e niño, oía ésta melodía en la radio que sonaba de fondo en un programa donde la locutora iba leyendo, con voz grave y modulada, cartas de oyentes que escribían a la cadena contando sus miserias, cuitas, anhelos y desesperaciones. Eran historias de mujeres abandonadas por sus maridos, y viceversa, de hijos que se marchaban de casa sin decir adiós muy buenas, de amores que se esfumaban igual que habían venido, dejando a uno de los dos sumido en la tristeza melancólica. Todas ellas eran amargas, cada una según su grado de melancolía representaba una tragedia en sí misma para el autor de la misiva, y tenían como denominador común la nostalgia, la añoranza de un bien perdido. Cuán difícil es comprobar lo que significa «nunca más», y esas cosas. Gente dolida, sin esperanza alguna, lamentándose inútilmente. Estos días que estoy bien jodido, me he acordado de la canción que es más triste que cuando el viento del otoño desnuda los árboles y tiñe de oros los campos, y también que, por entonces, me preguntaba ¿Por qué razón tiene nadie que contar en público sus problemas? Y se me vienen a la memoria los consejos que, al término de la lectura, daba la locutora —que lo mismo era Elena Francis, no lo sé—, porque como todos aquellos, hoy, yo también me siento como una mierda, y sin solución de continuidad. La razón, supongo, era y sigue siendo la Catarsis. Esto es, mitigar el dolor hablando de ello, escribiendo de ello. O hacer el gilipollas sobre serlo. Bendita catarsis. |
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martes, 18 de octubre de 2011
La melancolía
Vulnerant omnes, ultima necat
Vulnerant omnes, ultima necat
M |
i abuelo toda la vida se la pasó ambicionando un reloj de oro, de esos con leontina. No quería otra cosa que poder extraer del chaleco la maquinita y consultar la hora. Su primo, que sí que tenía reloj de chaleco, quería en cambio la medalla al valor que nunca tuvo por su paso en la guerra de Marruecos contra los rifeños, y de la que siempre se consideró merecedor, y que mi abuelo, qué cosas, tenía guardada y olvidada en un baúl, porque nunca le gustó recordar ni el suceso por el cual se le otorgó, ni nada del dichoso día de la concesión, ni de la guerra en sí, a la que consideraba algo horrible. El único «valor» para él era el de haber conservado el pellejo sin agujerear entre tanta bala perdida. Al poco de llegar licenciado quemó todo lo que se trajo de su destierro por la terrible estepa rifeña. El tiempo se ocupó de quemar los restos que perduraban en su memoria. Nunca hablaba de aquello, hasta el punto de que constituye un misterio. Sin embargo, aquel primo avivaba todos los días la llama de sus recuerdos marciales con un poco de queroseno prestado, batallitas ajenas que hacía propias, hasta el punto que llegó a creer que aquella guerra no se hubiese ganado sin él, y que esa medalla se la merecía mucho más. Así que un día, cuando ambos habían entrado con paso firme en el invierno de sus vidas, se la pidió. Vale, dijo mi abuelo, pero a cambio de tú Leónidas. Y así fue como aquellos dos llegaron a un acuerdo: uno tendría su medalla con la que rememorar una guerra, y el otro un reloj con que mirar las horas futuras y olvidar las pasadas.
En el reloj venía grabado: Vulnerant omnes, ultima necat (“Todas hieren, la última mata”). Yo ya no heredaré ese reloj pues fue la heredad de otro, ni tampoco la medalla que perdió un primo segundo en una mudanza. Esa leyenda, que da qué pensar acerca de la fugacidad de la vida cuando se lee, no le iba a mi abuelo, santa gloria haya, al que se le hubiera ajustado mejor la de: “Tempus edax rerum” (El tiempo devora las cosas). Al compañero –pienso- que le vendría bien ésa de Cela cuando recibió el Cervantes muy viejito ya, «…que aquí, en España, el que resiste gana». Vamos, que nunca es tarde para según qué cosas, que sólo es cuestión de tiempo y de durar y tener aguante el que los premios, como las medallas y los trenes con retraso, lleguen finalmente al destino.
Pues así es la vida de puñetera, eso que pasa mientras piensas y anhelas otras cosas, como las medallas o los relojes. Qué tendrán las medallas que unos las quieren, mientras que otros las aborrecen.
A mi manera
Esta canción de Sinatra (quizá no la mejor aunque sea su buque insignia) de apenas tres minutos, hace pensar pues, en clave retrospectiva, habla de tomar decisiones, de nuestra actitud frente a los éxitos y dificultades, así como del valor de seguir un camino propio.
