...llega y pasa como el tiempo,
y las huellas de su paso
son las huellas del olvido.
-1-
La realidad suele quedar por debajo de las leyendas, fue lo que me dijo aquella tarde en que lo conocí. Supe de lo que le pasó años atrás, como todo el mundo en esta ciudad, por los periódicos. Y en la Academia no se hablaba de otra cosa que de él y de su poema, que era como un himno para todos. Estando en la Oficina de Denuncias el primer mes de prácticas, el jefe, ya que tanto preguntaba, me lo había señalado diciendo: «mira, ahí va la leyenda viviente». Luego, durante el otoño, en Judicial y en Científica, lo había visto alguna vez que otra, bajando o subiendo del vehículo patrulla, compareciendo o charlando en algún corrillo de policías. Todos los otros policías alumnos hablaban maravillas de él. Ayer, 23 de diciembre, el jefe me llamó al despacho y me dijo:
—Necesitamos que empieces en Zetas ya. Entrarás mañana de tarde.
—¿Mañana de tarde?
—No es negociable: son necesidades del servicio. Es lo que hay.
Reí para mis adentros al escuchar «necesidades del servicio». Los veteranos ya me habían advertido de la frase comodín. Nada dije ni nada podía decir. Con un poco de suerte estaría, si las cosas no se desmadraban, en casa para la cena.
—Para compensarte te pondremos con Martín.
Al ver la expresión de mi cara, hizo una pausa y añadió:
—Martín es toda una institución aquí. Todos quieren ir con él.
No necesitaba explicaciones pues mi expresión era de alegría contenida. Qué satisfacción: por fin lo iba a conocer. Toda la noche y la mañana estuve nerviosa hasta que me incorporé. Era mi primer día en Zetas y, encima, con mi admirado Martín. Fui temprano, diez minutos antes de la hora. Dije buenas tardes, entrando en el cuarto de los Zetas: Aquello era un hervidero de policías entrantes y salientes, que hablaban entre ellos contándose novedades, cuyas voces se mezclaban con las provenientes de la emisora y con las del patio. Buenas tardes, me respondieron, siguiendo con lo suyo. Al fondo, mirando por la ventana estaba Martín, que se giraba dirigiéndome una mirada silenciosa, tan larga que pensé que me iba a comunicar algo malo. Pero no, me tendió la mano y dijo:
—Soy Martín, encantado.
Y acto seguido me presentó a los del resto del turno, seis veteranos bastante más jóvenes que él. Todos me recibieron bien. Uno de ellos me entregó el equipo de transmisiones y hasta me dio algunas instrucciones de su funcionamiento. Martín se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales. ¿Es porque hace cinco años de la tragedia?, pensé. Seguí la dirección de su mirada: el monolito y el asta con la bandera. No comprendí, pero aquel hombre de 51 años, todavía guapo, era, allí plantado, al contraluz, la viva imagen de la melancolía: las gotas parecían deslizarse por dentro, volviendo el día más gris y lluvioso.
—¿Conduces? —preguntó Martín.
Había cogido las llaves de encima de la mesa y las sostenía en el aire como para dármelas.
—No he conducido mucho —acerté a decir.
—Entonces, conduciré yo y tú anotarás y escribirás los partes.
-2-
Patrullar bajo la lluvia, en la atmósfera gris del norte y hacerlo, además, la tarde de Nochebuena, te suscita una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. Echas un vistazo a tu compañera: delgada y bajita, con el pelo rubio recogido en una cola, las sienes muy tirantes, cara agraciada. Veintipocos, calculas. Parece avispada. Camináis con vuestros pertrechos bajo la lluvia, despacio. Veis a los otros subirse, también con gesto mecánico, a los coches. Únicamente para Beatriz todo es nuevo y virginal: es su primer día. Lo observa todo con atención y memoriza cada cosa que le vas diciendo en el interior, mientras se abrocha el cinturón.
Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por las ventanillas. Al pasar junto al monolito y la bandera no puedes evitar recordar su gesta: AL DÉCIMO GRUPO DE ASALTO: EJEMPLO Y ESCUELA DE PATRIOTISMO. Hasta que alguien decidió quitar la placa de mármol, los nombres de todos ellos más la de algún otro que fatalmente se les sumó después, figuraban en el zaguán de la entrada en letras doradas bajo el epígrafe: CAÍDOS EN CUMPLIMIENTO DEL DEBER. Medio centenar largo de policías que un día entraron de servicio por última vez. Memoria de otros tiempos. De otros hombres. De ti mismo, quizá, cuando también eras otro. Cuando veías emocionado tu nombre en el cuadrante del servicio, y a aquél con ojos de aventura, y sólo presentías días interminables y hazañas por realizar en la empresa, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado. Te tocas la cicatriz mentalmente. Es un milagro que sigas vivo.
