BAJO LA ARMADURA
Dice la leyenda, que ningún hombre que lleve la
ufanía de una estrella en el pecho y por horizonte tenga el lucero de la
justicia, caerá en Navidad.
Menos
de media hora antes del tiroteo, cuando los atracadores entran en el
banco el reloj marca las doce horas, treinta y cinco minutos y trece segundos.
Se cruzan con una empleada que salía del establecimiento que los mira por su
aspecto. Se llama Carmen y es la cajera, acaba de terminar su turno debido a
que está a media jornada por conciliación de la vida familiar. No ha advertido
nada. Dirá, entrevistada por una periodista días después, que intuyó que los
individuos no venían a nada bueno pero que jamás pensó que llegaría a pasar
todo eso.
Es el día del sorteo de Navidad. Aún no
ha salido el gordo. En el vestíbulo se
encuentran únicamente dos clientes, una chica joven que hace cola, lleva en las
manos un libro y a la espalda una pequeña mochila, y un hombre algo mayor, de
origen marroquí, vestido como un camarero, al que atienden en la ventanilla.
Parece, por lo que discute, que hay un problema con un cargo irregular en su
cuenta. Se llama Mohamed Nasser tiene cuarenta y dos años y está enfadado: sabe
que cuando te clavan un recibo que no es tuyo, te lo comes. También sabe que
si, doce años antes, cuando se vino a España, le hubieran dicho que tendría una
cuenta y algo de dinero en ella, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que
por fin, tras una regularización y de años sin papeles, pudo ser contratado y
convertirse en camarero: justo lo que era en Nador. Ese mismo día llamó a su
casa desde la pensión, a cobro revertido, se lo contó a su madre y los dos
lloraron. Anoche, al comprobar en el extracto un cargo de mil euros por una
compra en Nueva York, durmió con sofocones creyéndose víctima de una estafa,
por eso pidió, hace un rato, permiso a su jefe en la cafetería y se encuentra
ante la ventanilla.
Tuvo dos pesadillas: soñó con la ruina y
con que lo desahuciaban por impago. De cada sueño se despertó con
palpitaciones. Pero no soñó ni de cerca, ni durante la víspera, en que sería
atracado. No soñó con que sería testigo de un tiroteo.
Ahora, la chica que tiene detrás mira
por encima del hombro del señor, para calcular por la expresión de la empleada
si tendrá mucho que esperar. Está de vacaciones por fin, y ha convencido a una
amiga para irse a un bar a celebrarlo. No se lo ha revelado pero quiere ver si
aparece su amor secreto. Y luego mira detrás, a los tipos que acaban de entrar.
No puede evitar al verlos apretar fuerte contra su pecho el libro en cuyas
páginas lleva oculto el dinero que su madre le ha dado para tapar un
descubierto. Están en números rojos y quieren evitar las comisiones metiendo
todo el dinero de la extra recién cobrada. Se llama Corina, vino de Rumanía
hace cinco años, cuando contaba doce. No le va bien en el colegio y ha repetido
un curso, porque nunca aprendió a leer en español, aunque todos piensan que es
porque no se esfuerza lo suficiente. Su padre no trabaja y el único sueldo que
entra es el de su madre.
Afuera llueve mansamente y hace frío.
Por la vidriera esmerilada de gotas, pasan varias personas, indiferentes,
pensando quizá en ser agraciadas en el sorteo.
Son dos hombres. Uno alto y calvo y el
otro muy moreno y fuerte. El hombre alto se ha ido hacia la puerta, y mira con
fijeza al exterior, siguiendo Corina la dirección de su mirada comprueba que no
la dirige a la lluvia, sino a los transeúntes y a los vehículos, en especial a
uno negro que está estacionado en marcha. El hombre fuerte sigue detrás de
ella, esperando inmóvil, lleva una gabardina y la mano sobre un bulto que le
sobresale del costado.
Se llaman Pedro: Barrull, el hombre
calvo; García, el hombre fuerte. Aunque todo el mundo los conoce por los motes:
el Paleta y el Lejía, respectivamente. Ambos nacieron en aquella misma ciudad,
el mismo año, 1966, en el mismo barrio; y fueron juntos al mismo colegio, los
dos se drogaron a la misma temprana edad de quince y formaron parte de la banda
con la que participaron en muchos atracos y robos, los dos estuvieron entrando
y saliendo de la cárcel desde que cumpliesen los dieciocho hasta la actualidad;
los dos llevan dos y tres años de condena; los dos están libres porque se les
ha concedido un permiso por Navidad; y los dos están convencidos, a las doce
horas, treinta y seis minutos y veintiún segundos, de que será fácil dar «el
palo» en esa sucursal de barrio. Llevan un arma. Lo tienen bien estudiado y
hablado en «el talego».
Raudo y con pasos cortos, el Lejía sale
de la fila, saca una pistola y encañona a la cajera. De servir en el tercio le
queda un diente mellado que le partió un sargento de una hostia, un tatuaje,
cierto aire marcial y saber de armas lo suficiente. La cajera se llama Mónica,
tiene treinta años, está divorciada, es madre de una niña de seis, y hace
únicamente dos días que tiene ese empleo, está tan concentrada en no meter la
pata con el ordenador que no reacciona al ver el agujero negro del cañón de un
arma que alguien sostiene muy cerca de su cara, y es necesario un «esto es un
atraco», secundado por un «mete la pasta en la bolsa o te pego un tiro», para
que se ponga en pie. Antes de eso parpadea tres veces y luego da un gritito.
Del despacho situado a su espalda sale al oír las voces, Javier, el otro
empleado y que es el director accidental. Cuarenta años, economista de
formación, casado y con dos hijos, y que en quince años en banca ha sufrido
diez atracos. Once con el presente.
—¡Esto es un atraco! —repite el Paleta,
corriendo las cortinas del ventanal. Él no lleva armas. Nunca. Ni siquiera
navaja. Aprendió esa lección muy joven, de juzgado en juzgado, viendo
sentenciar con el agravante de ir armado. Le apodan así desde crío por el
oficio de su padre y porque su madre era de pueblo. El mote no le hace justicia
porque laboralmente nunca en la vida dio golpe. Aunque sí «golpes» como el de
hoy, más de treinta. Y hasta tumbos.
