ESTÁ
TRISTE VENECIA: ANÓNIMO VENECIANO (ENRICO MARÍA SALERNO, 1970).
Anónimo veneciano (Anonimo veneziano, 1970), debut en la dirección del actor Enrico Maria Salerno, es una película italiana a redescubrir y reivindicar. Como sucede con tantos filmes, pasó, casi sin solución de continuidad, de gozar de un enorme éxito en toda Europa, incluida España, a ser un título prácticamente olvidado hoy en día, desconocido por las nuevas generaciones. Algunos de los factores que la llevaron al éxito son los que la terminaron conduciendo al ostracismo, y todos permanecen unidos a determinada estética de moda entre mediados de los 60 y mediados de los 70, que no ha envejecido demasiado bien. Entre ellos, además del abuso del zoom, se encuentra la música de Stelvio Cipriani, que a la vez supone el aspecto por el que actualmente más la recuerdan los pocos que la recuerdan. Sin embargo, consideramos que se trata de una película sumamente interesante, y que, sin ser en absoluto una obra maestra, sí posee una calidad intrínseca más allá de esas convenciones coyunturales. Modas que afectaron a muchos otros títulos de esa época que, en cambio, sí continúan gozando de prestigio. Son varios los elementos que dan su valor a Anónimo veneciano, y ya los iremos analizando, pero sin duda el más destacado es el papel dramático de la propia ciudad de Venecia, en la que transcurre íntegramente el filme. En él nos centraremos principalmente en este artículo, sin olvidar los otros aspectos, ya que todos interactúan para obtener el resultado final.
Romanticismo,
melancolía y muerte en la laguna.
Valeria
(Florinda
Bolkan) llega en tren a la estación veneciana de Santa Lucia una
mañana, procedente de
Ferrara, donde vive con su actual pareja y sus dos hijos. Enrico
(Tony Musante), un profesor de oboe del Conservatorio, la está
esperando, pues le ha pedido que acuda. Ambos siguen casados, pese a
que hace siete años que ella lo abandonó con su hijo Giorgio,
rehaciendo su vida con un rico ferrarés, Emilio, con quien luego
tendría una niña. Valeria desconfía de Enrico y de la causa de su
cita, aunque piensa que está relacionada con la inminente
implantación en Italia de la ley del divorcio (1970).
A
lo largo de paseos por Venecia rememorarán (tanto en diálogo como
en forma de analepsis)
su antigua vida en común, hablarán de sus nuevas vidas, discutirán,
pelearán y hasta Enrico, celoso pese a su actitud cínica,
abofeteará a Valeria.
Tras almorzar, él le confesará el motivo de su cita: está enfermo
de cáncer, y no le quedan más de seis meses de vida. La ha llamado
para despedirse. A partir de entonces la actitud de Valeria cambia,
aflorando sin reservas el amor que ambos se siguen profesando, y que
habían estado reprimiendo. En la casa de Enrico deciden disfrutar de
las horas que aún les quedan antes de que Valeria parta en el último
tren a Ferrara, el de las 21:35. Harán el amor y luego él ensayará
el concierto barroco para oboe Anónimo veneciano (en realidad de
Alessandro Marcello), que a última hora de la tarde grabará con su
orquesta. Tras dejar la casa, continuarán el paseo y se despedirán
en la antigua iglesia de San Vidal, donde se graba el concierto.
Valeria asistirá a los primeros compases del Adagio, pero no podrá
contener el llanto, por lo que Enrico detendrá la interpretación y
le dirá que puede marcharse, que la esperan en casa.
Anónimo veneciano es una de
las grandes películas sobre Venecia, presentando una de las visiones
más auténticas de la ciudad, empezando por la casi total ausencia
de sus edificios más emblemáticos. Es decir, una imagen que rehuye
del tópico, optando por mostrar la Venecia de los barrios populares,
donde viven los pocos venecianos que no residen en Mestre, o incluso
el puerto. Y lo consigue con total éxito, erigiéndose en una de las
obras paradigmáticas sobre el espíritu veneciano.
Pero deberíamos empezar por
interrogarnos sobre qué sería el espíritu veneciano. Y la
respuesta es que existen varios espíritus venecianos, no hay uno
solo, porque Venecia, como cualquier ciudad, no es unidimensional,
sino poliédrica, multiforme, mostrando diversas caras, con
frecuencia muy variadas, en ocasiones contrapuestas y hasta
antitéticas. Y el cine las ha mostrado siempre. Por un lado, existe
la Venecia romántica, la ciudad de los enamorados por excelencia
junto a París, un lugar bello en el que se vive más intensamente
que en otros el amor en pareja. Todos los sentimientos son
sobredimensionados cuando el turista los vive con la persona amada, y
si eso es así en cualquier sitio, e incluso el lugar más horrible
del mundo queda transfigurado gracias a esa compañía, qué no será
en una de las ciudades más hermosas. Muchas películas hay que
muestran esta mirada romántico-turística. En cambio, cuando quien
visita Venecia es una persona solitaria, como la solterona que
interpreta Katharine Hepburn en Locuras de verano (Summertime, David
Lean, 1955), el sentimiento que experimenta ante la imposibilidad de
compartir su encanto por la ciudad se torna melancólico.
