DUODÉCIMA PARTE
-XXVIII-
Al sentir el roce de la brisa en el cuello,
Martín dejó de teclear y levantó la cabeza. La ventana se había abierto detrás
de él y las dos hojas se balanceaban movidas por el empuje del viento. Trató de
correr la silla para evitar la corriente en el cogote, pero ya no pudo seguir
escribiendo: Había vuelto de su introspección a la realidad. Observó la taza
sobre su mesa, la misma que una hora antes había estado humeando, fría y a
medio terminar, el libro de Antología Poética abierto y vuelto sobre la mesa en
la última página leída, el bote cilíndrico de madera con lápices y bolígrafos,
y, por último, paseó satisfecho la mirada en todo lo que llevaba escrito en
aquellos días y que se había sumado a lo escrito en el faro, en su letra
manuscrita, de líneas compactas y menudas en el margen de los textos
mecanografiados, en el taco de folios que se apilaba a un extremo de la mesa,
junto a los varios rimeros que formaban los periódicos y los libros. Iba por la
mitad de la novela, doscientas páginas ya. Hacía años que no escribía con tanta
fluidez, sin apenas tener que corregir, con un ritmo que le recordaba a los
primeros tiempos, a cuando escribió de una sentada su trilogía, y pensaba que
todo era debido a su estancia vivificadora en el faro. Es más, le gustaba creer
que Erika le había devuelto la facultad creadora. «Hilvanada te llevo a la vida
por la levedad de un sueño largamente acariciado», había escrito no hacía ni
diez minutos, poniéndolo en boca de su protagonista: el viejo y enfermo actor,
cuando su adorable amante de leve cintura, empezaba a querer poner fin al
idilio para seguir su vida allí donde se había interrumpido cinco meses para
estar con él. Todo estaba igual que una hora antes, sin embargo ya no deseaba
seguir escribiendo. Posó los ojos en el último párrafo interrumpido, dijo:
—¿Qué
estaba yo escribiendo?...
Al
murmurar se tamborileaba la sien con la cabeza del portaminas, mientras su
mirada recorría las últimas líneas tecleadas tratando inútilmente de
restablecer la ilación de sus ideas plasmadas en el folio preso en la máquina
de escribir. Infructuoso. Ya estaba bien por hoy. Había dejado la otra vida, un
mundo sólo de él, que parecía latir en los renglones mecanografiados
ennegrecidos al margen por su escritura. A impulsos del deseo cabalgaba por
éstos, releyendo su pensamiento como si fuese de otro, encontrando una
deleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo con sus recuerdos,
fragmentados y puestos en desorden sobre sus personajes. No escribo más, volvió
a murmurar. De la calle llegaban, confundidos con voces de vecindario, los tañidos
de las campanas de la Caja de Ahorros anunciando la hora, que mitigaban los toques
del piano y los gemidos de los violines provenientes del aparato de alta
fidelidad, encendido en una esquina, que llevaba sonando bajito prácticamente
todo el día.
Se
levantó y apoyado en el alfeizar, la cabeza afuera, miró por la ventana. Hacía
calor a pesar de la brisa. En la acera opuesta los del bar han salido al fresco
de la tarde a jugar la partida sentándose en una de las tres mesas de la
terraza. Le gustaba contemplar la calle y escrutar los distintos matices que
ofrecían las fachadas de los edificios según la hora del día. Inusitadamente el
sol salió de una nube y reverberó sobre los cristales y sobre los tejados,
realzando su rojo, destacando sus texturas, mientas que el monte Naranco salió
de su tono azul oscuro cuando un rayo le tocó la cumbre que cambió por un
verdoso. Le había comprado aquel apartamento al venirse de Madrid, a otro
profesor jubilado. Setenta metros cuadrados, cocina y salón, dos habitaciones.
Una de las cuales, en la que estaba ahora, destinó a despacho. Hubo una tercera
que decidió eliminar y que unió al salón. Llevaba ocho años en él, conviviendo
con su colección de libros, casi todos viejos, la mayor parte pertenecían a la
biblioteca que heredó de su abuelo y la
otra a los que fue adquiriendo aquí y allá, a lo largo de su vida; sus elepés
de música, sus películas en VHS y sus recuerdos. Tenía, según decían las
amistades, un acogedor aire intelectual.
