Una historia de mujeres que fuman, y de
hombres que no son sus maridos, ni sus novios,
ni sus amantes. Ni sus clientes.
CRYSTAL
«Cuando me trajeron aquí engañada no quería más que
morirme. Tenía diecisiete años y quería ser bailarina».
Cuando Crystal, su nombre figurado, hablaba del pasado la nostalgia tenía el
rostro de un violador ucraniano. «Era domingo cuando me obligaron, creo, aunque
en aquellos años casi siempre era domingo». Acababa de cumplir los veinticinco
y sus mejores recuerdos cabían escritos en un papel de fumar.
«Hace mucho tiempo de aquello y he intentado
empezar de cero un montón de veces, trabajar en otra cosa, llevar otra vida, pero
cada vez que lo intento la primera violación cumple otro año. Y…». Puse mis
manos sobre las suyas cuando iba a contar la parte en la que se había cortado las
venas. Apenas la conocía pero la había llegado a considerar como una ahijada, sus
dedos describían posdatas de impotencia. Intenté hacerla sonreír, olvidando que
en lo único que soy un profesional es en hacer brotar las más amargas lágrimas
tirando de la lengua. Retiré tímidamente
la mano pues por su expresión ella parecía estar pensando en mí no como un
padrino. En el parque junto a su casa, las estrellas brillaban de otro modo,
con menos fuerza, y la luna no era más que una farola a punto de fundirse.
—Nunca he conocido a un policía como tú
—susurró suavemente, los ojos muy expresivos—. De hecho, cualquier otro que no se
hubiera acostado conmigo jamás hubiera vuelto a aparecer. Ahora parpadeaba como
si esperase encontrar el amor en la próxima esquina, como si apareciese el príncipe
azul. Lo único azul que yo tenía era mi uniforme.
Me gustaba escucharla hablar con su acento del
este y el olor de su cabello, eran suficientes razones para haber vuelto a
verla después de que en comisaría ella me diera su teléfono. Además que cuando
cruzaba las piernas con aquel vestido de flores, la primavera y el verano se
besaban en la boca. Trataba de no mirarlas, pero lo cierto es que de vez en cuando
lo hacía. Alguien tenía que escribir su historia y ese alguien era yo, por lo
demás prostitutas y policías: aceite y agua. Me la había contado días atrás, después
de terminar de declarar por aquel asunto del puticlub donde trabajaba. Un feo
asunto de drogas y proxenetismo. Me cayó en gracia, cuando supe lo de que en
los ratos muertos jugaba al ajedrez y que había sido bailarina de ballet clásico,
y le caí en gracia por mi simpatía. Tienes algo que me recuerda a mi padre —había
dicho cuando cogió confianza, aquella tarde en mi despacho—, no sé qué es, la
forma de hablar, tu caballerosidad, tu olor corporal.
Al decir lo último me había mirado vivamente.
—¿Mi olor corporal?
Era curioso. No era la primera vez que me lo
decían.
—Sí. Hueles bien.
Me callo. Hago como que pienso. Es
insultantemente guapa pero no brilla. Una mujer sin brillo por mucha belleza
que tenga, no es más que un monumento sutilmente ubicado en un lugar idóneo.
Una estrella cruzó el cielo como un conductor
borracho hasta apagarse en la inmensidad de aquel espesor negro. Nos miramos y
a la vez pedimos un deseo, aunque seguramente no era el mismo.
—Soy uno de tantos policías, un hombre
cualquiera que ha leído un poco, alguien que escucha.
Me encogí de hombros y me levanté. Ella también
lo hizo.
Decía mi compadre, que a las
mujeres sólo había dos cosas que le gustaban más que un orgasmo: que las escucharas
o que las sedujeras. Era muy tarde para cortejos, así que nos sentamos en la
terraza de un bar cercano y pedí de beber
poniéndole mueca de nostálgico empedernido, de aceite en agua, de pasajero
viendo pasar su tren, y por segunda vez oí la historia de Crystal. Con todo
detalle. Desde el principio. No habría más ocasiones que aquella.
Han pasado ya varios
meses, no la he vuelto a ver y todavía no la escribí.
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