Fernando llegó esa noche al servicio agotado. Completamente agotado. Saludó al de puertas, se puso el uniforme en el vestuario y, camino del cuarto de los Zetas, pensó que no podía más, que en algún momento las fuerzas le abandonarían del todo. Escuchó atento durante el briefing, frotándose los ojos para evitar que se le cerraran y anotó las matrículas que el subinspector iba diciendo así como los nombres de los reclamados y los lugares donde, según los de Información, podrían ser hallados. Arrancó y, dando la entrada en el servicio, se incorporó al tráfico de las calles. Patrulló la ciudad. Intervino, mediando en peleas de bar, en discusiones entre familiares, entre cónyuges, entre vecinos; socorrió a personas caídas en la calle, salvándolas al menos durante 24 horas de ellas mismas y de sus adiciones. Comió en mitad de la noche su bocadillo mientras, como acostumbraba, leía la prensa recién salida del horno que le entregaba un repartidor, levantando de vez en cuando la vista para asentir a lo que le decía el compañero. Se daba cuenta de que muchos comunicados eran con «resuelto con presencia», lo cual era un claro síntoma de veteranía. Llevaba demasiado tiempo ya en esto, se decía.
El alba llegó finalmente, sorprendido de haber aguantado toda la noche y de seguir en pie Fernando se quitó el uniforme, dando gracias de no salir tarde, que dejó colgado con los recuerdos humeantes y se fue.
Regresó a casa al borde del desmayo. Besó en la frente a sus hijos dormidos y se acostó a medio vestir con cuidado de no despertar a su mujer.
Se levantó a la una. En la mesa de la cocina le habían dejado la comida preparada con una nota que decía: «PAPÁ, TE QUEREMOS». Comió solo. Luego a las diez, volvió a comisaría. Llegaba agotado, convencido de que se derrumbaría antes de que acabara el turno, pero iba silbando.
© Humberto 2019
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