El resplandor iluminaba nubes grises corriendo
hacia el sudeste por el cielo que oscurecía, y supo que la temperatura iba a
bajar y que tal vez llovería aquella noche. Aún quedaban tres horas de luz.
Entró en el baño se acicaló un poco y cinco minutos después salió a la calle.
Estaba en el portal con las manos en los bolsillos en tanto decidía si tirar a
la izquierda o a la derecha; entre ir a ver a Ileana en casa Juanito, lo que
suponía una especie de reencuentro, o, como había hecho todos los otros días
desde que volviera (una semana), demorar la visita prometida y darse un paseo
hasta la plaza del mercado, husmear en las librerías de antiguo y en los
tenderetes, comprar algún libro rescatándolo del olvido, y, tras esto, tomarse un par de gintonics, o tal vez uno, caso de que estuviera muy cargado,
leyendo en una terraza de la plaza del ayuntamiento, con la última claridad de
la tarde. Hace tres días que se ha topado con Ana en un café de los de la
Avenida de Galicia, ella tiene una feliz relación con otro hombre ―un agente
inmobiliario divorciado de treinta y cinco años, alto y guapote, que en todo
momento miró a Martín sonriendo altanero―, lo que hace que Martín lamente un
poco no haber mantenido el contacto con ella desde la última vez que se
acostaron de tan volcado que estaba en la novela, no haberle devuelto alguna
que otra llamada de teléfono y haber dejado enfriarse tanto la relación, hasta
el punto de que haya terminado por congelarse del todo. «La alumna de la risa
luminosa», ha dicho sonriendo mientras ella le ponía al día de sus proyectos
académicos. Pero, ha sido sólo una momentánea punzada de nostalgia agridulce,
una vez se despide y se ha alejado, a los treinta metros, deja de sentir, ya
que en el fondo sabe que hizo lo correcto: agua que no has de beber, déjala
correr. Su risa no era lo suficiente como para que se sufriese por ella de
anhelo, en la forma en que, como en determinados momentos, le ocurre con Erika
Vargas, de la que no había vuelto a tener noticias, o con su sobrina María, a
quien, aunque desea mucho volver a ver, y tecleó por varias veces su número de
teléfono, que consiguió recurriendo a sus viejos amigos en la policía, desistió
colgando en el último momento. Temía cometer el error de iniciar lo que pondría
fin a su soledad de escritor sin ataduras que dispone del tiempo completo para
sentarse en la platea que forma su despacho, a contemplar el espectáculo de la
vida y escribir sobre él sin reclamos, sin horarios, sin la esclavitud de la
convivencia. Aunque vuelve a surgir, alternándose con el sentimiento hacia la
tía, el sentimiento hacia la sobrina, la correctora de pelo flamígero que no le
puso trabas en el faro y que le dejaba hacer sin estorbar, amándolo cuando él
la buscaba, no lo hará, no cometerá la torpeza de tentar al destino, si el
destino se sirve y dispone juntarlos que lo haga, él no lo hará.
Empezaba a haber algo de tráfico en la
calle, hasta donde alcanzaba la vista se simultaneaban los árboles y las
farolas. Lo pensó diez segundos más y, justo cuando el semáforo situado a su
derecha se puso en rojo para los peatones, decidió echar a la izquierda e ir a
Casa Juanito. Recorrió los escasos cinco metros que le separaban y al empujar
la puerta de vidrio un golpe de humo y de conversaciones le golpearon en la
cara.
