PARTE DECIMOCUARTA
-XXX-
Ileana se
detiene en seco y decide que no va.
No va. Es una tontería lo que hago y lo echaría todo a perder. Aunque se haya
prometido que es lo justo, que tiene que corresponder así a la generosidad de
Martín. Su gesto es tan abrupto que el hombre que viene caminando detrás de
ella, casi tropieza y a duras penas logra esquivarla rodeándola por la
izquierda. Algo le dice que si se presenta en su casa así, de sopetón, sin
avisar, le va a parecer mal, como una invasión de su intimidad. O, al
contrario, peor aún, podría estar dando a entender otra cosa: una mujer sola, y
un hombre solo, a solas en un piso...Voy. Iré. Camina unos pasos hacia el
portal que se encuentra a cinco metros escasos. Está segura de muy pocas cosas,
pero esa es una de sus escasas certezas: de bien nacidos, ser agradecidos. Así
se lo enseñaron en su país. Se presentará, nada de sutilezas preparatorias.
Nada de sabes qué pasa, Martín, que estuve pensando, que tal vez, que podría
ser, que qué te parece, o cualquiera de esas formas coloquiales que tiene este
idioma; he venido, le dirá, seca y llanamente, a dejarte el apartamento como
los chorros del oro, él tratará de negarse, pero será en vano. Se mira en la
vidriera del portal. Veintiocho años. Estatura baja, rondando el metro sesenta,
algo floja la silueta que, tras el último embarazo, no parece querer volver a
su sitio. La nariz ancha, el rostro anguloso. «Mierda», se ve obligada a
concluir. No soy nada bonita. Debería haberse vestido, lamenta, con ese traje
blanco que tiene para las ocasiones, tan elegante, y llevar tacones que la estilizan
y hacen parecer un poco más alta. Pero, de haberlo hecho, muy bien, estaría más
mona, vale, pero no encajaría con el motivo que le había llevado a aquella
casa, que era limpiar. Por eso, aunque lo pensó antes de salir, decidió
vestirse sencilla. Lleva tejanos, una camiseta de tirantes que le marca el
pecho y una chaqueta cubriendo los
hombros, y calzado cómodo. La camiseta es lo único llamativo. Pensar en eso la
ha puesto más triste todavía. Da dos pasos, como si el movimiento pudiese
librarla de esa nueva tristeza adicional, añadida. Se mira de nuevo en el
vidrio. ¿Se me notará mucho el maquillaje? Un paso más. Sube el escalón. Ya
tiene a treinta centímetros, a mano izquierda, el telefonillo. Mira la hora:
doce menos cuarto. Debe estar a ésta hora en casa, escribiendo, tal y como me
ha contado suele hacer por la mañana. Gira en redondo. Pone un pie en la acera,
y se detiene indecisa. Definitivamente no va. Tal vez otro día, la siguiente
semana, cuando vuelva a librar y los niños estén en el cole. No es la primera
vez que se le ocurre la idea desde que hace una semana le prestara el dinero y
pudiese mudarse con sus hijos al nuevo piso, pero sí es la primera que consigue
juntar el suficiente valor que necesita para intentar llevarla a cabo. Le da
vergüenza. Una vergüenza horrible que le cala los huesos. Qué puede llegar a
pensar de mí. ¿Qué soy una buscona? O tal vez es simplemente que le asusta lo
otro, lo de estar a solas con él y provocar de algún modo, que él, llevado por
la situación, deje de inhibir un sentimiento y se desate el animal que lleva
dentro y acaben acostándose. No, no, eso no ocurrirá. Eres una ilusa,
seguramente sigue enamorado de la mujer de Salamanca o de la de Méjico y ni se
le pasará por la cabeza. Ni me mirará el escote o el culo. Sí va. Se gira de
nuevo y pulsa el timbre. Suena un zumbido eléctrico y, con un leve tirar de la
manilla, abre la puerta. Avanza, a paso firme, haciendo ruido con las
francesitas de suela sobre las baldosas blancas y negras del pasillo. Mientras
espera el ascensor piensa: Ileana, qué coño estás haciendo; no te ha visto, aún
estas a tiempo de irte, nunca lo sabría. Llega al séptimo. La puerta está
entreabierta. Da dos golpecitos suaves y escucha la voz de Martín decir:
adelante. Cuando traspone la puerta, él está parado de pie al fondo del salón,
con unos papeles en la mano, lleva puesto un pantalón corto y zapatillas de
deporte, el torso desnudo, sorprendido
le pregunta:
―¿A qué es debido el honor de tu visita?