Pero también hay otra
Venecia, muy diferente a la anterior, de la que viene a constituir
una especie de «reverso tenebroso». Se trata de la Venecia que
podría llamarse siniestra, resultado de su secular decadencia, fruto
precisamente de las condiciones de emplazamiento que la hacen única.
Venecia es una ciudad casi muerta, que apenas ha crecido desde el
siglo XVIII, y que puede llegar a ser inquietante y peligrosa, como
muchas películas han sido capaces de mostrar. Puede decirse que todo
esto constituye la imagen mortuoria de Venecia, y la muerte estará
presente en muchas películas ahí ambientadas. En el fondo, no son
visiones totalmente antitéticas, pues las dos forman parte de la
propia esencia de una ciudad polimórfica, que puede manifestarse de
múltiples maneras.
Anónimo veneciano, al ser un
melodrama, rehuye del aspecto siniestro de Venecia. Sin embargo, en
ella se funden a la perfección la visión romántica y la fúnebre,
lo que la convierte en un caso prácticamente único. En ese sentido,
guarda alguna relación con El viaje (Il viaggio, 1974), la
última película dirigida por Vittorio de Sica, libre adaptación
del cuento homónimo de Luigi Pirandello. Aunque en Venecia solo
sucede la última parte, será allí donde ocurra el fatal desenlace.
Adriana (Sophia Loren) es una viuda joven que, por una enfermedad del
corazón, no puede emocionarse en exceso. Su cuñado Cesare (Richard
Burton) la acompaña en un viaje que comenzó siendo médico y en el
que terminan declarándose el amor que desde siempre se han
profesado. Será en el «Hotel Danieli» de una Venecia fotografiada
con mucho flou, donde Adriana muera víctima de las emociones
intensas que le producen, por un lado, el amor consumado con Cesare,
y por otro, las censuras y prejuicios que sabe que les aguardan a su
regreso a Sicilia. Puede decirse que Adriana muere de amor en
Venecia, la que sería una de las muertes más románticas que
existen.
En Anónimo Veneciano, la
ciudad es una protagonista más, si no la principal, y su argumento
tiene razón expresiva de ser justo en ese escenario. Al mismo
tiempo, hemos dicho que elude con habilidad el tópico turístico: de
los monumentos y enclaves más representativos solo veremos La
Fenice, el Mercado de Rialto, San Giorgio Maggiore, el Palacio Ducal
y el Campanile de San Marcos (y estos tres últimos solo desde
lejos). Un protagonismo urbano que se incrementa por su levísima
trama argumental. Es una película intimista –pese a ocurrir casi
toda en exteriores–, más descriptiva que narrativa, repleta de
toques poéticos, que pese a lo que pudiera parecer no cae en la
lágrima fácil. Como sostiene Brunetta: «Salerno trova la giusta
misura e il ‘pudore’ stilistico e narrativo necessari per non
lasciari prendere la mano de una storia colma di elementi
melodrammatici» .
Puede decirse que Venecia
aparece en clave metafórica, como símbolo de un reencuentro sin
futuro y, sobre todo, como alegoría de la muerte que se cierne sobre
Enrico4 : es una ciudad condenada a morir, y por eso mismo es la
metáfora del protagonista. Varias frases del diálogo inciden en esa
idea, y son casi siempre proferidas por Enrico. En el paseo en
vaporetto al principio, dirá que la urbe «es bella hasta
morir». Al preguntar Valeria si es verdad que se hunde, él
argumentará que también desaparecieron Menfis, Nínive o Babilonia.
En la Giudecca, cuando ella diga que es una ciudad putrefacta, que
«esos colores se los da la podredumbre que la va devorando a través
de los siglos. Se muere. Volverá a ser el fango que era», él
replicará: «En eso está precisamente su belleza. Pero no todos son
capaces de entenderlo. Se necesita llevar en sí el sentimiento de la
muerte». Justo entonces le confiesa su enfermedad, produciéndose el
gran punto de inflexión en su mínimo argumento. Más adelante,
cuando pasean en góndola, Enrico, tras comentar el caso reciente de
un ahogado, afirma que le gustaría fundirse con el mar. Como puede
verse, el guion firmado por Giuseppe Berto (adaptando su propia
novela) y Salerno redunda continuamente en la idea de la muerte, eje
central –junto a su con frecuencia indisoluble el amor– de la
película.