Ileana está tras la barra del bar, con
la mirada perdida en el horizonte de aquel atardecer, mecánicamente sirviendo
vasos de vino o poniendo cañas, pasándole el trapo a las copas o introduciendo,
cuando se acumula, el menaje sucio en el lavavajillas. A los seis días de su
charla con Martín abandonó a su marido y se separó de él, y no lo ha vuelto
a ver. La idea le rondaba la cabeza
hacía tiempo y las palabras de Martín contribuyeron, pero aquella noche, al
llegar a casa, cansada después de muchas
horas de trabajo, terminó de decidirse cuando se encontró el siguiente
panorama: los niños abandonados, sucios, llorando porque tenían hambre y a él
tumbado como solía en el sofá mirando la tele y, como siempre, ebrio, diez
latas vacías de cerveza sobre la mesita. Estaría mejor sola que mal acompañada
con un hombre que, encima, no necesitaba ya para nada. Vago, al que no duraban
los trabajos, ni los buscaba y al que mantenía, violento y machista. Al
preguntarle que por qué razón no les había bañado ni dado de cenar, se rio y
encogió de hombros, indiferente, como si eso no fuera misión de hombres o como
si ver la tele fuera más importante que cuidarlos, y por toda respuesta le
anunció que no había dinero, que el poco que ella llevaba a casa, el que
descontado el alquiler era para comer, se lo había gastado en aperos de pesca.
No queda, nada, resumió desafiante, tendrás que hacer horas extras. Tengo
pensado ir a pescar con un amigo, mañana. Ileana estalló en cólera, y le gritó
de rabia contenida y lo insultó en rumano. Utilizaba su lengua materna para
insultar, así los vecinos no sabían de lo que hablaban. Le puso a bajar de un burro, como decían
aquí, y se sorprendió del valor de hacerlo sin medir las consecuencias. El
hombre, a pesar de su borrachera, se ofendió hondamente en su quintaesencia
masculina por ese inesperado escupir procacidades y decidió castigarla. Ileana
no vio más que el primero de los golpes. Luego cerró los ojos.
A
la mañana siguiente, en tanto él trasegaba cerveza con otros compatriotas en un
banco del parque como era su costumbre, cogió unos pocos enseres y se fue, con
los dos críos, a casa de Marifé, su compañera. Ésta al verla magullada y llena
de cardenales, trató de convencerla para que lo denunciase, pero Ileana no era
así. Ese proceder no iba con ella. Había internalizado, interiorizado la culpa
que persigue a las mujeres que se separan, su parte de culpa, la de no aguantar
lo suficiente o la de provocar al animal que los hombres llevan dentro. Tampoco
quería escándalos ni verlo ir esposado camino del calabozo, ponerse a mal con
la familia de su marido. Estaba bien así, se iba y adiós muy buenas. Ya
quedarían más adelante, cuando el temor y los moratones hubieran desaparecido,
para acordar las visitas a sus hijos si él quería ejercer de padre, ya que lo
que es como marido había acabado. Estaba bien fastidiada, pensaba ahora
pasándose una mano sobre el hombro dolorido donde el muy animal, estando tirada
en el suelo, le había dado un puntapié que la hizo girar sobre sí misma. No
tenía ni un duro. Prácticamente ese mes, hasta que cobrara, dependía para comer
de su amiga y tendría que abusar de su hospitalidad al menos otro mes más hasta
que reuniera lo suficiente para cogerse algo en alquiler.
―Ponme
un cortado, Ile.
―¿Con
este calor, don Manuel?
―Ya
ves, hija. ¿Y ese ojo? ¿Ese moratón por qué fue?
―Me
golpee sin querer.
