Prólogo
La vida policial es una compleja red de estaciones y vías ferroviarias. Unos marchan por trenes de cercanías y otros en largo recorrido, los hay que van en interprovinciales y de alta velocidad, o que discurren bajo tierra, subterráneos, como el metro... El tiempo se pasa en tratar de sacar billete y tomar uno, el tren para el destino soñado, en un inútil correr hacia una nueva estación, partiendo todos de una central. Pasan montañas y valles para el viajero, se suceden los andenes, se cambia de vagón…
LAS VÍAS DE LA VIDA
Se apagan las luces de las
farolas, se enciende el día. El tímido sol de mayo se desparrama
lentamente por la fachada de la comisaría mientras Jacinto, el de puertas, sale
a su puesto. Allí se cruza con las señoras de la limpieza que lo saludan. Echa
un vistazo a su alrededor y comprueba la misma escena de todos los días: en el
bar de enfrente sacan el toldo y preparan las mesas y sillas, en la barra ya
hay un madrugador que toma café; la cola de la parada del autobús esperando indolente
a ser engullida; las madres que llevan a sus hijos al colegio cercano…Los
árboles en flor son la única novedad.
Jacinto consulta el reloj, «ya queda menos», piensa. Su tren
procedente de Segovia, se detuvo en aquel lugar hace ya veinticinco años.
Doña Julita reza en misa de diez. Es su costumbre. Lo hace todos los días,
pero en esta ocasión reza con más recogimiento que nunca pues pide por su nieto
que está gravemente enfermo. Luego sale, y de camino a su casa, como siempre,
pasa por delante de la comisaría y saluda al policía que hace servicio de
puertas.
—Buenos días, señor guardia.
—Buenos días, doña Julita.
Doña Julita no ve bien
y le parece que el policía de la puerta siempre es el mismo. A Doña Julita de
niña no le caían bien los policías porque pensaba que ellos habían fusilado a
su padre en la guerra. De mayor cambió de opinión. Se había casado con Paco, el
propietario de un mesón muy cerquita de donde está la comisaría, al que a
diario acudían patrullas que charlaban con su marido. Paco fue en vida un
hombre afable que se dejaba querer por los guardias que lo apreciaban y quienes
constituían su clientela fija. Él no quería otra. Allí, tras la barra, de día
en día, Julita fue tomándoles cariño. Llegó un momento en que sintió vergüenza
de haberles tenido cierta fobia, de hecho, se ruboriza sólo de pensarlo. En
cinco décadas los fue viendo parar a todos y por su cabeza pasan, como en un
álbum, muchos de sus retratos y de sus pequeñas historias, «¿qué habrá sido de
ellos?», se pregunta evocando un tiempo ya lejano.
***
Mariano vació su taquilla, y metió sus cosas en una maleta; luego pasó a
despedirse del Comisario y del segundo, quienes lo saludaron efusivamente.
«Esta es tu casa para lo que quieras». Palmadas en el hombro. Se despidió de la
secretaria desde la puerta haciendo un gesto con la mano al ver que ella estaba
ocupada al teléfono. Lo había hecho como solía, instintivamente, como si fuera
a volver mañana. Salió de la
Comisaria y atrás quedaron, humeantes, los rescoldos de
treinta y tres años. Finalmente se tomó unas cañas con sus allegados de siempre
en el bar acostumbrado: el que normalmente existe junto a un edificio público.
Risas. Más palmadas, y unos abrazos. «¡Aquí estamos, ya sabes, para lo que
sea!».
Luego llegó a casa y la encontró más vacía que nunca, encendió la
tele, se sentó en el sofá y no prestó atención a lo que ponían. «Qué bien se
está aquí sin hacer nada, sin aguantar al jefe, sin pensar en que mañana he de
madrugar o trasnochar». En la mesita había un retrato de su mujer: la última
foto que se sacó en vida, hacía ya diez años. Había huellas de ella y de un
pasado infeliz por todas partes. Se levantó y miró por la ventana. El sol
estaba alto y la ciudad viva, bullente. Entonces pasó un radiopatrulla y lo
siguió con la mirada. «Ahora irán a tomar café», pensó por la hora. «Sí, es lo
que yo haría de estar de servicio». Era su primer día como jubilado y ya hacía
cinco minutos que empezaba a sentirse como un mueble viejo, inútil. Un aire de
desasosiego le recorría el espinazo al atisbar el incierto horizonte de los
días venideros, el invierno de la vida. A partir de ese momento empezó a
comprender que la programación de la
tele no era nada comparada con la de la ventana y que esa ausencia iba a ser
una presencia íntima y dolorosa, una herida que hasta ahora había estado
mitigando el trabajo, pero ya el tren había llegado al final de su destino y
tocaba bajarse, y sufrir en silencio.