Sin embargo, en ningún
momento se trata de una Venecia nocturna y siniestra, sino de una
diurna, pero extremadamente triste. Toda la película transmite una
profunda melancolía, que en la imagen se ve resaltada por la
fotografía crepuscular de Marcello Gatti, que plasma adecuadamente
el cromatismo de la época tardoinvernal en que se rodó. Por
supuesto, el tono dominante del argumento (más la música, como
luego analizaremos) es lo que hace que el espectador interprete la
mayoría de las imágenes en ese sentido melancólico: de haber sido
una comedia, esa misma Venecia se percibiría de otra forma. No
obstante, hay ejemplos en los que la imagen habla por sí misma en
clave de tristeza. El más significativo es la secuencia de montaje
que, tras la escena erótica, muestra planos de embarcaciones
semihundidas en la laguna y de las aguas azotando los bajos de los
edificios. Son imágenes que redundan en una idea expresada
anteriormente por Enrico: la de que Venecia parece un barco varado.
Pero continuemos averiguando cuál es la Venecia concreta que nos
muestra Anónimo veneciano.
Un paseo inverosímil.
El cine siempre efectúa una
recreación y reinvención de las ciudades, lo que patentiza su
condición de arte fragmentario. Rodando en discontinuidad en lugares
diferentes, mediante el uso del montaje ofrece al espectador un
resultado que se presenta como creíble, como una continuidad
espacial. Es, sencillamente, la aplicación del «efecto Kuleshov» .
Sin embargo, lo que hace en la mayoría de los casos es una
alteración de la imagen urbana, creando una nueva ciudad que solo
existe en el imaginario fílmico, como espacio dramático. Solo
cuando conoce el urbanismo real, el espectador es capaz de advertir
los cambios, produciéndose entonces un fenómeno de distanciamiento,
al ponerse en evidencia que lo que está viendo es una construcción
virtual, que un contraplano no corresponde espacialmente con el plano
anterior. Y cuando esto sucede en una película narrativa, el espacio
termina llamando más la atención que el desarrollo de la historia:
supone la advertencia de fallos de raccord en la configuración de
ese rompecabezas urbano.
Un buen ejemplo sería Anónimo
Veneciano. Tras una primera visión, precisamente por su voluntad de
rehuir de los lugares tópicos de Venecia, el resultado parece muy
verosímil. Si embargo, si la observamos con detalle, apreciaremos
cómo, físicamente, resulta muy difícil, casi imposible, hacer todo
el itinerario que la pareja recorre en menos de 12 horas, sobre todo
porque se trata de un ritmo de paseo relativamente tranquilo (si bien
en ocasiones se acelera, y Valeria así lo comenta), pautado con
conversaciones y discusiones. Consideramos interesante profundizar en
este aspecto, como sintomático de las reconstrucciones urbanas
efectuadas por el cine, por lo que en este apartado intentaremos
recrear el «nuevo plano» de Venecia fabricado por el filme.
La película comienza a las
9:30 en la Estación de Santa Lucia, como vemos en el reloj del andén
donde Enrico recoge a Valeria. Inmediatamente, tras su gélido saludo
(resaltado por un montaje sincopado de primeros planos de ambos,
enfrentados en plano-contraplano), toman un vaporetto en el
Gran Canal, junto al puente degli Scalzi. La embarcación se dirigirá
hacia Rialto: pasarán por la Pescheria, el Palazzo dei Camerlenghi y
bajo el puente más célebre de la ciudad. Ahí comienza el primera
analepsis, en el que rememoran su enamoramiento en la universidad
Ca’Foscari. Pero cuando se vuelve al presente diegético y vemos
aparecer la Universidad, el vaporetto se encuentra en el Rio di
Ca’Foscari, desde el que entrará en el Gran Canal a la altura de
la Volta (su gran curva final), en cuya confluencia se sitúa el
Palazzo Ca’Foscari. De hecho, ese hubiera sido el recorrido lógico
si, al tomar el barco en la Fondamenta degli Scalzi, se hubiera
dirigido hacia el Rio Nuovo, que enlaza con el Rio di Ca’Foscari,
pero no siguiendo el camino que estaban haciendo. Por consiguiente,
el resultado es un cambio completo de direccionalidad en el
itinerario, un auténtico salto de eje. Tomarán tierra en el
sestiere (barrio) de San Marcos, en un punto que no queda muy claro,
aunque, tras deambular por varias calles, ella le pregunta si sigue
viviendo por ahí, por San Samuele (él contestará que no, que ahora
vive en la Giudecca). Después acudirán al Campo di Santo Stefano
(cerca del palacio Pisani, sede del Conservatorio donde él es
profesor), sentándose en la terraza de un café junto a la estatua a
Nicolò Tommaseo. Desde allí se ve la iglesia desacralizada de San
Vidal, donde (aún no lo sabemos) tendrá lugar el triste desenlace,
unas horas más tarde, cuando la tensa desconfianza entre ambos ya
haya desaparecido tras la revelación de Enrico.
