DECIMOTERCERA PARTE
-XXIX-
David Abellán se
consideraba el último de los editores.
A un año y pico de jubilarse, llevaba publicando libros más de treinta años,
cosechando a partes iguales triunfos y fracasos. Sentía que el mundo de las
editoriales tal y como lo había conocido cambiaba. No sólo eso, se moría. Creía
pertenecer a una rara estirpe de editores independientes, cultos, ilustrados,
que amaban la literatura por la literatura misma, de los que leen, y sobre todo
a quienes publican, y que como principal misión tienen la de descubrir nuevos
talentos y darlos a conocer sin, en principio, importar el asunto de que fuera
rentable. Así, hace ocho años, había decido publicar a Martín tras leer un
manuscrito suyo inédito que le llegó por correo, titulado: De los Amores Que Nunca fueron. Le
gustó tanto que lo leyó dos veces, nadie había escrito así antes, nadie
escribía así; resultó que era de un tipo que vivía allí mismo, en la ciudad, y
que devolvió firmado por correo el contrato que le había remitido a la
dirección que figuraba al dorso del sobre. Desafortunadamente la editorial Alfaomega que había fundado en los
setenta, y que contaba entre sus firmas con algunos de los principales
escritores de esa década y de la siguiente, los ochenta, empezó a dar pérdidas,
ejercicio año noventa y uno, en un país en el que hay que pagar impuestos independientemente
de que obtengas beneficios; donde apenas se lee, y casi todos los libros que se
compran se venden por ser anunciados en televisión, lo cual es carísimo para
los pequeños; los grandes parecen en cambio campar a sus anchas; y como única
salvación, para no despedir a sus fieles empleados —una veintena de personas
con las que había empezado y que eran como de la familia— y que estos que no se
quedaran en la calle, consintió en que fuera absorbida por una multinacional,
con sede en Madrid. Antes de eso creó una revista dominical que se distribuyó
como suplemento en varios periódicos regionales, y se pasó al libro de bolsillo
y a las guías de viajes, pero fue en vano. Quebraba igualmente por la nula
fiscalidad y el alto coste de la impresión. Ahora, ocupa un puesto ejecutivo,
acude de lunes a viernes por las mañanas a lo que fueran las oficinas de Alfaomega, y que actualmente son la
delegación para todo el norte, y supervisa la marcha de la imprenta y del
almacén, que se encuentran en la parte baja de la nave. Dirige la revista de la
que es redactor jefe, la cual se distribuye ahora ampliada a más diarios, entre
ellos dos de tirada nacional propiedad del grupo empresarial, y visita, y ésta
es la parte que más le gusta, a los escritores de la casa, firmando nuevos
contratos, jaleándolos para que terminen y entreguen a tiempo según se acerque
la campaña de Navidad, la feria del libro, los premios tales o los certámenes
cuales, y esas cosas; en realidad es mera figura decorativa ya, si algo sabe David
del mundillo empresarial es de eso, y espera a jubilarse para dedicarse a la
vida contemplativa y segura, exenta e responsabilidades, y a, quién sabe, tal
vez escribir sus memorias: vida del último de los editores, o tal vez un
manual: teoría general de la novela fenecida, pero, sobre todo, a tratar de que
los cuatro o cinco escritores que aún permanecen junto a él, o por él, no se
vayan antes de que cumpla la edad.
Cada
quince días suele telefonear a Martín, desde que lo conociera personalmente, la
mañana en que lo convocó para la revisión del libro antes de maquetar, hace
ocho años, y descubriese que era profesor y que tenía el hermoso cometido de
enseñar literatura en un colegio a los mocosos, que había hecho,
simultaneándolos con su trabajo en la policía, labores de corrector y que
tenía, como él mismo, amplia formación clásica, ha sido así, y se tira
charlando al teléfono unos veinte minutos del proceso creativo, del estilo, eso
que maldita sea nadie aprecia ya, de la exactitud de las palabras, del fiel
reflejo del pensamiento, y de cómo va lo que esté haciendo, y en alguna ocasión
comen juntos. Puede decirse que es una relación de amistad antes que
profesional. Al principio David elegía los lugares (restaurantes caros, todos
ellos), pero desde hace año y medio, suelen hacerlo en Casa Juanito, una
taberna que se ha convertido, no sabría decir porqué, en la oficina de Martín.
