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martes, 23 de julio de 2013

EL FARO XII




DUODÉCIMA PARTE

-XXVIII-


 

Al sentir el roce de la brisa en el cuello, Martín dejó de teclear y levantó la cabeza. La ventana se había abierto detrás de él y las dos hojas se balanceaban movidas por el empuje del viento. Trató de correr la silla para evitar la corriente en el cogote, pero ya no pudo seguir escribiendo: Había vuelto de su introspección a la realidad. Observó la taza sobre su mesa, la misma que una hora antes había estado humeando, fría y a medio terminar, el libro de Antología Poética abierto y vuelto sobre la mesa en la última página leída, el bote cilíndrico de madera con lápices y bolígrafos, y, por último, paseó satisfecho la mirada en todo lo que llevaba escrito en aquellos días y que se había sumado a lo escrito en el faro, en su letra manuscrita, de líneas compactas y menudas en el margen de los textos mecanografiados, en el taco de folios que se apilaba a un extremo de la mesa, junto a los varios rimeros que formaban los periódicos y los libros. Iba por la mitad de la novela, doscientas páginas ya. Hacía años que no escribía con tanta fluidez, sin apenas tener que corregir, con un ritmo que le recordaba a los primeros tiempos, a cuando escribió de una sentada su trilogía, y pensaba que todo era debido a su estancia vivificadora en el faro. Es más, le gustaba creer que Erika le había devuelto la facultad creadora. «Hilvanada te llevo a la vida por la levedad de un sueño largamente acariciado», había escrito no hacía ni diez minutos, poniéndolo en boca de su protagonista: el viejo y enfermo actor, cuando su adorable amante de leve cintura, empezaba a querer poner fin al idilio para seguir su vida allí donde se había interrumpido cinco meses para estar con él. Todo estaba igual que una hora antes, sin embargo ya no deseaba seguir escribiendo. Posó los ojos en el último párrafo interrumpido, dijo:
—¿Qué estaba yo escribiendo?...
Al murmurar se tamborileaba la sien con la cabeza del portaminas, mientras su mirada recorría las últimas líneas tecleadas tratando inútilmente de restablecer la ilación de sus ideas plasmadas en el folio preso en la máquina de escribir. Infructuoso. Ya estaba bien por hoy. Había dejado la otra vida, un mundo sólo de él, que parecía latir en los renglones mecanografiados ennegrecidos al margen por su escritura. A impulsos del deseo cabalgaba por éstos, releyendo su pensamiento como si fuese de otro, encontrando una deleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo con sus recuerdos, fragmentados y puestos en desorden sobre sus personajes. No escribo más, volvió a murmurar. De la calle llegaban, confundidos con voces de vecindario, los tañidos de las campanas de la Caja de Ahorros anunciando la hora, que mitigaban los toques del piano y los gemidos de los violines provenientes del aparato de alta fidelidad, encendido en una esquina, que llevaba sonando bajito prácticamente todo el día.
Se levantó y apoyado en el alfeizar, la cabeza afuera, miró por la ventana. Hacía calor a pesar de la brisa. En la acera opuesta los del bar han salido al fresco de la tarde a jugar la partida sentándose en una de las tres mesas de la terraza. Le gustaba contemplar la calle y escrutar los distintos matices que ofrecían las fachadas de los edificios según la hora del día. Inusitadamente el sol salió de una nube y reverberó sobre los cristales y sobre los tejados, realzando su rojo, destacando sus texturas, mientas que el monte Naranco salió de su tono azul oscuro cuando un rayo le tocó la cumbre que cambió por un verdoso. Le había comprado aquel apartamento al venirse de Madrid, a otro profesor jubilado. Setenta metros cuadrados, cocina y salón, dos habitaciones. Una de las cuales, en la que estaba ahora, destinó a despacho. Hubo una tercera que decidió eliminar y que unió al salón. Llevaba ocho años en él, conviviendo con su colección de libros, casi todos viejos, la mayor parte pertenecían a la biblioteca  que heredó de su abuelo y la otra a los que fue adquiriendo aquí y allá, a lo largo de su vida; sus elepés de música, sus películas en VHS y sus recuerdos. Tenía, según decían las amistades, un acogedor aire intelectual.