Javier se queda quieto y levanta,
mecánicamente, las manos.
—¿No me has oído? ¡Meted todo el dinero
en una bolsa! —ordena el Lejía.
El Lejía ha pasado dentro del mostrador
y ahora manda a Javier abrir la caja fuerte, la que sabe que se encuentra en su
despacho.
—Si la abro y retiro todo el dinero
saltará una alarma silenciosa —le previene avanzando, encañonado, hacia el
despacho. Sigue con las manos en alto.
—Me la suda. Para cuando lleguen los
maderos estaremos lejos. Tú ábrela.
Y apunta alternativamente a la caja y al
director.
—Si os portáis bien no habrá ningún
problema. Pero si no es así os matamos, estamos dispuestos a todo —vocifera en
la sala el Paleta.
Corina y Mohamed se miran,
desconcertados, sin saber qué hacer. Mohamed piensa que también es mala suerte
ser víctima dos veces seguidas. Mil euros y ahora esto, se dice. Corina que
llegará tarde a la cita con su amiga y que ya no verá, como era su deseo, al
policía guapo del que lleva enamorada en secreto desde septiembre. Mantenía el
libro apretado contra el pecho, resignada e inmóvil. Tenía un perfil precioso,
pero nadie se lo había dicho aún. Arrastraba complejos por ser foránea. Los de
su país, solía decirse, no estaban bien vistos allí. Curiosamente los
marroquíes como el señor de enfrente tampoco lo estaban.
Mónica miraba a su jefe mientras metía
el dinero de la caja en una bolsa de plástico, y Javier miraba al hombre calvo, el Paleta. Desde
lejos el Lejía miraba a todos. La única que no miraba a nadie era la niña.
Tenía la vista, obstinada, al frente, y le caía por la cara una lágrima gruesa,
brillante. Un reguero denso que se le quedó suspendido a un lado de la
barbilla. En los diez segundos que han trascurrido, las amenazas se han
repetido a dúo constantemente y la tensión ha subido, el Lejía los apunta con
furia.
Mohamed lee el título del libro que ella
tiene: De los Amores que Nunca Fueron, Víctor Laso (1963).
Afuera, la lluvia amenaza con no cesar,
lo que antes eran pequeños charcos, se han convertido en profundos lagos. Llora
el cielo sobre los tejados.
En la misma calle, doblando la esquina,
en el bar al que Corina no acudirá, están Martín y Pablo. Esos son sus nombres pero todos los conocen
por los Guapos, debido a que de siempre hubo otro binomio en el turno a los que
llamaban los Feos. Martín es el veterano de la pareja con siete trienios,
licenciado en filosofía y letras, viudo y padre de un hijo de trece. Pablo, el
nuevo, tiene treinta, soltero y deportista. Forman parte del servicio más
ingrato de la policía, el que pocas veces sale a su hora, el que se come todos
los marrones, el que hace domingos y festivos: Atención al Ciudadano; aunque
para ellos sea el más honorable por según qué momentos del día y en el que han
decidido, hace un año cuando llegaron procedentes de fuera, estar por voluntad
propia. Acodados en la barra le dan tientos a un café muy caliente que les ha servido
Erika, una venezolana de 28 años, de pelo negro y sonrisa blanca. Son asiduos
de ese bar por el café y las sonrisas que les dispensa la camarera: suficientes
por sí mismas para alumbrar el local y hacer que se despejen un poco los
diciembres con que sangra el ánimo Martín.
No había mucha gente aquella mañana, al
fondo, pendientes del televisor que retransmite el sorteo, un grupo de hombres,
trabajadores del barrio, charlaban y hacían horas extras con un carajillo.
Comentaban lo de la compañera gallega,
una desgracia, y hablaban de los chalecos. Desde ese día todos se lo han
puesto. Se dé o no se dé, los policías saben que tarde o temprano pueden
hallarse frente a la negra abertura de un cañón, en una línea de tiro. Y bajo
la armadura, por mucho calor que dé, por incómodo que sea, se puede tener una
oportunidad de contarlo.
Hace un rato que ha entrado don Ibrahim,
el profesor de historia del instituto al que asiste Corina, y se les ha unido a
la conversación.
—La culpa fue del gobierno, por no
dotarla de chaleco —está diciendo don Ibrahim.
—Muerte no vengas que disculpa no
traigas —replica Martín.
—La culpa es de quien apretó el gatillo
—dice Pablo.
—La culpa, estimado profesor, —dice
Martín, el tono profesoral— es de la
ley. No puede ser que la ley permita que alguien con tantos antecedentes haya cumplido tan
pronto su condena como para que pueda salir y seguir delinquiendo.
Se callan todos unos segundos, como
asimilando aquellas palabras. Ibrahim se limpia las gafas y dice:
—Recibir un disparo debe ser algo
tremendo, ¿no?
—Un tiro es como el rayo, que a unos
fulmina y a otros espanta —dice Martín.
—Esa chica fue una valiente —asegura don
Ibrahím.
Martín arruga el ceño y se pone serio
para decir:
—Si la valentía fuera un complemento,
Vanessa debería cobrar la máxima retribución.
—¿Vosotros lleváis chaleco?—Pregunta don
Ibrahim.
—Sí, profesor, llevamos «lorica».
Ríe el profesor. Martín y él fueron
compañeros de facultad. Su amistad se fraguó en muchas conversaciones de
lengua, de literatura y de historia. Lo recuerda como un tipo brillante que
decidió no esperar más tiempo la convocatoria de oposiciones a cátedra
suspendidas por segundo año, y se enroló en el oficio familiar para casarse.
—¿«Lorica segmentata»?—pregunta burlón
don Ibrahim.
—No, «lorica musculata». El músculo lo
ponemos nosotros. Y todo lo demás: corazón, alma, cerebro.
Ríen todos.
En septiembre pasado lo invitó a que
diera una charla a sus alumnos: Las FFCCS como salida profesional. Pudo haber
sido un buen profesor, pues todavía al explicar, al exponer, se le notan
maneras. Recuerda cómo al terminar se sentó sobre un pupitre en el centro del
aula y les hizo preguntas, sobre sus aspiraciones, sobre si sabían lo que era
esto o aquello; quería saber hasta dónde habían aprendido. Luego había charlado
con una alumna a quien regaló un libro. Me gusta comprobar que en esas
cabecitas has sembrado algo de cultura, el esqueleto al menos de la idea, le
había dicho Martín ya afuera, en los pasillos, camino de la salida.