En realidad, le pregunta: ¿qué estás haciendo aquí? y
¿cómo no estás aprovechando tu día libre?, que no es lo mismo. Está incómodo.
Pero Ileana quiere evitar enmarañarse en la cuestión de su presencia allí, se
disciplina al extremo para concluir que sí o sí, definitiva, total y
absolutamente, ha venido para correspondiendo a su generosidad, y le va a
limpiar el piso, no solo eso, va a venir todos los martes, su día libre, a
hacerlo, y hasta a cocinarle.
Un instante antes de este momento, Martín había tocado el
pulsador, entreabierto la puerta y esperado a que subiera quien carajo fuese el
que estuviera llamando, mientras lo hacía contemplaba distraído la calle, donde
una furgoneta se había detenido junto a la confitería León, y un hombrecillo
vestido con mandil blanco introducía bandejas de Carballones, Medias lunas y
Milhojas. Eran casi las doce del mediodía, Martín no había desayunado todavía,
y la visión de las bandejas acentuó el vacío de su estómago. No había pasado
buena noche. Tras escribir hasta tarde, después de repasar los últimos
capítulos y ver un poco la tele, se había acostado ya de madrugada y había
dormido mal. Un sueño inquieto, interrumpido por accesos de nostalgia. Sombras
incómodas, silueta de mujer, ojos de miel líquida; vueltas y revueltas entre
sábanas arrugadas, sobresaltos de la memoria, escenas íntimas de alcoba se le
aparecían en la duermevela y lo acometían de improviso, produciéndole violentos
estallidos de ansiedad. Hacía medio mes que no tenía noticias del matrimonio
Vargas. Ni una llamada. No sabía qué había sido de ellos ni lo que les había
ocurrido, y eso era desacostumbrado en ambos. No era la forma de ser de
ninguno, antes al contrario solían hacerlo al menos una vez por semana. Pensó,
en varias ocasiones durante los últimos días, en telefonearlos él mismo, pero
desechó la idea pensando que era una intromisión. No tenía derecho. Ya no,
después de lo que había hecho. O peor: Erika, faltando a su juramento, podía
haberle revelado a Héctor lo suyo con él y todo podría haberse vuelto un caos,
y no querer dirigirle la palabra. Con qué cara le hablaría entonces. Qué puede
decir un amigo traidor en su descargo. Y Erika, ¿se habría separado de Héctor,
estaría libre por ahí?, y si era así ¿Por qué no lo llamaba? A lo mejor Héctor
se había salido con la suya y había conseguido su sueño y ahora andaban los
tres juntos en el faro tan felices que no se acordaban del amigo escritor para
nada. El anhelado trío, la terna mejicana. También pensaba en María, ¿qué
habría sido de ella?, ¿que estaría haciendo ahora?, ¿tendría ganas de verlo? ¿Lo
amaría? También había tenido una pesadilla. Primero se le apareció una diosa
mejicana, ardiente y distante, que lo llevó de la mano por un camino blanco,
alejándolo de todo lo que le ataba, en
dirección a los montes, que reía franca todo el tiempo y lo miraba como sólo
ella era capaz de hacerlo; y luego apareció una salmantina de melena flamígera,
que llegó hasta ellos corriendo, que los separaba y se ponía a discutir muy
furibunda con la otra, gritándose y empujándose, y, de improviso, llena de
celos, le clavaba un puñal. Y se vio a sí mismo, sereno, compungido, leyendo en
el funeral unos versos.