El resplandor iluminaba nubes grises corriendo hacia el sudeste por el cielo que oscurecía, y supo que la temperatura iba a bajar y que tal vez llovería aquella noche. Aún quedaban tres horas de luz. Entró en el baño se acicaló un poco y cinco minutos después salió a la calle. Estaba en el portal con las manos en los bolsillos en tanto decidía si tirar a la izquierda o a la derecha; entre ir a ver a Ileana en casa Juanito, lo que suponía una especie de reencuentro, o, como había hecho todos los otros días desde que volviera (una semana), demorar la visita prometida y darse un paseo hasta la plaza del mercado, husmear en las librerías de antiguo y en los tenderetes, comprar algún libro rescatándolo del olvido, y, tras esto,  tomarse un par de gintonics, o tal vez uno, caso de que estuviera muy cargado, leyendo en una terraza de la plaza del ayuntamiento, con la última claridad de la tarde. Hace tres días que se ha topado con Ana en un café de los de la Avenida de Galicia, ella tiene una feliz relación con otro hombre ―un agente inmobiliario divorciado de treinta y cinco años, alto y guapote, que en todo momento miró a Martín sonriendo altanero―, lo que hace que Martín lamente un poco no haber mantenido el contacto con ella desde la última vez que se acostaron de tan volcado que estaba en la novela, no haberle devuelto alguna que otra llamada de teléfono y haber dejado enfriarse tanto la relación, hasta el punto de que haya terminado por congelarse del todo. «La alumna de la risa luminosa», ha dicho sonriendo mientras ella le ponía al día de sus proyectos académicos. Pero, ha sido sólo una momentánea punzada de nostalgia agridulce, una vez se despide y se ha alejado, a los treinta metros, deja de sentir, ya que en el fondo sabe que hizo lo correcto: agua que no has de beber, déjala correr. Su risa no era lo suficiente como para que se sufriese por ella de anhelo, en la forma en que, como en determinados momentos, le ocurre con Erika Vargas, de la que no había vuelto a tener noticias, o con su sobrina María, a quien, aunque desea mucho volver a ver, y tecleó por varias veces su número de teléfono, que consiguió recurriendo a sus viejos amigos en la policía, desistió colgando en el último momento. Temía cometer el error de iniciar lo que pondría fin a su soledad de escritor sin ataduras que dispone del tiempo completo para sentarse en la platea que forma su despacho, a contemplar el espectáculo de la vida y escribir sobre él sin reclamos, sin horarios, sin la esclavitud de la convivencia. Aunque vuelve a surgir, alternándose con el sentimiento hacia la tía, el sentimiento hacia la sobrina, la correctora de pelo flamígero que no le puso trabas en el faro y que le dejaba hacer sin estorbar, amándolo cuando él la buscaba, no lo hará, no cometerá la torpeza de tentar al destino, si el destino se sirve y dispone juntarlos que lo haga, él no lo hará.
Empezaba a haber algo de tráfico en la calle, hasta donde alcanzaba la vista se simultaneaban los árboles y las farolas. Lo pensó diez segundos más y, justo cuando el semáforo situado a su derecha se puso en rojo para los peatones, decidió echar a la izquierda e ir a Casa Juanito. Recorrió los escasos cinco metros que le separaban y al empujar la puerta de vidrio un golpe de humo y de conversaciones le golpearon en la cara.