En un bar próximo —que cada vez abre menos horas y ha empezado a cerrar los domingos—, Tono, el dueño, limpia vasos. A un lado de la barra hay tres hombres que beben café junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, luces navideñas pendiendo de hilos y el árbol del Ayuntamiento lleno de bolas de colores. Los tres tienen pinta de currantes que hacen un alto en el trabajo. Sin preguntar, Tono pone en el mostrador siete cafés y se le queda mirando a la nueva. Beatriz se da por aludida y solicita: «uno con leche». Da la espalda unos segundos y vuelve con el octavo pedido. «Vaya un tiempo perro que tenemos hoy», dice resignado. Y tú asientes mientras te llevas a la boca la taza y coges un trozo de bizcocho del plato que acaba de poneros.
La primera llamada interrumpe el café, como casi siempre, que queda sobre el mostrador a medio tomar. Y salís pitando. Se trata de una riña familiar. Os abre la puerta la madre. Su hijo se ha puesto como un loco, ha arrojado cosas al suelo y roto de todo y la ha zarandeado como a un muñeco, os dice señalando la puerta cerrada de una habitación. Abres sin tocar y saludas, serio. Muy serio. El joven, que estaba sentado jugando al ordenador dándoos la espalda, se levanta y compruebas, vaya por Dios, que te saca la cabeza. En el caso de Beatriz, tres cabezas. Fuera de mi casa, grita. No dices nada, solo te plantas delante de él. A un palmo. Lo miras sin pestañear. Y te estás ahí, sereno. Desafiante. Él se empieza a desconcertar. Que os vayáis, vuelve a gritar. Entonces se lo sueltas despacito, suavemente: ¿Dónde quieres cenar esta noche?, ¿aquí o en el calabozo? Hay más desconcierto en su rostro, adviertes, tal vez algo de miedo. En esas entran dos compañeros más adelantando a Beatriz que permanecía en el umbral, en silencio, tal vez sin saber qué decir, y preguntan: ¿va todo bien? Sí, contestas, todo bien.
Te pones así de chulo porque sois cuatro, espeta el chaval, muy arrogante y ufano. Todo un envite. Sonríes de medio lado. Haces un gesto con la mano y los mandas salir y que cierren la puerta. ¿Seguro, Martín? Pregunta uno de ellos. Seguro, afirmas. Y mirándole a los ojos le sueltas, en un tono muy suave: este joven y yo tenemos una charla pendiente. Oyes pasos de los tres saliendo y la cerradura al trancarse, plum, pero no miras, sigues sosteniendo sus ojos que, compruebas, han empezado a temer. Vuelves a sonreír de medio lado. Y vuelves a hacer la pregunta que lleva implícito un órdago: ¿Dónde quieres cenar esta noche?, ¿aquí o en el calabozo? No he hecho nada. Haga lo que tenga que hacer, responde al cabo de unos segundos. Frunces el ceño. Puedes responderme a la pregunta, ¿qué dónde quieres cenar esta noche? ¿aquí o en el calabozo? Hay una nueva pausa. Aquí, responde contrariado finalmente, encogiéndose de hombros. Y entonces le hablas, lo haces sin interrupción y sin variar el tono, como si dieras una clase, como si se tratara de tu propio hijo, le vas tocando la fibra sensible, apelando a la Navidad, a las madres, a lo jodido que es acabar en el calabozo un día como hoy y, tal vez, en el talego el resto de las fiestas por andar zarandeando a una madre —algo susceptible de constituir maltrato ámbito familiar, le aclaras, el dedo señalando admonitorio—. Madre que, con toda seguridad, tiene razón en haberte echado la bronca, porque seguro que no vas bien en los estudios debido a los videojuegos de las narices. Él asiente todo el tiempo. El mío también juega, ¿sabes? Le tengo que apagar el wifi a veces para que coja los libros. Te sonríe con complicidad. Le hablas de los estudios de ingeniería que tiene entrampados, cosa que deduces por los libros de las estanterías, y que te confirma asintiendo. Pareces inteligente, seguro que no te cuesta trabajo dedicar menos tiempo a los juegos y algo más a los apuntes y acabar la carrera, porque de eso va todo ¿no? Desvía la mirada y agacha la cabeza. Tocado en la línea de flotación, te dices. Ahora se sienta y llora desconsolado. Lo tienes. Anda, sécate las lágrimas y sal a pedirle perdón a tu madre, dices poniendo tu mano en su hombro. Dicho y hecho. Los cuatro policías abandonáis la casa dejando a madre y a hijo sumidos en un tierno abrazo, jurándose mutuamente no volver a pelear. Felices fiestas a todos, muchas gracias, nos dice la madre antes de cerrar la puerta. «Solucionado con presencia», comunica uno al operador de sala. Recibido, dice éste. Beatriz suelta una carcajada. Y al momento, aclarando el motivo: «esa es la otra frase comodín de que todos hablan».