En el hospital Juan
mira también por la ventana. Al fondo se divisa la silueta entrecortada de los
edificios altos de la ciudad sobre los que emerge la torre de la catedral. Está
de prácticas y este mes le han puesto con
el oficial Andrés,
sustituyendo a Mariano. Es un chaval despierto que ha decidido retomar los estudios que abandonó.
Andrés se ha recostado en la silla dispuesto a dejar pasar las
tres horas que les quedan de custodia; ahora mismo piensa en que Mariano ya
cumplió y a él aún le queda todavía un año, y en que esta tarde es una menos,
por tanto. O una más, según se mire.
En la habitación hay un preso que acaba de ser operado de un
forúnculo. Se las sabe todas y hay que tener mucho ojo con él. Por el pasillo
viene una bonita enfermera que se introduce en la habitación contigua, y Juan
no puede evitar mirarle el trasero. Estupendo, califica. Por las palabras cariñosas que ella dice,
tanto al entrar como al salir, intuye que dentro hay un niño. Se asoma a la
puerta y lo ve: sonriente, llenas las venas de tubos de goma. El niño le mira, mira. El niño le está
mirando.
— ¡Mira mamá, un policía!
—Hola, campeón, a que sé cómo te llamas.
El niño entonces calla y abre sus dos grandes ojos oscuros y
profundos.
—Jaime —dice con seguridad—, ¿a que sí?
El niño sonríe. A Juan siempre se le han dado bien los niños. Por
su cabeza pasa fugaz un recuerdo de la infancia. Se le aparece delante una
escena: se ve huyendo y temeroso, sin saber qué dirección tomar. Hace rato que
detrás vienen cinco gitanos que pretenden robarlo; ya le fallan las fuerzas,
están a punto de darle alcance cuando, de repente, suena un sirenazo y los perseguidores dan media
vuelta y huyen. Ante sí tiene un coche patrulla; es miel sobre hojuelas cuando los
policías le invitan a subir para llevarlo a casa.
Siempre, toda la vida, deseó repetir con otro niño aquello mismo.
Uno, el más simpático de la pareja, había adivinado su nombre y nunca supo
cómo.
—Juan —le dijo, sonriendo aquella tarde mientras abría la puerta
del coche frente a casa—, así te llamas ¿verdad?, no te preocupes por nada que
aquí estaremos y nos pasaremos todos los días por el cole, por si acaso.
Para los observadores los nombres están siempre escritos por algún
sitio, como en la cama, o el gotero; o en la ropa o en la cartera escolares; o
los pronuncia un tercero, alguien
como la enfermera al entrar, o unos como los que te persiguen.
—No quisiera molestar, señora —dice respetuosamente dirigiéndose a
quien en la esquina le sonríe, y volviendo al presente.
—No se preocupe que no molesta en absoluto, al contrario, a Jaime
le encanta todo lo que tenga que ver con la policía. Colecciona todo de ellos
—responde su madre que está sentada en una silla.
La mujer, que representa tener unos treinta años, se ha levantado
y se ha acercado un poco más a la luz de la ventana y, entonces, Juan puede ver
y notar la fatiga en su rostro terso, las huellas en sus ojos de las largas
duermevelas y en su tono de voz alegre disimular el desánimo de malas noticias.
—Sí, ¿qué tienes de los polis?
A que no tienes esto…
Y hurgando en su bolsillo saca un soldado de plomo que, mirado de
cerca, parece un policía. Pasan los minutos y por boca de aquel policía se
suceden las historias que el niño escucha con atención.