Se siente muy a gusto conversando con alguien al que considera uno de los
últimos escritores puros. De los que son capaces de emprender cada día un viaje
hacia lo desconocido y pintar mundos enteros para el lector, no obstante estar
sentados en una habitación, confinados, sin moverse, todo con la imaginación y
el talento. Son dos estirpes las suyas en extinción. Con Martín se cumplió,
como con ningún otro, su viejo sueño de llegar a descubrir a un absoluto
desconocido que llegara a ser un autor genial. Las cuatro novelas han sido
hasta ahora lo mejor que ha publicado y no sólo eso, además se han vendido muy
bien. Razonablemente muy bien. La siguiente más que la anterior. Un éxito de
una independiente. El potencial de Martín para escribir literatura vendible y
rentable fue uno de los principales motivos para que la multinacional los
absorbiera. En términos económicos: un activo de la empresa. Ahora los de
Madrid quieren que lo persuada para firmar un nuevo contrato que les daría
derecho a explotar su imagen. Están convencidos de que para vender han de
aprovechar el atractivo de Martín y sacarlo mucho en la televisión hasta crear
un personaje famoso y han enviado a uno de sus mejores agentes para ello.
―No
vas a lograrlo ―le está diciendo David a Asier Echebesti White―. Martín no
entrará por el aro, los de Madrid no conocen a los autores como los conozco yo,
quizá porque no los leen, quizá porque para ellos no existe la literatura, sólo
números.
Asier
sonríe de medio lado, seguro de lo que va a decir, girando entre sus dedos una
copa de un Ribera del Duero, gran reserva, que ha ordenado abrir para él solo,
y que le ha servido Marifé a quien éste, acto seguido preguntarle su nombre, ha
dedicado un piropo.
―Todo
son números. Esto es una industria como otra cualquiera: producción, promoción
y venta ―conviene.
―Los
libros se elaboran como un reloj, pero han de venderse como salchichones
―reconviene el otro.
―El
mismo salchichón se puede vender con la publicidad adecuada, diez veces más.
Inclusive si es una mierda de salchichón.
―De
todos modos a Martín no le gusta la fama. Él es de otra pasta. Ya lo
comprobarás.
Ha
mirado el reloj, faltan veinte minutos para la hora. Prefirió venir un poco
antes para hablar primero con el joven aunque sobradamente preparado ejecutivo
de Madrid.
―A
todos les gusta el dinero. Es cuestión de negociar su precio.
Asier
Echesbeti moduló una sonrisita estoica. Era rubio, con mentón prominente. Ojos
verdes. El pelo largo recogido en una coleta. Impecablemente vestido, llevaba
siempre ropa de marca y zapatos ingleses hechos a medida. Padre vasco y madre
inglesa, había estudiado Marketing Empresarial en una universidad privada de Estados
Unidos y realizado un máster de Economía en la prestigiosa Cambridge. Era todo
un triunfador a sus treinta y un años. Deportivo aparcado a la puerta,
apartamento en la Castellana de Madrid, otro arrendado en Miami (donde la
multinacional tenía una sede que dirigía el mercado hispanoamericano y las
respectivas delegaciones). No había leído un solo libro de literatura en su
vida, estaba en el negocio de la edición como podía haberlo estado en cualquier
otro que diera dinero. El dinero, los coches y las mujeres eran sus tres únicas
pasiones.
―Lo
más importante para un editor es el autor —dejando David la copa vacía sobre la
mesa, tras rematarla de un gran sorbo, el tono profesoral.
―No.
Lo único verdaderamente importante son las ventas. Lo del buen paño bajo el
arca se vende, ya no sirve. Ahora todo se reduce a la publicidad. Y haré de
Martín un escritor famoso que venda, aunque no escriba nada.
David
Abellán se rio por dentro del optimismo de su contertulio. Sabrás todo lo que
hay que saber del negocio, pensó, pero yo lo sé casi todo de todos, y Martín no
tragará.
―Martín
al principio colaboró. Se dejó asesorar e hizo cuanto le dijimos. Acudió a
televisión para hablar de su libros, se trataba de un programa cultural
―aclara―, a presentaciones, a coloquios académicos y a los certámenes
literarios a los que lo invitaron, pero de tres años para acá declina ir a
ninguno y prefiere estar aislado, en su casa. Son sus condiciones y yo le
entiendo. Es un creador, no quiere saber nada de saraos ni de tener vida social.
De hecho, ¡ya ves dónde nos cita!