Al despertarse, aún impresionado, anotó en su cuaderno,
en el cuaderno a propósito para anotar las citas y frases que se le ocurren de
improviso:
Soñé que eras tú la que me llevabas por una blanca
vereda, atravesando un campo verde, hacia el azul de las sierras, hacia los
montes azules donde nada ni nadie nos echaría de menos ni nos buscaría, una
mañana serena de sol de infancia. Sentía
tu mano en la mía, tu mano de compañera, sentía la sal de tu boca en mi boca,
tu voz de Troya en mi oído y tus ojos viejos con luz dorada de miel nueva, como
una mañana virgen de un alba de primavera. ¡Eran tu voz y tu mano, en sueños,
tan verdaderas! Pero al despertar, me vi de nuevo en la noche sin vida, en la
vida sin sueños, en los sosegados sueños que desembocan al río del olvido.
Viviendo al norte de un amor sucedido, soñando un beso sin labios de hace ya
mucho tiempo. Sueño de un amor fallecido que vivirá cuando se te trague la
tierra.
Al ver a Ileana se ha quedado un poco perplejo, las gotas
de sudor resbalándole por la piel brillante, las cejas muy arqueadas sobre los
ojos negros. Supuso que se trataría de algún mensajero de la editorial ―andan
revueltos y le envían uno a diario para que firme el contrato definitivo,
renuente a hacerlo con el anterior porque con algunas cláusulas no estaba
conforme si no las eliminaban―. Unos instantes antes sonreía pensativo al
rostro sudado que lo miraba desde el espejo tras volver de correr. El correr le
resultaba útil en lo de echar el recuerdo de Erika Vargas fuera, y que sus
palabras, hechas de silencios y reflejos de miel líquida, no lo asaltasen como
lo estaban haciendo. Como en el pasado, corriendo liberaba los demonios, o se
le figuraba que lo intentaba al menos. Había decidido recuperar esa sana forma
de hacer ejercicio y cargarse de buenas vibraciones. Salió, temprano, a correr
por la falda del monte Naranco. Diez kilómetros. Cuarenta y cinco minutos. No
más de sesenta pulsaciones. Y cuando sonó el timbre estaba justo pensando en
ducharse, lo que habría hecho ya si antes no le hubiera dado por releer lo
escrito ayer, y, antes de eso, no le hubiera dado por hacer flexiones.
―He venido para limpiarte la casa —empezó a decir ella, sintiéndose
súbitamente torpe. Insegura de dónde se había metido y arrepentida ya de
haberse presentado de sorpresa.
―De ningún modo. Ya puedes irte por donde has venido
―había un punto de dureza en sus palabras.
―Insisto.
―Que no. Me enfado ―el punto seguía ahí.
―Lo siento.
Ileana entiende que, para variar, ha metido la pata. Por
muy buenas que fueran sus intenciones llegó en mal momento e invadió su
intimidad hasta el punto de pillarlo sin camiseta. Pero no había remedio ya,
irse era peor que quedarse. De modo que trata de no seguir esa conversación que
se podría prolongar hasta el infinito, se quita la chaqueta, dejando al
descubierto sus hombros, se va hasta una alacena donde, ha intuido, guarda los
productos de limpieza y para evitar volver al salón, donde todavía se
encontraba Martín, al que oía negar y renegar de su presencia allí, se
introdujo en el despacho y se puso a la tarea, tratando de no mover ninguno de
los papeles que tenía sobre la mesa al entender que era el tipo de hombre a los
que les disgusta toquen sus cosas. Después, cuando de soslayo, a través de la
puerta entreabierta, lo vio cruzar por
detrás de ella y, al segundo, lo escuchó entrar en el cuarto de baño y abrir
los grifos de la ducha, decidió pasar a la cocina: allí sí había tarea. A la
media hora había terminado y como no se atrevió a entrar en su dormitorio, por
si volvía de la ducha donde sin duda permanecía, decidió pasar el aspirador por
el salón. Al poco entró Martín. Percibió que olía a jabón y a algo de perfume.
Al cabo Ileana se giró a mirarlo: llevaba la cartera en las manos, se había
afeitado y vestido. Estaba muy guapo.
—Lo siento ―repitió―. ¿Te he molestado?
Martín se tocó la nariz y no dijo nada.