—Le has regalado un libro a Corina.
¿Cuál era?—quiso saber el profesor.
—Uno que a mí, a su misma edad, me hizo
cambiar después de leerlo. Lo escribió mi mentor, un viejo policía.
—No es buena estudiante y —moviendo la
cabeza—me parece que no lee.
Martín sonrió de medio lado.
—Tampoco yo lo era. Por eso se lo di.
—¿Qué quieres decir, Martín?
—Esa cría es inteligente pero no sabe
leer de corrido. No está escolarizada en su lengua materna. El día que lea
correctamente estudiará y pensará tan bien como el resto.
—Ya entiendo, el efecto Pigmalión,
estimular a un estudiante haciéndole creer en sus posibilidades. Como en la
película, My Fair Lady, donde hacían de una florista vulgar toda una dama.
—Uno jamás se ríe haciéndose cosquillas
a sí mismo, sino cuando se las hacen. Procura, Ibrahim, que la muchacha lea el
libro.
A veces, mientras hablaba Martín, sus
ojos se habían encontrado con los de Erika. La mujer había permanecido atenta a
ellos, escuchando la conversación, y sólo a veces hacía un comentario breve o
deslizaba una pregunta, cuya respuesta aguardaba con atención cortés.
Martín se había criado en aquel barrio,
un barrio pequeño y populoso de la ciudad, donde el mar se asoma a las ventanas
para verse bonito en los cristales, justo un par de calles más allá, es
conocido y bien considerado por la gente del barrio, quienes saben que puede
contar con él para todo.
Cóbrate, le dice a Erika dejando un
billete sobre el mostrador.
Junto con la vuelta, en un platillo,
Erika entrega un décimo de lotería que deja, suavemente, entre el espacio de
las dos manos de Martín. Éste mira el décimo y sus uñas lacadas repiqueteando.
—Es el último que me queda —dice ella.
—¿Y esto?—quiere saber el policía.
—Aún no ha salido ‘el gordo’. Todavía
puede tocar. Y si no para que te dé suerte.
La sonrisa del inveterado policía es
amistosa y segura. Casi benévola. La de la camarera encierra claves milenarias
hechas de reflejos femeniles: El décimo, más que un regalo es una invitación.
Una noche, después de mucho insistirle ella, salieron y lo pasaron bien. Pero el
recuerdo de su esposa fallecida lo atormentaba tanto que no dio el paso
siguiente. Erika no ha perdido la esperanza de que lo dé.
Dentro, los atracadores están nerviosos:
la caja no acaba de abrirse. Un atraco habitualmente suele durar un minuto o un
minuto y medio. Pero cinco minutos son como dos horas. Sin hacer nada, es una
eternidad. Y para colmo, en la ventanilla apenas había mil quinientos. El
cabreo del atracador calvo, alias el Paleta, es tal que revienta uno de los
ordenadores de una patada que le pega. Mónica, del susto, pulsa el botón del
pánico. Rebobinará mil veces el vídeo en el futuro. Verá su acción vehemente,
casi de pánico, mientras ninguno de los dos atracadores se da cuenta de ello.
Comenzará, en enero próximo, a tener problemas de ansiedad, cuando en la prensa
sensacionalista le culpen de haberlo provocado todo.
Entonces, el Lejía, consultando el reloj y volviéndose para el Paleta, le
grita:
—Quítales el móvil a todos, para que no
avisen nadie.
El Paleta se vuelve hacia el marroquí y
la chica rumana y sin muchas contemplaciones, más bien ninguna, exige que se
los entreguen. Mohamed Nasser obedece, pero la chica no. Tiene su móvil en la
mochila, y es su única posesión en este mundo aparte del libro. No, dice
resuelta. El Paleta arruga la nariz, y le pega una bofetada. Fuerte, seca y
eficaz, la mano abierta y los dedos juntos. Espera tres segundos y pega otra.
Han restallado como dos latigazos.
—¡El móvil he dicho!
Un hilillo de mocos cuelga de uno de los
orificios de la nariz de Corina. Que aún tiene el cuajo de torcer un poco los
labios y mirar con enojo al atracador mientras saca el móvil de la mochila y se
lo entrega.
Se volvía ya hacia los empleados para
quitarles los suyos también, cuando algo llama la atención del Paleta que se
queda mirando la pantalla que tiene en la mano. La luz azulada ilumina sus ojos
parpadeantes. La niña tiene como fondo de pantalla, nada menos que a un par de
policías. Suelta un exabrupto y tira el aparato al suelo que se desarma como
antes el ordenador, y que pisa varias veces aplastándolo.
—Hijoputa.
Otra bofetada, seca como un disparo.
Mohamed da un paso adelante, dispuesto a intervenir, pero el atracador lo
detiene con un ademán: el de mostrar el puño. Tiene para todos, parece decir. Y
Mohamed avergonzado, retrocede y agacha la cerviz. Le habría gustado ser
valiente y fuerte, pero desgraciadamente no lo es. Corina mira el montón de
trocitos rotos de lo que era su única posesión, llorando. Recuerda cuando
fotografió a los policías, sin que se enteraran. Fue un domingo de hace un mes.
Los Guapos, así los llamaba la propietaria, entraron en el bar en el que
estaban ella y su grupo de amigas, y el de mayor edad de los dos la reconoció
como la alumna del instituto al que habían acudido para dar una charla, y se
acercó a saludarla, habló un rato con ella y le preguntó por el libro que le
había regalado. El mismo que llevaba ahora, y que no sin ruborizarse, confesó,
que había leído dos veces. El otro, el que le gustaba, se limitó a mirar desde
la distancia, sonriendo de vez en cuando. En realidad nunca decía nada, cuando
estuvieron en clase únicamente habló todo el rato el otro, pero daba igual era
su amor platónico, desde entonces, y cada vez que veía un coche patrulla se
quedaba mirándolo pasar por si iba él. Así que no lo dudó, sacó el móvil y,
protegida por sus amigas, zas, se la hizo. Amplió mil veces la foto para ver el
rostro del joven, el policía guapo. El mayor, se decía a veces, no estaba mal,
interesante, pero el que realmente le gustaba era el joven.
