Prefab Sprout – Devil Came a-Calling
La mascarada del siglo: El guardián de canciones celestiales
La difusión, o filtración, en la red de
un extraordinario disco inédito, viejo o próximo, de Paddy McAloon, alma de
Prefab Sprout, lanza luz de nuevo sobre este singular personaje, completamente
a contracorriente.
Una sección de CARLOS PÉREZ
DE ZIRIZA.
El mundo en el que vivimos cada
vez resulta más inabarcable para el consumidor de música popular. En él, lo que
hoy es noticia mañana es historia. Y en él nadie es capaz de entrever una
mínima puerta al inmenso campo por el que miles y miles de discos desparraman
sus supuestos encantos. Ante un panorama tan ilimitado como este, resulta mucho
más normal pecar de incontinencia que de prudencia. La socorrida autoedición y
las facilidades de producción no han hecho más que acelerar ese proceso, aunque
bien es cierto también que quienes no necesitan recurrir a ese “yo me lo guiso
yo me lo como” tampoco están libres de saltarse un listón cualitativo que rara
vez suelen aplicarse a sí mismos.
Aquello de dar con un
álbum redondo, canónico y compensado al milímetro, en el que nada sobre y todo
suene en su sitio exacto, cada vez se estila menos. Y hay auténticos
expertos en el arte de dar una de cal y otra de arena: así, a bote pronto,
Prince, Ryan Adams o Pete Doherty serían buenos ejemplos, cada uno desde sus respectivos
pedestales. Individuos prolíficos que se acercan a la genialidad muy
ocasionalmente (o que la frecuentaban habitualmente y ya rara vez la visitan),
que parecen incapacitados para disponer de una visión exterior que les aconseje
una criba de material propio.
Quizá por eso resulta aún más
chocante la actividad de otros músicos que, también dotados de un
talento mayúsculo, racionan muy espaciadamente sus entregas más o menos de
lustro en lustro o incluso acercándose a una cadencia que opera de década en
década. La mayor parte de ellos lo hacen porque eso es precisamente lo
que demanda su producción, su inspiración o su capricho, naturalmente pausadas.
Algunos de ellos no paran de trabajar, pero solo recuperan su marca cuando
sienten la necesidad de volver a despachar obras casi maestras (Portishead, My
Bloody Valentine). Pero también hay quien lo hace porque, pese a disponer de un
ingente material pendiente de edición, no ve la necesidad de compartirlo con el
mundo.
Uno de esos genios en la
sombra, discográficamente celosos de su obra, es Paddy McAloon [en la
foto], alma mater de Prefab Sprout. Un personaje al que solo por la absoluta
perfección pop de “Steve McQueen” (1985) o por el glorioso y grandilocuente
barroquismo de “Jordan: The comeback” (1990) habría que tener en los altares de
la música popular más distinguida, sensible e imaginativa que se ha facturado
en el Reino Unido en las últimas tres décadas. Su voz tiene esa clase de
registro del que uno siempre piensa que le bastaría enunciar el listín
telefónico o la lista de la compra para hacerle rebosar el lagrimal al más
pintado. El susurro hecho arte. Su capacidad para los arreglos exquisitos
siempre ha sido desbordante. Su pericia para dar con melodías imperecederas
está tan fuera de discusión que nunca ha quedado más remedio que calificar su
propuesta de atemporal, pese a ese brillo algo sintético que hace de aquellas
lejanas producciones de Thomas Dolby algo muy propio de los ochenta, incluso
con recientes masterizaciones de por medio (no tan coyuntural resultó el
trabajo de Tony Visconti años más tarde). Como todos los grandes, y
quién sabe si hoy en día bastarían los dedos de ambas manos para enumerarlos,
él también es alguien capaz de crear un universo sonoro con idiosincrasia
propia a su alrededor. Abrevando en la era de los grandes musicales de
Hollywood, el Brill Building, la bossa nova, el rock and roll primigenio (y los
mitos populares norteamericanos a él asociados) o los albores del indie
británico. Y siempre con el valor añadido de la (per)durabilidad, por cuanto su
obra apenas sufre desgaste, independientemente del momento y de las veces que
uno se sumerja en ella. Un sonido, un lugar imaginario en el que muchos se
quedarían a vivir encantados, si es que algo así fuera alguna vez posible.