 
Ileana está tras la barra del bar, con la mirada perdida en el horizonte de aquel atardecer, mecánicamente sirviendo vasos de vino o poniendo cañas, pasándole el trapo a las copas o introduciendo, cuando se acumula, el menaje sucio en el lavavajillas. A los seis días de su charla con Martín abandonó a su marido y se separó de él, y no lo ha vuelto a  ver. La idea le rondaba la cabeza hacía tiempo y las palabras de Martín contribuyeron, pero aquella noche, al llegar  a casa, cansada después de muchas horas de trabajo, terminó de decidirse cuando se encontró el siguiente panorama: los niños abandonados, sucios, llorando porque tenían hambre y a él tumbado como solía en el sofá mirando la tele y, como siempre, ebrio, diez latas vacías de cerveza sobre la mesita. Estaría mejor sola que mal acompañada con un hombre que, encima, no necesitaba ya para nada. Vago, al que no duraban los trabajos, ni los buscaba y al que mantenía, violento y machista. Al preguntarle que por qué razón no les había bañado ni dado de cenar, se rio y encogió de hombros, indiferente, como si eso no fuera misión de hombres o como si ver la tele fuera más importante que cuidarlos, y por toda respuesta le anunció que no había dinero, que el poco que ella llevaba a casa, el que descontado el alquiler era para comer, se lo había gastado en aperos de pesca. No queda, nada, resumió desafiante, tendrás que hacer horas extras. Tengo pensado ir a pescar con un amigo, mañana. Ileana estalló en cólera, y le gritó de rabia contenida y lo insultó en rumano. Utilizaba su lengua materna para insultar, así los vecinos no sabían de lo que hablaban.  Le puso a bajar de un burro, como decían aquí, y se sorprendió del valor de hacerlo sin medir las consecuencias. El hombre, a pesar de su borrachera, se ofendió hondamente en su quintaesencia masculina por ese inesperado escupir procacidades y decidió castigarla. Ileana no vio más que el primero de los golpes. Luego cerró los ojos.
A la mañana siguiente, en tanto él trasegaba cerveza con otros compatriotas en un banco del parque como era su costumbre, cogió unos pocos enseres y se fue, con los dos críos, a casa de Marifé, su compañera. Ésta al verla magullada y llena de cardenales, trató de convencerla para que lo denunciase, pero Ileana no era así. Ese proceder no iba con ella. Había internalizado, interiorizado la culpa que persigue a las mujeres que se separan, su parte de culpa, la de no aguantar lo suficiente o la de provocar al animal que los hombres llevan dentro. Tampoco quería escándalos ni verlo ir esposado camino del calabozo, ponerse a mal con la familia de su marido. Estaba bien así, se iba y adiós muy buenas. Ya quedarían más adelante, cuando el temor y los moratones hubieran desaparecido, para acordar las visitas a sus hijos si él quería ejercer de padre, ya que lo que es como marido había acabado. Estaba bien fastidiada, pensaba ahora pasándose una mano sobre el hombro dolorido donde el muy animal, estando tirada en el suelo, le había dado un puntapié que la hizo girar sobre sí misma. No tenía ni un duro. Prácticamente ese mes, hasta que cobrara, dependía para comer de su amiga y tendría que abusar de su hospitalidad al menos otro mes más hasta que reuniera lo suficiente para cogerse algo en alquiler.
―Ponme un cortado, Ile.
―¿Con este calor, don Manuel?
―Ya ves, hija. ¿Y ese ojo? ¿Ese moratón por qué fue?
―Me golpee sin querer.