Luego parece que caminan, con
un fuerte viento, por lo que lógicamente debería ser el sestiere
de San Marcos (si bien se ve la esquina de un campo con árboles que
más parece de la zona de San Polo o Santa Croce). Sin embargo, poco
después se les verá cruzando el Gran Canal en traghetto (las
góndolas para tal fin), a la altura de la iglesia de San Stae. De
ahí, se dirigirán a La Fenice, a la que pueden entrar porque Enrico
es primer oboe de su orquesta. En esta sucesión de escenas volvemos
a apreciar errores de continuidad, ya que, mientras parece que en la
sucesión temporal solo han pasado unos pocos minutos, para hacer ese
itinerario tendrían que haber seguido un largo y absurdo trayecto:
de Santo Stefano (precisamente muy cerca del teatro de la ópera) al
sestiere de Cannaregio (cerca de la estación) frente a San Stae, y
de esta iglesia, situada en un extremo del barrio de Santa Croce,
cruzar éste, el de San Polo y, de nuevo, el Gran Canal hacia La
Fenice, ubicada en el centro del sestiere de San Marcos. En
términos cartográficos, se trata de la parte más inverosímil de
la película.
Tras abandonar el teatro,
acudirán a la casa donde vivieron felices sus primeros años de
casados, situada en un pequeño campo con iglesita y pozo. Aunque del
templo solo se aprecia un fragmento de su fachada, su curvatura y
otros detalles del campo (el brocal, las chimeneas) denotan que se
trata del Campo della Maddalena, en Cannaregio. Es decir, otro largo
paseo desde La Fenice. Tras acontecer en ese lugar el momento más
tenso de la película, con un desagradable bofetón de Enrico a
Valeria a propósito de una nueva discusión sobre Emilio (que
patentiza que aún sigue celoso de que ella haya rehecho su vida),
pasamos, por corte de plano que lleva implícita una elipsis, a las
anchas calles de la Giudecca y al Rio del Ponte Lungo (al fondo del
cual se aprecia la isla de Sacca Sessola). Obviamente, desde
Cannaregio hasta la isla de la Giudecca hay un buen trecho, que
recorrerlo podría llevar cerca de una hora. Tras una nueva pelea
verbal, hacen las paces y Enrico dice que la va a llevar a un buen
sitio9 . En ese momento, veremos por primera vez una serie de planos
de transición (cuatro) totalmente liberados del punto de vista de
los personajes (que es el que ha primado en todo momento), a modo de
insertos objetivos de la instancia narradora: el Gran Canal con la
Pescheria, los Jardines Papadópoli, un movimiento de panorámica que
muestra la Riva degli Schiavoni desde San Zaccaria hasta el Palacio
Ducal, y una vista del Gran Canal a la altura de la Volta (el Palazzo
Mocenigo y sus adyacentes). Luego volvemos a la pareja, que acude a
comer a la bella pérgola de «Locanda Montin», en Dorsoduro, donde
tendrá lugar una larga secuencia10. Tras este momento de descanso, y
mientras escuchamos en off la voz de Enrico, volveremos a ver un
plano que no corresponde a su punto de vista: las Zattere de
Dorsoduro a la altura de la iglesia de Gesuati mientras pasa un barco
por el canal de la Giudecca. Luego los veremos por callejuelas y, sin
solución de continuidad, regresarán a la Giudecca, al Ponte Lungo,
donde él le revelará su enfermedad. Mientras ella va asimilando la
noticia, caminan junto al Squèro di San Trovaso, el pintoresco
astillero de góndolas situado, de nuevo, en Dorsoduro.
Posteriormente pasearán por
el puerto, donde él reflexionará sobre su enfermedad y, más
animado, le hablará del concierto que grabará. Justo después de
abandonar el puerto, sabremos que aún no son las cuatro de la tarde,
pues él le dice que a esa hora parte un tren. Posteriormente vuelven
a la Giudecca, a la casa de Enrico. Y esta es la célebre «Casa dei
Tre Occhi» (1912-3), una obra del arquitecto Mario de Maria que
funde con fortuna el neogótico con el liberty (el modernismo
italiano), y que se sitúa muy cerca de la iglesia de las Zitelle.