Cuando al rato sale de la habitación Juan maldice la buena salud
del preso que custodia: «al muy cabrón le ha sobrado siempre para hacer todo
tipo de maldades, desearía que en el lugar donde reparten las desgracias
hubiesen cambiado una por otra, o mejor ambas al mismo». El niño Jaime, que no
piensa en su enfermedad y que en su inocencia adivina su final y lo asume, hace
como todos los niños y juega. Lo hace con el soldadito: aprovecha su vida. Su
corta vida.
El preso ha echado sus cuentas también. Le queda menos.
Al caer el día por el poniente
vinieron las nubes de la lluvia: lloraba mayo. Llovió
toda la tarde. Llovió mansamente, con esa infinita mansedumbre de los cielos
del norte. La línea del horizonte poco a poco se borró.
Berto lleva años en la oficina de denuncias, nunca pensó acabar así, de escribano, con todo lo que prometía, pero
es lo que primero encontró cuando se quiso salir de los servicios centrales. Lo
que cuenta la gente le parecen confesiones y se imagina que él es algo así como
un confesor. Entre confesión y confesión escribe versos. Siendo más joven
estuvo a punto de llevarse unos juegos florales en su pueblo, pero al final el
concejal de cultura le dio la máxima nota al sobrino del alcalde. A su lado, en
otro escritorio, está don Javier, el
jefe, que como es de ciencias siempre anda preguntando «cómo se dice cuándo»
porque no da con la palabra que busca.
— ¿Oye, cómo se dice cuándo el tío compra objetos robados, hombre?
—Receptador.
—Eso. No me salía.
Nadie sabe por qué Berto sabe tanto de gramática. Es un misterio
acrecentado por el hecho de que jamás accede a hablar de ello cuando le
preguntan: «No lo sé, cosas que pasan», zanja escueto. Es un portento para
corregir cualquier texto que le pongan por delante. Una vez corrigió incluso al
señor comisario, bueno, humildemente le hizo ver la conveniencia de
escribir «en relación con», lo correcto,
en vez de «en relación a», galicismo
intolerable. Escribir se le da magníficamente bien desde la más tierna
infancia; nada más sigue la regla: Escribe
con el corazón y corrige con la cabeza.
Años atrás, un día en que Berto estaba
ausente, uno de sus compañeros hurgó en su mochila y sacó lo que parecía una
tesis cuyo título era: Influencia y aplicación de papeles sintácticos e información semántica en la resolución de la anáfora pronominal en español. Bajo éste y después de la palabra doctorando
estaban su nombre y apellidos.
—No, si va a resultar que este tío es doctor honoris
causa —dijo perplejo.
La leyenda no hizo sino extenderse con aquel
episodio.
Suena el teléfono y Berto lo descuelga. Al otro lado escucha la
voz entrañable y familiar de su madre quien lo saluda y le habla de cosas del
pueblo.
—Por cierto, hijo, más que nada te llamo porque esta mañana se ha
muerto el hijo de la
Engracia. El pequeño.
—¡Dios santo! ¿Cómo ocurrió? —pregunta Berto, consternado.
—El pobrecillo se cayó del balcón de casa y se desnucó.
—Vaya, qué horror, cuánto lo lamento. A ver si luego, cuando tenga
un rato, les llamo para dales el pésame.
—Sí, fue una desgracia. Los padres lo han dispuesto todo para que
el corazón vaya para otro niño, ya sabes, un trasplante de esos.
Berto había salido un día de hace diez años del horno con un
billete de primera destino a la Estación Central: la babilonia policial, donde
todo se teje. A los seis años, harto de zancadillas, en cuanto pudo tomó el
primer tren y se marchó, recalando en aquella pequeña comisaría de distrito de
pequeña ciudad. Vía muerta, billete de tercera, estación del desengaño.
Mayo no sonríe: Anochece y
llueve. La ciudad se apaga como un ciervo herido de bala. Al fondo sobre
las luces se levanta la negrura de los montes envueltos entre brumas. Con tanta agua deslizándose sobre ellas, las
calles se han vuelto marmóreas y reflejan el cielo gris, o hecho de gris, la
luminosidad de las farolas y la imagen invertida de viandantes que, de cuando
en cuando, saltan sobre los charcos. Por la arteria principal de la ciudad
circula un radiopatrulla, en la confluencia más complicada sus ocupantes, el
oficial Andrés y Juan, el de prácticas, observan que un vehículo averiado y
otro chocado cortan el tráfico. Detrás de ellos hay un atasco de dos
kilómetros, por lo menos. Se bajan y ayudan al averiado a moverse empujándolo
hasta el arcén. El tráfico vuelve a fluir por ese resquicio y lentamente
desaparece la larga línea de luces que ahora, por el movimiento, se transforman
en trémulos haces que se espejan sobre el negro asfalto.