Sonríe a don Manuel, el viejito que fuera empleado de correos, tan mecánicamente como le pone la taza o le oculta la verdad disimulando por vergüenza. En esos momentos se sentía vacía por completo, en un desierto de sentimientos y emociones. Nada, absolutamente nada sentía, ni ira ni angustia, ni rabia ni odio, era una ausencia total de emociones y sentimientos. Solo tristeza. El dolor había sido tanto en su vida que ya a esas alturas se había vuelto resistente, inmune a todo, era como si estuviera muerta en vida. Solo sus dos pequeños la tenían asida al mundo de los vivos y sólo ellos le daban un poco de color entre tanta oscuridad que la rodeaba, solo ellos eran la luz al final de la senda por la que le tocaba caminar. Por las noches, cuando se dormían por fin acurrucados junto a ella en la pequeña cama del tabuco, viéndose sola, sin testigos, se permitía llorar para sacar las lágrimas contenidas de tanto llorar por dentro. Así se pasaba un rato, lagrimando desapercibidamente, hasta que se acordaba de Martín y se le pasaba la llantina. En todo este tiempo había pensado en el solitario hombre de la esquina, apenas lo conocía pero congeniaba con él de una forma inusitada, se preguntaba una y otra vez por qué él se había fijado en ella, tenía ganas de que regresara por fin y de verlo para desahogar con alguien. Le gustaría que le hablase con su tono profesoral, en torno a unas tazas de café,  y le dijese qué hacer. A veces se imaginaba que los llevaba a los tres a la playa y que les leía a todos cosas que escribía. A los niños les había caído bien, les hacía mucha ilusión que su madre conociera a alguien cuya foto salía en un libro. A un famoso. Y constantemente se lo señalaban, tocando con los deditos su retrato de la portada del libro que él mismo le había regalado, diciendo: mira, mamá, tú amigo el famoso. Era soltero, guapo, culto y muy amable. Por qué perdía su tiempo, que seguramente era muy valioso, charlando con ella. Únicamente con ella, ni siquiera con el dueño, el tal Juanito. Por qué con una extranjera y no con una compatriota, como Marifé, que era más guapa, y hablaba mejor que ella el español, o con otras clientes que paraban por el bar y que, de seguro, estarían encantadas de hacerlo con alguien tan popular y tan especial. No se hacía ilusiones con respecto a un hombre así, por supuesto, si algo sabía de esta puñetera vida era reconocer cuándo los hombres se sentían atraídos por ella, se los veía venir a la legua, y Martín, estaba claro, no lo estaba en ese sentido. Era amistad pura y dura, de una clase de amistad de las que ocurren entre dos personas de distinto sexo una vez entre un millón de posibilidades. O entre un billón. De hecho, ni sabía que se podían tener amigos así. Cada mañana se despertaba pronto y miraba aquel cielo gris o hecho de gris, cuya luz no hería, tan diferente al de su país. Su primer pensamiento era para el capullo de su exmarido, y un estremecimiento le recorría el cuerpo. ¿Dónde andaría? ¿La estaría buscando? Todo allí era tan diferente que se siente extraña aquí. En Rumanía se habría presentado en el trabajo y la hubiera devuelto a la fuerza a casa. Y todos hubieran pensado que era lo correcto. Hasta ella misma. Sin embargo aquí es diferente. Tienen leyes que protegen a las esposas de hombres maltratadores. Apoyan la decisión de separarse cuando el amor o la convivencia  se acaban, y  la policía, si la llamas, actúa, te defienden. Por eso se siente segura y a salvo en el trabajo. Su ex no se atreverá, aquí es un cobarde. Y también en casa de Marifé, porque él no tiene ni idea de la dirección.