—No me
conoces ―dijo un momento después―. Lo ignoras todo sobre mí.
De nuevo tenía un punto de dureza en la voz. Ileana miró
a un lado y luego a otro y siguió pasando el aspirador. Curiosamente no se
sentía intimidada, ni fuera de lugar. Había ido a verlo, haciendo lo que creyó
debía hacer. Y habría dado cualquier cosa por ser una mujer elegante, que
hablara bien, sin acento. O al menos con cultura. Con algo que ofrecer, aunque
fuese sexo. Pero no era su caso, no estaba atraído por ella, eso lo tenía
claro. Por eso callaba, y estaba allí plantada de espaldas a él, con la mayor
sencillez de que era capaz, y se limitaba a ser su amiga, y a limpiarle la
casa. Y eso no era mucho, pero era todo.
―Ya que eres necia, que no obedeces y no me haces maldito
el caso; ya que no te voy a convencer, dándolo por imposible, te dejo hacer. Tú
ganas. Adelante. Voy a salir un momento enfrente. Vuelvo ahora. Bienvenida.
Sonaron las palabras sin el punto de dureza. Detuvo el
aspirador, se giró y había una sonrisa en la boca de Martín. Una sonrisa
reflexiva, casi expectante, la primera de ese día. Pero sobre todo una sonrisa
familiar. Por un instante fugaz, le pareció que era una de esas sonrisas que
los maridos ponen a las mujeres al irse a trabajar y que a ella nunca el suyo
puso jamás, ni siquiera al principio. Se había estado arrepintiendo de su osadía,
sin embargo, tras encajar aquella sonrisa ya no, aún más, empezaba a pensar que
hizo lo correcto.
―Gracias. Bien hallada.
Martín abrió la boca como para decir algo, tal vez
entonar una disculpa, pero cambiando de parecer no dijo nada y salió.
Ahora estaba sola en aquella casa, en la casa de Martín.
Apagó el aspirador y se dispuso a echar un vistazo. Sentía curiosidad:
fijándose podría encontrar respuestas en pequeños detalles. Las ventanas del
salón, la cocina y el despacho se abrían a la misma calle que ella veía desde
Casa Juanito, comprobó que desde aquella altura le parecía muy diferente, y al
edificio de la Estación del Norte, con el reloj en su frente. Lejana, por
encima de los tejados asomaba, imponente, la torre de la Catedral en el casco antiguo
y, más próxima, la cúpula del Hotel de La Reconquista que a esa hora relucía en
tonos de oro viejo. Al otro lado de los automóviles estacionados junto a la
acera, entre los bancos existentes, unos viejitos charlaban en corro. Martín
había dejado música puesta. Se trataba de una melodía quebrada y triste que ninguna vez antes había escuchado y en
la que sonaba un instrumento que le recordaba al acordeón. El piso no era
lujoso pero andaba por encima de la media, con sillones de cuero de buena
calidad, diseño italiano, y un cuadro auténtico en la pared, un óleo moderno de
vivos colores, y cortinas de buen gusto en las ventanas; y la cocina en la que
ella había estado antes, tenía aspecto limpio, vanguardista y luminoso, con un
microondas, un frigorífico de aluminio y una mesa de cristal y cuatro taburetes
de cuero y acero, todo ello de diseño muy actual. El salón lo formaban cuatro
estanterías lisas y blancas; la del centro, al fondo, tenía un televisor grande
y un equipo de alta fidelidad. Se
acercó a él y leyó en la portada del disco abierto: ASTOR PIAZZOLLA/EL
INFIERNO TAN TEMIDO (1979). Ni idea,
pensó, de quién era el tal Astor, pero es agradable. Miró en torno suyo. El
resto de anaqueles estaba ocupado con películas, discos y principalmente con
libros. Muchos libros; aquel lugar ―esa había sido la impresión al entrar― era
una biblioteca, estaba lleno de todo tipo de libros, arracimados, en hilera, en
pilas, en rimeros… Los había hasta en el pasillo, dispuestos en pequeños
muebles libreros de un metro y medio que rellenaban los espacios entre puertas,
y se preguntó, admirada, si los habría leído todos. Avanzó por el pasillo y
antes de entrar en el dormitorio, se alisó el cabello ante el espejo del fondo
del pasillo, pasando primero una mano y después la otra por las sienes. Allí
estaba ella, los ojos negros y grandes, sintiendo que cometía una profanación.