Desde la terraza veremos este templo manierista, y al fondo San
Giorgio Maggiore. También desde la casa veremos la Salute, la Aduana
y San Marcos, siendo casi la única vez que aparecen los monumentos
más emblemáticos de Venecia. En la terraza se nos ofrecerá nueva
información para continuar anclando la temporalidad: tras rechazar
el tren hacia Ferrara de las 18:10, Valeria asistirá a las 20:15 al
inicio de la grabación del concierto, tomando a las 21:35 el último
tren. En ese momento darán las 16 en las Zitelle, y ella dirá que
aún tienen cinco horas y media; cuatro hasta el ensayo, contestará
él. Luego se abrazan con pasión. Tras la escena de amor, volverán
a verse planos desvinculados de la mirada de ellos, los ya
comentados de embarcaciones y del agua que aluden simbólicamente a
la decadencia de Venecia. Saben que disponen de pocas horas, y desean
aprovecharlas intensamente saliendo a la calle, como dos enamorados.
Al cerrar la puerta de la casa, la cámara volverá a ir por libre
del punto de vista de ambos: la panorámica hacia el salón de
Enrico, vacío, es un plano premonitorio del vacío que muy pronto
habrá en la casa, una prefiguración de su próxima ausencia
definitiva. A partir de entonces, la película se vuelve aún más
triste si cabe, porque sabemos que en unas horas del tiempo real
tendrá lugar su última despedida, y ese sentimiento impregna los
veinte minutos diegéticos finales.
Pasamos a un plano del
vaporetto a la altura de la isla de San Giorgio, dirigiéndose
hacia San Marcos. En este sestiere, el más comercial de la
ciudad, Enrico comprará un tocadiscos y un magnetofón para los
hijos de Valeria. Saldrán de ahí por una de las características
calles con soportales de las Mercerie, y llegarán hasta Rialto. Ya
al otro lado del puente, pasearán por la Pescheria, para luego ir a
la «Tessitura Luigi Bevilacqua», famoso telar y tienda de brocados
en el barrio de Santa Croce, cerca de la iglesia de San Zan Degolà.
Ahí Enrico le comprará brocados a Valeria, e incluso citará para
sí mismo (voz over con el sonido interno de sus pensamientos)
a Marcel Proust, quien escribió que las mujeres se olvidan de
cualquier problema gracias a la ropa. Después de aquí los veremos
dando un paseo en góndola por la laguna.
Tras dos planos generales de
transición que permiten una elipsis temporal (un movimiento de
panorámica tomado a media tarde desde el Campanile de San Marcos,
que va de San Giorgio a la Dogana; y una vista del Campanile y de la
Riva degli Schiavoni anocheciendo), los veremos de nuevo caminando
por las calles en el crepúsculo, dirigiéndose a la iglesia de San
Vidal. Como ya dijimos, esta se sitúa al fondo del Campo di Santo
Stefano, es decir, a cien metros del café donde habían estado por
la mañana. Tras el comienzo del ensayo, Valeria regresará lenta y
melancólicamente hacia Santa Lucia (aunque a ese paso tiene
bastantes posibilidades de perder el tren).
Todo eso en once horas y
media, en las que puede decirse que les cunde el tiempo. Muchas
agencias de viajes pagarían por tener esta fórmula mágica para
recorrer Venecia en una jornada. Evidentemente, no hay que juzgar una
película en términos de estricto realismo planimétrico, pues muy
pocas lograrían salir victoriosas de un análisis al respecto. Pese
a esta ironía tras haber desmenuzado el paseo de Anónimo veneciano,
eso no impide ni su verosimilitud (justamente por rehuir de los
tópicos urbanos) ni, mucho menos, la sensación de tristeza que va
progresivamente embargando al espectador.
Tiempo melancólico.