Ahora, gime para sus adentros, mientras
nuevas lágrimas se suman al surco de las anteriores: ya no tiene ni foto ni
móvil.
El Paleta, echa entonces un nuevo
vistazo afuera para ver si todo está en orden. Desde el vehículo estacionado
afuera alguien le hace una señal interrogativa, que éste devuelve pegando la
palma de la mano sobre el cristal. Un poco más de tiempo parece decirle.
En el vehículo está el Viti, flaco,
sienes rapadas, arriba los pelos de punta y largos por detrás, veintiún años,
la inteligencia justa para pasar el día. En el tiempo que lleva de espera ha
fumado tres cigarrillos, uno tras otro. Le tiembla el pulso. Es sobrino del
Lejía y ese día los acompaña a dar el golpe porque le han prometido cien euros
únicamente por esperarlos con el coche en marcha, salir pitando cuando
terminen, dejarlos en lugar seguro y no hacer preguntas. No sabe que dentro de
tres minutos matará a un hombre accidentalmente con el arma con la que también
disparará por vez primera y que ahora,
nervioso, palpa cada poco. Durante muchas noches del futuro, en la celda
pensará qué habría ocurrido si en lugar de aparecerse esos maderos hubieran
podido largarse con el botín.
Deberías, le está diciendo Pablo al
salir a la calle, prestar más atención a la camarera.
Detiene el paso Martín, media sonrisa en
los labios.
—No puede ser. No funcionaría. Le saco
una «mayoría de edad».
—Vamos, qué importa eso. Todos
necesitamos amor.
—¿Amor?
No se ha echado a reír, piensa Pablo con
alivio. Tampoco dice ninguna inconveniencia, como llegó a temer. Su
escepticismo sólo suena grave. Correcto. Parece sinceramente inclinado a
soltarle una de sus famosas frases lapidarias, para evitar la explicación de
por qué no hacer lo que le sugiere.
—¿Amor? —Repite.
Espera un segundo y la suelta:
—Vamos, la gente no quiere amor; la
gente quiere triunfar, y una de las cosas en las que puede hacerlo es en el
amor.
Nunca había triunfado en nada, por su
forma de ser, no iba con él. No sabe que dentro de un mes su poema, Bajo la
Armadura, escrito en memoria de la compañera asesinada, ganará un premio y se
hará famoso su nombre, ni que un poco antes, el ministro lo condecorará con la
medalla de plata al mérito que recogerá su hijo de trece años, arropado por
cientos de policías de todas partes del país.
Entonces, cuando están a punto de
subirse al vehículo, en el reloj: las doce horas, cuarenta y nueve minutos y
cincuenta segundos, la emisora los comisiona: acaba de saltar alarma de atraco,
adopten —añade la operadora— todas las medidas de precaución. Conocen bien la
sucursal de que se trata, está justo al lado. Tardan siete segundos en abocar
la calle. Estacionan aparte por precaución, diez metros antes de su entrada, y
se acercan a las cristaleras a pie, prudentes, cautelosos. Pablo pega la cara y
ahueca la mano en la frente, para echar un vistazo al interior por una de las
ranuras de las cortinas y confirmar. Ve a un individuo de espaldas a él, y a
otros dos, una chica y un marroquí, que están mirando para éste. Advierte que
la cría está llorando y que el otro tiene cara de espanto.
Por su parte, algo llama la atención de
Martín: el coche negro estacionado afuera, con el motor en marcha y con la
sombra dentro de un ocupante. Su larga vida policial ha hecho de él un perro
viejo, con olfato de sabueso; no es la primera vez que ha estado en un atraco.
El día y la hora, sabe, son propicios para ello.
En el interior de la sucursal la cara
del Paleta se ha quedado lívida cuando ha contestado al móvil. Qué pasa, le
pegunta el Lejía. La pasma, el Viti dice que están afuera, contesta
tartamudeando.
Corina echa un vistazo por un
intersticio de las cortinas, disimula su alegría cuando reconoce a su amor
platónico, que camina concentrado, la vista puesta en un vehículo, de reojo
mirando hacia ella. O más bien, rectifica, hacia la sucursal. Por otro
intersticio, ve al otro policía, el conferenciante que le regaló el libro.
Ahora se siente, no sabría decir por qué, segura. Ellos le darán su merecido a
este tío por lo que me ha hecho.
—¿Qué hacemos? —Pregunta angustiado el
Paleta.
El Lejía pasea la vista, penetrante, por
los dos empleados y por los dos clientes. En este momento, a las trece horas,
un minuto y veintiséis segundos, es él quien cree que será buena idea tomar un
rehén y entre todos elige a la chica. El Paleta quiere protestar, sabe de sus
extrañas inclinaciones sexuales, pero se calla. No es momento de moralidades.
Afuera, Martín le había indicado a Pablo
que neutralizara al ocupante del vehículo mientras que él se quedaba en espera
de lo que ocurriese dentro, y Pablo se había encaminado hacia él, alejado unos
pasos, cuando de repente la puerta del banco se abrió.
Al verlos salir, de improviso, sacan sus
armas, dan unos pasos atrás y se parapetaran cada uno detrás de un coche,
apuntando a cada atracador.
El Lejía obligaba a la chica a salir con
él, la tenía agarrada del antebrazo pero como no se estaba quieta, pasando el
umbral la cogió del cuello y la situó delante, como si fuese un escudo humano,
clavándole el arma en la cara. Delante, a un par de metros, iba el Paleta, que
se ha quedado parado cuando los policías le gritan: alto. Mira hacia atrás, a
su compinche que le hace señas para que avance, pero no lo hace, la pistola de
uno de ellos, el que tiene enfrente, lo apunta. Y la del otro apunta al Lejía
que aunque «ladra» mucho, tampoco se mueve. Contra el Lejía no dispararán
porque tiene a la chica, pero sí contra él.
—No voy armado —anuncia.
—Tírate al suelo, vamos —le ordena
Pablo.
El Lejía vacila si obedecer o salir
corriendo hacia el coche y que sea lo que Dios quiera. Mira la bolsa con los
mil y pico euros. Por esa miseria, está pensando, no merece la pena complicarse
con un secuestro ni arriesgar la vida.