Sonríe
a don Manuel, el viejito que fuera empleado de correos, tan mecánicamente como
le pone la taza o le oculta la verdad disimulando por vergüenza. En esos
momentos se sentía vacía por completo, en un desierto de sentimientos y
emociones. Nada, absolutamente nada sentía, ni ira ni angustia, ni rabia ni
odio, era una ausencia total de emociones y sentimientos. Solo tristeza. El
dolor había sido tanto en su vida que ya a esas alturas se había vuelto
resistente, inmune a todo, era como si estuviera muerta en vida. Solo sus dos
pequeños la tenían asida al mundo de los vivos y sólo ellos le daban un poco de
color entre tanta oscuridad que la rodeaba, solo ellos eran la luz al final de
la senda por la que le tocaba caminar. Por las noches, cuando se dormían por
fin acurrucados junto a ella en la pequeña cama del tabuco, viéndose sola, sin
testigos, se permitía llorar para sacar las lágrimas contenidas de tanto llorar
por dentro. Así se pasaba un rato, lagrimando desapercibidamente, hasta que se
acordaba de Martín y se le pasaba la llantina. En todo este tiempo había
pensado en el solitario hombre de la esquina, apenas lo conocía pero congeniaba
con él de una forma inusitada, se preguntaba una y otra vez por qué él se había
fijado en ella, tenía ganas de que regresara por fin y de verlo para desahogar
con alguien. Le gustaría que le hablase con su tono profesoral, en torno a unas
tazas de café, y le dijese qué hacer. A
veces se imaginaba que los llevaba a los tres a la playa y que les leía a todos
cosas que escribía. A los niños les había caído bien, les hacía mucha ilusión
que su madre conociera a alguien cuya foto salía en un libro. A un famoso. Y
constantemente se lo señalaban, tocando con los deditos su retrato de la
portada del libro que él mismo le había regalado, diciendo: mira, mamá, tú
amigo el famoso. Era soltero, guapo, culto y muy amable. Por qué perdía su
tiempo, que seguramente era muy valioso, charlando con ella. Únicamente con
ella, ni siquiera con el dueño, el tal Juanito. Por qué con una extranjera y no
con una compatriota, como Marifé, que era más guapa, y hablaba mejor que ella
el español, o con otras clientes que paraban por el bar y que, de seguro,
estarían encantadas de hacerlo con alguien tan popular y tan especial. No se
hacía ilusiones con respecto a un hombre así, por supuesto, si algo sabía de
esta puñetera vida era reconocer cuándo los hombres se sentían atraídos por
ella, se los veía venir a la legua, y Martín, estaba claro, no lo estaba en ese
sentido. Era amistad pura y dura, de una clase de amistad de las que ocurren
entre dos personas de distinto sexo una vez entre un millón de posibilidades. O
entre un billón. De hecho, ni sabía que se podían tener amigos así. Cada mañana
se despertaba pronto y miraba aquel cielo gris o hecho de gris, cuya luz no
hería, tan diferente al de su país. Su primer pensamiento era para el capullo
de su exmarido, y un estremecimiento le recorría el cuerpo. ¿Dónde andaría? ¿La
estaría buscando? Todo allí era tan diferente que se siente extraña aquí. En
Rumanía se habría presentado en el trabajo y la hubiera devuelto a la fuerza a
casa. Y todos hubieran pensado que era lo correcto. Hasta ella misma. Sin
embargo aquí es diferente. Tienen leyes que protegen a las esposas de hombres
maltratadores. Apoyan la decisión de separarse cuando el amor o la
convivencia se acaban, y la policía, si la llamas, actúa, te
defienden. Por eso se siente segura y a salvo en el trabajo. Su ex no se
atreverá, aquí es un cobarde. Y también en casa de Marifé, porque él no tiene
ni idea de la dirección.
Le
ha sonreído a don Manuel pero artificialmente, necesitaría sonreír de verdad.