El tratamiento del tiempo
también resulta muy interesante en Anónimo veneciano, y aunque de
un modo menos evidente que la puesta en escena o la música, viene a
constituir otra de sus señas de identidad estilísticas. Se trata de
una temporalidad extremadamente lenta: puede decirse que, a lo largo
de la película, apenas «pasa nada», abundando los tiempos muertos
según el cine mayoritariamente narrativo (el americano y sus
imitadores). En sus 86 minutos, prácticamente solo veremos paseos
por Venecia y, por momentos, casi no avanza la poca acción que hay,
siendo una cinta más contemplativa que narrativa. No sigue una
estricta organización de planteamiento, nudo y desenlace, y si
hubiera que señalar un clímax, vendría a ser cuando Enrico
confiesa la enfermedad. Evidentemente, sí que se cuentan cosas y, de
hecho, se producen continuos cambios de sentimientos en los
personajes, que van ritmando las conversaciones: desconfianza,
cinismo, celos, odio, agresividad, ironía, humor, amor… Esos
altibajos emocionales, perfectamente planteados por el guión, son
los que permiten el desarrollo de la película, de su «historia»,
junto con el conocimiento que vamos haciendo de Enrico y de Valeria a
partir de sus palabras y de las diversos analepsis. También
hay interesantes recursos de puesta en escena al respecto. Por
ejemplo, en el travelling lateral que los sigue en la
estación, Enrico marcha delante y Valeria atrás, expresando
perfectamente su tensión y distanciamiento iniciales. O los cambios
de peinado de ella: si al principio lleva el pelo recogido, cuando se
va ablandando con los recuerdos en la comida, decide soltarse el
pelo, como lo llevaba cuando vivían juntos. Por estos motivos, puede
relacionarse en cierta medida con algunas películas de autor de la
época, o de décadas anteriores, sobre todo por el uso de los
tiempos muertos. Sin embargo, dada la abundancia de diálogos, su
temporalidad es muy distinta a la de, por ejemplo, un Antonioni.
Compárese con el recorrido que Jeanne Moreau efectúa por las calles
de Milán en La noche (La notte, 1961), y resultarán evidentes las
diferencias. De hecho, de lo que más bien se trata es de una
divulgación de ciertas tendencias del cine moderno: encontramos sus
rasgos suficientes, pero a la vez recurre a mecanismos expresivos con
una función de anti-distanciamiento (sobre todo la música), lo que
la aleja de dicha modernidad. Como también la separa de esta la
ausencia de la ambigüedad de sentido que tanto caracteriza la obra
de esos cineastas: en esta película no se busca en ningún momento
desorientar al espectador en el seguimiento de la (leve) historia.
Así, Anónimo veneciano, para el cine de autor italiano de los 60 y
70, viene a ser muy similar a lo que supone Un hombre y una mujer (Un
homme et une femme, Claude Lelouch, 1966) respecto a la divulgación
de los planteamientos de la nouvelle vague. Probablemente ello sea
uno de los motivos del éxito de público de ambas, al fundir
perfectamente el melodrama clásico con las aportaciones lingüísticas
y narrativas de la modernidad, añadiéndole una música pegadiza (la
de Lelouch compuesta por Francis Lai). En el caso de nuestra película
resulta también capital el uso dramático de Venecia: una charla que
podría haber sido en un interior (algo muy propio de muchas
películas de autor), Salerno tiene la habilidad de trasladarla a la
ciudad. Por supuesto, ambas cintas no son “falsos modernos”, pero
sí equilibrios afortunados entre el cine comercial y el de autor,
patentizando que a veces sus límites son más imprecisos de lo que
parece. Casi podríamos definirlas con el paradójico nombre de «cine
de arte y ensayo comercial». Anónimo Veneciano
también efectúa, en su desarrollo, una operación de cierto
suspense que la distancia de las propuestas más radicales. Eso se
aprecia sobre todo en el modo en que el guion va dosificando la
información sobre la enfermedad de Enrico, hasta su confesión en el
minuto 47. Sabemos que algo grave le sucede, pues lo insinúa en
determinados comentarios (si él muriera ya no lo recordaría su
hijo; habrá algo mejor que el divorcio para solucionar el fin de su
matrimonio; siempre resalta el lado mortuorio de Venecia), además de
que tiene un ataque (enfatizado por un cierre de zoom hacia su
rostro) cuando simula dirigir la orquesta en La Fenice, saliendo
entre bambalinas para ponerse una inyección en la pierna y luego
tocarse dolorido la nuca. Igualmente, la película muestra cierta
relación con el fluir de la conciencia tan recurrente en los cines
modernos desde los años 50. Incluso tiene algunos puntos de contacto
con el cine de Alain Resnais, con su continua alternancia de presente
y pasado. Sin embargo, Salerno borra cualquier posible ambigüedad al
respecto: las breves analepsis que puntúan la acción son siempre
reconocibles para el público (mediante la actitud pensativa de los
personajes, raccords visuales, flou y/o música), a
diferencia de Resnais y otros autores que gustan de jugar con la
confusión temporal. En total hay siete analepsis, cuya función es
crear un contrapunto con el áspero y triste presente, al recordar
los tiempos felices de la pareja, ayudando a incrementar la
nostalgia. No obstante, mientras que en unos se aprecia que son
recuerdos concretos de alguno de ellos o de los dos, otros se
presentan como insertos de la instancia narradora. También hay unos
más convencionales que otros. Los primeros, quizás los momentos
menos satisfactorios de la película (por demasiado anclados a esa
estética de época), suelen presentarse como breves secuencias de
montaje con gran protagonismo de la música. El primero tiene lugar
en el minuto 8: cuando pasan en el vaporetto bajo Rialto, recuerdan
los días en que se conocieron en la Universidad. Tras volver al
presente, él dice: «Ca’Foscari», y vemos el palazzo de la
Universidad. En el segundo, en el min. 19, tras acariciar Enrico a
Valeria, un raccord da paso a otra caricia, el día en que
hicieron el amor por primera vez. El tercero es en el min. 49: tras
confesar Enrico su tumor, la cámara mostrará el agua del canal de
la Giudecca, pasando por corte al mismo lugar años antes, cuando
Valeria disfrutaba un verano en un yate con Giulio, y Enrico los
rodeaba en una motora. Pese a caer en cierta cursilería, resaltada
por la música, su final contiene la imagen más dura del filme: del
plano del niño se pasará a unas aguas sucias en las que flota un
muñeco roto. En el último, el más largo (dos minutos), en el min.
