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miércoles, 31 de julio de 2013

EL FARO XIII







DECIMOTERCERA PARTE
-XXIX-

David Abellán se consideraba el último de los editores. A un año y pico de jubilarse, llevaba publicando libros más de treinta años, cosechando a partes iguales triunfos y fracasos. Sentía que el mundo de las editoriales tal y como lo había conocido cambiaba. No sólo eso, se moría. Creía pertenecer a una rara estirpe de editores independientes, cultos, ilustrados, que amaban la literatura por la literatura misma, de los que leen, y sobre todo a quienes publican, y que como principal misión tienen la de descubrir nuevos talentos y darlos a conocer sin, en principio, importar el asunto de que fuera rentable. Así, hace ocho años, había decido publicar a Martín tras leer un manuscrito suyo inédito que le llegó por correo, titulado: De los Amores Que Nunca fueron. Le gustó tanto que lo leyó dos veces, nadie había escrito así antes, nadie escribía así; resultó que era de un tipo que vivía allí mismo, en la ciudad, y que devolvió firmado por correo el contrato que le había remitido a la dirección que figuraba al dorso del sobre. Desafortunadamente la editorial Alfaomega que había fundado en los setenta, y que contaba entre sus firmas con algunos de los principales escritores de esa década y de la siguiente, los ochenta, empezó a dar pérdidas, ejercicio año noventa y uno, en un país en el que hay que pagar impuestos independientemente de que obtengas beneficios; donde apenas se lee, y casi todos los libros que se compran se venden por ser anunciados en televisión, lo cual es carísimo para los pequeños; los grandes parecen en cambio campar a sus anchas; y como única salvación, para no despedir a sus fieles empleados —una veintena de personas con las que había empezado y que eran como de la familia— y que estos que no se quedaran en la calle, consintió en que fuera absorbida por una multinacional, con sede en Madrid. Antes de eso creó una revista dominical que se distribuyó como suplemento en varios periódicos regionales, y se pasó al libro de bolsillo y a las guías de viajes, pero fue en vano. Quebraba igualmente por la nula fiscalidad y el alto coste de la impresión. Ahora, ocupa un puesto ejecutivo, acude de lunes a viernes por las mañanas a lo que fueran las oficinas de Alfaomega, y que actualmente son la delegación para todo el norte, y supervisa la marcha de la imprenta y del almacén, que se encuentran en la parte baja de la nave. Dirige la revista de la que es redactor jefe, la cual se distribuye ahora ampliada a más diarios, entre ellos dos de tirada nacional propiedad del grupo empresarial, y visita, y ésta es la parte que más le gusta, a los escritores de la casa, firmando nuevos contratos, jaleándolos para que terminen y entreguen a tiempo según se acerque la campaña de Navidad, la feria del libro, los premios tales o los certámenes cuales, y esas cosas; en realidad es mera figura decorativa ya, si algo sabe David del mundillo empresarial es de eso, y espera a jubilarse para dedicarse a la vida contemplativa y segura, exenta e responsabilidades, y a, quién sabe, tal vez escribir sus memorias: vida del último de los editores, o tal vez un manual: teoría general de la novela fenecida, pero, sobre todo, a tratar de que los cuatro o cinco escritores que aún permanecen junto a él, o por él, no se vayan antes de que cumpla la edad.