-3-
¿Cuántos años hace que sois amigos?, fue la frase lapidaria que les ha soltado Martín a dos borrachos que han estado, al parecer, peleándose en un bar de un barrio del extrarradio. Y que si a ellos los dejó sorprendidos a mí más. La dueña del bar nos había dicho al entrar que eran dos amigos que se habían puesto a discutir y a tirarlo todo por el suelo, que al tratar de echarlos se le habían encarado, negándose, y que por eso había llamado a la policía. Martín los puso a cada uno a un extremo del mostrador, separándolos, y les ordenó guardar silencio. Ni una mosca quería oír. Luego se paseó como si tal cosa por el local, como echando un vistazo a la decoración, levantó una de las sillas caídas durante la pelea, y por ultimo, ojeó al resto de clientes, tras lo cual, sin mirarlos a ellos, fue que les hizo la pregunta.
—Muchos años, de toda la vida, agente —respondió uno de ellos, atribulado.
—Y no os da vergüenza poneros a reñir un día como hoy, y en el bar del que sois clientes.
Tenía las manos en la espalda, y se paseaba a un extremo y al otro de la barra sin apenas mirarlos, como una fiera en una jaula.
—Pues sí, me da vergüenza —dijo el que no había hablado hasta entonces.
—¿Cuál fue el motivo, si puede saberse?
—Es muy largo de contar —repuso el otro.
—Si no puedes decirlo en una frase es que es una gilipollez.
—Pues tienes usted razón, agente.
En ese momento, Martín se detuvo justo en medio de ambos, los miró, primero a uno y luego al otro, y dijo:
—Es Nochebuena, daros la mano y salid del bar. Y que no os tenga que volver a ver en toda la tarde o juro por Dios que os meto en el calabozo hasta fin de año.
Los hombres, cabizbajos y sonrientes, se estrecharon las manos, pidieron disculpas a la dueña, a la que se dirigieron por su nombre, y salieron afuera, a la calle, no sin desear felices fiestas a los presentes.
—¿Puedo decir ya lo de resuelto con presencia policial? —le dije sonriente.
—Veo que vas aprendiendo, que lo coges rápido.
—¿Cómo lo haces? ¿Cómo convences a la gente así?
Me daba cuenta, con rabia, de que mientras Martín actuaba no abría la boca, que me quedaba mirando como una efigie de lo nerviosa que me ponía.
—Son los años, Beatriz. Todos tenemos nuestro primer día, luego, a base de rodaje y de tener experiencias, vas adquiriendo lo que te falta para completarte y que no venía de serie. Los policías no nacemos, sino que nos vamos haciendo.
—Te sale de manera natural —le dije—, la forma de hablarle a la gente, de persuadirlos, de imponerte. Yo no sabría.
—Todos tenemos alguna cualidad innata, la mía es la persuasión, se trata de aplicarla y sacarle partido. Tranquila, que hoy mismo encontraremos tu cualidad.
-4-
Se apaga el día y se prenden las luces navideñas. Ha parado de llover, compruebas mirando a través de la luna delantera, aunque la inveterada humedad brumosa sigue envolviéndolo todo. Una nueva llamada os ha comisionado al parque, en el centro. Hay un niño perdido. Bien, ésta es tu llamada, vas a comprobar esa cualidad innata, vas a ser tú la que se haga con el niño, algo que es complicado, no creas, le pronosticas a Beatriz que te escucha con cara de no comprender. En efecto, el niño está con un grupo de madres y no cesa de llorar. Hace cinco minutos que lo encontramos perdido y no ha parado de llorar en todo el rato, no sabe decirnos nada para poder ayudarlo, explica una de las madres al vernos llegar.