68 (tras declarar Enrico su miedo y arrojar en la Peschería el
oboe), vemos la típica secuencia de montaje de «días felices de
una pareja»: corriendo, abrazándose y besándose en una islita de
la laguna (al fondo parece verse Burano). En cuanto a los menos
convencionales, hay tres tipologías. Cuando en el min. 29 recuerdan,
al contemplarla, su primera visita a su antigua casa, la analepsis se
resuelve mediante un plano secuencia en el que la dueña les va
enseñando el piso visto en cámara subjetiva por ellos, cuyas voces
escuchamos en off. Por otro lado, hay dos casos de simultaneidad
temporal, de fusión de dos tiempos distintos en el mismo espacio. El
primero se produce en La Fenice (min. 27), cuando Valeria se ve a sí
misma unos años antes sentada en un palco, y la voz over de
Enrico le cuenta sus proyectos profesionales. El segundo tiene lugar
al final del analepsis de la vieja casa: la señora abrirá la
ventana y abajo los veremos a ambos en el presente. Es este un
recurso que han utilizado Alf Sjöberg, Ingmar Bergman, Carlos Saura
o Theo Angelopoulos. Pero, de nuevo, a diferencia de esos cines
«autorales», Salerno intenta un mayor acercamiento al espectador,
sobre todo con la música. Por último, hay analepsis
exclusivamente sonoros cuando están almorzando: mientras Valeria va
mirando la pérgola, escucha interiormente las voces del día de su
boda (de los invitados, del sacerdote, de Enrico).
Adagio sesentero.
No puede negarse la enorme
importancia que tiene la música en Anónimo veneciano. De hecho, la
banda sonora compuesta por Stelvio Cipriani fue uno de los
principales motivos del triunfo en taquilla de la película,
convirtiéndose su disco en un éxito de ventas. Fue, además, el
primer y más destacado éxito de su compositor, quien había
debutado en el cine a mediados de los 60 con música para spaghetti
westerns, en la estela marcada por Ennio Morricone. La partitura de
Cipriani está muy ligada, tanto en estilo como en instrumentación,
a determinados gustos musicales de finales de los 60 y principios de
los 70, muy recurrentes en muchas bandas sonoras compuestas entonces.
Ese contexto es lo que, por ejemplo, hace que su famoso tema
principal tenga bastantes puntos de contacto con el aún más célebre
que Francis Lai creó para Love Story (Arthur Hiller), precisamente
en ese mismo año de 1970. La música suena continuamente, si bien
hay escenas en las que no está presente. La más significativa es la
erótica, solo sostenida en el plano sonoro por los diálogos, que
dotan de continuidad a un montaje fragmentado. Pero, en general, es
bastante omnipresente, según el esquema de tema y variaciones: hay
dos grandes temas que se van repitiendo variando en ritmo y
orquestación (además de las cuerdas, tienen gran protagonismo
piano, oboe, clarinete y clave). El principal y más célebre ya
aparece desde los créditos, y se usa tanto en los instantes de mayor
tensión como, con ritmo alegre, en las analepsis que muestran
su antigua felicidad (consideramos que en estos últimos es cuando
peor funciona, y que quizás habrían ganado sin música). El
segundo, más melódico y que en una de sus partes recuerda vagamente
el Adagio de Albinoni, se utiliza sobre todo para los momentos más
nostálgicos. La de Cipriani es un claro ejemplo de música empática,
por utilizar la terminología de Michel Chion, es decir, que apoya
emocionalmente el contenido de la imagen, a la que comenta y puntúa.
