Alejandra, panegírico.
Hay vidas que no se miden en años,
sino en la claridad que dejan al pasar.
Así fue la vida de Alejandra,
luz encendida en el corazón de los suyos,
mujer buena y madre ejemplar,
que supo convertir el dolor en enseñanza,
y la fe en baluarte.
Nació bajo el sol ardiente de Venezuela,
pero en su sangre sonaba, como música lejana,
el campanario de una aldea asturiana.
Porque su raíz —como toda raíz noble—
no conoce fronteras:
es patria del alma y linaje del amor.
De su padre heredó la firmeza;
de su madre, la dulzura;
y de Dios, el don mayor de ser madre.
Dos hijas dejó, como dos rosas vivas,
que perpetúan su ternura sobre la tierra.
En ellas palpita su voz, su mirada, su ejemplo.
Ellas serán, por los caminos del tiempo,
la forma visible de su inmortalidad.
Fue también hermana de gemelas,
de esas que comparten el secreto de la infancia
y la gracia de un mismo espejo.
Y fue amiga de todos,
porque en su corazón no había acequia ni frontera:
sólo espacio abierto, sólo mano tendida.
El destino —ese misterio que sólo Dios comprende—
puso ante ella la prueba del sufrimiento.
Y Alejandra, sin quejarse, aceptó la cruz,
con la serenidad de quien sabe
que en cada lágrima hay un resplandor de eternidad.
Su lucha contra la enfermedad fue oración constante,
y su sonrisa, aun entre el dolor,
acto de fe que conmovió al cielo.
Y ahora, cuando su cuerpo repose, Dios mediante,
en la tierra verde y piadosa de Los Carriles,
no será un entierro: será un retorno.
Allí donde su padre vio la primera luz,
ella dormirá su último sueño,
mientras los montes verdes murmuren su nombre
y las campanas antiguas recen por su alma.
Porque los buenos —los verdaderamente buenos—
no mueren:
se siembran.
Y de su siembra nacen paz, recuerdos y amor.
Y aunque el tiempo pase,
y el mundo gire sin pausa,
tu voz seguirá en las hijas que criaste,
en las risas que sembraste,
en los corazones que tocaste.
Descansa, Alejandra,
flor del alma y estrella del hogar.
Dios te reciba en su casa de luz,
donde ya no hay llanto ni espera,
y desde donde —lo sabemos—
seguirás velando por los tuyos
con esa sonrisa tuya,
que nunca se apaga,
ni siquiera en la eternidad.
El cielo te recibe,
la tierra asturiana te abraza,
y nosotros —los que te amamos—
guardamos tu nombre
como una oración que no termina.
Descansa, Alejandra.
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