«EL FINAL YA ESTÁ AQUÍ», espeta al principio. Algo así como que «Lo que es capaz de matarte también puede hacerte renacer». ¿Quién no ha sentido que se le abre un abismo bajo los pies cuando le comunican el final de algo (Un despido, una relación, una enfermedad). ¡Glups! ¡Todo está consumado! ¡Tierra trágame!
Después de un drama, el que sea, partimos de cero. Es así. Y toca levantar. Aunque en el momento no se vea, los finales (no todos) llevan a nuevos principios:
• La ruptura con una pareja posibilita encontrar una nueva.
• Un accidente o una larga enfermedad permite analizar nuestra vida, corregir errores y renacer con un nuevo proyecto.
He amado, he reído y llorado.
Tuve malas experiencias, me tocó perder.
Y ahora, que las lágrimas ceden,
Encuentro tan divertido
Pensar que hice todo eso.
En My way está presente la encrucijada de caminos que es la vida de todo persona. Hay desvíos, largos rodeos y senderos divergentes que nos obligan a tomar decisiones. Cada decisión en nuestra vida nos obliga a definirnos, por lo que incluso si el resultado no es el esperado, el haber elegido nos hace evolucionar personalmente.
«No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas» dejó escrito Séneca —que aunque era de Sevilla no era «andaluz» como popularmente se dice—. Nos pasamos la vida aferrándonos a lo que tenemos y hasta sufrimos ante la idea de su pérdida, es jodido embarcarse en proyectos aparentemente imposibles. ¿Me opero, no me opero? ¿Emigro, no emigro? ¿La dejo o no la dejo? ¿Me dejará él o no me dejará? Nos mantenemos alejados lo más posible del riesgo y de las variantes. No es fácil elegir, es cansado, sobre todo cuando nos enfrentamos a decisiones radicales. Sin embargo, el inmovilismo acaba siendo más agotador incluso, ya que nos sume en la frustración, cuando no la depresión, de ver cómo se nos escapan trenes que podrían conducirnos a otros destinos. ¡Ay, los trenes a los que nunca nos subimos y que se fueron!
«AMIGO, LO DIRÉ SIN VUELTAS». La canción nos habla de la importancia de expresarnos, de manifestar abiertamente lo que pensamos, de decírselo a la cara, lo que origina fricciones, sí, pero a la larga evita muchos conflictos.
Tratar de agradar siempre y callar si no se está de acuerdo, va a dar luego, cuando toque disentir, porque tocará (los humanos somos así y de eso no nos libramos), problemones mayúsculos. Y esto es así porque se acaba uno acostumbrando a un determinado nivel de sumisión, a una tolerancia y a un «siempre ceder». Y se quiere más. Y, llegados a un punto, no hay más. Por consiguiente, viviremos mucho más tranquilos si somos capaces de decir sin vueltas ni rodeos lo que pensamos y sentimos, lo que escuece. Lo que duele.
«ME TOCÓ GANAR, TAMBIÉN PERDER» Hay que asumirlo. Porque la vida nos tiene deparadas, de una y otra, cucharadas a partes iguales. Estamos expuestos a los vaivenes de la fortuna. Y del infortunio hay que extraer la lección. Siempre hay una lectura: Si se teme perder lo que crees que es tuyo (la salud, el trabajo, el amor) y te aferras a ello como un tesoro no vivirás tranquilo, vivirás siempre temeroso de «perder el anillo».
Resumiendo: «La victoria y el fracaso hay que recibirlos con idéntica serenidad y con un saludable punto de desdén»
«SER FIEL A SÍ MISMO». Mira que nos es difícil cambiar y saber escribir nuestra historia por los miedos o barreras que nos ponemos. Nos falta esa capacidad de seguir los sueños, los ideales, los planes trazados cuando la cabeza se hunde en la almohada y hablamos con nosotros mismos en el solitario rincón del cuarto. Nos falta el valor para convertirnos en lo que realmente somos. O en lo que soñamos con ser. Anclados en la inacción nos resignamos a ser espectadores de la vida. La vida pasa y el futuro viene solo. Y cuidado, porque la inseguridad se retroalimenta, y limita cada vez más nuestra capacidad de actuar originando: Ansiedad, falta de confianza, temor a equivocarse y esa pueril ‘necesidad de agradar’.
«LO HICE TODO A MI MANERA». Sabemos gozar de los días soleados pero no de seguir siendo uno mismo cuando son grises. Quien sabe vivir «a su manera» encontrará su propia vía para salir de cualquier crisis. Solo así, cuando caiga «el último telón» del que habla la canción, cuando llegue el invierno y la nieve venga a vernos—que diría el poeta que no soy—, estaremos satisfechos con la obra de nuestra vida.
No cejen. Ánimo. «Caer está permitido. Levantarse es obligatorio»
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