En el interior de una ambulancia que marcha de nuevo el conductor
le dice al enfermero:
—Menos mal, pensé que nos quedábamos aquí una hora y que no
llegábamos a tiempo. No me gustan los atascos cuando llevamos eso.
—No sé cómo te las arreglas que siempre te quedas atascado.
Pareces nuevo, tío.
Dentro van dos hombres pero laten tres corazones.
***
María llega para entrar en el turno de noche. En la entrada se ha
cruzado con Berto que ya se marchaba, le ha saludado, ha intercambiado unas
palabras con él y se han despedido. María se vuelve para mirar la nuca de
Berto, su maestro. Siempre le ha gustado contemplarla.
Un año antes, cuando María aún estaba de prácticas, se presentó en
el despacho de su tutor y jefe para quejarse porque en el mes que llevaba en la
oficina de denuncias ningún compañero le enseñaba nada.
—Todos pasan de mí y me tienen como un comodín para hacer recados,
fotocopias y coger el teléfono. Tiene usted que hacer algo.
María era y sigue siendo algo feminista, menos de lo que aparenta
y más de lo que se piensa. Está convencida de que todos la infravaloran por ser
mujer. En realidad, aquellos hombres, en su mayor parte, iban a lo suyo, a que pasara
lo antes y lo mejor posible el tiempo y a que llegara el momento de salir, y no
estaban para ser profesores porque eso no les gustaba, acaso ni valían, y sí,
la veían un poco verde para coger denuncias o redactar oficios, y por eso la
mandaban otras tareas. «Ya aprenderás, tienes toda la vida para hacerlo», le
decían.
El jefe, un buen hombre,
resolvió cambiarla al turno de don Javier y de Berto porque sabía que eran de otra pasta. Y con
ello todo cambió entonces.
Desde el principio Berto la trató como a una compañera más. No
parecía importarle el hecho de perder el tiempo que fuese en enseñarle de todo.
Cada frase pronunciada con aquel tono suave se grababa automáticamente en su
cabeza.
—Hala, estrénate. Toma declaración al detenido —Le dijo el primer
día, nada más llegar.
—Nunca lo he hecho antes.
—No te preocupes yo estaré a tu lado, tú sólo teclea rápido la
conversación.
La cosa salió bien: él preguntaba, el detenido respondía y ella
escribía. Después le dijo en qué cosas había fallado y le habló de los tiempos
verbales que regían en el estilo indirecto (el que tradicionalmente se emplea
en los escritos policiales).
En ocasiones, cuando ya cogía denuncias y tenía delante al
denunciante, Berto se aproximaba a su mesa para ver lo que estaba escribiendo.
Luego, cuando el denunciante se había ido, la corregía y daba consejos; solía,
para ello, dejar caer alguna metáfora.
—Pregunta lo que no sepas, nunca te quedes con ninguna duda; las
dudas son como los borrones de un escrito: por bueno que sea lo afean a ojos de
un tercero.
—Me encantan estas lecciones.
—No, no son lecciones, María, prefiero llamarlo consejos, pautas.
Los alumnos sois un álbum, es decir, un libro en blanco —de ahí la palabra albo—, tenéis las tapas, el envoltorio
con el que se sale de la academia, incluso algunos el prólogo, pero os faltan los capítulos, y debéis ir
escribiendo, capítulo a capítulo, vuestro propio librillo de maestro, para que
así, algún día, cuando tú estés ante un
alumno como ahora estoy yo ante ti, le puedas explicar y pautar; dando continuidad
a una cadena transmisora tal y como ahora hago yo y, como en su día, los
sumerios escribanos hacían con los aprendices, pues eso y no otra cosa es lo
que hacemos aquí: constatar, certificar, registrar lo que nos cuentan.