David
hizo un gesto abriendo las manos, abarcando el local donde estaban.
―Ya.
Pudiendo ir a cualquier otro ―confirmó con fastidio, Asier―, de tantos
restaurantes buenos como hay, nos trae a este antro. Es una falta de respeto.
Otro en su lugar, pagando la empresa, nos hubiera metido el clavazo. El clavazo
del siglo.
Se
produce un silencio y es entonces cuando pueden escuchar, durante un breve
espacio de tiempo, la conversación que las dos camareras sostienen con un hombre
mayor y con el dueño del bar, el tal Juanito. Al parecer un vecino le dio un
puñetazo ayer al exmarido de una de ellas cuando la estaba maltratando y, con
solo uno, bastó, qué pedazo de hostia, lo «acojonó» lo suficiente para que
saliera por patas y no volviera. El
viejito está dramatizando e imitando con su cuerpo, cual mimo, el modo en que
el vecino golpea, ha puesto pose de boxeador, y al punto, cambiando de posición
y asumiendo otro papel, la forma en que el ex vuela por los aires, se da en la
cabeza contra una banqueta y cae al suelo. Todos ríen cuando en su gráfico
estilo, el viejito hace como que se levantara viendo estrellas, y el suelo bajo
sus pies se moviera, y agarrándose la cabeza con ambas manos comprobara que
estuviera en su sitio o que no fuera a desprendérsele de un momento a otro.
Asier,
que no ha prestado atención a lo que hablaban, ha levantado la copa y hecho un
brindis a la camarera, la asturiana del culo prieto y prometedor, a quien ha
piropeado antes, cuando le escanciaba el vino. Ha valido la pena conocer este
sitio, tengo que venir más por aquí, fue lo que le dijo. Marifé miró primero
sus ojos que decían: interés, y, después, al Rolex de oro de su muñeca, que
decía: más interesante todavía. Un año o año y medio de sueldo, calculó costaba
un peluco de esos. Al final contestó: estoy siempre de
mañanas, o lo que es lo mismo que tenía las tardes libres. Y cuando ya se
retiraba se volvió a mirar de soslayo, girando solo un poco el cuello, mientras
se acomodaba el pelo y hacía cimbrear las caderas. Ahora, la otra le devuelve
el gesto con una inclinación de cerviz, dejando de reír y sonriendo levemente,
con cierto punto de malicia. Está claro que al salir la esperará y querrá
quedar. Es probable, piensa, que el Alfa Romeo GTV de color granate que hay
estacionado afuera, sea propiedad de un tipo que gasta un reloj así.
―Bueno,
eso es cosa tuya, yo me lavo las manos en este asunto ―prosigue David Abellán.
Asier
no le da importancia a lo que le ha dicho y asiente al viejo editor sin apartar
la vista de Marifé. Sólo conoció a Martín en una ocasión, en Madrid, cuando le
entregaron el premio Ignotus. Y no era momento de proponerle nada. Ahora lo es.
Su libro está conquistando el mercado americano. Principalmente en países como
Méjico, Venezuela y Chile. Lo cual significa que Martín va a ganar más y la
empresa, porcentualmente, menos. Los derechos de imagen y una reducción en el
porcentaje de los royalties de ventas, actualmente fijados en el 30 %, que espera dejar en 25 %, o menos, son el objetivo
que persigue. Así como cinco años más de permanencia y el compromiso de dos
novelas, quizá tres. Es hora de exprimir a la gallina de los huevos de oro en
la que se va a convertir porque él mismo se va a encargar de crear, dándole un
empujón a su imagen. Si no lo hace ahora cuando aún son inocentes, no lo hará
nunca, pues una vez la cosa marcha y corre el dinero todos se vuelven
avariciosos y se hacen con un abogado, y entonces no hay modo ni manera de
firmar un contrato así de ventajoso para la empresa y para él, ni de llevarse,
por tanto, su comisión, que ronda el 45%.
Cuanto más rebaje los beneficios de los autores más cobra.
―Todos
tenemos nuestro precio ―sentencia.