Cada quince días suele telefonear a Martín, desde que lo conociera personalmente, la mañana en que lo convocó para la revisión del libro antes de maquetar, hace ocho años, y descubriese que era profesor y que tenía el hermoso cometido de enseñar literatura en un colegio a los mocosos, que había hecho, simultaneándolos con su trabajo en la policía, labores de corrector y que tenía, como él mismo, amplia formación clásica, ha sido así, y se tira charlando al teléfono unos veinte minutos del proceso creativo, del estilo, eso que maldita sea nadie aprecia ya, de la exactitud de las palabras, del fiel reflejo del pensamiento, y de cómo va lo que esté haciendo, y en alguna ocasión comen juntos. Puede decirse que es una relación de amistad antes que profesional. Al principio David elegía los lugares (restaurantes caros, todos ellos), pero desde hace año y medio, suelen hacerlo en Casa Juanito, una taberna que se ha convertido, no sabría decir porqué, en la oficina de Martín. Se siente muy a gusto conversando con alguien al que considera uno de los últimos escritores puros. De los que son capaces de emprender cada día un viaje hacia lo desconocido y pintar mundos enteros para el lector, no obstante estar sentados en una habitación, confinados, sin moverse, todo con la imaginación y el talento. Son dos estirpes las suyas en extinción. Con Martín se cumplió, como con ningún otro, su viejo sueño de llegar a descubrir a un absoluto desconocido que llegara a ser un autor genial. Las cuatro novelas han sido hasta ahora lo mejor que ha publicado y no sólo eso, además se han vendido muy bien. Razonablemente muy bien. La siguiente más que la anterior. Un éxito de una independiente. El potencial de Martín para escribir literatura vendible y rentable fue uno de los principales motivos para que la multinacional los absorbiera. En términos económicos: un activo de la empresa. Ahora los de Madrid quieren que lo persuada para firmar un nuevo contrato que les daría derecho a explotar su imagen. Están convencidos de que para vender han de aprovechar el atractivo de Martín y sacarlo mucho en la televisión hasta crear un personaje famoso y han enviado a uno de sus mejores agentes para ello.

―No vas a lograrlo ―le está diciendo David a Asier Echebesti White―. Martín no entrará por el aro, los de Madrid no conocen a los autores como los conozco yo, quizá porque no los leen, quizá porque para ellos no existe la literatura, sólo números.

Asier sonríe de medio lado, seguro de lo que va a decir, girando entre sus dedos una copa de un Ribera del Duero, gran reserva, que ha ordenado abrir para él solo, y que le ha servido Marifé a quien éste, acto seguido preguntarle su nombre, ha dedicado un piropo.

―Todo son números. Esto es una industria como otra cualquiera: producción, promoción y venta ―conviene.

―Los libros se elaboran como un reloj, pero han de venderse como salchichones ―reconviene el otro.

―El mismo salchichón se puede vender con la publicidad adecuada, diez veces más. Inclusive si es una mierda de salchichón.

―De todos modos a Martín no le gusta la fama. Él es de otra pasta. Ya lo comprobarás.

Ha mirado el reloj, faltan veinte minutos para la hora. Prefirió venir un poco antes para hablar primero con el joven aunque sobradamente preparado ejecutivo de Madrid.

―A todos les gusta el dinero. Es cuestión de negociar su precio.

Asier Echesbeti moduló una sonrisita estoica. Era rubio, con mentón prominente. Ojos verdes. El pelo largo recogido en una coleta. Impecablemente vestido, llevaba siempre ropa de marca y zapatos ingleses hechos a medida. Padre vasco y madre inglesa, había estudiado Marketing Empresarial en una universidad privada de Estados Unidos y realizado un máster de Economía en la prestigiosa Cambridge. Era todo un triunfador a sus treinta y un años. Deportivo aparcado a la puerta, apartamento en la Castellana de Madrid, otro arrendado en Miami (donde la multinacional tenía una sede que dirigía el mercado hispanoamericano y las respectivas delegaciones). No había leído un solo libro de literatura en su vida, estaba en el negocio de la edición como podía haberlo estado en cualquier otro que diera dinero. El dinero, los coches y las mujeres eran sus tres únicas pasiones. 

―Lo más importante para un editor es el autor —dejando David la copa vacía sobre la mesa, tras rematarla de un gran sorbo, el tono profesoral.

―No. Lo único verdaderamente importante son las ventas. Lo del buen paño bajo el arca se vende, ya no sirve. Ahora todo se reduce a la publicidad. Y haré de Martín un escritor famoso que venda, aunque no escriba nada.

David Abellán se rio por dentro del optimismo de su contertulio. Sabrás todo lo que hay que saber del negocio, pensó, pero yo lo sé casi todo de todos, y Martín no tragará.

―Martín al principio colaboró. Se dejó asesorar e hizo cuanto le dijimos. Acudió a televisión para hablar de su libros, se trataba de un programa cultural ―aclara―, a presentaciones, a coloquios académicos y a los certámenes literarios a los que lo invitaron, pero de tres años para acá declina ir a ninguno y prefiere estar aislado, en su casa. Son sus condiciones y yo le entiendo. Es un creador, no quiere saber nada de saraos ni de tener vida social. De hecho, ¡ya ves dónde nos cita!