Pero resulta que el de Durham
no solo no da el perfil de estrella que hoy en día se tercia para medrar en los
medios, ni en los convencionales ni en los virales. Es más, diríase que más
bien habita en las antípodas. A sus 56 años ha logrado que su poblada barba
haya alcanzado últimamente proporciones bíblicas (por aquello de Moisés),
otorgándole un aspecto de venerable Santa Claus. Frecuenta una vida sedentaria
y completamente alejada de los focos, concediendo escasísimas entrevistas,
totalmente alejado del mundo del show business. Por si fuera poco, en un
momento en el que parece que quien no se embarca en una gira prácticamente no
existe, resulta que los escenarios le están casi vedados: una enfermedad
degenerativa en los ojos afectó a su retina y mermó considerablemente su visión
hace algo más de una década, y la cosa terminó por complicarse aún más cuando
en 2006 se le diagnosticó la enfermedad de Ménière, que disminuyó parcial pero
seriamente su capacidad auditiva. Todo eso prácticamente le imposibilita para
el trabajo coordinado que siempre conlleva una gira con banda. Por eso, ausente
de los escenarios desde 2001, lo más parecido a un concierto suyo que hoy en
día puede se puede disfrutar es la extraordinaria recreación en acústico del
álbum “Steve McQueen”, grabada en 2007 y registrada como disco apéndice en la
reedición que aquel año sacó al mercado Sony/BMG a través de su subsidiaria
Legacy. Tampoco le ayudó nunca a incrementar su penetración popular el hecho de
que su tema más conocido sea tan escasamente representativo, por liviano e
intrascendente, aquel ‘The king of rock’n’roll’ (con su naïf videoclip) que es
como su ‘Shiny happy people’ particular, esa canción que R.E.M. siempre se
niegan a recuperar en directo por considerarla poco más que un divertimento
circunstancial.
El caso es que, sabiendo como
sabemos que nuestro hombre alberga en sus registros caseros al menos
tres o cuatro álbumes conceptuales cuyo contenido aún no ha trascendido;
sabiendo como sabemos que su último álbum de estudio (“Let’s change the world
with music”, publicado en 2009) realmente es una colección de canciones que
data de 1992, entonces rechazada por su discográfica y extrañamente condenada a
permanecer en silencio durante diecisiete años (jugada similar a la sufrida en
los ochenta por el álbum “Protest songs”); sabiendo como sabemos que circulan
desde hace unos años recopilaciones de muy limitado acceso pero gran demanda
con todas las caras B de sus singles, en las que Prefab Sprout no han tenido
oficialmente nada que ver; sabiendo como sabemos todo eso y más, hace apenas
tres semanas se filtra por la red un nuevo álbum inédito al completo, del que
no queda aún claro si se trata de una grabación registrada en 2004-2005 o es un
disco más reciente de inminente edición, cuyo contenido ha sido desvelado por
algún alma sin escrúpulos que ha tenido acceso a sus sesiones. Sea como fuere,
“The devil came a-calling”, que así se llama el artefacto, tiene todas las
trazas de trabajo perfilado para ser un producto final, de esmerada factura y
secuenciación lógica.
Como ocurre con el 99,9% de los
mortales, es muy difícil que McAloon recupere en todos sus términos la cegadora
brillantez de la época en la que rozó el cielo, la de aquellos discos que
facturó entre 1985 y 1992. Pero tan cierto como eso es la evidencia de que
hubiera sido un auténtico crimen que las diez canciones que integran este
misterioso trabajo hubiesen permanecido en el anonimato. Entre ellas hay al
menos media docena de composiciones deliciosas, obras de orfebrería pop recién
salidas de esa dimensión paralela en la que su fértil talento parece habitar.
Desde el esbozo de hit que es ‘The best jewel thief in the world’ hasta la
estándar ‘The songs of Danny Galway’, pasando por maravillas de pop adulto
(pero en absoluto senil) como ‘Mysterious’, ‘The dreamer’ o ‘The list of
impossible things’. Y todas juntas vuelven a redondear la certeza de que el
mundo sería un lugar mucho más gris, más mundano y más mísero sin sus
celestiales canciones. Las ya publicadas y esas (muchas) que con tanto celo va
acumulando, y de las que solo disfrutamos con cuentagotas.
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