Está buscando un sentido a su vida, una ilusión, un hálito de aliento, un sueño
o quizás una esperanza que le dé la fuerza necesaria para seguir creyendo, para
seguir viviendo, para seguir encarando la vida, ¡Ah, cuánta falta le hacía
sonreír! Lo necesitaba urgentemente, necesitaba encontrar ese algo que la
impulsara porque aún, a pesar de todo, era consciente de que no podía dejarse
vencer ni abandonarse como le pedía el cuerpo. Por sus dos hijos. ¡No! Aún no
era su momento y no podía desistir, así sintiera que las fuerzas día a día
disminuían. De vez en cuando miraba a los ventanales opacos, esperanzada. Le
gustaría que alguna de las siluetas que se acercaban a la puerta se convirtiera
al entrar en Martín. Tenía ganas de verlo de nuevo. Era, aparte de sus hijos,
su única motivación entre tanto desamparo y tanta soledad. Había transcurrido
un largo espacio de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una
persona. Pero ahora alguien vino a asomarse, pegando la nariz al vidrio como
tratando de ver dentro. Los pelos como escarpias se le ponen cuando al
franquear la puerta, la persona que ve
que entra y que con cara de pocos amigos se presenta en el bar no es otra que
su exmarido. Como siempre, quiere que vuelva a casa, ordena señalando
amenazante con un dedo. Ella niega como nunca, moviendo la cabeza, haciéndole
ver que tiene más que decidido que todo se acabó y que es la última vez que la
pega. Poco a poco, a medida que el tono de voz de él se eleva, se va haciendo el
silencio entre los presentes que no hacen ni dicen nada. Solo miran de reojo,
cuchichean entre ellos y hacen como que continúan a lo suyo. En este país suele
ser así: nadie se mete en cuestiones de matrimonios. Después, él, envalentonado
al comprobar que allí nadie se meterá,
sube el tono. Le grita. La insulta. Ella también grita e insulta, trata
de no arredrarse aunque lo está. Discuten en rumano. El hombre alza un dedo y
golpea violentamente el hombro de la mujer, que retrocede un paso y grita:
cobarde. Este se inclina sobre el mostrador y, alargando el brazo, la vuelve a
golpear con el dedo índice. Ileana se queda inmóvil, aterrorizada. Momento
en que se estira un poco más y la agarra
por los cabellos. Es entonces cuando ocurre algo inesperado, así, cuando ya la
tensión había subido violentamente, la tenía asida por los pelos y la atraía
hacia sí para pegarle un bofetón, levantando la mano libre por encima del hombro
izquierdo, oscilante, como tratando de coger potencia y de no errar el golpe, que un
individuo salió de la nada, probablemente estuviera allí o se moviera muy
rápido ―lo cierto es que ni Ileana ni su exmarido habían reparado en él―,
agarra, firme, por la muñeca el brazo con la que pretendía atizarla y se lo
queda mirando fijamente.
―¡Suéltale
el pelo! ―ordenó, tajante. La ceja derecha se le subió arriba, hasta casi
ocultarse bajo el flequillo.
Al
quedarse bloqueado, soltó la cabellera de Ileana y sonrió fanfarrón, respiró
dos veces y, cerrando el puño, trató de atizarle lanzando un fuerte puñetazo
que éste esquivó con brusco giro de cadera, y que únicamente golpeó en el aire. Acto seguido, sin apenas dar
tiempo para verlo, el otro contraatacó
por el flanco dejado al descubierto: un directo a la mandíbula, que resonó seco
como un trueno. El impacto fue tan fuerte que la cabeza giró bruscamente al
lado contrario, se le abrió la boca en fea mueca y gotitas de saliva salieron
disparadas al aire, en tanto que reculó varios metros dando pasos torpes hacia
atrás y dibujando aspavientos en el aire con las manos tratando de no perder el
equilibrio, pero finalmente cayó: de espaldas en el suelo, plaf, batacazo
descomunal a todo lo largo del costillar, dándose, de paso, en mitad del trayecto,
con una taburete en la sien. A continuación, trató de incorporarse y volver al
improvisado ring, y seguir el combate, pero todo le daba vueltas. Mira a su
contendiente, examinándolo de nuevo: Alto. Con los puños y antebrazos crispados
y vigorosos, asomando bajo las mangas dobladas de la camisa blanca. Los hombros
compactos, la mirada serena. Concluye y comprende que no. Que no va a poder con
él, no después de una hostia como la que acaba de encajar. Pues la cuestión no
es únicamente que esté fuerte y en forma, y que sepa pelear: esquivar es
suerte; mientras que fintar es técnica aprendida, también hay que tener en
cuenta su alarmante serenidad. Esa clase de serenidad en las broncas le
recuerda a ciertos tipos de su país con los que valía más no meterse y con lo
que lo más inteligente era, llegado el caso, irse, si te dejaban, porque al
final resultaba que eran del gobierno: Mal asunto. Muchos problemas y
complicaciones. Así que en cuanto puede levantarse, cuando las estrellas dejan
de aparecérsele, sale serpenteante, rascándose la espalda y comprobando que la
quijada y los dientes están en su sitio,
y ya en la puerta del bar, se vuelve y dirige un último vistazo a
Ileana, y otro a al hombre desconocido. Odio y rencor, decían sus ojos.