Te vuelves a Beatriz y le dices al oído, recuerda: para ellos somos como gigantes, agáchate, ponte a su altura y háblale como si fueras otro niño. Beatriz, en cuclillas, le dice hola con mucha dulzura. Hola, responde el niño, sin dejar de llorar. Yo me llamo Bea, ¿Y tú? El niño, que tendrá tres o cuatro años, se rasca los ojos y, entre hipidos, dice: Carlos. Continuando con su llanto.
Entonces es cuando intervienes tú. Te llevas el equipo de transmisiones a la boca y con fingida afectación dices: a ver, adelante el señor del helicóptero, que se ponga. Venga, busca desde el aire a la mamá de Carlos, que está el pobre muy triste y llorando sin parar. Miras por el rabillo del ojo, has captado su atención. Ha dejado de llorar y permite que su nueva amiga «Bea» lo abrace. ¡Cómo que hay muchas mamás y que no das con ella! ¿Eres tonto o qué? ¿No ves que está Carlos llorando?
Tapas el equipo de transmisiones con la mano fingiendo silenciarlo, y te diriges al niño. Carlitos, ayúdanos un poco que el piloto es tonto, ¿tu madre tiene el pelo rojo o rubio? No, lo tiene negro, grita el niño, muy seguro. A ver, atontao, dices volviendo al aparato, es una mamá muy guapa y que tiene el pelo negro. Búscala y date prisa. ¿Cómo que hay muchas madres con el pelo negro? ¡Eres tonto perdido! ¡no sabes ni buscar una madre! Anda, Carlitos, dinos como se llama tu madre, pregunta Beatriz sumándose al juego. Laura, responde el niño con una incipiente curiosidad. Su expresión es de: estos dos no sé cómo pero van a conseguir traérmela.
Ahora sí, retirándote un poco comunicas de verdad a la Sala de Operaciones, por si hay una madre llamada Laura buscando un crío de cuatro años llamado Carlos. Y ¡bingo!, te responden que la tienen al teléfono, angustiada e histérica. Pues dígale que venga en dirección a los destellos.
Le haces una señal a Beatriz para que acerque a Carlitos en brazos hasta el coche patrulla. El niño, dentro, lo mira todo ojiplático, casi como la propia Bea unas horas antes, al inicio. Conectas los lanzadestellos y las luces azuladas rotando van a confundirse con las navideñas que pululan, inundando de estrellas el particular escenario del parque. Es entonces que coges el equipo de megafonía, te lo llevas a la boca y como un trueno resuena en todo el parque el eco de tu voz amplificada: «¡Laura, ven hacia aquí! ¡Corre, ven!». Finges escuchar. El niño mira inocente, abriendo mucho los ojos. No hay resultado. Repites el llamamiento. Adviertes a lo lejos al final del paseo, entre las sombras, la silueta de una mujer que hace aspavientos con los brazos y que viene corriendo hacia la posición. Vuelves a fingir que escuchas y que no hay resultado, por lo que se lo acercas al niño para que hable. Vamos, sonríes, llama a mamá.
«¡Mamá, ven que me he perdido!».
La madre, recuperado el retoño, y una vez que se le ha ido el susto inicial, da ahora saltitos de alegría como si acabara de tocarle el gordo de Navidad y besuquea a Carlitos, compartimos con ella su felicidad, un rato. Beatriz está exultante y reprime, por la seriedad que, supones, con la academia tan reciente, todavía le impone el uniforme, las ganas de dar saltitos con la madre. Todo eso, a dos palmos de las caras de todas las madres que ríen y aplauden.