Pero también es un sonido que colabora en la creación de una
atmósfera determinada, de un clima que no siempre marcha a remolque
de la imagen: en las vistas urbanas, es la música la que crea el
clima principal, haciendo que la imagen deba ser entendida en un
sentido (o tono) y no en otro. Precisamente es este uso empático de
una omnipresente música melódica otro de los rasgos que más la
separan del cine de autor. Basta compararla con las “contemporáneas”
y atonales partituras de Giovanni Fusco, Hans Werner Henze o Pierre
Jansen para determinadas películas de Antonioni, Resnais o Chabrol,
para advertirlo. También se recurre a música preexistente, como el
primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Sus intensos
compases sonarán cuando Enrico simule dirigir la orquesta en La
Fenice, en una escena en la que se pone de manifiesto el fracaso de
uno de sus sueños como músico, pues solo ha llegado a ser primer
oboe. Se trata de un ejemplo de música interna, que suena en la
cabeza de él: el espectador puede escuchar sus pensamientos sonoros.
Junto con la partitura de Cipriani, el otro gran protagonista musical
de la película, a la que da el nombre, es el segundo movimiento
(Adagio) del Concierto para oboe y cuerdas en re menor de Alessandro
Marcello, un buen exponente de los brillantes compositores barrocos
venecianos13. Su Adagio es una de las más hermosas, y tristes,
piezas de la música clásica, al sacar el máximo partido al que
quizás sea, junto al violín, el instrumento que mejor sabe expresar
la melancolía: el oboe. Por eso, la presencia de su cantinela, como
un lamento que flota sobre la neblina de la laguna, es lo que, junto
a las imágenes de la despedida de Enrico y Valeria, confiere la
intensa emotividad a la secuencia final en San Vidal. En ella,
además, hay un buen uso de los caracteres diegético y no diegético
de la composición. En la primera escena de las dos que componen la
secuencia, escuchamos el Adagio como música diegética, interpretado
por la orquesta que dirige Enrico y en la que actúa también como
solista. Todo en San Vidal queda impregnado por la tristeza del oboe,
incluyendo la pintura de Carpaccio y las esculturas del altar mayor.
Tras interrumpir Enrico la grabación ante las lágrimas de Valeria y
salir esta de la iglesia, volverá a sonar el Adagio. Sin embargo, al
usarse el montaje paralelo para mostrarnos alternativamente a ambos
protagonistas, para expresar su separación, lo escucharemos de
manera diegética en las imágenes del interior de la iglesia, y no
diegética cuando veamos a Valeria en la calle. Los dos planos
finales, además, son bastante ilustrativos, poniendo de manifiesto
las dotes como director de Salerno: en el primero, en la iglesia, un
travelling hacia atrás se irá alejando de Enrico, hasta que
desaparece tras una columna; en el segundo, con el punto de vista ya
centrado en Valeria, un travelling la sigue en plano medio por la
calle, más serena, hasta que la cámara hace un barrido hacia unas
farolas, que nos muestra desenfocadas, imagen abstracta que cierra el
filme. Qué mejor que la música de Marcello para expresar la
infinita tristeza de una despedida irreversible. Ante su magistral
intemporalidad, la partitura de Cipriani, pese a su calidad, palidece
con su ritmo a la moda, y quizás por eso Salerno sabe que tiene que
acabar la película con el oboe. Por todos estos factores, Anónimo
veneciano puede ser considerada la película veneciana por
excelencia, a pesar de la reinvención fílmica que hace de su
espacio físico: es la que mejor expresa lo que es Venecia y lo que
significa «lo veneciano», como concepto y como estado de ánimo,
por delante incluso de otras tan señaladas como Locuras de verano,
Muerte en Venecia (Morte a Venezia, Luchino Visconti, 1971), Amenaza
en la sombra (Don’t Look Now, Nicolas Roeg, 1973) o El placer de
los extraños (The Comfort of Strangers, Paul Schrader, 1990), por
esa perfecta fusión que en ella se produce entre sus dimensiones
romántica y mortuoria. Su historia no sería igual en otra ciudad,
porque no puede separarse de Venecia: seguiría emocionando, por el
papel que en ello desempeñan el guion, su tratamiento del tiempo,
las interpretaciones y la música; pero carecería del imprescindible
elemento dramático-simbólico que le aporta el omnipresente
protagonismo de esa ciudad única. Al finalizar la visión de esa
elegía fílmica que es Anónimo veneciano, nos acompaña un
inevitable hálito de tristeza. Una tristeza como la de las piedras
de la ciudad de la muerte, que se hunde sin remedio en su laguna. Que
c’est triste Venice.