David hizo un gesto abriendo las manos, abarcando el local donde estaban.

―Ya. Pudiendo ir a cualquier otro ―confirmó con fastidio, Asier―, de tantos restaurantes buenos como hay, nos trae a este antro. Es una falta de respeto. Otro en su lugar, pagando la empresa, nos hubiera metido el clavazo. El clavazo del siglo.

Se produce un silencio y es entonces cuando pueden escuchar, durante un breve espacio de tiempo, la conversación que las dos camareras sostienen con un hombre mayor y con el dueño del bar, el tal Juanito. Al parecer un vecino le dio un puñetazo ayer al exmarido de una de ellas cuando la estaba maltratando y, con solo uno, bastó, qué pedazo de hostia, lo «acojonó» lo suficiente para que saliera por patas y no volviera.  El viejito está dramatizando e imitando con su cuerpo, cual mimo, el modo en que el vecino golpea, ha puesto pose de boxeador, y al punto, cambiando de posición y asumiendo otro papel, la forma en que el ex vuela por los aires, se da en la cabeza contra una banqueta y cae al suelo. Todos ríen cuando en su gráfico estilo, el viejito hace como que se levantara viendo estrellas, y el suelo bajo sus pies se moviera, y agarrándose la cabeza con ambas manos comprobara que estuviera en su sitio o que no fuera a desprendérsele de un momento a otro.

Asier, que no ha prestado atención a lo que hablaban, ha levantado la copa y hecho un brindis a la camarera, la asturiana del culo prieto y prometedor, a quien ha piropeado antes, cuando le escanciaba el vino. Ha valido la pena conocer este sitio, tengo que venir más por aquí, fue lo que le dijo. Marifé miró primero sus ojos que decían: interés, y, después, al Rolex de oro de su muñeca, que decía: más interesante todavía. Un año o año y medio de sueldo, calculó costaba un peluco de  esos. Al final contestó: estoy siempre de mañanas, o lo que es lo mismo que tenía las tardes libres. Y cuando ya se retiraba se volvió a mirar de soslayo, girando solo un poco el cuello, mientras se acomodaba el pelo y hacía cimbrear las caderas. Ahora, la otra le devuelve el gesto con una inclinación de cerviz, dejando de reír y sonriendo levemente, con cierto punto de malicia. Está claro que al salir la esperará y querrá quedar. Es probable, piensa, que el Alfa Romeo GTV de color granate que hay estacionado afuera, sea propiedad de un tipo que gasta un reloj así.

―Bueno, eso es cosa tuya, yo me lavo las manos en este asunto ―prosigue David Abellán.

Asier no le da importancia a lo que le ha dicho y asiente al viejo editor sin apartar la vista de Marifé. Sólo conoció a Martín en una ocasión, en Madrid, cuando le entregaron el premio Ignotus. Y no era momento de proponerle nada. Ahora lo es. Su libro está conquistando el mercado americano. Principalmente en países como Méjico, Venezuela y Chile. Lo cual significa que Martín va a ganar más y la empresa, porcentualmente, menos. Los derechos de imagen y una reducción en el porcentaje de los royalties de ventas, actualmente fijados en el 30 %,  que espera dejar en 25 %, o menos, son el objetivo que persigue. Así como cinco años más de permanencia y el compromiso de dos novelas, quizá tres. Es hora de exprimir a la gallina de los huevos de oro en la que se va a convertir porque él mismo se va a encargar de crear, dándole un empujón a su imagen. Si no lo hace ahora cuando aún son inocentes, no lo hará nunca, pues una vez la cosa marcha y corre el dinero todos se vuelven avariciosos y se hacen con un abogado, y entonces no hay modo ni manera de firmar un contrato así de ventajoso para la empresa y para él, ni de llevarse, por tanto, su comisión, que ronda el 45%.  Cuanto más rebaje los beneficios de los autores más cobra.

―Todos tenemos nuestro precio ―sentencia.