Ella se acostumbró a aquellas clases que consideraba un regalo, a su
forma de hablar y de expresarse, a su tono de voz suave y, por supuesto, a su
nuca. De vez en cuando levantaba la vista y miraba aquella nuca que, no
acertaba a comprender el porqué, le parecía tan perfecta.
María le envió todas las señales que pudo en el tiempo que
estuvieron juntos trabajando, pero el receptor, Berto, no se dio nunca por
enterado. Finalmente desistió. Pasó el tiempo, terminó sus prácticas. Ya con el
cargo jurado sacó billete de vuelta y regresó con la esperanza de despertar
algo y de poder seguir contemplando aquella nuca más veces, y solicitó entrar
en la oficina de denuncias. Le tocó otro turno distinto. Llovió. Pasó el tiempo
y conoció a un chico con el que hace un mes que se fue a vivir. Ahora, de
madrugada, mientras hace de maestra del alumno que le han asignado, en tanto
pone en orden un nuevo librillo y discurre una metáfora para ejemplificar,
piensa en su maestro y en cómo sacar un nuevo billete, pues si uno no viaja las
plantas echan pronto raíces en el andén del olvido.
***
Juan entra en el Hospital y se dirige a la habitación del niño. Va
de paisano pues está libre de servicio. Cuando llega a planta saluda al que
custodia al preso.
—¿Cómo es que estás tú solo, compañero?
—Cosas de la superioridad, ya sabes: no hay personal —encogiéndose
de hombros, con la indolencia del que tiene mucho vivido.
—Pues ten cuidado porque es un pájaro de cuenta.
Luego entra en la habitación esperando encontrar la misma escena
del niño y la madre, pero se encuentra otra muy distinta: hay una señora mayor
que, sin embargo, le resulta familiar. Cuando sus ojos se acostumbran a la
penumbra acaba de reconocerla.
— ¡Doña Julita!, cómo usted por aquí.
—Ay, hijo, estoy aquí esperando por mi nieto, que anda para el quirófano;
me lo «trasplantan» ahora, en este momento al pobrecillo.
Pasado un rato Juan sale de la habitación y se encamina a casa, a
vueltas con sus pensamientos sobre el niño, la enfermedad y en el infausto
lugar donde las sortean; ya está a punto de coger el ascensor cuando oye ruidos
y gritos. Vuelve sobre sus pasos y echa a faltar en el pasillo al policía, mira
en la habitación y lo descubre tirado en el suelo, también que la pistolera
está vacía. Atendiéndolo hay un enfermero que le dice: he visto salir al preso
corriendo, guardándose la pipa, iba
en dirección a las ambulancias. «Ambulancias» ya lo escucha Juan desde el
pasillo porque ha empezado a correr como un perro de presa. Cruza veloz por los
pasillos y baja las escaleras de dos en dos, hasta salir al exterior, donde,
además de las ambulancias, se encuentra el aparcamiento. Mira para todos lados
en aquella explanada. «Allí al fondo», musita al creer verlo. Pone la proa
hacía él, avance toda. El preso al advertir que lo persiguen echa a correr en
dirección a las calles que, tras el aparcamiento, adivina, con la intención de
darle esquinazo y perderse por la ciudad.
Los dos hombres corren por la misma calle desierta. El joven
policía tiene mucho fuelle, le sobran los pulmones que al preso le faltan por
el poco ejercicio del presidio y el tabaco, y además le escuece el forúnculo.
No consigue zafarse de él, éste le gana terreno por momentos, y entonces piensa
en el hierro que lleva entre la ropa
y que le ha arrebatado al policía que lo custodiaba, tras dejarlo sin sentido.
Se enciende la idea de usarlo contra el madero.
Duda. Finalmente se gira y dispara. El disparo, que suena como un trueno, hace
que los vecinos de la calle se asomen. Se oyen abrir de persianas y, al punto,
voces: «ha sido un tiro». «Llamen a la
policía». «Ahí abajo hay un hombre armado». Entonces, la decena aproximada de espectadores
oyen otra detonación, inmediatamente giran la cabeza hacia donde sale el
fogonazo. Vuelven las voces: «Hay otro hombre armado». «Son dos». «Se van
amatar». «Llamen a la policía de una vez». Que callan cuando se produce el
tiroteo.