Le ha sonreído a don Manuel pero artificialmente, necesitaría sonreír de verdad. Está buscando un sentido a su vida, una ilusión, un hálito de aliento, un sueño o quizás una esperanza que le dé la fuerza necesaria para seguir creyendo, para seguir viviendo, para seguir encarando la vida, ¡Ah, cuánta falta le hacía sonreír! Lo necesitaba urgentemente, necesitaba encontrar ese algo que la impulsara porque aún, a pesar de todo, era consciente de que no podía dejarse vencer ni abandonarse como le pedía el cuerpo. Por sus dos hijos. ¡No! Aún no era su momento y no podía desistir, así sintiera que las fuerzas día a día disminuían. De vez en cuando miraba a los ventanales opacos, esperanzada. Le gustaría que alguna de las siluetas que se acercaban a la puerta se convirtiera al entrar en Martín. Tenía ganas de verlo de nuevo. Era, aparte de sus hijos, su única motivación entre tanto desamparo y tanta soledad. Había transcurrido un largo espacio de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero ahora alguien vino a asomarse, pegando la nariz al vidrio como tratando de ver dentro. Los pelos como escarpias se le ponen cuando al franquear  la puerta, la persona que ve que entra y que con cara de pocos amigos se presenta en el bar no es otra que su exmarido. Como siempre, quiere que vuelva a casa, ordena señalando amenazante con un dedo. Ella niega como nunca, moviendo la cabeza, haciéndole ver que tiene más que decidido que todo se acabó y que es la última vez que la pega. Poco a poco, a medida que el tono de voz de él se eleva, se va haciendo el silencio entre los presentes que no hacen ni dicen nada. Solo miran de reojo, cuchichean entre ellos y hacen como que continúan a lo suyo. En este país suele ser así: nadie se mete en cuestiones de matrimonios. Después, él, envalentonado al comprobar que allí nadie se meterá,  sube el tono. Le grita. La insulta. Ella también grita e insulta, trata de no arredrarse aunque lo está. Discuten en rumano. El hombre alza un dedo y golpea violentamente el hombro de la mujer, que retrocede un paso y grita: cobarde. Este se inclina sobre el mostrador y, alargando el brazo, la vuelve a golpear con el dedo índice. Ileana se queda inmóvil, aterrorizada. Momento en  que se estira un poco más y la agarra por los cabellos. Es entonces cuando ocurre algo inesperado, así, cuando ya la tensión había subido violentamente, la tenía asida por los pelos y la atraía hacia sí para pegarle un bofetón, levantando la mano libre por encima del hombro izquierdo, oscilante, como tratando de  coger potencia y de no errar el golpe, que un individuo salió de la nada, probablemente estuviera allí o se moviera muy rápido ―lo cierto es que ni Ileana ni su exmarido habían reparado en él―, agarra, firme, por la muñeca el brazo con la que pretendía atizarla y se lo queda mirando fijamente.
―¡Suéltale el pelo! ―ordenó, tajante. La ceja derecha se le subió arriba, hasta casi ocultarse bajo el flequillo.
Al quedarse bloqueado, soltó la cabellera de Ileana y sonrió fanfarrón, respiró dos veces y, cerrando el puño, trató de atizarle lanzando un fuerte puñetazo que éste esquivó con brusco giro de cadera, y que únicamente  golpeó en el aire. Acto seguido, sin apenas dar tiempo para verlo,  el otro contraatacó por el flanco dejado al descubierto: un directo a la mandíbula, que resonó seco como un trueno. El impacto fue tan fuerte que la cabeza giró bruscamente al lado contrario, se le abrió la boca en fea mueca y gotitas de saliva salieron disparadas al aire, en tanto que reculó varios metros dando pasos torpes hacia atrás y dibujando aspavientos en el aire con las manos tratando de no perder el equilibrio, pero finalmente cayó: de espaldas en el suelo, plaf, batacazo descomunal a todo lo largo del costillar, dándose, de paso, en mitad del trayecto, con una taburete en la sien. A continuación, trató de incorporarse y volver al improvisado ring, y seguir el combate, pero todo le daba vueltas. Mira a su contendiente, examinándolo de nuevo: Alto. Con los puños y antebrazos crispados y vigorosos, asomando bajo las mangas dobladas de la camisa blanca. Los hombros compactos, la mirada serena. Concluye y comprende que no. Que no va a poder con él, no después de una hostia como la que acaba de encajar. Pues la cuestión no es únicamente que esté fuerte y en forma, y que sepa pelear: esquivar es suerte; mientras que fintar es técnica aprendida, también hay que tener en cuenta su alarmante serenidad. Esa clase de serenidad en las broncas le recuerda a ciertos tipos de su país con los que valía más no meterse y con lo que lo más inteligente era, llegado el caso, irse, si te dejaban, porque al final resultaba que eran del gobierno: Mal asunto. Muchos problemas y complicaciones. Así que en cuanto puede levantarse, cuando las estrellas dejan de aparecérsele, sale serpenteante, rascándose la espalda y comprobando que la quijada y los dientes están en su sitio,  y ya en la puerta del bar, se vuelve y dirige un último vistazo a Ileana, y otro a al hombre desconocido. Odio y rencor, decían sus ojos.
