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lunes, 7 de octubre de 2013

EL FARO XVIII







PARTE DECIMOCTAVA
-XXXIII-










Martín, a una señal del párroco, se levantó de su asiento y se dirigió, recorriendo el pasillo con paso firme y resuelto, hacia el púlpito. Al pasar los bancos, notaba las miradas clavándose en él y murmuraciones del tipo: «quién es ese», «qué hace», «para qué se ha levantado». Del bolsillo de su chaqueta extrajo un par de folios doblados, escritos a mano, que depositó sobre el atril y, ajustando levemente el micrófono a la altura de su boca, se dispuso a leer. Se hizo el silencio. De vez en cuando saltaba alguna tos perdida.
El templo estaba rebosante de gente que había querido venir a la misa por los Vargas, amigos, conocidos y vecinos, venidos de todas partes; los que no cabían se quedaron afuera, en el pórtico, hablando en voz baja, como si alzar la voz fuera ofensa contra el respeto debido a los muertos. También habían venido una docena de periodistas y fotógrafos y un par de cámaras de la televisión, no mucho, la verdad, y nada que ver con lo que les dispensarían en su país a dos personas famosas como ellos. La iglesia parecía un vergel de tantas flores, ramos y coronas que se habían ido acumulando y que se fueron repartiendo por todas partes, en el altar, entre los confesionarios, en la capilla, en las hornacinas de los santos, a medida que fueron llegando. Y junto a los escalones anteriores al presbiterio, al final del corredor central, sobre elevadores metálicos tapados por flores rojas, paralelos, estaban dispuestos dos ataúdes blancos, cubiertos por la bandera mejicana y flanqueados por dos cirios encendidos, brillando en la caoba sus ascuas de oro.
Martín comenzó a leer en voz alta y firme. Iba mirando con aquel rostro encendido aunque sereno, a la derecha, al centro y a la izquierda, invariable, posando sus ojos en las personas hasta ver rostros conocidos: don Luis, el director de banco; Antxón el restaurador interiorista y su joven hija, Helena; María, la doctora y pensadora, escritora en ciernes, de la que no se ha separado en dos días y dos noches; su madre, doña Leonor, a quien fue presentado ayer —sexto error: conocer a la futura suegra—, y en una señora de unos cincuenta y pico años largos, muy bien conservada, hermosa, regordeta y elegante, de pelo negro como antracita y labios y pecho gruesos, vestida muy elegante y muy americana, a la que ha reconocido como Lucinda. Y sus palabras empezaron a rodar como un torrente de fuego sin llamas, como un viento sin frío que se colara por sus rendijas hasta sus entrañas. A medida que avanzaba, cada uno de los que le oían se sentía arrastrado por lo que le decía, a las honduras de sí mismo, tocando de muerte su fibra sensible. Hablaba sobre el silencio vivo del entregado auditorio de una forma y de una manera, con tales palabras, que nadie pudo quedarse indiferente y a los más se les aguaron los ojos y el resto, los menos, estallaron a llorar entre sollozos comprimidos. Las lágrimas corren por las mejillas de María que sonríe, sus dientes resplandecientes.
Era María quien se lo había pedido, que escribiera un discurso, un obituario, algo, lo que fuese, y lo leyera en la iglesia, al término del sepelio. No tuvo que convencerlo, era de madrugada y él, como movido por un resorte, se levantó de la cama en su apartamento de Oviedo y se puso a escribir. En apenas una hora lo tenía terminado, era como si ya estuviese dentro de su cabeza. Habían pasado todo el viernes en Arriondas con los trámites de expatriación y de embalsamamiento —práctica de conservación requerida para poder trasladar los cuerpos a otro país—, y ya a última hora de la tarde, en el momento en que la dejaba en el hotel y abría la puerta del coche, hubo una pausa incómoda. Su maleta roja estaba dentro del maletero. Todo lo que tenía estaba allí: su maleta roja era toda su vida. Martín sonrió cortés, e insistió en que tenía que regresar a casa para cambiarse de ropa pues llevaba con la misma desde ayer, que volvería temprano al día siguiente, que ella podía quedarse y descansar. Nuevo silencio. Puso ojos de: «No me dejes, llévame contigo». Martín miró varias veces el reloj, sin atreverse a abrir el maletero, hasta que finalmente ella habló y dijo que no quería que la dejara sola. Su tono fue de ruego pero con firmeza, evitando una entonación que le hiciera mirarla de otro modo distinto, dejar la maleta, agarrar el coche y salir zumbado en mitad de la noche violácea que empezaba a prolongarse por la vega del río hacia ellos, consciente de que no era la clase de hombre al que le fueran las afectaciones, ni los chantajes emocionales. De acuerdo, dijo al fin, suave, contenido. Y accedió a llevársela a casa. Quizá, pensó después, cuando dormía en su cama pegada contra su espalda, tanteando con los senos aquella firmeza suya, dura como una roca, sintiendo su olor, metiendo la nariz entre el pelo, había sido audaz y había forzado demasiado la cuestión: deseo físico y esperanza egoísta. Pero aparte de que no quería estar sola ¡no lo quería volver a perder!, no quería separarse de él por nada del mundo. La vida tejía de nuevo un hilo entre ellos, muy débil todavía, y únicamente, creía, con tiempo lo fortalecería.  Lo contemplaba ahora, extasiada, dando lectura a lo que ella ya había leído unas horas antes, esa misma mañana, apenas lo concluyera, cuando Martín girándose sobre la silla de su escritorio, el torso desnudo, el pelo revuelto, se volvió hacia ella que estaba observándolo a su espalda, absorta en la contemplación de su nuca, y se lo entregó para que le diera su opinión.