Mariano estaba pensando en el aciago día en que por la emisora le
avisaron de que a su mujer le había pasado una desgracia.
—Esa palabra, desgracia,
es la que se dice cuando no se quiere decir… ¡Andrés!… ¡ella se ha suicidado!
—Le espetó a su compañero—.
—No, coño, de eso ni hablar, le habrá pasado algo. No pienses así —
Respondía Andrés sabiendo que ante él no
tenía convicción alguna.
Después venía la imagen de aquel terrible momento, el cuerpo en la
acera bajo el papel de aluminio y la sangre brotando. Luego el recuerdo se
volvía difuso. Trataba de reflotar lo ocurrido tras el entierro, ¿cómo pude
estar hasta tres días sin comer, sin hablar, sin quitarme el traje de luto,
tirado en el sofá de casa, sin coger el teléfono?, se preguntaba. Pero era un vacío: no existían en la memoria esos
tres días. Recordaba, sí, cuando
Andrés vino a casa y le puso firmes, él era así, muy militar, y a voces e
imprecaciones lo consiguió: le devolvió
a la realidad. En esas estaba
cuando un ruido en la calle lo sacó de sus pensamientos. Parpadeó como si
acabara de regresar de enterrarla, «¿Eso
ha sido un disparo?», se dijo. Corrió a la ventana y vio justo debajo a un
individuo con una pistola y, a unos treinta metros, otro, que se encontraba
tirado en el suelo. Al punto vio al de suelo sacar otra arma y disparar contra
éste. Mariano se fue al vestidor, abrió la caja fuerte, extrajo de una funda un
revólver y, con paso decido, bajó a la calle.
Las luces azuladas de los rotativos iluminan las fachadas. Han ido
llegando coches de policía de toda la ciudad que, apostándose por orden de
llegada, han cerrado el principio y el final de la calle. Por sus megáfonos
suena: Tire el arma y entréguese, no haga las cosas más difíciles. Se oye como
respuesta un exabrupto que suena a aullido de alimaña, y el individuo que lo
profiere se introduce en un portal, antes de cerrar la puerta y meterse del
todo dentro saca a relucir el arma. Unos policías reducen el cerco y otros se
acercan a la persona que parece yacer en el suelo.
En el portal, el preso ha pensado en escapar por la azotea y ha
llamado al ascensor. Está esperando a que éste llegue pensando en la que ha
liado y en si a través de la azotea podrá saltar a otras y salir del
atolladero, cuando oye: ¡alto policía! Lo que ve primero es el cañón de un
revólver que, a escasos cincuenta centímetros de su nariz, le apunta, y, a
continuación, un brazo, y tras él un careto amenazante de un tío con pinta de
saber muy bien lo que dice, de no ir de farol, oculto el resto del cuerpo que
parapeta tras la esquina. En la oscuridad ve relucir un ojo de hierro pavonado:
mal asunto.
—¡Tira el arma, o te dejo seco!, ¡vamos! —Grita Mariano, con voz de promesa y advertencia juntas.
El preso levanta el arma. Suena un disparo.
***
Viene el alba. Jacinto, madrugador como siempre, llega a la comisaría y ve el
revuelo: aparcados en la calle hay muchos vehículos con matrículas que no
reconoce, y el grande, con inhibidores y de alta gama, es señal inequívoca de
que hay un pez gordo de visita; en la oficina de denuncias hay un inusitado
trajín, se oye desde fuera el teclear y el sonar el teléfono. Los pasillos
están llenos de caras nuevas, de policías de otras dependencias. Entra y ve a
María que está repasando lo escrito en las últimas comparecencias, frente a
ella tiene a varios policías que leen una copia. ¡Es el atestado más largo que
he escrito nunca!, grita.
— ¿Qué ha pasado? —pregunta Jacinto a quien estas novedades de
mañana no gustan nada.
—Qué lío. Ha venido el Jefe Superior. Todo el mundo quiere que se
le informe. Hasta tú —Toma aliento y continúa—. Anoche se fugó un preso del
hospital llevándose el arma del que lo custodiaba, que ya veremos en qué para
todo para el que nombró el servicio autorizando que estuviese uno solo, y Juan, el de prácticas, que estaba por allí
casualmente visitando a alguien, se dio cuenta y lo persiguió hasta la calle
del Desengaño donde el tío le disparó.