En ese momento sale del coche el Viti
balanceando la pistola sobre su cabeza, para que se vea que va armado, y la
cosa se complica. Y mucho.
—¡Bajad las armas! —grita Pablo.
Martín examina al hombre que se protege
detrás de su rehén. Reconoce su careto. Ha cambiado mucho, está más fuerte y
avejentado, pero es él.
A las trece horas, seis minutos y
veintitrés segundos un rumor de
alegría se expande emanando de las radios y de los televisores, y de la gente
gritando: acaba de salir el gordo. Y ha
tocado en la ciudad, concretamente en el barrio.
Pero ninguno de los seis están para
loterías, ni siquiera interpretan a qué es debido el rumor. Para sorteo, lo que
se está rifando. Ahora mira a Corina, sus ojos se cruzan. Comprueba que se
acuerda de él y que está llorando. No me falles, parece decir su expresión de
angustia, no dejes que me hagan nada malo.
Ni él ni Pablo han necesitado disparar
nunca un tiro ni les han disparado, pero sí apuntado con un arma y, en
respuesta, han apuntado con la suya. Pero esto de hoy es diferente. Han repartido y pintan bastos.
Conociendo como conoce al Lejía ya sabe que todo acabará mal. Tiene muy mal
talante. Sin retirar la vista del alza de su objetivo, le dice a Pablo:
—Si hay problemas tira como sabes… Y haz
blanco.
Pablo lo mira de reojo sin despegar la
vista del idiota del conductor, cuyo hombro tiene en la mira. «Le disparaste
porque lo tenías que hacer y punto», le dirá su hermano Pedro medio año más
tarde, borrachos los dos, en un pub. «Parecía que estuviera en un
entrenamiento, joder, y que el tiempo se hubiera detenido», le dirá al monitor
de tiro de la escuela de Carabanchel,
dos años después, en una clase, en el curso de promoción a oficial, cuando se
le pregunte por todo aquello.
Pero ahora no piensa sino que todo es
una faena, impropia del día, y que las probabilidades de que salga bien librado
son escasas. Casi está a punto de vomitar el café bebido hace menos de quince
minutos.
El Lejía mira desafiante a todas partes,
se siente protagonista absoluto, y con la sartén por el mango. La docena de
vecinos que curiosea en las ventanas retiene su atención. Debería advertirles,
se dice. Dar aviso de que en cualquier momento puede llegarles un tiro. Sería
interesante ver sus caras. Métanse adentro, porque lo mismo les cae un balazo.
—Oye, —espeta el Lejía con el tono
alterado—. Dejadnos ir o…
Lo deja ahí, sosteniendo la mirada y
examinando a Martín. O si no, está pensando, te llevo por delante aunque me
busque la ruina.
Martín dirige una rápida mirada a ambos
lados de la calle. Por la emisora han dicho que estaban a punto de llegar
refuerzos. Agudiza el oído por si oye sirenas, o motores zumbando, pero nada de
nada. Pueden pasar minutos hasta que lleguen. Decide, mejor, ganar tiempo.
—Vamos, Pedro García, deja a la cría. No
te compliques.
Que el otro pronunciara su nombre lo
deja sorprendido. Hace memoria. Él también empieza a reconocerlo. Alguien del
barrio, que iba al mismo colegio, hijo de madero. Sonríe de medio lado
recordando y dice:
—Veo que te hiciste madero como tu
padre.
Lo de «madero» hace torcer el gesto al
policía. Casi se ríe. A falta de argumentos mejores insultamos, piensa. Se
supone que ahora yo debo llamarte «choro». El cañón de la pistola, observa
Martin, ya deja en el pómulo de la muchacha una mancha bermeja.
—Veo que tú seguiste los pasos del tuyo.
El padre del Lejía, fue un famoso
atracador de bancos en los setenta, violento y sin escrúpulos, igual que su
hijo.
—No estamos ya en el cole, Martín.
—Pero sí en el barrio.
—La cría se viene conmigo. Es mi seguro.
—Sigues siendo un gilipollas, abusón,
Pedro García.
Ambos se reconocen y estudian
mutuamente. Hay una vieja antipatía. Una cuenta pendiente. Se estudian de abajo
arriba con ojo atento, calculando dónde pegar en cuanto el contrario mueva un
dedo, si es que lo hace.
—Vamos, deja irse a la cría. No va con
ella.
—No.
El atracador permanece inmóvil en el
mismo sitio, mirando inquisitivo, con el cañón punzando el pómulo de la
muchacha. Mundanamente amenazador. Lo que significa que aunque matar un rehén es algo que jamás ha hecho, no
le importa hacerlo. El Paleta también
permanece quieto, esperando acontecimientos, y al lado se encuentra el Viti,
moviendo el arma indiscriminadamente, parece no entender a qué viene tanta
charla entre su tío y el policía.
—Si me obligas, la mato, madero.
Y es cierto, lo sabe. Sabe que la
matará. Como sabe que ya está liada. Por un brevísimo momento, fugaz, piensa
que lo suyo sería dejarlos irse con el botín, que estará asegurado, y que
soltasen luego a la rehén, en algún sitio. Con un poco de suerte sin que hayan
abusado de ella. Pero no, reflexiona. No sería digno de llamarse policía si
permitiera eso. No es lo que se espera de mí. La niña lo sigue mirando
angustiada, con dos ojos llorosos, tan grandes que uno se podría caer dentro.
No dejes que me lleven, dice su expresión.
Mira el policía hacia el fondo de la
calle, a los tejados de los edificios. Por allí, sabe, anda el de su casa donde
estará ahora su hijo, esperándolo mientras monta el Belén tal y como era la
tradición cuando su madre vivía. Solo faltaban dos horas para terminar el
turno. Y volver a verlo. Sólo dos. Siente unas ganas enormes de tumbar al Lejía
a puñetazos, pero no de pegar ningún tiro, con juzgados y declaraciones y
abogados. La idea, en un momento así, es absurda. O no tanto. Lo hizo una vez;
hace treinta y cuatro años. Recluido dentro de la memoria habita el niño de
doce que dejó fuera de combate al macarra de catorce. A ráfagas recuerda ese
día. El patio del colegio, el coro de muchachos formado en torno a ellos, la
navaja que le muestra. Los de su panda coreando: ¡mójale!