—¿Puedo hacerte una sugerencia? —preguntó al terminar.
—Sí, claro.
La miraba pensativo, con especial interés y un punto de sorpresa que le pareció espontáneo.
—Escríbeles un poema y añádelo.
Martín asintió inclinando mucho la cabeza. Parecía estar de acuerdo y llegar a alguna clase de conclusión.
—A ella le gustaría —añadió—.
Ya lo había leído, sí, a excepción del poema que no se lo permitió ver con el pretexto de que era una sorpresa, y le había encantado, pero ignoraba el efecto subyugante que proporcionaría al texto su voz templada y modulada, de antiguo profesor, y el efecto visual de su aspecto formidable, vestido con aquel traje oscuro elegante que le sentaba tan bien, su silueta recortada en el albo de las paredes, iluminado apenas por un haz de luz que le caía oblicuo filtrándose de un ventanal alto situado a su izquierda y por los cirios a su frente, cuyas llamas bailaban en el oscuro de sus ojos y en el negro de su pelo. Pocos, piensa, en un momento así, hubieran estado tan lúcidos como para ser capaces de escribir una sola palabra sobre unos amigos muertos de forma trágica y repentina, cuanto menos para escribir este apasionado panegírico, complejo y denso, como el que está oyendo y que leyera en la mañana. María se pregunta cómo es posible que le hayan salido todas esas frases tan barrocamente construidas, tan ingeniosas, tan delicadas, en un momento en el que seguro está apesadumbrado y tocado por el dolor como yo misma, y que se ponga a hablar delante de toda esa gente sin que se le quiebre la voz. A ella le resulta imposible escribir ni decir nada. A ella y a su madre, que se vino de Salamanca al conocer la noticia y con la que se reunió ayer, en la sala del tanatorio al que llevaron los cuerpos una vez fueron embalsamados, el accidente las ha dejado en un estado de apabullamiento y mutismo. Apenas han sabido hablarles a los conocidos y amigos de los Vargas cuando se les acercaban, antes, a la entrada de la misa, a darles el pésame. María llora sin poder evitarlo y se da cuenta de que admira a ese hombre aún más de lo que lo admiraba hace diez minutos, por esa valerosa muestra de elocuencia que la estremece por su franqueza, por la precisa muestra de pensamiento, pena, dolor y amistad condensadas que empapan cada una de sus expresiones.
El silencio era cada vez más denso, los de afuera, al advertirlo, trataban de saber qué pasaba y de escuchar qué era lo que decían acercándose un poco más a las puertas y agolpándose. Chistaban para hacer callar a los indiferentes. Martín hablaba de la levedad del ser humano; del sueño que tejen los inciertos hilos del destino, de que nada existe por sí, sino por nosotros. Que todo nos viene de fuera, y es nuestro mundo interior, lo que no existe. Del amor, un regalo inesperado que surge en un momento inesperado, que nos atrapa y nos envuelve y nos domina cuando más lejos de él nos creemos. Y refiriéndose a Erika, decía:
«Dominaba, como actriz que era, el arte de crear el día con las palabras y sacar la noche con los silencios […].
Fuego crepuscular de diosa azteca, que ya no quema extinguida su llama, pero cuya figura en celuloide impresa alienta las encendidas ramas de los corazones de cuantos te conocimos, en las que aún tiembla la luz sin sol donde se cumple el día. Existiendo en nuestro recuerdo y en nuestra memoria.
[…]No quiso vivir de otra manera sino la que eligió: no aceptando más normas que las suyas propias, y, consecuente con eso, no quiso morir sino eligiendo también el momento y el modo. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él», solía decir. Ese era su lema. La vida, es puro mariachi, que va pasando y pasando, y al mirar atrás, como cuando se mira una película por segunda o tercera vez, es cuando vemos que encaja todo y que tenía un sentido lo que nos ocurrió en ella. ¡Hay que vivir! E incluso habiendo muerto, ella enseñaba a vivir, ella nos alentaba a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del mar, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas».
Y refiriéndose a Héctor:
«Director de otras vidas de película, el final de la película de tu vida lo dirigió ella. Expiatorio chivo por cuyo amor incomprendido te fuiste a la hora, modo y forma que te escribió. Viviste con la vaga imprudencia del caballo desbocado, sabiendo que jamás te equivocabas en nada, sino en las cosas que más quisiste. Ahora es noche cerrada en tu corazón, que tanto dio como tanto necesitó, que tanto amó a tantos seres diferentes».

