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martes, 18 de octubre de 2011

La melancolía



D
e niño, oía ésta melodía en la radio que sonaba de fondo en un programa donde la locutora iba leyendo, con voz grave y modulada, cartas de oyentes que escribían a la cadena contando sus miserias, cuitas, anhelos y desesperaciones. Eran historias de mujeres abandonadas por sus maridos, y viceversa, de hijos que se marchaban de casa sin decir adiós muy buenas, de amores que se esfumaban igual que habían venido, dejando a uno de los dos sumido en la tristeza melancólica. Todas ellas eran amargas, cada una según su grado de melancolía representaba una tragedia en sí misma para el autor de la misiva, y tenían como denominador común la nostalgia, la añoranza de un bien perdido. Cuán difícil es comprobar lo que significa «nunca más», y esas cosas. Gente dolida, sin esperanza alguna, lamentándose inútilmente.

Estos días que estoy bien jodido, me he acordado de la canción que es más triste que cuando el viento del otoño desnuda los árboles y tiñe de oros los campos, y también que, por entonces, me preguntaba ¿Por qué razón tiene nadie que contar en público sus problemas? Y se me vienen a la memoria los consejos que, al término de la lectura, daba la locutora —que lo mismo era Elena Francis, no lo sé—, porque como todos aquellos, hoy, yo también me siento como una mierda, y sin solución de continuidad.
La razón, supongo, era y sigue siendo la Catarsis. Esto es, mitigar el dolor hablando de ello, escribiendo de ello. O hacer el gilipollas sobre serlo.
Bendita catarsis.

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