Pedro García iba a
la clase de al lado de Martín, por entonces era un repetidor que cursaba 8º.
Aún no tenía el mote del Lejía, se lo pondrían mucho después, al volver de la
Legión. Se había convertido en un macarra de catorce años que hacía pellas para
frecuentar los billares y los recreativos, y que daba pequeñas sirlas. Se
contaba de él que tiraba de navaja en las peleas. Esa mañana, como solía hacer
en las pocas ocasiones en que asistía a clase, hostigaba en el recreo a los
pequeños para sacarles los cuartos del bocadillo. Aquella mañana se metió con dos pequeños de
5º y 6º, vecinos de Martín, y les robó. Ellos lo buscaron y llorando le
pidieron ayuda. Para aquellos pequeños que fuera hijo de policía, era casi como
serlo.
—Devuélveles el dinero, Pedro —dijo,
neutro, plantado ante él y sus tres compinches y el resto de chiquillos que se
habían arremolinado para verlo. En el
tono adecuado, alzada la cara. Como si lo pensara en voz alta. Nadie podía
decir que se echaba atrás.
—No te metas, más te vale. Contigo no va
la cosa —negando con la cabeza—. El dinero me lo quedo.
Y Pedro García blande la navaja sin
abrir, cuya hoja doblada reluce como su colmillo siniestro.
—Ya me he metido.
Tendrá navaja pero él sabe pegar. Martín
lleva varios meses entrenando en el gimnasio de la base con los chicos de la
Reserva. Son tipos duros que se las ven a diario con lo peor de la gente y la
sociedad —supuestamente civilizada— y un par de veces a la semana practican
golpes, proyecciones y luxaciones. El sargento que imparte, un veterano de mostacho
espeso, fuerte y con mucha presencia de ánimo, es padrino de uno de sus
hermanos y amigo personal de su padre, y le ha tomado afecto por el potencial
de la tremenda zurda que posee. Duro, rápido y al mentón y se acabará la pelea,
muchacho, le decía siempre. Con el tiempo, tras la unificación, llegará a
comisario. Y será jefe de la brigada cuando el joven Martín, egresado de la
academia, llegue a Madrid convertido en policía. Aprenderá casi todo de él,
todo lo que un buen policía debe saber.
—Tú lo has querido, pues.
Tras una corta vacilación, trata de
abrir la navaja con un golpe de muñeca.
Martín ha apretado mucho el puño, y
tensado los tendones, y al ver la hoja abriéndose, suelta un directo a la
mandíbula de Pedro García, potente y demoledor. Crack. Cuando abre los ojos de
nuevo lo ve caer al suelo, inconsciente. Se despertará a los dos minutos,
aturdido como si lo hubiera atropellado el tren. Aquel día el director los
expulsó a los dos. Martín no se defendió, no dijo nada de la navaja ni del robo
pues no era un chivato. Su padre, montó en cólera al enterarse, le dio gritos
sin quitarse la guerrera del uniforme, como si fuera uno de los delincuentes
con quienes trataba, pero después, una vez se hubo calmado, escuchó las razones
de su hijo y calló, como meditando lo que le había contado. Al día siguiente se
fue al colegio de uniforme, se entrevistó con el director y le levantaron el
castigo a Martín. Sabría mucho tiempo después, cuando fue mayor, que su padre
le había dicho al director que su hijo había sido educado en sus mismos
valores, con nobleza, para defenderse y defender a quien no pudiera hacerlo, al
débil. Que si lo castigaban por eso, adelante, no diría nada y nada objetaría,
pero que así era como lo había educado, para ser una persona valiente y recta,
con principios, y para no arredrarse ante los abusones. Pedro García ya no
regresaría a clase más. En el colegio, aquel año, no se hablará de otra cosa
que del valiente Martín, del protector.
Parpadea, retornando al presente. No me
dejes, sigue diciendo la mirada de la chica. Era un héroe cansado, con un
corazón hecho de goteantes diciembres, pero obligado por el deber a seguir
adelante. Siempre adelante.
Despega los labios el policía —con
dificultad, pues tiene la boca seca— y pronuncia:
—La cría se queda.
Ha visto al idiota del conductor
apuntarles, muy alterado, a él y a Pablo alternativamente, moviendo el brazo a
izquierda y a derecha. Tiene una oportunidad que ha calculado geométricamente,
como en el billar. Sale del parapeto. Avanza un paso. Baja el arma. El recuerdo
de aquel día acompañaba el frotar de la pistola introduciéndose en la funda.
Aprieta el puño y siente los tendones bombear sangre por el brazo rígido, como
aquella vez. El Lejía, desconcertado, lo observa sin hacer nada. Entonces, por
un brevísimo instante, como si cruzase por un punto de la calle donde la lluvia
se desvaneciera con sutileza extrema para dejar un insólito vacío, Martín
experimenta una incómoda sensación de irrealidad. Se parece, advierte
asombrado, a caminar junto a un precipicio con la atracción del abismo tirando
fuerte desde abajo: un vértigo desconocido hasta ahora. Sabe que lo que va a
hacer no será explicable en la fría sala de un juzgado. Ni a nadie que no sea
policía y le pregunte de modo convencional. Exhala aire. Ve las dos líneas de
tiro convergiendo lentamente hacia él, y sus negras oquedades, cuando salta,
los músculos activados, la respiración contenida, y, con toda la fuerza de que
es capaz, golpea violentamente el mentón de un desconcertado Lejía que, ya con
la cara desviada consecuencia del impacto, escupiendo saliva, le dispara a
bocajarro. Se producen dos disparos más. Secos. Sonoros.