En
ese momento, puntual, cuando faltan dos minutos para las dos y media, entra Martín,
los saluda con la mano, el aire impasible, indicando: tan solo un minuto, y se
va hacia el mostrador, donde tras la barra están las dos camareras, saluda a la
extrajera mientras el viejito y el dueño del bar le dan palmadas y alaban lo
que hizo ayer. También saluda a la otra camarera, a Marifé, quien parece
disgustada con él. Asier lo ha seguido con la mirada y ha visto la reacción de
la mujer. Está acostumbrado a ver ese tipo de cosas en los bares que frecuenta:
está desengañada con Martín porque éste prefiere a la extranjera; ¡tanto
mejor!, él será la mora verde que quite la mancha de la primera mora. David,
por su parte, se ha fijado en que la extranjera se ha dirigido a él con un
alarmante gesto de admiración en la mirada y una familiaridad propia de las
novias de los marineros en los puertos, y, pronto deduce, que Martín era el
tipo de quien hablaban antes, el «vecino» que zurró al ex. Qué extraña mezcla
de hombre, dice para sus adentros. Alguien capaz de traducir a Virgilio, o de
escribir sobre Dante o sobre la generación del 98, dándose de hostias en una
taberna. Supongo que le queda mucho del policía que fue, y, a su pesar, la
nobleza obliga.
Cuando
Martín se sienta a la mesa que ocupa el tipo que no le quita el ojo de
encima, Marifé le dice al oído a Ileana:
―¿Te
has fijado? Al principio eran miradas furtivas ―confidencial, la mano delante
los labios para no ser escuchada por el cartero ni por Juanito, el dueño―, pero
después empezó a mirarme fijamente, en plan descarado. Y se la devolví. Los dos
empezamos a mirarnos fijamente. Llegó un momento en que ninguno de los dos
podíamos apartar la mirada el uno del otro: es como si hubiese sido un
flechazo. Luego, cuando fui a preguntarles qué querían, me soltó un piropo.
Ileana
sonríe, conmiserativa, a su compañera de trabajo y de piso. Pero no comparte su
optimismo, tiene pinta de ser de la clase de hombres de hola y adiós. Claro que
su amiga también es blanco fácil de esa clase de hombres, canallas,
presuntuosos envueltos en la golosina del
poder adquisitivo. Con el rabillo del ojo, sin embargo, ha estado
observando a Martín, le ve hablando con los otros dos. Se pregunta qué tiene
que ver con el joven de la coleta que quiere ligar con Marifé, y con el hombre
mayor y distinguido al que recuerda haber visto en alguna ocasión en el pasado.
―¿Los
señores van a comer?―pregunta Marifé.
―¿Cuál
era tu nombre, bonita?―finge olvido Asier.
―Marifé.
―¡Qué
cabeza la mía! Bien, Marifé, por supuesto que vamos a comer pero como quiero
agasajar aquí a este hombre ―y señala a Martín con las palmas vueltas hacia
arriba―, te ruego que seas tú la que nos recomiendes lo mejor de lo mejor,
porque se ve que eres una gran profesional y, de seguro, estamos en buenas
manos ―ahora las palmas apuntan hacia ella.
―Gracias,
señor, les recomiendo el menú de degustación.
―Sea
pues.
―¿El
vino, el mismo?
Consulta
a los otros que no objetan nada.
―Sí,
otra botella ―la mirada ha vuelto, las manos seguían tendidas hacia ella.
