en permanente colisión, se le había ido alargando cada vez más. Estaba cachonda. María no cesaba de mirarlo, los ojos húmedos con extraños reflejos dorados de miel líquida, llaves que abrían puertas hacia dimensiones eternas de todo cuanto ignoraba. También estaba Cachonda. Todos los estaban.
—Es tarde y mañana debes de coger un avión. Será un día duro —dijo Martín, apurando su gin-tonic.
Partida aplazada.

Eran la una y cuarto cuando se despidieron, afuera, en el aparcamiento. Lucinda insistió para que subieran a la habitación y continuar allí la parranda —ellos habían tomado un par de copas cada uno, mientras que ella había bebido cinco tequilas—, desbocada, el rostro y la mirada encendidas, el pecho a punto de salírsele del escote. Pero, conociendo sus oscuros gustos sexuales, intuyendo el peligro —eran demasiadas las veces que le había puesto la mano en el muslo, en cada ocasión más cerca de la ingle que la anterior—, Martín declinó, afable, la invitación. Una invitación tácita a cruzar la puerta que su adorada Erika no quiso cruzar.
—Aguafiestas —protestó Lucinda.
—No es tarde, subamos y tomemos la última —reconvino María, con un extraño brillo en los ojos.
¿Qué le quería decir? ¿Se sobrentendía lo que pasaría si subían o no había caído?
—El día ha sido largo. Estamos todos bebidos. Es hora de irse —decidió él.
Lucinda y María se miraron resignadas. Como si una puerta se cerrara ante ellas.
—Tenéis que ir a visitarme a México o a Dallas. Donde más os guste. Lo pasaremos bien.
—En cuanto él termine el libro. Yo le voy a ayudar para que acabe lo antes posible. En Octubre, quizá, ¿verdad Martín? —María sonreía ilusionada, un punto esperanzada. ¿Posponían el momento que ahora dejaban escapar?
Le quedaba poco para terminarlo al ritmo que iba, era cierto, tres meses como mucho. Calló Martín, encajando aquello e hizo un gesto ambiguo, que no quería decir ni sí ni no sino todo lo contrario. Lo cierto es que en ese instante acaba de ahogar un «sí, subamos, qué coño, mañana será otro día», y se estaba imaginando, sin que hubiera un porqué, a Lucinda totalmente desnuda. Las copas y ellas dos, tan pechugonas, al saberlas calientes, lo habían puesto a cien. La americana tenía exuberantes formas, suficientes como para hacerla deseable; grandes y ampulosos pechos, de carnes generosas como las de una modelo de Rubens, de morbidez palpitantes. Y a su mente acudían los tortuosos episodios que Héctor le había contado, su ambicionado sueño de acostarse con ella y con Erika. Un trío. Lucinda miraba a María como si ésta le gustase. Parecía desearla, a lo largo de la noche no había dejado de mirarla y de acariciarle el cabello, como si hubiese heredado, además de los mismos ojos que Erika, la forma de gustarla y atraerla. Como si se le hubiera traspasado su obsesión de la una a la otra. También lo había tocado y mirado a él. Martín gustaba a las mujeres mayores. ¿Por qué? No lo sabía pero era así. Solían decírselo a menudo. En el caso de Lucinda puede que fuera debido a que, por alguna razón le recordaba a alguien, puede que al mismo Héctor, probablemente por su forma elegante de hablar, o quizá, quién sabe, por personificar la imagen ideal formada con los años del hijo que nunca conoció. La fantasía pasó, como una ola. Los tres desnudos, yaciendo juntos sobre la cama, entre sábanas revueltas, María lo besaba y mordía ardientemente, los ojos vidriosos de pasión, mientras Lucinda por su parte, sin dejar de mirarlos a ambos, se introducía el pene en la boca de labios gruesos. Y al pensar en ello, se turbó y tuvo una erección. Fue solo un segundo. Nadie lo notó.
—No prometo nada.
Le devolvió la sonrisa a María, esta vez. «Ella no es de las personas que tengan remordimientos al día siguiente, nosotros sí», parecía decir, reflejándose doblemente en sus pupilas de miel que lo miraban inmóviles.
—Yo sí. Os prometo que llamaré desde México. Os contaré como fue el funeral. Os mandaré un video, para que veáis cómo enterramos allí.
María dijo:
—Conseguiré convencerlo. Me has caído genial.
Y la besó en la mejilla. Lo hizo despacio. Por un momento pareció que la iba a besar en los labios. Tras lo cual se fundieron en un abrazo fuerte y hondo.
La abrazó también Martín, y finalmente subieron al coche y se fueron.
Nada más llegar al portal de casa, Martín abrió el buzón y retiró la numerosa correspondencia acumulada: el día antes, estando ella de visita, no se había acordado. Las ojeó, fijándose en que había una carta con letra de mujer. Lo cual llamó su atención. Al examinarla mejor vio, extrañado, que se trababa de una carta de Erika. No se había olvidado de mí, después de todo, se dijo. La guardó mezclándola junto con las otras y no le dijo nada a María que estaba detrás, a su espalda, apoyada contra la pared terminando de fumar, y aún tenía aquel extraño brillo en los ojos: podía adivinarse qué pensaba. Sin apartar la vista tiró la colilla al suelo y ésta describió una parábola. Subieron en el ascensor en silencio, mirándose. Tras abrir la cerradura, alargó la mano y empujó la puerta cediéndole el paso, al hacerlo pudo comprobar que ella olía a tabaco y a perfume aún no desvanecido y a avidez asurada, entraron en el apartamento y se fueron directos al cuarto, sin decir nada y sin encender ninguna luz. Se acometieron sin contemplaciones, con ímpetu, despojándose de la ropa, caminando uno detrás del otro, dejando caer las prendas al suelo, ella tropezó con un zapato, y después con el otro; después, retirando la colcha se tumbaron sobre la cama, fundieron sus cuerpos desnudos y sumaron el olor de hoy al de ayer que todavía impregnaba las sábanas. Siguió luego un largo choque de labios, sexos, jadeos y deseos aplazados en un lance vehemente en el que ninguno daría al otro cuartel. Violentos, compulsivos. Hasta acabar rendidos, relucientes de sudor mezclado, indistinto, mirándose muy de cerca con ojos asombrados, recelosos ante el placer feroz que los ataba, entre tanto recobraban el resuello, antes de reanudar el siguiente combate, la consecutiva fusión.


[1] Traducción: No me dejes. Jacques Brel (1959)



Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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