— ¿Le disparó a Juan?
—Sí, afortunadamente no acertó. Ni un rasguño, eso sí, Juan,
a continuación, abrió fuego contra éste,
y se inició un tiroteo: ¡Nueve casquillos han recogido y ni una diana! Lo mejor
es que cuando llega el séptimo de caballería el tipo entra en un portal, para
refugiarse, y ¿a que no adivinas quién vive allí?
— ¿En la calle del Desengaño? pues Mariano, claro —Responde
Jacinto.
—Pues eso, nuestro Mariano, que lo ha estado viendo todo desde su
casa, baja él muy seguro y encañona al tipo, quien ni corto ni perezoso trata
de dispararle… y ¡pum! —hace la señal con el dedo.
— ¿Lo mató?
—No, pero lo dejó malherido: le dio en el hombro. Ahora el menor
de sus problemas es el forúnculo: se va a quedar meses en dique seco.
En el bar junto a Comisaria, sentados en la barra al fondo, entre
Jacinto y Mariano, por un lado, y Berto, por el otro, Juan está diciendo:
—Al sonar el primer disparo sentí un latido menos. Creí que me
doblaban la servilleta, tíos. Pero falló, y lo que más rencor me da es que yo
también fallé. No di una. Disparar desde el suelo y con esa tensión, puf, no
tiene nada que ver con el tiro en galería.
—¿Y qué sentiste cuando el tiroteo? —Pregunta Jacinto.
—Pues no vi una luz al final ni nada de eso; me sentí idiota allí
tirado en el suelo dándole al gatillo. Es raro porque cuando acabó me quedé
paralizado, como pegado, y no me podía mover. Me tuvieron que ayudar para poder
ponerme en pie.
Mariano está en silencio, le va dando tientos a su café; no piensa
en su disparo, ni en antes ni tampoco en después, cuando el preso cayó al suelo
con su hombro humeando, por su memoria nada más supura la herida de un único
recuerdo, preciso como un reloj.
—Porque esquivasteis figurar
en la losa del vestíbulo –dice Berto solemne elevando su taza.
Y tomaron aquel café como si de champán y de un brindis se
tratara. Sí, habían evitado las letras doradas y la fría losa de mármol bajo el
título: Caídos en el cumplimiento del deber. Algo que todo policía sabe que, se
dé o no se dé, puede llegar a ocurrir.
Hubo un silencio, hasta ellos llegaban las campanadas de la
iglesia vieja anunciado las ocho.
—Me voy, hoy tengo que hacer algo en la universidad—dice Berto, posando
su taza vacía.
Ninguno ha reparado en que hoy va de traje.
En la mañana pura se ve la risa ambigua del sol.
Epílogo.
Al principio todo era negro, luego hubo luces y, al poco, una silueta que, cuando por fin dejó
de ser vaporosa, pudo reconocer como la cara de su madre que le miraba
sonriente. Después vio a su abuela, y al fondo a un joven, el policía, y
sonrió.
Su tren se enganchaba con fuerza a la locomotora de la vida con un
corazón prestado.
Tres pisos más abajo, en el quirófano, un cirujano sesudo extraía
un trozo de plomo del hombro de un paciente. Tendrá suerte si con este brazo
puede hacer algo más que pegar sellos, exclamaba.
Entraba en un túnel oscuro que desembocaba en una vía muerta.
Juan, policía en ciernes, y Mariano, el último de los viejos
policías, primavera e invierno, cruzan sus miradas en el despacho del juez que
los mira a ambos; en la universidad Berto lee su tesis y, mientras, en algún lugar
de la gran Babilonia donde alguien decide estas cosas, a María le sacan billete
para La Estación
Central. La vida con
su monótono fluir impasible les va
llevando a todos.
«El niño de Julita se ha salvado», se oyó por la emisora de los
radiopatrullas.
Nuestras vidas son como los
trenes, que van a dar, discurriendo por largas vías de hierro, a un mar de
distintas estaciones donde olvidar y, acaso, recordar.
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