Sus
ojos verdosos cabrillean al hablar, el apunte de una sonrisa al lado de la boca,
el tono seguro que pretende ser grandilocuente. De vendedor, de embaucador,
advierte sin embargo Martín. «Nos está tratando embaucar a los dos, piensa, a
mí hacerme la cama; a ella llevársela a la cama». Pero a Marifé le gustan esa
clase de hombres prepotentes, con dinero, y correr ese tipo de riesgos. Y le
gusta aún más la idea de atraer a otro hombre delante las propias narices de
quien hizo caso omiso de ella cuando en el pasado le mostró interés. En otras
circunstancias Martín le habría dedicado más atención a las sonrisas de la
joven camarera de falda estrecha y piernas razonables, cuando se acercaba,
bandeja en mano, preguntándole qué deseaba u ofreciéndole otro café al
enfriársele el anterior, apenas tocado, en la mesa, sin duda sensible a su
aspecto de misántropo: descoloridos pantalones tejanos y playeros, y una
cazadora de cuero. A Martín le gustaba
mucho aquella cazadora; tal vez porque al llevarla se sentía vinculado de
alguna manera a Madrid y a un pasado perdido, sobre todo cuando al caer la
tarde paseaba por las calles del casco antiguo que se parecían tanto al Madrid
de los Austrias, y se veía soñando con tiempos en que aún era policía y vivía
los peores cinco minutos de la gente, y existían peligros de los que todo el
mundo escapaba y hacia los que él corría y sumaba amaneceres despierto
sintiendo, al finalizar, esa imponderable satisfacción del deber cumplido. Un
tiempo virginal en que aún nada sabía de suspensiones de empleo y sueldo por
hacer justicia en vez de aplicar la justicia. Era una cazadora hecha a medida,
por un peletero de la plaza de Cascorro, diecisiete años atrás, al ascender a
inspector de segunda; y con ella investigó todo el tiempo que estuvo en la
Brigada de Sol, usándola en los fríos inviernos con un jersey debajo, o en
primavera y otoño con una camiseta, hasta que cometió la estupidez de partirle
la cara a un chulo que había rajado la cara de una de sus prostitutas,
desfigurándola, y tuvo la desfachatez de pavonearse de ello y jurar que lo
volvería a hacer, cuando Martín y su compañero lo localizaron, en la pensión en
la que se ocultaba, y volviera a bajar las escaleras que acababa de subir antes
de ser sorprendido, esta vez de culo y sin frenos. Penalmente quedó en nada ―el
juez fue indulgente, habida cuenta de que el elemento no pudo presentarse al
juicio porque otro rival del gremio, le había hecho dos ombligos nuevos con una
9 milímetros―, pero disciplinariamente no se libró. Cuando se reincorporó tras
un mes de suspensión, lo destinaron al único sitio donde no podría volver a
repetir su acción justiciera: la inspección de guardia de una comisaría de
distrito. Para los restos. Esa fue su etapa de bohemio. Quedaba muy lejos
Madrid, la vieja comisaría, la inspección de guardia. «Los restos de aquella
vida, a excepción de la cazadora, quedaban muy lejos de aquella mesa», solía
decirse, nostálgico. Sin embargo, en las actuales circunstancias, habiéndose
convertido en un escritor que baja por el despeñadero de los cuarenta y pico
abriles con cierto gusto por aislarse para crear, en la actual etapa de
misántropo, una mujer así no le interesaba lo más mínimo, y ninguna vez la
coquetería de la joven camarera fue recompensada o correspondida en forma
alguna. Martín, contra todo pronóstico, mostraría interés únicamente por
Ileana: una chica del este. Su origen foráneo, su acento, venir del otro lado
del Telón de Acero, sí le eran interesantes.
―¿Negocios?
―pregunta indiferente, anotando el pedido.
―Por
supuesto, Marifé.
―Este
es buen lugar para ellos ―dando un golpecito con el lápiz en el bloc y
cerrándolo de golpe, con un giro de muñeca.
Comen.
Negocian. David Abellán ha empezado hablando un poco del estado actual de la
narrativa y luego ha intentado pasar al estado del mercado. Pero Asier le ha
cortado, y ha monopolizado la conversación todo el rato. Trata de dejar claro
que es él quien lleva la voz cantante y que va al grano. El asunto que los ha
traído es el de la imagen, ha estado diciendo. Hay que potenciar la imagen de Martín,
que su foto salga por todas partes, hasta en la sopa, hacerlo famoso, que
aparezca tanto en los hogares que su rostro llegue a ser un rostro familiar.
Martín
va contestando sereno, grave en ocasiones. En su voz hay una inflexión que
parece sugerir que no baja la guardia. Las camareras están ajetreadas, van y
vienen de la cocina, ocupadas sirviendo platos a las mesas del comedor que a
esta hora se ha llenado de comensales, y Juanito ha ocupado su puesto tras la
barra, donde los obreros de una construcción próxima toman el café. Asier tiene enfrente a Martín, y David está sentado
a su izquierda; cara a cara con el impenetrable y siempre estoico Martín. Sin
embargo, no sostiene la mirada todo el tiempo, de vez en cuando sus ojos se
distraen y estudian a Marifé. La serenidad de Martín lo está dejando confuso.
Se pensaba que era pan comido el hacerlo firmar y que con su labia lo iba a
camelar convenciéndolo de ceder sus derechos de explotación de imagen. No
traga. No es estúpido. Ni iluso, conoce el terreno dónde pisa.
―Joder,
ni que fuera un futbolista ―le ha respondido.