Antes de perder el conocimiento, a las
trece horas, trece minutos y un segundo de la tarde, el hombre digno, el que
como decía su poema «lleva una estrella en el pecho y por horizonte el lucero
de la justicia», abre los ojos para ver qué ha pasado, ve que Corina corre a guarecerse entre el hueco de
dos coches y se agacha, las manos pegadas a las sienes, permaneciendo en
cuclillas; ve al Lejía inerte un metro más allá, boca arriba, a escasa
distancia de la pistola humeante, encasquillada, noqueado de un solo golpe,
como entonces, con el colmillo siniestro asomándole en su boca; ve que el
Paleta ha caído de bruces en el suelo, y que un torrente de sangre que se
mezcla con el agua de lluvia, le mana de un agujero en la cabeza; ve al
conductor, con cara de espanto, paralizado, llevándose la mano al hombro para
taponar la herida por donde brota bastante sangre que le gotea por la manga,
comprende que su compañero ha hecho lo que, a diferencia de todos allí, él sí
había previsto, disparando y haciendo blanco, le ve también hacer una mueca de
dolor y gimotear; ve a Pablo que emprende la carrera hacia el conductor y
retira la pistola de un puntapié mientras lo obliga a tirarse en el suelo, luego lo ve girar la
cabeza varias veces hacia su posición; ve al Feo que salta del vehículo como
expulsado por un resorte y al otro, el Feo segundo, que se agacha para recoger el arma del Lejía
y esposarlo; ve a un hombre pelirrojo con un móvil haciendo fotos en la primera
ventana de un edificio; ve la línea de tejados del horizonte y recuerda el
rostro de su hijo, haciendo el Belén; ve nítidamente a su padre abroncándolo
por aquella vez que lo expulsaron del colegio; ve los labios bajo el mostacho
del sargento de la CRG cuando le dice: «Duro, rápido y al mentón, muchacho. Qué
buen policía ibas a ser si tu padre lo permitiera»; ve a su mentor, el
comisario Aguilar, que le dice lo de que «la vida
no es sólo el corazón que late, es también el pensamiento flotando sobre el
corazón que ha dejado de latir», mientras le entrega una
de las escasas copias que quedan de su libro, escrito con el pseudónimo de
Víctor Laso; ve
el rostro de su padre, malhumorado, mirando por la ventana, negándose a
responder, cuando le comunica que no será profesor sino policía; ve el rostro
de su madre, con la luz de la cocina cosiéndole el uniforme la vez que se le
desgarró en una pelea entre hinchas de fútbol, ve la preocupación con que lo
miraba; ve, detrás de las cristaleras del banco, un arbolito de navidad con
luces blancas y rojas; ve las uñas pintadas de su primera novia, el día que la
conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a un crío; ve un féretro
y se ve a él mismo, con treinta y siete años, que intenta que no la entierren;
ve a su madre y a su padre que lo arrastran, con esfuerzo, por la calle del
olvido donde la desgracia tocó su canción de invierno, un diciembre; ve por sexta vez una taquilla, en un vestuario de
una nueva jefatura de un nuevo destino, que por sexta vez lleva su nombre y
apellidos, y que como al comienzo está destinado en Seguridad Ciudadana, en
«zetas», recordando el orgullo lejano al vestirse por primera vez su uniforme,
y cómo se fueron desdibujando los lindes de aquella vocación al caer de los
años, sin perder, eso sí, la satisfacción por el deber cumplido: el recto
camino, el lucero en el horizonte.
Sin dejar de apuntar con el arma al
Viti, que se tiende en el suelo, rendido y obediente, con el brazo sano
extendido, Pablo echa un vistazo a su compañero, se encuentra tumbado sobre un
costado y sangrando, le han dado en el tórax, a bocajarro, ¡el maldito chaleco
no ha aguantado el impacto!, e informa de todo por la emisora, con honda
preocupación. Son las trece horas, trece minutos y diez segundos de la tarde.
Balística determinará, tres días después, que la munición empleada por Pedro
García, alias el Lejía, era del tipo perforante, con punta de teflón: Capaz de
traspasar una plancha de acero.
El Viti, parece mirar indistintamente el
cadáver del Paleta y su arma caída al recibir en el brazo un certero disparo
del otro policía, el que ahora le pisa el cuello con la rodilla mientras lo
esposa; aprieta los dientes, y llora no sabe si por la fatal estupidez que
acaba de cometer o por el dolor. O por ambos. En su informe el forense
declarará a los dos días que la bala que traspasó la cabeza de Pedro Barull,
alias el Paleta, provenía de la pistola reseñada con el número dos, o sea, la
que portaba el Viti.
Lejos, al final de la calle, entre la
oscuridad uniforme que, pese a la hora, se extendía y las luces azuladas de los
rotativos, Martín veía la silueta de Erika acercándose hacia él, corriendo. Se
va tornando todo más y más oscuro hasta que el negro lo absorbe. Ya no ve.
Siente sueño o tal vez sea desfallecimiento. Le parece oír, fusionado con las
sirenas y ahogado por el pitido que le zumba en los oídos debido a la
detonación, que pronuncian su nombre. Trata de responder pero la sangre se le
agolpa en la boca y únicamente puede vomitarla. Maldice para sí mismo. Sabe lo
que eso significa. Ahora distingue la voz de Pablo, es él quien está gritando
su nombre, a su lado, «¡Vamos aguanta, compañero!», le anima a la vez que
tapona la herida; también la de uno de los Feos solicitando, muy enfadado,
ofuscado por cada segundo que se pierde, una ambulancia por la emisora, y la de
Erika, cuyos lamentos llegan nítidamente hasta él, pero no lo que está
diciendo. Palabras sueltas: suerte, lotería y navidad. Abre los ojos,
parpadeando, pero sigue sin ver. Trata de moverse, de alzar la cabeza, pero no
responde ningún miembro. Gruñe y un nuevo vómito de sangre lo ahoga. La maldita
armadura no aguantó el tiro, después de todo. No puede respirar y no siente el
brazo con el que ha golpeado al Lejía, y a su rostro llega la tibieza de la
sangre manando del pecho a borbotones, que se mezcla con la que sale de la boca
y con el agua de lluvia que le cae blandamente y que, nota, cada vez es más
fría. Llega el silencio después de la lluvia. Ni ve ni oye. Así que es esto lo
que se siente, delibera, cuando se desangra uno. Hasta aquí hemos llegado en
tan largo y azaroso viaje. Y se despide imaginariamente de su hijo y del Belén,
de Erika y su blanca sonrisa, de la cría rumana, su «Fair Lady» particular, de
su compañero Pablo, quien no tardando tendrá el dudoso honor de clavar su
nombre y apellidos en la lista de la placa marmórea de la entrada de la base,
la de Caídos en el cumplimiento del deber, a quienes ya no verá más. Y saluda,
en el límite de desaparecer, a ella, a
la ausente, a su esposa, con quien ya mismo se reunirá: la vida es el
pensamiento flotando sobre el corazón que ha dejado de latir.