Te hace feliz por tu nueva compañera que por fin ha encontrado su cualidad. Ya tienes en tu haber el mejor y más grato de los servicios, le empiezas a decir apenas subís al coche. Todos los policías tenemos nuestro «niño extraviado». Ella te sonríe y asiente. Habrá otros desagradables que, invariablemente, se producirán, como los muertos, como las peleas, como las detenciones, etcétera, y otros peores que ojalá nunca se den pero que están ahí, agazapados, esperando a salir, siempre al acecho. Te interrumpes. Por tu cabeza pasan ahora columnas de humo que sobresalían por los tejados, visibles a distancia, señalando el lugar de un coche-bomba; la boca negra de un cañón y el fogonazo de un disparo, ataúdes cubiertos por una bandera y una gorra de plato. Te llevas la mano a la cicatriz recordando que por estas fechas, hace cinco años, volviste a nacer, mientras observas, a través de las gotas que esmerilan el cristal, a los transeúntes que pasan en ese momento. Un niño que va del brazo de una madre retrasa el paso y se lleva las mano a la sien saludándoos marcial. Ambos saludáis agitando la mano. Otros, piensas y no se lo dices a Beatriz, no habían tenido tiempo de envejecer, como tú. O haber estado con un pie en la tumba y vivir para contarlo. Era tan fácil perecer tanto en un atentado de aquéllos como a manos de un imbécil empuñando un arma, y ser llorados por compañeros y parientes, y apenas recordado por las generaciones venideras.
Verde. Arrancas. Reanudando además lo que le decías. ¿Sabes?, le recalcas, te contarán muchas batallas de cuál es el mejor de los servicios, que si éste o el otro, que si tal o Pascual, olvídate: ¡El mejor es el de reintegrar un niño perdido! Sí, jovencita, esos servicios son relatos de interior: de sol de infancia, de tarde azul, de ojos inocentes que cesan de llorar y se abren y de sonrisas luminosas, de reencuentros entre madres que creían perdidos para siempre a sus retoños y densos apretones contra el pecho acongojado, de prolongados abrazos, de sonoros besos maternos; instantes emotivos que se grabarán en tú retina de bisoño policía; de agradecimientos de pocas palabras nerviosas, mejores, no obstante, que cualquier medalla. Y esos, como te digo, son los buenos.
-5-
A una señal de Martín levantamos al hombre mayor que yacía desde hacía varias horas en el suelo de su habitación, con mucho cuidado, cogiéndolo con nuestros antebrazos por sus axilas, tal como me había indicado debía hacerlo, depositándolo a continuación sobre su cama. Momentos antes, Martín había abierto la puerta introduciendo una tarjeta de plástico por la ranura del marco hasta liberar el resbalón de la cerradura, ante la imposibilidad de que aquel anciano, que se había caído y se encontraba solo, pudiera hacerlo. El hombre, que era de pelo blanco y espeso y tenía el rostro con arrugas como surcos, me miró con sus ojos grises, muy complacido aunque algo azorado, y me dijo:
—Ay, hija, qué guapa eres. La guerra que os estoy dando con la de cosas mejores que tendréis que hacer. Al caerme y no poder levantarme no sabía a quién llamar, llevaba ya así mucho rato, y llamé al 091.
—Nada, hombre, nada. Al contrario es un placer ayudar.
Martín, cubriéndolo con la manta, le preguntó cuánto tiempo hacía que no bebía líquidos. Como el viejo dijo no recordar, salió de la habitación regresando al poco con una botella de agua y un vaso.
—Beba, mi coronel —le dijo mientras le tendía el vaso.
El hombre lo observó mientras sorbía el agua. Tragó y le sonrió.
—No había mujeres en el ejército entonces —empezó a decir—. No, no las había en mis tiempos. Qué suerte tienen ustedes los jóvenes ahora. El mundo es tan diferente en todos los aspectos.
—Y listas. Son más listas que los ratones coloraos —bromeaba Martín—. Hasta cuando guardan silencio saben decir cosas.
—Su cara, joven, me es muy familiar, ¿nos conocemos?
Martín sonríe de medio lado, se le pronuncian los hoyuelos.
—Por supuesto, mi coronel. Ambos hemos servido en el mismo regimiento. Pero eso fue en el otro siglo.
El viejito parece contrariado, como si no recordara.
Martín se levanta y se acerca a la estantería del fondo, llena de libros, metopas y estatuillas, toma una foto con marco de un anaquel y se la acerca. El viejito y yo misma contemplamos la foto. Enseguida distinguí a un jovencísimo Martín de entre un grupo de chavales que posaban, sonrientes todos ellos, mirando al fotógrafo uniformados de verde. Era él, indudablemente, con su eterna media sonrisa a un lado de la boca. Un tío guapetón, sin duda. Tras dudar un instante el viejito señaló al hombre de más edad del grupo, situado en el centro, los brazos en jarras y con aire marcial.