―Tienes
cara de buen tío. La clase de cara que tienen los amigos que siempre quisimos
tener, los yernos que las suegras adoran, los hijos que vuelven por navidad. La
tienes, tío, solo se trata de explotar eso, tú imagen, sin menospreciar tu
rollo intelectual, lo que potenciaría ventas.
―¿Sabes
qué aspecto tenían Unamuno o Baroja?
―No.
¿Eran feos? ―el tenedor trinchado con una croqueta.
―Da
igual. Se los leía porque tenían algo que escribir y sabían cómo hacerlo, no
por su aspecto. Es más, Unamuno, al decir de Baroja, era un pretencioso y un
egocéntrico. Y hoy en día aún se los continúa leyendo. Siguen vendiendo después
de muertos. Eso es lo que cuenta, el legado.
―La
tele. Tienes que salir en la tele.
―Nadie
ve los programas culturales.
―Me
refiero a salir en esos magacines de por la mañana, en cuyas tertulias se habla
de todo un poco, y que tienen tanta audiencia.
Las
carcajadas de Martín se escucharon en todo el local. Luego mira a David y dice,
irónico, qué te parece. Tratan de convertir en un personaje a alguien que se
gana la vida, precisamente, creando personajes.
―Bueno,
la verdad es que sabes hablar. Tan mal no quedarías. Alguna aparición en la
tele, por ejemplo en este momento, cuando el libro está recién salido, sería
una muy buena publicidad ―trató de terciar David, rellenando de vino las copas.
―He
visto a otros. Y quedaron de pena —moviendo oscilante el dedo índice.
―La
culpa fue de la presentadora. No supo hacerles las preguntas oportunas.
―La
culpa fue del que tomó la decisión de ir. Allí no van para conocer al hombre
que habita tras las líneas, sino para cotillear sobre su vida sentimental y
descubrirle sus trapos sucios. Y buscando, y esa gente sabe buscar, todos
tenemos trapos sucios.
―Vamos,
no seas así, tampoco es eso ―reconvino Asier, tratando de retomar el monopolio
de la conversación que se le iba y pasándose la mano por el pelo.
―
¿Sabes, quién fue Gilgamés?
El otro negó con la cabeza. Y añadió: ni idea.
Un
rey sumerio, aclaró. Lo traspasó con los ojos y añadió: No sabes nada de
literatura. La Epopeya de Gilgamés: está considerada como la narración escrita
más antigua de la historia. No sabemos quién lo escribió ni el aspecto que
tenía aquel cabrón escriba, ni falta que hace, pero gracias a ello, a que le
dio por escribirlo en una tablilla de arcilla, sí sabemos quién fue aquel rey y
lo que hizo hace cuatro milenios en su reino, allá entre el Tigris y el
Éufrates. Y eso es lo que importa. El texto. No el fulano.
―No.
No sé nada de literatura, tienes razón. Pero sé de ventas. Y sé que quien no va
primero, como mucho va segundo. Y que tú, si no aceptas mi consejo, serás un
segundón. Malo para ti, malo para nosotros.
―Lo
que importa no son las ventas, ni con quién me acuesto o me levanto, sino los
lectores. Da igual que el libro lo compren un millón o un billón si no lo leen.
Lo que importa es que aunque sean diez los únicos que se acerquen a una
librería a comprarlo, mientras lo lean, mientras estén dispuestos a viajar por
sus líneas, a entender el mensaje añadiendo su propio punto y sabor, y a pasar
unas horas conectados con el autor, desentrañando lo que este pensaba y
despertando el pensamiento propio, habrá valido —dio un suspiro y cambió su
tono átono por otro más entusiasta—. Que se conviertan en espeleólogos que
viajen por una caverna cuyo final termine en ellos mismos. Ser una jodida
ordalía de plenitud vital en la mente de otros, cuando haga cien años que la
hayas palmado ya. Que los libros que firmaste
nunca envejezcan como tampoco dejen de crecer, libros por los que no pasen los
años. Solo habrá que leerlos, o volver a leerlos empezando, eso sí, por el
primer capítulo. Allí donde comienza su eternidad.
—¿Esto
es una clase magistral, profesor? —suelta Asier, ligeramente contrariado,
echando el vino restante en la copa de David Abellán.
—Pide
otra botella. La vas a necesitar —el rostro impenetrable.