Y, al final, refiriéndose a ambos, leyó el siguiente poema:
Te estás mirando en sus ojos
dos estrellas, un instante,
dos estrellas que han perdido
la memoria al contemplarse.

Te estás reuniendo en sus brazos;
le sientes casi quemándote;
arden el tronco y las ramas
pero las hojas no arden.

Estáis juntos, sin veros,
repetidos y distantes,
juntos pero no vividos,
tristemente naturales.


***
Terminada la misa salen todos afuera. Hay una explanada, entre la iglesia y una bolera, entre las montañas azules y el mar proceloso. Transcurre una de esas desacostumbradas tardes azules y sin nubes, el día fue «bueno». Bajo la sombra de los magnolios se hacen grupos y corrillos en los que hierven las conversaciones. Suena griterío de niños, y también las notas sueltas, vibrantes, melancólicas, de alguien que toca una gaita desde un rincón apartado. Hay una sidrería en la última fila de casas, con un cartel que anuncia: carne a la parrilla, apoyado en la puerta, donde el dueño, un hombre que empieza a ser mayor, vestido con indumentaria negra y mandil a rayas, espera con los brazos en jarra, preparándose para asistir a los primeros clientes que entren. Detrás, a su espalda, una mortecina luz ilumina mesas y una barra vacías, y serrín por el suelo.