Son sólo cuatro paredes, dijo tratando de convencerse de lo contrario. Hizo su
cama que, se notaba, no había cambiado ni hecho en varios días. Y mientras
estiraba los pliegues de la colcha,
reparó en una foto que había sobre la cómoda: él, adolescente y con
calzón corto de deporte y una camiseta de tirantes, luciendo una medalla al
pecho; a su izquierda un hombre de camisa blanca, cabello corto y tez morena.
Unos cincuenta años la edad del hombre, calculó. Y tal vez catorce o quince, la
de Martín. Había al fondo lo que parecía un cuartel: dos torres, un águila como
escudo sobre la puerta y un mástil con la bandera; y también se advertía un
evidente parecido entre el muchacho de la fotografía y aquel hombre: la forma
de la frente, los ojos serenos, la línea de la cara, el mentón suave. Su padre.
Era su padre, dedujo. Al lado derecho de la foto, un reloj muy viejo con
leontina y la inscripción en el reverso: Vulnerant
omnes, ultima necat, y, al otro lado, el izquierdo, una bola de cristal
con un pingüino dentro. El interior, advierte, se veía borroso porque era muy antiguo.
Pasa la mano por las camisas del ropero, una por una, alienadas y no muy bien
planchadas. Le gustan las camisas de Martín y aún más cómo le sientan de bien.
Sobre el respaldo de una silla ve que está colgada su veterana cazadora de
cuero, algo raída en las mangas. Por la ventana entreabierta que da al patio, y
que hacía de tendedero ―en ese momento sin ropa colgada―, llegaba el sonido de
una radio lejana, mezclado con los ecos de distintas voces.
***
Martín e Ileana comen en la cocina lo que aquel acababa
de comprar y traerse de la confitería León: menestra de verduras salteadas y
entrecot de buey en salsa de setas silvestres. Comida preparada para llevar.
También hay media docena de pasteles, para cuando lleguen al postre. Los que no
nos comamos te los llevas para los críos, le había dicho, abriendo el papel de
su envoltorio. Después, no sin insistirle para que ella lo hiciera, se habían
sentado a la mesa a comer y él había abierto una botella de Ribera del Duero de
las que, de vez en cuando, le mandaba Asier, mientras que Ileana, locuaz,
recuperada la confianza, desterrado el punto de dureza, le había estado
hablando del piso que alquilara gracias al dinero prestado durante bastante
rato, tras lo cual se quedó callada mirándolo como si lo viera por primera vez,
esperando a reunir el valor de hacer la pregunta que le había estado rondado por
la cabeza desde la noche en que le atizara a su exmarido. El momento propicio llegó
cuando él había pedido disculpas por su actitud, justo cuando terminaba de
abrazarla y le decía: soy como un lobo estepario, me gusta la soledad y
reacciono mal cuando me visitan, perdona, sabes que te aprecio. ¿Por qué a mí?,
había soltado ella finalmente. ¿Por qué eres amigo mío? Quiero decir, ¿por qué
yo, que no soy bonita ni espectacular, no tengo cultura, ni distinción soy tu
«amiga especial»? Y ¿Por qué me dijiste aquello de «la chica del este»?
Martín le está respondiendo a sus preguntas:
―Es lo más cerca que he estado de una chica del este. Sí.
―Cuéntame algo más ―el tono quejoso.
―Solo bromeaba. Me caes bien y te tengo aprecio. Y, no lo
voy a negar, me interesa el hecho de que seas de la Europa oriental.
―Pero habrá algo más ¿no? ¿Por qué te parecemos
interesantes?
―Pues me han interesado de siempre.
―Pero por qué, ¿a qué se debe? No seas tan misterioso.
―Tuve durante un tiempo un sueño recurrente ―explicó―, en
el que aparecía una mujer arrebatadoramente bella. Y era tan fuerte el sueño
que en ocasiones no sabía si la imaginaba o la veía realmente. Si estaba
soñando despierto, o si tenía visiones.