En el reloj se marcan las trece horas,
trece minutos y trece segundos del día del sorteo de Navidad.
***
Media
hora después, el Dr. Peláez, terminado su turno en el hospital, ya está a punto
salir cuando algo llama su atención y decide quedarse un rato más. En el box de
urgencias entra en ese momento un herido muy grave, flanqueado por varios
policías y enfermeros. Precisa ser operado urgentemente, le dice el médico de
la ambulancia.
—Le han disparado. Inconsciente. La bala
ha atravesado un pulmón y astillado no sé cuántos huesos, y está alojada dentro
aún, y ya ha entrado dos veces en parada cardiorrespiratoria.
Había arrugado la frente para decir que
no le tocaba pero hay algo que hace cambiar de opinión, y es que escucha decir
a uno de los vigilantes que el hombre herido se trata de un policía.
—¿Dos veces?
—Sí, es un milagro que no haya muerto
aún, es como si su corazón se negara a
dejar de bombear.
Levanta la sábana manchada de sangre y,
colocándose las gafas, echa un vistazo al moribundo. Medita. Arruga de nuevo el
hocico y decide, dándose la vuelta y tomando para el quirófano, que lo operará
él mismo. No es mal cirujano el que entra a relevarlo, pero si existe alguien
en toda la provincia capaz de conseguir algo, de obrar un milagro quizá, ese es
él. Tiene una deuda de honor con la policía que el vigilante conoce. Y las
deudas de honor se pagan.
Cuando todo parecía estar listo, con el
cuerpo de Martín sobre la mesa de operaciones, entubado, e inducido a un coma
para que aguantase, se presenta un problema al analizar el hematólogo su tipo
de sangre.
—¿Qué le
pasa a su sangre?—pregunta el Dr. Peláez con la mascarilla
puesta.
—No tenemos de ese tipo. Ni una gota
Son las trece horas y cuarenta y tres
minutos de la tarde y necesitan ese plasma tan escaso como raro, urgentemente,
tienen de plazo para conseguirlo hasta las quince horas como máximo, dice el
Dr. Peláez mirando el reloj. Si no se muere antes.
La comunidad policial, acostumbrada al
silencio administrativo —que es el peor y más ingrato de los silencios— de los
gobiernos y a la inveterada orfandad institucional con su siempre renuente
inacción, se mueve rápido al conocer la noticia. En diez minutos se cruzan
cinco millones de mensajes entre todo aquel que pertenezca a un foro, grupo de
mensajería o red social, solicitando sangre del tipo AB para la operación de un
compañero herido gravemente en un atraco. Y empieza a expandirse el llamamiento
de auxilio como una mancha sobre las cabezas y los corazones de todos ellos. Y
todos sin excepción, así son y de esa pasta están hechos, se vuelcan cerrando
filas: estatales, autonómicos, locales, portuarios, vigilantes, verdes, azules…
Y, hermanados en la desgracia, consecuentes con lo que significaba, no falta
ninguno al llamamiento. Ninguno faltó ese día, como las bolas del sorteo dentro
del cesto que no han de salir pero que están. Los teléfonos de la jefatura
echaban humo con llamadas procedentes de todo el país, incluso del extranjero,
ofreciendo modos de transporte para el donante, dinero para cubrir gastos,
posibles listas de donantes, lo que fuera. Y nadie de los salientes del turno
de mañana se fue a casa, inseparables, sin exigírselo nadie, doblaron para
atender las llamadas.
A las trece horas y cincuenta y nueve
minutos aparece un donante. Se trata de un ertzainzta de Irún, llamado Asier,
que siendo motero andaba con su grupo de ruta por la cordillera cantábrica
detenido casualmente en las inmediaciones por la lluvia torrencial que caía, y
que al enterarse, saldría disparado, cruzando de punta a punta toda la ciudad y
que se plantará, media hora después, empapado, en la sala de trasfusiones y
dirá: «saquen toda la sangre que se necesite, pues». Allí se encontrará con
Manuel, un guardiacivil perteneciente a la UEI al que han traído desde León,
donde pasaba las fiestas, en el helicóptero de Tráfico, sobrevolando los montes
con nieve y con un viento racheado peligrosísimo la mayor parte del viaje, y
aterrizando, con un par, en el helipuerto al pie mismo de Urgencias. Ambos se
reconocerán y hablarán de sus respectivas vidas mientras les extraen sangre, de
que no se lo pensaron mucho cuando se
enteraron, nada, de que así eran y así son, que de ésta pasta los fabrican, y
al acabar se darán cuenta de la presencia de una tercera persona, una niña que
ha estado callada todo ese tiempo. Extrañados le preguntarán qué hace allí. Y
ella, ruborizada, les dirá, simplemente: que ha venido a donar sangre para el
policía que le enseñó a leer de corrido.
En otro cesto, el inmenso cesto del
universo donde se rigen los destinos y dan vueltas las bolas de las vidas
humanas, justo dos minutos antes de las quince horas en punto de la tarde,
salían tres premios consecutivos: Asier, Manuel y Corina.
A las quince horas en punto, el Dr.
Peláez, respira y se deja caer hacia adelante, bisturí en mano, el cuerpo
inclinado, y se hace silencio en toda la comunidad policial. Tiene dos horas
por delante para devolverle a ese cuerpo una vida que se escapa como el agua
entre los dedos, y devolver, de paso, una deuda de honor contraída el verano
anterior con otros policías, quienes le hicieron jurar, como si del hipocrático
se tratara, que en adelante los trataría como le habían tratado ellos. Puede
intuir el futuro mientras avanza entre tejidos y ve un espacio mínimo entre el
corazón y la bala que extrae, y sabe que esa vez triunfará sobre la muerte.
Se cumplía la vieja leyenda. No era
llegada la hora de que aquel hombre valiente y honrado, de que aquel protector
que arriesgó el pellejo a pesar de los pesares, desfilase al otro lado de la
barrera. No era llegado el momento de que se reagrupara en el cielo con los
otros caídos en el cumplimiento del deber.
Al dejar la bala caer en la bandeja, una
de las enfermeras le dirá al Dr. Peláez: Mira, acaba de salir para él el premio
gordo.
-FIN-
© Humberto, 2014.
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