—Éste era yo, a la sazón comandante. Han pasado...
—Treinta años, mi coronel —puntualizó Martín.
El viejito buscó, entonces, a Martín en la foto, mientras yo localizaba al coronel, un hombre muy apuesto de unos cincuenta largos, luego nos miramos, al alzar el rostro vi sus ojos empañados y que le corrían lágrimas por la barbilla goteándole en las manos.
Martín estaba allí de pie, callado, sonriente, mirándonos a ambos.
—Te llamabas Martín. Yo mismo te ascendí a cabo.
El viejito, emocionado, secándose las lágrimas, me habló imparable de Martín durante un rato más, de que era un buen chaval, bastante inteligente y preparado que, habiendo aprobado para sargento, una vez se licenció de la mili, nunca llegó a presentarse.
Martín asentía, conteniendo la risa.
—Nos empujó a presentarnos al examen a mí —explicó— y a otros cabos que estábamos haciendo la mili, justo al final, «se trata de un empleo para toda la vida, una oportunidad única», nos decía. «Vamos, chavales». Pero aquello no era lo mío. La vida castrense, la milicia, no iban conmigo. Nunca me presenté, es cierto.
Conversamos aún un rato más con él, intercambiando bromas y parabienes para el año venidero, mitigando tal vez algo su soledad, y una vez fuera Martín me explicó algo más.
—Cuando entramos en un domicilio toda la información está ahí expuesta como si leyéramos un libro, con tan solo echar un vistazo podemos saber en qué trabaja el requirente, si tiene familia, si ha estudiado, lo que lee, sus aficiones, si es ordenado o está enfermo. Etcétera. De Luis Mejía, el coronel, por ejemplo, sabemos que está más solo que la una. Es viudo y no tiene hijos: hay retratos de ella por todas partes pero no hay ninguno de chavales. Colecciona sellos. Le gusta la literatura, sobre todo las novelas de guerra y las biografías. Y una mujer debe venir a diario para asistirlo porque es dependiente, pero hoy, al ser festivo ha debido fallar.
—¿Y eso último cómo lo sabes?
—Porque no está desatendido. Todo estaba muy limpio. Inmaculado. Y porque alguien tiene que hacerle la compra: tenía de todo en la nevera. Los hombres mayores en eso somos un desastre.
Lo había dicho, como siempre, sonriendo de medio lado.
-6-
Vuelve a llover y hace más frío. Abrigado con un gorro y una bufanda, un hombre mayor reparte hojas publicitarias. Está de pie en la esquina, situado entre un paso de peatones y una parada de autobús. Tiene la ropa mojada y se le ve cansado, todavía con un grueso fajo de papeles en la mano, que alarga uno a uno a los transeúntes que pasan cerca. Seguramente lleva ahí un largo rato, y aún debe de quedarle otro rato más, pues en la mochila que tiene abierta a los pies, hay toda una resma. Pasáis a su vera y detienes el vehículo. Bajas la ventanilla. Saludas. Te tiende dos hojas. Una para usted y otra para su compañera, dice. Gracias y que tengan una feliz Navidad. Gracias a ti, y feliz Navidad para ti también, respondes.
Miras lo que pone escrito: VUELVE A CASA POR NAVIDAD.
Siendo niño, tú también soñabas al ver el anuncio de los turrones en la tele con que algún día serías un policía y que, como aquel marino de las imágenes en blanco y negro, estarías lejos, destinado fuera y asimismo vestirías un uniforme, y, para sorpresa de tu madre, también aparecerías una Nochebuena, antes de la cena, curándola de su melancolía y añoranza. Muchos años después, casualidades que tiene la vida, tal cosa ocurriría.
Por el espejo retrovisor lo ves llevarse la mano a la sien y cuadrarse, haciendo el saludo militar.
-7-
El padre de Martín me hablaba imparable de mi abuelo todo el rato, apenas supo que había sido de la Policía Armada, como él, mientras Martín negaba con aplomo, desaprobándolo, como si estuviera cansado de oír las mismas historias. Era un tío muy gracioso y entrañable, de ochenta y pico años, encadenando una anécdota tras otra.
—El nuestro es un oficio nutrido de buenos vasallos —dijo al final de una de ellas— siempre fieles, siempre traicionados, que nunca encuentran buen señor.