―¿Era del Este?
Una mueca nostálgica arribó a la boca de Martín, que la
miró como preguntándose hasta qué punto era bueno hablarle de sus obsesiones.
Una vez, siendo un inspector primerizo y novato, con la
tinta del nombramiento del despacho aún fresca, Martín se había cruzado con una
mujer en el curso de una investigación. El encuentro duró un par de minutos, el
tiempo exacto que la puerta de la casa en la que estaban y por la que la veía a
ella, permaneció abierta. Habían ido aquella mañana a una lujosa mansión de
Aravaca, para hacerle preguntas al líder de una organización criminal instalada
recientemente en España al empezar a desaparecer la URRSS, acerca de un
asesinato ocurrido en la calle de Princesa y del que tenía todos los boletos
para ser el sospechoso, autor de asesinato por inducción. Un pez gordo, fichado
y con antecedes en la OIPC, del que sabían, aunque no se le había conseguido
probar, movía numerosos entramados por todo el país dedicados al tráfico de
drogas. Acompañaba esa mañana al jefe del grupo, quien, desde la altiva
veteranía, le había dicho antes de entrar: tú calladito, hablaré yo ¿de
acuerdo? Preguntaron por el señor de la casa, identificándose con sus placas al
individuo con pinta de sicario y cara de pocos amigos, que les abrió la puerta,
justo un segundo antes de que casi la cerrara en las narices, y que a
regañadientes, perdonándoles la vida por haber osado venir a molestar, les condujo hasta lo que anunció como su
despacho, pasando pasillos y puertas sin cuento hasta llegar a una puerta donde
había otro gorila, con peor cara aún que el anterior. Por toda la casa había
gorilas de aquellos y criados, dieciséis había contado Martín hasta el momento.
«Son de la pasma, vienen a hablar con el señor», dijo el primero. El segundo,
impasible, miró a su colega y luego a Martín y a su compañero, puso la mano en
señal de esperen, y abrió la puerta. Dentro había un hombre sentado tras de una
mesa de despacho vuelto hacia el ventanal, y tras dos puertas corredizas que
daban a otro salón, una mujer tumbada en su diván que leía un libro. Martín
dirigió hacia ella su mirada: era rubia, con el pelo recogido sobre la nuca, y
su aspecto evocaba a mujeres vestidas de blanco que uno había visto muchas
veces en las películas. Mujeres bellas e indolentes, protegidas bajo el ala
amplia de un sombrero o un quitasol, apareciendo
a través de la ventanilla de un tranvía. Esfinges que entornaban los ojos contemplando el mar
azul, leían o callaban. Espías con rostro angelical que venían del otro lado
del telón de acero. Enfermeras que tocaban la balalaika. Amantes de
revolucionarios que lo mismo inspiraban un poema que una melodía o un lienzo.