Ileana, al darse cuenta de que quien la había defendido y atizado a su ex era Martín, se ha llevado una mano a la boca para ahogar un grito. Después se ha quedado de pie, tras el mostrador, sin saber qué decir. Silencio que espera que éste considere una manifestación de agradecimiento pero que no es otra cosa que le no se le ocurre nada que decir. Al llevarse una mano a la mejilla, Ileana comprueba que está llorando.
Una hora más tarde Ileana y Martín están conversando en una terraza próxima. Han terminado y pedido dos cañas más justo cuando la llovizna ha cesado. El pavimento grisáceo, mate de humedad, refleja la luz de las farolas. Ella le ha contado todo lo que le ha ocurrido en este tiempo: el día que se marchó de casa porque él la había zurrado, golpeándola sin tregua y con saña durante cinco largos minutos, sin que le importara hacerlo delante de los niños; su convivencia en estos días con Marifé y los niños en un piso tan pequeño, de cuarenta y pocos metros, lo que origina episodios «de malos rollos» que van llevando como pueden; sus apuros económicos y de las muchas ganas que tiene de irse en cuanto pueda a un piso sola; del temor a la soledad, a lo que le deparará el futuro si, como supone, le va a resultar muy complicado rehacer su vida al no contar con tiempo suficiente para ni tan siquiera encontrar un hombre que merezca la pena.
Las pupilas desguarnecidas le brincaban inquietas de un lado a otro en contraste con las de Martín, que permanecían quietas, fija la suya en la mirada de ella, estudiando con interés cada cosa que su interlocutora le contaba. Y cuando ha terminado es Martín el que, como correspondiendo a las intimidades reveladas, se ha puesto a hablar de lo que le ha ocurrido a él en estas tres semanas, lo hace sin las reservas de otro tiempo, confesándose sin ambages. Eso sorprende a Ileana, que se siente muy orgullosa de que le confíe sus secretos. Le cuenta la obsesión «largamente acariciada» que se le despertó por la mujer de un amigo suyo, llamada Erika, mejicana, y que, como un canalla,  una noche trató de sofocar con su exalumna Ana; de su partida al faro para descansar del esfuerzo de su novela, de la impresión que le produjo descubrir en él su retrato ―aquí se prodiga en elogios y epítetos hacia su belleza―, la misteriosa aparición de María, la sobrina de Erika, doctoranda de Salamanca, una mañana al despertarse dentro de su cama y su posterior idilio ―Ileana arqueó las cejas, sorprendida, y exclamó: qué atrevida―; la no menos misteriosa aparición estelar de la propia Erika prácticamente al marcharse ésta, que lo sedujo esa misma noche y que como en las mejores películas acabó por hacer realidad su obsesivo sueño y superar lo imaginado en sesenta y dos horas de idilio. Y para remate de comedia francesa, la aparición en escena del marido, su amigo Héctor Vargas. Le refiere su bronca de madrugada tras volver de cenar  los tres, por una larga infidelidad, qué cosas, treinta años, de él con una amante, y el mal ambiente que provocaría su decisión de marcharse por  la mañana. Y, no sin vencer cierto rubor, le describió a Ileana, el episodio de Erika introduciéndose en su cama de madrugada, para amarse por última vez, estando su marido abajo, durmiendo.
―Después Erika se levantó y, saliendo por la puerta, en voz baja, me dijo que aquella había sido su forma de despedirse.
La voz de Martín se fue haciendo más cálida hasta alcanzar un tono de recital. Ileana escuchaba con concentrada atención, conmovida, pues estaba ante un hombre que se exteriorizaba y le abría el contenido de su alma. «Y me sonrió. O me lo figuré. Hilvanada la llevo a mi vida por la levedad de un sueño largamente acariciado», terminó diciendo. Eso fue lo que dijo y a Ileana le pareció, sin entender qué significaba hilvanar, que era lo más bonito que nadie dijera jamás de una mujer, y que ojalá alguien le dijera alguna vez aquello de: «sueño largamente acariciado».