Martín está hablando con María y con la madre de ésta, las dos tienen el rímel corrido de haber estado llorando, aún su gesto está violentado de tratar de contener la congoja que les puja en el pecho. El discurso las emocionó, pero el poema hizo que rompieran a llorar. Ya ha saludado al párroco y a muchas personas que han venido a felicitarlo por sus emotivas palabras, y a otras más que vinieron a darles el pésame, como don Luis o Antxón y su hija, cuando Martín advierte que hay alguien que lo mira, de pie, como esperando el momento oportuno a que se desocupe. Se trata de la americana morena que ya ha visto en misa. Al cabo, cuando ella hace ademán de iniciar el acercamiento, Martín se adelanta tres pasos y le dice:
—Usted debe ser Lucinda, ¿verdad?
—Y usted Martín —disimula una sonrisa—. Es tal y como Héctor me lo había descrito.
—Quiero una copia de ese discurso —empieza a decir poniendo la mejilla para ser besada. Mientras lo hace, mira de soslayo a María.
—Lo tendrá, descuide. Y si no uno de esos periodistas va a publicarlo, según me han dicho.
—¿Esa es María, la sobrina de Erika?
—Sí.
—Tiene sus ojos. Sus mismos ojos.
Por los chorretones oscuros bajo sus ojos, advierte Martín, ella también ha llorado.
—Venga, la presentaré —dice cortés, retrocediendo hasta donde se habían quedado ellas.
Charlan un rato amigablemente los cuatro, hasta que doña Leonor dice que debe irse pues quiere aprovechar para conducir hasta Salamanca las horas de sol que quedan. Hace ya media hora que el coche fúnebre partió y unos minutos que acaban de irse las últimas personas: dos viejitos que no se pierden funeral. Martín se ofrece a llevar a Lucinda, de regreso a la ciudad. Ha dicho antes dónde estaba hospedada, en el mejor hotel del centro, y su intención de pasar otra noche en Oviedo para mañana, temprano, volar a México donde, le ha asegurado el gobernador del Estado de Quintana con el que tiene amistad, esperan las autoridades de Cancún para rendir honores a los Vargas. A Matilde, La Implacable, y al güero Héctor. Como se merecen.
A eso de las nueve dejan a Lucinda en la recepción del Hotel de la Reconquista. Amablemente insiste ella en que se queden a cenar, que los convida como pago al favor de no tener que haberse vuelto en un taxi. Martín declina la invitación con media sonrisa en un extremo de la boca. Sin embargo María acepta. Quiere saber más de la amiga de sus tíos. Advierte Lucinda, que el escritor se ha vuelto a mirarla de lado, contrariado. Con un punto de resignación, quizás. Puede que sean solo figuraciones, pero el tono de sorpresa es evidente. ¿O es que se siente incómodo? Realmente lo está. La maleta sigue en su casa, como un ancla, como una pica en su Flandes, el último autobús para Salamanca sale a las diez, y ya no va a haber tiempo, lo que significa que María se quedará una noche más en su casa. Ya cometió el error (el séptimo) de dejar que pasara la noche anterior. Esto se está prolongando, piensa mientras recorren el suelo enmoquetado de los soportales del patio interior, camino del salón bajo la cúpula, adonde los conduce un empleado del hotel. Se prolonga y puede echar raíces. Y cuanta más raíz, más dolor. Ellas dos van animadas hablando, como si la tragedia no hubiera sucedido, se han retocado el rímel corrido, sus ojos están limpios y brillantes, sin rastro de lágrimas derramadas, y en todo el viaje ninguna mencionó nada acerca del accidente, ni del suicidio, ni del motivo, se limitaron a hablar de Asturias, del verde, del mal tiempo que suele hacer, del «bueno» que había hecho. De repente, mira atrás, a la comisaría que está al otro lado  de la calle, a través de  los arcos acristalados. Un vehículo policial sale en ese momento, calle arriba, y al llegar a la esquina prende la sirena y las luces y sale disparado, rugiendo el motor, y desaparece en un suspiro del campo de visión. Si las dos mujeres se giraran en ese instante y le vieran, advertirían que estaba nostálgico. Es un momento breve de nostalgia que se esfuma cuando desclava la vista de la calle y se vuelve, un segundo antes de franquear la puerta del salón Covadonga, y retorna de una vida que no fue a la que es, de una manera de sentir y de pensar que, con el pasar de los años, se quedó atrás, como tantas otras cosas. La antigua capilla del Hospicio, de planta octogonal, es hoy un salón enmoquetado en granate donde, según el día, se sirven cenas y comidas. Por los ventanales de la cúpula central —a 30 metros de altura— se desliza tamizada la última claridad de la tarde, traspasando las volutas de humo de los clientes que brillan heridas en diferentes tonos. Y en uno de sus palcos, en la segunda planta, un pianista toca melodías de jazz.
Continuará... 
        ©Humberto, 2013

Continuará... 

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