Martín siguió con mal disimulada avidez aquel rostro a través de la abertura de
las puertas, estudiando el perfil, el mentón inclinado, los ojos bajos,
concentrados en la lectura ―Wuthering Heights by Emily Brontë, alcanzaba a ver
en la cubierta―, el cabello tirante en las sienes. Era rusa o polaca, tal vez
húngara, desde luego no era española. Del este en todo caso. De siempre, pensó,
los hombres morían o mataban o se arruinaban por mujeres como ésa. Entonces el
matón, tras intercambiar unas palabras con el jefe en un idioma eslavo, o de
por ahí, sin dejar el rostro indiferente y de pocos amigos, hizo con la mano la
señal de adelante. Y entraron, pudo entonces ver al tipo que estaba con la chica,
cuando éste se volvió por fin hacia ellos: nariz aguileña, ojos claros, cabello
gris, piel bronceada contrastando con una ridícula vestimenta deportiva blanca
―era evidente que con aquella barriga no
hacia deporte alguno―. Nacional de Rusia, Georgia, exmilitar y exkagebé, ponía su ficha. Martín no
atendió a la conversación que se desarrollaba entre su jefe y el jefe de los
gorilas de la puerta, dueño de la casa, ni a las técnicas del interrogatorio
que éste de seguro estaba poniendo en práctica con aquel, y volvió a observar a la mujer, quería
confirmar el color que suponía de sus ojos. Un segundo más tarde ella alzó el
rostro y miró directamente a Martín, clavando sus ojos azules y claros en los
de él. Azules, o hechos de azul, ratificó. Le dirigió una mirada ni fugaz ni
detenida, ni curiosa ni indiferente. Tan serena y segura de sí que no parecía
de este mundo. Y Martín se preguntó cuántas sesiones de espejo eran necesarias
para mirar de ese modo. En aquel momento sintió una confusión terrible y apartó
un poco la vista, azorado, por estar observándola tan de cerca. Era tan
atractiva que contemplarla quemaba un poco. Ella se levantó seguidamente y se
acercó hasta las puertas, dijo algo en un idioma desconocido, un idioma que
bien podía ser del este, como el de todos allí, puso una mano en cada hoja sin
dejar de mirar a Martín, y este pudo ver más cerca todavía sus ojos y las
líneas perfectas de su rostro esculpido, durante apenas un segundo, después,
sin mover un músculo de la cara, la mujer cerró de golpe las puertas,
juntándolas, y a partir de ese momento no pudo verla más. Ni la volvería a ver
más tampoco en su vida, viva. Años después le tocaría reconocer el cadáver
desfigurado de una mujer sin identificar que hacía varios días que descansaba bajo
una sábana manchada de sangre en la morgue del Instituto Anatómico
Forense, y que una patrulla había
encontrado en un descampado, con los dedos quemados con ácido y la tráquea
rota. Había muerto torturada salvajemente ―comentaba el forense―, nunca había
visto algo así. Comprobó que los ojos de aquel cadáver eran idénticos a
aquellos ojos azules que había sentido penetrar hasta sus entrañas una vez, una
mañana lejana. Que el azul sin vida que aparecía al abrirle los párpados era el
mismo azul, frío y distante, de aquella chica de la que nada más pudo saberse,
ni su nombre ni de dónde era, salvo que era una chica del este.
―Sí, era una chica del este, rubia y de ojos azules ―dijo
después de haber evocado aquel recuerdo, pasando inmediatamente la hoja y guardando
el álbum en el lugar correspondiente de la memoria, decidiendo en ese instante
explicarle el sueño prescindiendo de su fulminante―. Te vas a reír de mí. Se me
aparecía vestida únicamente con una gabardina, como la Romy Schneider en la
película francesa El Cordero Enardecido (traducido absurdamente como El trepa).
Ileana niega con la cabeza: no ha visto la película.
―Bueno, en la escena a la que me refiero, ella que tenía
una mirada capaz de cortar la leche del café que estuvieras tomando, aparece en
casa del amante vestida con una gabardina blanca. Viene de la calle. Una vez
dentro él se la quita y se queda totalmente desnuda, inexpresiva, con absoluta
normalidad. No llevaba ropa interior.
Soñé mucho con esa chica del Este que se me aparecía como
un fantasma. Aún me ocurre alguna vez.
―Ah. Comprendo ―dijo agitando con suavidad el vino de su
copa―. ¿Y por qué tenía que ser del Este?
―Siempre me ha gustado el cine y el tipo de mujeres que
salían en ellas. Sofisticadas. Aquellas mujeres en blanco y negro, o
tecnicolor, que antes se hubieran muerto o saltado por la ventana, que salir
mal vestidas a la calle. Esas medias con costura sobre zapatos de aguja ―la
sonrisa nostálgica―. Esas siluetas, gloriosas e inconfundibles: cintura ceñida,
curva de caderas y falda de tubo ajustada hasta las rodillas, que las obligaba
a moverse de un modo determinado, con suave contoneo, y un garbo propio e
inconfundible.
Debería haberme puesto finalmente el vestido y los
tacones, lamenta Ileana.