―Estoy sorprendida ―dijo tímidamente.
―¿Por la de cosas que me pasaron?
―Más que eso, porque nunca imaginé que ningún hombre me contara lo tú me has contado. Entre mujeres son normales ese tipo de confidencias, pero no entre una mujer y un hombre.
―Sorprendida gratamente, espero ―con una chispita de perplejidad en la cara.
―Sí, por supuesto. Gratamente. Y con admiración.
Martín sonríe. Ella le devuelve la sonrisa. Así de frente, los ojos tranquilos, oscuros y dulces, irradiaban tanta lealtad, que la hacían pensar en ciertos galanes de telenovela cuando miran a la protagonista como si esta fuera una hermana, sin importar el que sea un bellezón, y una sabe que mirando así no lo va a intentar jamás.
―Es curioso, nunca antes me había pasado esto de abrir mi alma, se me ha debido pegar algo de la sinceridad liberal de Erika.
Hace una pausa y bebe un sorbo de cerveza.
―O quizá, pensándolo mejor ―continúa―, sea debido a que nunca antes tuve una amiga como tú, para hacerlo. Una amiga especial.
Eso de «amiga especial» ha disparado todas las alarmas, ¿está tratando de seducirla? No obstante, sigue confiando en él. Escruta sus ojos por si acaso, siguen diciendo lealtad, y no advierte en su rostro más de lo que advertiría en el de una estatua. Mira, entonces, la hora en el reloj de él, girándole la muñeca. Le gustaría estar más tiempo charlando, le dice, pero como no quiere abusar de la paciencia de su amiga Marifé, que se habrá hecho cargo de los críos en su ausencia ―tendrá que mentirle un poco y contarle que estuvieron hablando de consejos legales para que no le dé por pensar que encima de mantenida se anda divirtiendo por ahí con el primer hombre que se la cruza―, y disculpándose se despide, ha sido un placer pero me tengo que ir, y se levanta. Martín insiste en acompañarla hasta su casa para asegurarse de que al doblar cualquier esquina en cualquier calle no se encuentre a su exmarido, y la tenga. La noche es perfecta, estrellada, la brisa ha barrido las nubes y la luna está en su sitio. Aparea su paso al del hombre, y trata de mirar en la dirección en la que él lo hace, al horizonte: asegurando la zona, cerciorándose de que todo va bien. Así, de pie y de perfil, aún le parece todavía más alto y más guapo. Miró sus manos hinchadas por el trabajo y el vestido que llevaba: uno viejo, pasado de moda. Lamenta no llevar tacones y algo de maquillaje, y no estar vestida adecuadamente, lo que no ha hecho en el tiempo que lleva separada. Al pasar frente a un escaparate vio su reflejo y se sintió poco atractiva, llevaba demasiado tiempo ocupada en sus problemas para pensar en sí misma que era como si la cuestión de su aspecto hubiera dejado de importarle, hasta ahora, pero afortunada de tener un amigo especial como Martín a quien eso traía sin cuidado. Le empezaban a gustar esas dos palabras: amigo y especial. Y segura. No sabría decir por qué pero se siente segura junto a aquel enigmático solitario escritor que fue capaz de jugársela y de pelearse por defenderla, y que gasta su tiempo con alguien como ella, una extranjera ignorante que por desconocer, desconoce la mitad de las palabras que ha pronunciado en la conversación. Es como una mezcla del hermano mayor que nunca tuvo y de un padrino, que tampoco.
Por qué a mí, Martín, ¿por qué a mí me cuentas lo que a nadie? Es la pregunta que se le quedó en la boca y que no se atrevió a formular cuando con dos besos, muy formal y protocolario, se despidió de ella en el portal, y que se fue preguntando todo el trayecto arriba al subir las escaleras ―era un quinto sin ascensor―.



Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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