Ileana,
al darse cuenta de que quien la había defendido y atizado a su ex era Martín,
se ha llevado una mano a la boca para ahogar un grito. Después se ha quedado de
pie, tras el mostrador, sin saber qué decir. Silencio que espera que éste
considere una manifestación de agradecimiento pero que no es otra cosa que le
no se le ocurre nada que decir. Al llevarse una mano a la mejilla, Ileana
comprueba que está llorando.
Una
hora más tarde Ileana y Martín están conversando en una terraza próxima. Han
terminado y pedido dos cañas más justo cuando la llovizna ha cesado. El
pavimento grisáceo, mate de humedad, refleja la luz de las farolas. Ella le ha
contado todo lo que le ha ocurrido en este tiempo: el día que se marchó de casa
porque él la había zurrado, golpeándola sin tregua y con saña durante cinco
largos minutos, sin que le importara hacerlo delante de los niños; su
convivencia en estos días con Marifé y los niños en un piso tan pequeño, de
cuarenta y pocos metros, lo que origina episodios «de malos rollos» que van
llevando como pueden; sus apuros económicos y de las muchas ganas que tiene de
irse en cuanto pueda a un piso sola; del temor a la soledad, a lo que le
deparará el futuro si, como supone, le va a resultar muy complicado rehacer su
vida al no contar con tiempo suficiente para ni tan siquiera encontrar un
hombre que merezca la pena.
Las
pupilas desguarnecidas le brincaban inquietas de un lado a otro en contraste
con las de Martín, que permanecían quietas, fija la suya en la mirada de ella,
estudiando con interés cada cosa que su interlocutora le contaba. Y cuando ha
terminado es Martín el que, como correspondiendo a las intimidades reveladas,
se ha puesto a hablar de lo que le ha ocurrido a él en estas tres semanas, lo
hace sin las reservas de otro tiempo, confesándose sin ambages. Eso sorprende a
Ileana, que se siente muy orgullosa de que le confíe sus secretos. Le cuenta la
obsesión «largamente acariciada» que se le despertó por la mujer de un amigo
suyo, llamada Erika, mejicana, y que, como un canalla, una noche trató de sofocar con su exalumna
Ana; de su partida al faro para descansar del esfuerzo de su novela, de la
impresión que le produjo descubrir en él su retrato ―aquí se prodiga en elogios
y epítetos hacia su belleza―, la misteriosa aparición de María, la sobrina de
Erika, doctoranda de Salamanca, una mañana al despertarse dentro de su cama y
su posterior idilio ―Ileana arqueó las cejas, sorprendida, y exclamó: qué
atrevida―; la no menos misteriosa aparición estelar de la propia Erika
prácticamente al marcharse ésta, que lo sedujo esa misma noche y que como en
las mejores películas acabó por hacer realidad su obsesivo sueño y superar lo
imaginado en sesenta y dos horas de idilio. Y para remate de comedia francesa,
la aparición en escena del marido, su amigo Héctor Vargas. Le refiere su bronca
de madrugada tras volver de cenar los
tres, por una larga infidelidad, qué cosas, treinta años, de él con una amante,
y el mal ambiente que provocaría su decisión de marcharse por la mañana. Y, no sin vencer cierto rubor, le
describió a Ileana, el episodio de Erika introduciéndose en su cama de
madrugada, para amarse por última vez, estando su marido abajo, durmiendo.
―Después
Erika se levantó y, saliendo por la puerta, en voz baja, me dijo que aquella
había sido su forma de despedirse.
La
voz de Martín se fue haciendo más cálida hasta alcanzar un tono de recital.
Ileana escuchaba con concentrada atención, conmovida, pues estaba ante un
hombre que se exteriorizaba y le abría el contenido de su alma. «Y me sonrió. O
me lo figuré. Hilvanada la llevo a mi vida por la levedad de un sueño
largamente acariciado», terminó diciendo. Eso fue lo que dijo y a Ileana le
pareció, sin entender qué significaba hilvanar,
que era lo más bonito que nadie dijera jamás de una mujer, y que ojalá alguien
le dijera alguna vez aquello de: «sueño largamente acariciado».