En ese momento, puntual, cuando faltan dos minutos para las dos y media, entra Martín, los saluda con la mano, el aire impasible, indicando: tan solo un minuto, y se va hacia el mostrador, donde tras la barra están las dos camareras, saluda a la extrajera mientras el viejito y el dueño del bar le dan palmadas y alaban lo que hizo ayer. También saluda a la otra camarera, a Marifé, quien parece disgustada con él. Asier lo ha seguido con la mirada y ha visto la reacción de la mujer. Está acostumbrado a ver ese tipo de cosas en los bares que frecuenta: está desengañada con Martín porque éste prefiere a la extranjera; ¡tanto mejor!, él será la mora verde que quite la mancha de la primera mora. David, por su parte, se ha fijado en que la extranjera se ha dirigido a él con un alarmante gesto de admiración en la mirada y una familiaridad propia de las novias de los marineros en los puertos, y, pronto deduce, que Martín era el tipo de quien hablaban antes, el «vecino» que zurró al ex. Qué extraña mezcla de hombre, dice para sus adentros. Alguien capaz de traducir a Virgilio, o de escribir sobre Dante o sobre la generación del 98, dándose de hostias en una taberna. Supongo que le queda mucho del policía que fue, y, a su pesar, la nobleza obliga.

Cuando Martín se sienta a la mesa que ocupa el tipo que no le quita el ojo de encima,  Marifé le dice al oído a Ileana:

―¿Te has fijado? Al principio eran miradas furtivas ―confidencial, la mano delante los labios para no ser escuchada por el cartero ni por Juanito, el dueño―, pero después empezó a mirarme fijamente, en plan descarado. Y se la devolví. Los dos empezamos a mirarnos fijamente. Llegó un momento en que ninguno de los dos podíamos apartar la mirada el uno del otro: es como si hubiese sido un flechazo. Luego, cuando fui a preguntarles qué querían, me soltó un piropo.

Ileana sonríe, conmiserativa, a su compañera de trabajo y de piso. Pero no comparte su optimismo, tiene pinta de ser de la clase de hombres de hola y adiós. Claro que su amiga también es blanco fácil de esa clase de hombres, canallas, presuntuosos envueltos en la golosina del  poder adquisitivo. Con el rabillo del ojo, sin embargo, ha estado observando a Martín, le ve hablando con los otros dos. Se pregunta qué tiene que ver con el joven de la coleta que quiere ligar con Marifé, y con el hombre mayor y distinguido al que recuerda haber visto en alguna ocasión en el pasado.

―¿Los señores van a comer?―pregunta Marifé.

―¿Cuál era tu nombre, bonita?―finge olvido Asier.

―Marifé.

―¡Qué cabeza la mía! Bien, Marifé, por supuesto que vamos a comer pero como quiero agasajar aquí a este hombre ―y señala a Martín con las palmas vueltas hacia arriba―, te ruego que seas tú la que nos recomiendes lo mejor de lo mejor, porque se ve que eres una gran profesional y, de seguro, estamos en buenas manos ―ahora las palmas apuntan hacia ella.

―Gracias, señor, les recomiendo el menú de degustación.

―Sea pues.

―¿El vino, el mismo?

Consulta a los otros que no objetan nada.

―Sí, otra botella ―la mirada ha vuelto, las manos seguían tendidas hacia ella.