—Sí, —dijo Martín— cambia el modelo de vehículo pero siempre son los mismos quienes van dentro. Con jefes que no se suben a los zetas ni pisan la calle no se puede ir a parte alguna.
De vez en cuando, paseaba la vista por el salón en que estábamos brindando, fijándome en los retratos colgados o en los libros, tal y como esa tarde había aprendido, descifrando, para mi sorpresa, aspectos de la vida de Martín que jamás hubiera sospechado. Había estudiado en un colegio de frailes a juzgar por un premio de prensa joven, y terminado filosofía, cuya orla estaba colgada frente a mí. Había un retrato del ministro condecorando a un delgado Martín con uniforme de gala, secuelas probablemente de cuando resultó herido en el tiroteo. Clásicos. En aquella casa gustaban de leer los clásicos. Y muchos retratos de policías: abuelos, tíos, hermanos, primos, sobrinos.... Al parecer lo de ser policías era tradición en aquella familia.
—¿Qué hay de ese nuevo destino que te han propuesto? —quiere saber su padre.
—No sé. Según parece, en enero puede que me cojan.
—Ya va llegando tu momento. Todos lo tuvimos. Es hora de que dejes paso a los jóvenes —dijo, mirándome a mí.
—Trato de hacerme a la idea. Pero sí. Va llegando la hora de que me entreguen el rudis —sus manos en el aire, acotaron un espacio.
Estudio de nuevo a Martín, observándolo a través de la copa mientras me la llevo a los labios, quien permanece silencioso, escuchando a su padre, pensando sabe Dios en qué, tal vez en ese nuevo destino —su nombre suena para ser portavoz de la Jefatura—, o en cuando lo hirieron de gravedad, o, quién sabe, acaso en el poema que escribiera y cuyas estrofas se me vienen a la mente: la delicada llama, en el ardor primero, en que prisionero y herido en la desierta arena, aun volvía a tu ilusión breve y tronchada. No podía evitar dejar de mirar su rostro afable como quien mira a una estatua del parque. Negó con la cabeza unos instantes más a su padre, sonriéndole, al tratar éste de contar una nueva batalla y al cabo se levantó posando en la mesa la copa vacía de cava.
—Vamos, que es hora de irnos —señalando el reloj—. En un rato nos dan el relevo y tendré que volver aquí, a esta misma casa, para cenar.
-8-
El vehículo sube la cuesta de entrada a la base, deteniéndose ante el monolito. Martín sonrió. Pero esta vez era una sonrisa esquinada, sin simpatía. Se la dirigía a él mismo. O a un fantasma. Como si su compañera no estuviera allí, sentada a su lado en el asiento contiguo, observándole a su vez. Entonces dejó de mirar el monolito y se volvió despacio y contempló la lluvia cayendo y a la calle que resplandecía llena de luces abajo, junto a la gasolinera, y al horizonte oscuro que se adivinaba más allá y que le proyectaba ecos de la vieja memoria, la taquilla nueva en un nuevo destino, el fogonazo de un disparo, ataúdes con bandera y gorra, la bruma de un noviembre goteante golpeándole el corazón al retornar de la muerte, al regresar meses después al servicio, recubierto el pecho de una cicatriz sobre la que brilla, ufana, de nuevo la estrella de policía. Imágenes que se abren paso nítidas, episodios mínimos en el tiempo infinito: Los caídos de hoy son idénticos a los caídos de hace setenta o doscientos años. Antepasados que murieron o fueron heridos asumiendo reglas aprendidas en el devenir de este noble oficio, siempre poblado de buenos vasallos; huérfanos de buenos señores. En días como éste, reconforta saber que al otro lado de la lluvia están los fantasmas de la vieja guardia, musitó. Estuvo así un momento y, al cabo, suspiró, arrancó e introdujo el vehículo dentro, estacionándolo en línea junto a los otros, en el patio interior. Se escuchaba la algarabía procedente del cuarto de Zetas, al juntarse el turno entrante con el saliente.
—¿Cuál es la historia de ese monolito? —le preguntó Bea.
—¿De veras quieres saberlo?
Ella sostiene la mirada inquisitiva, su expresión es de interés.
—Pues sí —le responde.
Él pone la mejor de sus sonrisas, bien delineada, sin ladear.
—Es la primera vez en todos estos años que un alumno me lo pregunta. Presiento que este va a ser el comienzo de una hermosa amistad.
-FIN-
©Humberto 2019
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