―Estoy
sorprendida ―dijo tímidamente.
―¿Por
la de cosas que me pasaron?
―Más
que eso, porque nunca imaginé que ningún hombre me contara lo tú me has
contado. Entre mujeres son normales ese tipo de confidencias, pero no entre una
mujer y un hombre.
―Sorprendida
gratamente, espero ―con una chispita de perplejidad en la cara.
―Sí,
por supuesto. Gratamente. Y con admiración.
Martín
sonríe. Ella le devuelve la sonrisa. Así de frente, los ojos tranquilos, oscuros y dulces, irradiaban
tanta lealtad, que la hacían pensar en ciertos galanes de telenovela cuando
miran a la protagonista como si esta fuera una hermana, sin importar el que sea
un bellezón, y una sabe que mirando así no lo va a intentar jamás.
―Es
curioso, nunca antes me había pasado esto de abrir mi alma, se me ha debido
pegar algo de la sinceridad liberal de Erika.
Hace
una pausa y bebe un sorbo de cerveza.
―O
quizá, pensándolo mejor ―continúa―, sea debido a que nunca antes tuve una amiga
como tú, para hacerlo. Una amiga especial.
Eso
de «amiga especial» ha disparado todas las alarmas, ¿está tratando de seducirla?
No obstante, sigue confiando en él. Escruta sus ojos por si acaso, siguen
diciendo lealtad, y no advierte en su rostro más de lo que advertiría en el de
una estatua. Mira, entonces, la hora en el reloj de él, girándole la muñeca. Le
gustaría estar más tiempo charlando, le dice, pero como no quiere abusar de la
paciencia de su amiga Marifé, que se habrá hecho cargo de los críos en su
ausencia ―tendrá que mentirle un poco y contarle que estuvieron hablando de
consejos legales para que no le dé por pensar que encima de mantenida se anda
divirtiendo por ahí con el primer hombre que se la cruza―, y disculpándose se
despide, ha sido un placer pero me tengo que ir, y se levanta. Martín insiste
en acompañarla hasta su casa para asegurarse de que al doblar cualquier esquina
en cualquier calle no se encuentre a su exmarido, y la tenga. La noche es
perfecta, estrellada, la brisa ha barrido las nubes y la luna está en su sitio.
Aparea su paso al del hombre, y trata de mirar en la dirección en la que él lo
hace, al horizonte: asegurando la zona, cerciorándose de que todo va bien. Así,
de pie y de perfil, aún le parece todavía más alto y más guapo. Miró sus manos
hinchadas por el trabajo y el vestido que llevaba: uno viejo, pasado de moda.
Lamenta no llevar tacones y algo de maquillaje, y no estar vestida
adecuadamente, lo que no ha hecho en el tiempo que lleva separada. Al pasar
frente a un escaparate vio su reflejo y se sintió poco atractiva, llevaba
demasiado tiempo ocupada en sus problemas para pensar en sí misma que era como
si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de importarle, hasta ahora, pero
afortunada de tener un amigo especial como Martín a quien eso traía sin
cuidado. Le empezaban a gustar esas dos palabras: amigo y especial. Y segura.
No sabría decir por qué pero se siente segura junto a aquel enigmático
solitario escritor que fue capaz de jugársela y de pelearse por defenderla, y
que gasta su tiempo con alguien como ella, una extranjera ignorante que por
desconocer, desconoce la mitad de las palabras que ha pronunciado en la
conversación. Es como una mezcla del hermano mayor que nunca tuvo y de un
padrino, que tampoco.
Por
qué a mí, Martín, ¿por qué a mí me cuentas lo que a nadie? Es la pregunta que
se le quedó en la boca y que no se atrevió a formular cuando con dos besos, muy
formal y protocolario, se despidió de ella en el portal, y que se fue
preguntando todo el trayecto arriba al subir las escaleras ―era un quinto sin
ascensor―.
Continuará...
©Humberto, 2013
©Humberto, 2013
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