Sus ojos verdosos cabrillean al hablar, el apunte de una sonrisa al lado de la boca, el tono seguro que pretende ser grandilocuente. De vendedor, de embaucador, advierte sin embargo Martín. «Nos está tratando embaucar a los dos, piensa, a mí hacerme la cama; a ella llevársela a la cama». Pero a Marifé le gustan esa clase de hombres prepotentes, con dinero, y correr ese tipo de riesgos. Y le gusta aún más la idea de atraer a otro hombre delante las propias narices de quien hizo caso omiso de ella cuando en el pasado le mostró interés. En otras circunstancias Martín le habría dedicado más atención a las sonrisas de la joven camarera de falda estrecha y piernas razonables, cuando se acercaba, bandeja en mano, preguntándole qué deseaba u ofreciéndole otro café al enfriársele el anterior, apenas tocado, en la mesa, sin duda sensible a su aspecto de misántropo: descoloridos pantalones tejanos y playeros, y una cazadora de cuero. A Martín  le gustaba mucho aquella cazadora; tal vez porque al llevarla se sentía vinculado de alguna manera a Madrid y a un pasado perdido, sobre todo cuando al caer la tarde paseaba por las calles del casco antiguo que se parecían tanto al Madrid de los Austrias, y se veía soñando con tiempos en que aún era policía y vivía los peores cinco minutos de la gente, y existían peligros de los que todo el mundo escapaba y hacia los que él corría y sumaba amaneceres despierto sintiendo, al finalizar, esa imponderable satisfacción del deber cumplido. Un tiempo virginal en que aún nada sabía de suspensiones de empleo y sueldo por hacer justicia en vez de aplicar la justicia. Era una cazadora hecha a medida, por un peletero de la plaza de Cascorro, diecisiete años atrás, al ascender a inspector de segunda; y con ella investigó todo el tiempo que estuvo en la Brigada de Sol, usándola en los fríos inviernos con un jersey debajo, o en primavera y otoño con una camiseta, hasta que cometió la estupidez de partirle la cara a un chulo que había rajado la cara de una de sus prostitutas, desfigurándola, y tuvo la desfachatez de pavonearse de ello y jurar que lo volvería a hacer, cuando Martín y su compañero lo localizaron, en la pensión en la que se ocultaba, y volviera a bajar las escaleras que acababa de subir antes de ser sorprendido, esta vez de culo y sin frenos. Penalmente quedó en nada ―el juez fue indulgente, habida cuenta de que el elemento no pudo presentarse al juicio porque otro rival del gremio, le había hecho dos ombligos nuevos con una 9 milímetros―, pero disciplinariamente no se libró. Cuando se reincorporó tras un mes de suspensión, lo destinaron al único sitio donde no podría volver a repetir su acción justiciera: la inspección de guardia de una comisaría de distrito. Para los restos. Esa fue su etapa de bohemio. Quedaba muy lejos Madrid, la vieja comisaría, la inspección de guardia. «Los restos de aquella vida, a excepción de la cazadora, quedaban muy lejos de aquella mesa», solía decirse, nostálgico. Sin embargo, en las actuales circunstancias, habiéndose convertido en un escritor que baja por el despeñadero de los cuarenta y pico abriles con cierto gusto por aislarse para crear, en la actual etapa de misántropo, una mujer así no le interesaba lo más mínimo, y ninguna vez la coquetería de la joven camarera fue recompensada o correspondida en forma alguna. Martín, contra todo pronóstico, mostraría interés únicamente por Ileana: una chica del este. Su origen foráneo, su acento, venir del otro lado del Telón de Acero, sí le eran interesantes.

―¿Negocios? ―pregunta indiferente, anotando el pedido.

―Por supuesto, Marifé.

―Este es buen lugar para ellos ―dando un golpecito con el lápiz en el bloc y cerrándolo de golpe, con un giro de muñeca.

Comen. Negocian. David Abellán ha empezado hablando un poco del estado actual de la narrativa y luego ha intentado pasar al estado del mercado. Pero Asier le ha cortado, y ha monopolizado la conversación todo el rato. Trata de dejar claro que es él quien lleva la voz cantante y que va al grano. El asunto que los ha traído es el de la imagen, ha estado diciendo. Hay que potenciar la imagen de Martín, que su foto salga por todas partes, hasta en la sopa, hacerlo famoso, que aparezca tanto en los hogares que su rostro llegue a ser un rostro familiar.

Martín va contestando sereno, grave en ocasiones. En su voz hay una inflexión que parece sugerir que no baja la guardia. Las camareras están ajetreadas, van y vienen de la cocina, ocupadas sirviendo platos a las mesas del comedor que a esta hora se ha llenado de comensales, y Juanito ha ocupado su puesto tras la barra, donde los obreros de una construcción próxima toman el café. Asier  tiene enfrente a Martín, y David está sentado a su izquierda; cara a cara con el impenetrable y siempre estoico Martín. Sin embargo, no sostiene la mirada todo el tiempo, de vez en cuando sus ojos se distraen y estudian a Marifé. La serenidad de Martín lo está dejando confuso. Se pensaba que era pan comido el hacerlo firmar y que con su labia lo iba a camelar convenciéndolo de ceder sus derechos de explotación de imagen. No traga. No es estúpido. Ni iluso, conoce el terreno dónde pisa.

―Joder, ni que fuera un futbolista ―le ha respondido.