―Pero también ―continúa― estaban otras, como Julie
Christie representando a la adolescente Lara Antipova, en Doctor Zhivago. La
intensidad de su mirada azul y aquel rostro anguloso es la quintaesencia, para
mí, de la belleza y la sensibilidad que requería el papel de ésta joven rusa,
que fue amante, enfermera y madre, y que luchó por sobrevivir en un tiempo
convulso, y por querer a un hombre casado y con familia, y que inspiró en el doctor, unos poemas que llevan
su nombre. Pasiones y desamores con la misma cadencia de un tango, pero con el
escenario de la nieve blanca y los crudos inviernos detrás. Hay una secuencia
sublime, su amante, un mecenas aprovechado, le cubre la cabeza con un
estimulante velo que luego doblará libidinosamente sobre sus labios, dejando al
descubierto toda la provocadora belleza de su mirada, para después enfrentar,
en un plano contra plano, la impúdica lascivia reflejada en los ojos del hombre
y el rubor no exento de deseo que intentará ocultar Lara, cuando éste retira bruscamente el velo de su boca.
Calló y miró al vacío, detrás de Ileana, a las apagadas
cristaleras de las casa de enfrente. Recordaba que era la misma mirada
embriagadora y azul que la de la chica rubia, compañera del ruso mafioso. Cada
vez que ve la película la ve a ella: Sensual,
hermosa, delicada, dura... Extremadamente deseable.
Sus ojos, pensó Ileana, tenían el brillo de los videntes.
Y volvió a mover la cabeza, tampoco la había visto.
―Supongo ―prosigue― que yo me muevo, fiel a mis mitos, y
aúno los rostros y actitudes de muchas de aquellas estrellas en una sola. Y mi
imaginación hace el resto. Y supongo también que es debido a que compruebo que
ya no quedan de aquellas mujeres, sino en ese lugar de Europa donde el tiempo
se detuvo tras el telón de acero. Luego está la literatura: Ana Karénina,
Doctor Zhivago ―además de excelente película una buena novela―, La insoportable
levedad del ser, En brazos de la mujer madura. Etcétera. En resumen: Actrices y
mujeres del Este.
―Actrices y mujeres del Este ―repitió Ileana.
―Lo más cerca que he estado de una actriz ha sido de Erika
Vargas. Y lo más cerca que he estado de una mujer del Este, ha sido contigo
―sonríe burlón.
Los ojos de Ileana parpadean, soflamados. Y ha
carraspeado tratando de decir algo. Pero en ese momento suena el teléfono y
Martín se levanta a cogerlo, apenas descuelga Ileana ve que su expresión pasa
de la camaradería gozosa a la sorpresa y después a la preocupación, quizá
incluso a la inquietud. Se trata de la tal María, la de Salamanca, que ha
puesto una conferencia desde algún lugar de «la provincia de Valladolid», y
aunque no oye más que parte de sus palabras, las expresiones de Martín son lo
bastante claras para que comprenda lo que le dice. Parece que ha habido una
desgracia, un accidente. ¡Cómo están ellos!, inquiere Martín, despacio, sin
obtener respuesta; ella en cambio le dice que ya hablarán, que está viniendo,
viajando en un autobús para Oviedo, que han hecho un alto en el camino y que ha
aprovechado para llamarlo, que con las prisas no se le había ocurrido hacerlo
antes. ¿A qué hora llegas?, pregunta Martín y tras escucharse que a las siete,
añade: a esa hora estaré allí, en la estación, esperándote, e iremos juntos al
hospital. Un abrazo.
Ha colgado el auricular y ha apretado el puño de la mano
libre contra la pared. Después se ha quedado un rato así, de pie, quieto,
mirando los tendones de su puño. Y
luego se ha vuelto hacia ella con suavidad, abriendo la boca como para
decir algo que se le ahogaba dentro sin salir. Los iris le relucían, agresivos, preocupados. Aquello duró un momento, y en ese
espacio de tiempo Ileana se
despidió mentalmente de cualquier esperanza
de poder llegar a ser su chica del Este y de todo el singular ensueño
que la había llevado hasta él, esa mañana. Y entendió que con respecto a aquel
hombre que tenía enfrente ella no sería más que una muy buena amiga. Una amiga
especial. La mejor y más leal de sus amigas.
©Humberto, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario