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jueves, 29 de mayo de 2014

Historias de mujeres que fuman.



Una historia de mujeres que fuman, y de hombres que no son  sus maridos, ni sus novios, ni sus amantes. Ni sus clientes.


CRYSTAL



«Cuando me trajeron aquí engañada no quería más que morirme. Tenía diecisiete años y quería ser bailarina». Cuando Crystal, su nombre figurado, hablaba del pasado la nostalgia tenía el rostro de un violador ucraniano. «Era domingo cuando me obligaron, creo, aunque en aquellos años casi siempre era domingo». Acababa de cumplir los veinticinco y sus mejores recuerdos cabían escritos en un papel de fumar.
«Hace mucho tiempo de aquello y he intentado empezar de cero un montón de veces, trabajar en otra cosa, llevar otra vida, pero cada vez que lo intento la primera violación cumple otro año. Y…». Puse mis manos sobre las suyas cuando iba a contar la parte en la que se había cortado las venas. Apenas la conocía pero la había llegado a considerar como una ahijada, sus dedos describían posdatas de impotencia. Intenté hacerla sonreír, olvidando que en lo único que soy un profesional es en hacer brotar las más amargas lágrimas tirando de la lengua. Retiré  tímidamente la mano pues por su expresión ella parecía estar pensando en mí no como un padrino. En el parque junto a su casa, las estrellas brillaban de otro modo, con menos fuerza, y la luna no era más que una farola a punto de fundirse.
—Nunca he conocido a un policía como tú —susurró suavemente, los ojos muy expresivos—. De hecho, cualquier otro que no se hubiera acostado conmigo jamás hubiera vuelto a aparecer. Ahora parpadeaba como si esperase encontrar el amor en la próxima esquina, como si apareciese el príncipe azul. Lo único azul que yo tenía era mi uniforme.
Me gustaba escucharla hablar con su acento del este y el olor de su cabello, eran suficientes razones para haber vuelto a verla después de que en comisaría ella me diera su teléfono. Además que cuando cruzaba las piernas con aquel vestido de flores, la primavera y el verano se besaban en la boca. Trataba de no mirarlas, pero lo cierto es que de vez en cuando lo hacía. Alguien tenía que escribir su historia y ese alguien era yo, por lo demás prostitutas y policías: aceite y agua. Me la había contado días atrás, después de terminar de declarar por aquel asunto del puticlub donde trabajaba. Un feo asunto de drogas y proxenetismo. Me cayó en gracia, cuando supe lo de que en los ratos muertos jugaba al ajedrez y que había sido bailarina de ballet clásico, y le caí en gracia por mi simpatía. Tienes algo que me recuerda a mi padre —había dicho cuando cogió confianza, aquella tarde en mi despacho—, no sé qué es, la forma de hablar, tu caballerosidad, tu olor corporal.
Al decir lo último me había mirado vivamente.
—¿Mi olor corporal?
Era curioso. No era la primera vez que me lo decían.
—Sí. Hueles bien.
Me callo. Hago como que pienso. Es insultantemente guapa pero no brilla. Una mujer sin brillo por mucha belleza que tenga, no es más que un monumento sutilmente ubicado en un lugar idóneo.

Una estrella cruzó el cielo como un conductor borracho hasta apagarse en la inmensidad de aquel espesor negro. Nos miramos y a la vez pedimos un deseo, aunque seguramente no era el mismo.
—Soy uno de tantos policías, un hombre cualquiera que ha leído un poco, alguien que escucha.  
Me encogí de hombros y me levanté. Ella también lo hizo.
Decía mi compadre, que a las mujeres sólo había dos cosas que le gustaban más que un orgasmo: que las escucharas o que las sedujeras. Era muy tarde para cortejos, así que nos sentamos en la terraza de un bar cercano y pedí de  beber poniéndole mueca de nostálgico empedernido, de aceite en agua, de pasajero viendo pasar su tren, y por segunda vez oí la historia de Crystal. Con todo detalle. Desde el principio. No habría más ocasiones que aquella.

Han pasado ya varios meses, no la he vuelto a ver y todavía no la escribí.


lunes, 5 de mayo de 2014

Madre

 Cuando escuchas la palabra madre tiendes a pensar en la propia. Jamás se te ocurre pensar en una madre cualquiera. Siempre es la de uno; con su mirada y sus gestos, sus abrazos y sus guisos, en los momentos que compartimos con ella. Si algo tienen las madres es que son únicas incluso para cada uno de sus hijos, y deberían precisamente por este motivo tener derecho a no envejecer, a no enfermar, a no faltar jamás y a no tener nunca falta de nuestros abrazos.