―Tienes cara de buen tío. La clase de cara que tienen los amigos que siempre quisimos tener, los yernos que las suegras adoran, los hijos que vuelven por navidad. La tienes, tío, solo se trata de explotar eso, tú imagen, sin menospreciar tu rollo intelectual, lo que potenciaría ventas.

―¿Sabes qué aspecto tenían Unamuno o Baroja?

―No. ¿Eran feos? ―el tenedor trinchado con una croqueta.

―Da igual. Se los leía porque tenían algo que escribir y sabían cómo hacerlo, no por su aspecto. Es más, Unamuno, al decir de Baroja, era un pretencioso y un egocéntrico. Y hoy en día aún se los continúa leyendo. Siguen vendiendo después de muertos. Eso es lo que cuenta, el legado.

―La tele. Tienes que salir en la tele.

―Nadie ve los programas culturales.

―Me refiero a salir en esos magacines de por la mañana, en cuyas tertulias se habla de todo un poco, y que tienen tanta audiencia.

Las carcajadas de Martín se escucharon en todo el local. Luego mira a David y dice, irónico, qué te parece. Tratan de convertir en un personaje a alguien que se gana la vida, precisamente, creando personajes.

―Bueno, la verdad es que sabes hablar. Tan mal no quedarías. Alguna aparición en la tele, por ejemplo en este momento, cuando el libro está recién salido, sería una muy buena publicidad ―trató de terciar David, rellenando de vino las copas.

―He visto a otros. Y quedaron de pena —moviendo oscilante el dedo índice.

―La culpa fue de la presentadora. No supo hacerles las preguntas oportunas.

―La culpa fue del que tomó la decisión de ir. Allí no van para conocer al hombre que habita tras las líneas, sino para cotillear sobre su vida sentimental y descubrirle sus trapos sucios. Y buscando, y esa gente sabe buscar, todos tenemos trapos sucios.

―Vamos, no seas así, tampoco es eso ―reconvino Asier, tratando de retomar el monopolio de la conversación que se le iba y pasándose la mano por el pelo.

― ¿Sabes, quién fue Gilgamés?

 El otro negó con la cabeza. Y añadió: ni idea.

Un rey sumerio, aclaró. Lo traspasó con los ojos y añadió: No sabes nada de literatura. La Epopeya de Gilgamés: está considerada como la narración escrita más antigua de la historia. No sabemos quién lo escribió ni el aspecto que tenía aquel cabrón escriba, ni falta que hace, pero gracias a ello, a que le dio por escribirlo en una tablilla de arcilla, sí sabemos quién fue aquel rey y lo que hizo hace cuatro milenios en su reino, allá entre el Tigris y el Éufrates. Y eso es lo que importa. El texto. No el fulano.

―No. No sé nada de literatura, tienes razón. Pero sé de ventas. Y sé que quien no va primero, como mucho va segundo. Y que tú, si no aceptas mi consejo, serás un segundón. Malo para ti, malo para nosotros.

―Lo que importa no son las ventas, ni con quién me acuesto o me levanto, sino los lectores. Da igual que el libro lo compren un millón o un billón si no lo leen. Lo que importa es que aunque sean diez los únicos que se acerquen a una librería a comprarlo, mientras lo lean, mientras estén dispuestos a viajar por sus líneas, a entender el mensaje añadiendo su propio punto y sabor, y a pasar unas horas conectados con el autor, desentrañando lo que este pensaba y despertando el pensamiento propio, habrá valido —dio un suspiro y cambió su tono átono por otro más entusiasta—. Que se conviertan en espeleólogos que viajen por una caverna cuyo final termine en ellos mismos. Ser una jodida ordalía de plenitud vital en la mente de otros, cuando haga cien años que la hayas palmado ya. Que los  libros que firmaste nunca envejezcan como tampoco dejen de crecer, libros por los que no pasen los años. Solo habrá que leerlos, o volver a leerlos empezando, eso sí, por el primer capítulo. Allí donde comienza su eternidad.

—¿Esto es una clase magistral, profesor? —suelta Asier, ligeramente contrariado, echando el vino restante en la copa de David Abellán.

—Pide otra botella. La vas a necesitar —el rostro impenetrable.