No
había nada qué hacer. No tragó con lo de los derechos de imagen, ni tampoco con
reducir el porcentaje de beneficios por ventas: El siguiente punto de la
reunión. Asier trató de envolverlo con su maraña de términos económicos,
hablando siempre de estimación de ganancias en la península, arrojando cifras y
no porcentajes reales, sin mentarle la campaña del mercado hispanoamericano.
Astuto, Martín se había guardado el dato de cómo marchaban las ventas en
Hispanoamérica, que conocía por un librero de Madrid, amigo suyo y
coleccionista también de libros antiguos, Presidente de una asociación
internacional de libreros, en contacto directo con las estadísticas y los
rankings de las principales librerías del mundo, que le había puesto al
corriente, contento al descubrir que al «madero» le iban bien las cosas con su
última novela. Por tanto, lo único que le quedaba era conseguir la permanencia.
―Lo
único que te firmaré es, si mantienes las cláusulas actuales, dos novelas.
―Cinco
años.
―
Sin años.
―Cuatro,
y un compromiso de que tenemos prioridad en la negociación y la última palabra
de igualar siempre la oferta que te
hagan en la competencia, antes de irte con otra editorial.
―Redáctalo
así y te lo firmo hoy mismo, pero quiero un talón a cuenta de doscientas mil
pesetas, como señal de buena voluntad.
―¿Algo
más? ―sarcástico.
―Sí.
El talón necesito que me lo extiendas ahora mismo ―impasible.
―¿Ahora?
―Sí.
Asier,
resignado, buscó en el maletín que tenía en el suelo, apoyado junto a su
asiento, y sacó el talonario que depositó, ceremonioso, sobre la mesa y que
abrió. Apenas empezó a rellenarlo con una pluma Mont Blanc, levantó la cabeza y
preguntó:
―¿Nominativo?
―No.
Al portador.
¿Al
portador? Preguntaron extrañados, al unísono, David y Asier.
―Habéis
oído bien.
Encogiéndose
de hombros escribió: páguese al portador la cantidad de doscientas mil pesetas.
Rasgó la página, separándola del talonario, y, cogiendo el cheque con dos dedos
por una punta, se lo extendió a Martín que lo recogió, hizo un doblez por la
mitad y guardó en el bolsillo de la cazadora colgada atrás, en el respaldo.
―Bueno,
confío en tu palabra.
―Y
yo confío en que haya fondos.
Estrecharon
sus manos y las apretaron. Ninguno estaba satisfecho con el resultado, y Asier
menos que nadie, pero es lo que había. Le quedaba el recurso de la letra
pequeña, la que nadie lee jamás, en la que nadie repara, de tratar de colar a
la firma una cláusula apartada donde, de forma rebuscada, se dijera que en caso
de ser traducidas las obras a otros idiomas, los beneficios para el autor en
las ventas serían sólo del 5%. Eso bastaría.
Más
tarde cuando con la mirada ha visto a Marifé subirse al deportivo de Asier y
desaparecer, mirándose y riéndose muy acaramelados, y, prácticamente seguido, a
David Abellán alejarse en un taxi camino de casa, Martín vuelve adentro y busca
a Ileana a la que encuentra, el bolso colgando del brazo, la cara abatida por
el cansancio, la otra mano en alto, despidiéndose de Juanito, su jefe, y de los
cuatro clientes que aún quedan acodados en la barra. Al verlo se sorprendió y,
arqueando mucho las cejas sobre los dos ojos negros, ojos que eran dos puertos,
aguardando un horizonte de sueños en un silencio prolongado de su marino, abrió
la boca y dijo:
―¿Pero
no te habías ido?
Que
un hombre como él, tuviera el gesto de volver para despedirse o para contarle
lo que había estado negociando, la hacía sentir la mujer más interesante del
mundo.
―Una
última cosa. Se me olvidaba darte esto.
Martín
introduce la mano en el bolsillo y saca algo, media sonrisa apuntillada en la
boca.
Ileana
observa sin comprender el trozo de papel que le ha dado, desdoblándolo. Mira a
Martín y luego al cheque, lee, y nuevamente otra vez a Martín. Parpadea
incrédula diciendo la cantidad en voz baja. Blasfema en rumano.
―Ya
es hora de que empiecen a irte mejor las cosas.
―¡Pe-ro!
¿Por qué? ―tartamudea
Martín
le da un abrazo y ella le deja hacer. Dice:
―Porque
es lo más cerca que he estado nunca de una chica del Este.
Continuará...
©Humberto, 2013
©Humberto, 2013