No había nada qué hacer. No tragó con lo de los derechos de imagen, ni tampoco con reducir el porcentaje de beneficios por ventas: El siguiente punto de la reunión. Asier trató de envolverlo con su maraña de términos económicos, hablando siempre de estimación de ganancias en la península, arrojando cifras y no porcentajes reales, sin mentarle la campaña del mercado hispanoamericano. Astuto, Martín se había guardado el dato de cómo marchaban las ventas en Hispanoamérica, que conocía por un librero de Madrid, amigo suyo y coleccionista también de libros antiguos, Presidente de una asociación internacional de libreros, en contacto directo con las estadísticas y los rankings de las principales librerías del mundo, que le había puesto al corriente, contento al descubrir que al «madero» le iban bien las cosas con su última novela. Por tanto, lo único que le quedaba era conseguir la permanencia.

―Lo único que te firmaré es, si mantienes las cláusulas actuales, dos novelas.

―Cinco años.

― Sin años.

―Cuatro, y un compromiso de que tenemos prioridad en la negociación y la última palabra de igualar siempre la oferta  que te hagan en la competencia, antes de irte con otra editorial.

―Redáctalo así y te lo firmo hoy mismo, pero quiero un talón a cuenta de doscientas mil pesetas, como señal de buena voluntad.

―¿Algo más? ―sarcástico.

―Sí. El talón necesito que me lo extiendas ahora mismo ―impasible.

―¿Ahora?

―Sí.

Asier, resignado, buscó en el maletín que tenía en el suelo, apoyado junto a su asiento, y sacó el talonario que depositó, ceremonioso, sobre la mesa y que abrió. Apenas empezó a rellenarlo con una pluma Mont Blanc, levantó la cabeza y preguntó:

―¿Nominativo?

―No. Al portador.

¿Al portador? Preguntaron extrañados, al unísono, David y Asier.

―Habéis oído bien.

Encogiéndose de hombros escribió: páguese al portador la cantidad de doscientas mil pesetas. Rasgó la página, separándola del talonario, y, cogiendo el cheque con dos dedos por una punta, se lo extendió a Martín que lo recogió, hizo un doblez por la mitad y guardó en el bolsillo de la cazadora colgada atrás, en el respaldo.

―Bueno, confío en tu palabra.

―Y yo confío en que haya fondos.

Estrecharon sus manos y las apretaron. Ninguno estaba satisfecho con el resultado, y Asier menos que nadie, pero es lo que había. Le quedaba el recurso de la letra pequeña, la que nadie lee jamás, en la que nadie repara, de tratar de colar a la firma una cláusula apartada donde, de forma rebuscada, se dijera que en caso de ser traducidas las obras a otros idiomas, los beneficios para el autor en las ventas serían sólo del 5%. Eso bastaría.

 

Más tarde cuando con la mirada ha visto a Marifé subirse al deportivo de Asier y desaparecer, mirándose y riéndose muy acaramelados, y, prácticamente seguido, a David Abellán alejarse en un taxi camino de casa, Martín vuelve adentro y busca a Ileana a la que encuentra, el bolso colgando del brazo, la cara abatida por el cansancio, la otra mano en alto, despidiéndose de Juanito, su jefe, y de los cuatro clientes que aún quedan acodados en la barra. Al verlo se sorprendió y, arqueando mucho las cejas sobre los dos ojos negros, ojos que eran dos puertos, aguardando un horizonte de sueños en un silencio prolongado de su marino, abrió la boca y dijo:

―¿Pero no te habías ido?

Que un hombre como él, tuviera el gesto de volver para despedirse o para contarle lo que había estado negociando, la hacía sentir la mujer más interesante del mundo.

―Una última cosa. Se me olvidaba darte esto.

Martín introduce la mano en el bolsillo y saca algo, media sonrisa apuntillada en la boca.

Ileana observa sin comprender el trozo de papel que le ha dado, desdoblándolo. Mira a Martín y luego al cheque, lee, y nuevamente otra vez a Martín. Parpadea incrédula diciendo la cantidad en voz baja. Blasfema en rumano.

―Ya es hora de que empiecen a irte mejor las cosas.

―¡Pe-ro! ¿Por qué? ―tartamudea

Martín le da un abrazo y ella le deja hacer. Dice:

―Porque es lo más cerca que he estado nunca de una chica del Este.
Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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