PARTE DECIMOCTAVA
-XXXIII-
Martín, a una señal
del párroco, se levantó de su asiento y se dirigió, recorriendo el pasillo con
paso firme y resuelto, hacia el púlpito. Al pasar los bancos, notaba las
miradas clavándose en él y murmuraciones del tipo: «quién es ese», «qué hace»,
«para qué se ha levantado». Del bolsillo de su chaqueta extrajo un par de
folios doblados, escritos a mano, que depositó sobre el atril y, ajustando
levemente el micrófono a la altura de su boca, se dispuso a leer. Se hizo el
silencio. De vez en cuando saltaba alguna tos perdida.
El templo estaba rebosante de gente que había querido venir a
la misa por los Vargas, amigos, conocidos y vecinos, venidos de todas partes;
los que no cabían se quedaron afuera, en el pórtico, hablando en voz baja, como
si alzar la voz fuera ofensa contra el respeto debido a los muertos. También
habían venido una docena de periodistas y fotógrafos y un par de cámaras de la
televisión, no mucho, la verdad, y nada que ver con lo que les dispensarían en
su país a dos personas famosas como ellos. La iglesia parecía un vergel de
tantas flores, ramos y coronas que se habían ido acumulando y que se fueron repartiendo
por todas partes, en el altar, entre los confesionarios, en la capilla, en las
hornacinas de los santos, a medida que fueron llegando. Y junto a los escalones
anteriores al presbiterio, al final del corredor central, sobre elevadores metálicos
tapados por flores rojas, paralelos, estaban dispuestos dos ataúdes blancos,
cubiertos por la bandera mejicana y flanqueados por dos cirios encendidos,
brillando en la caoba sus ascuas de oro.
Martín comenzó a leer en voz alta y firme. Iba mirando con
aquel rostro encendido aunque sereno, a la derecha, al centro y a la izquierda,
invariable, posando sus ojos en las personas hasta ver rostros conocidos: don
Luis, el director de banco; Antxón el restaurador interiorista y su joven hija,
Helena; María, la doctora y pensadora, escritora en ciernes, de la que no se ha
separado en dos días y dos noches; su madre, doña Leonor, a quien fue presentado
ayer —sexto error: conocer a la futura suegra—, y en una señora de unos
cincuenta y pico años largos, muy bien conservada, hermosa, regordeta y
elegante, de pelo negro como antracita y labios y pecho gruesos, vestida muy
elegante y muy americana, a la que ha reconocido como Lucinda. Y sus palabras
empezaron a rodar como un torrente de fuego sin llamas, como un viento sin frío
que se colara por sus rendijas hasta sus entrañas. A medida que avanzaba, cada
uno de los que le oían se sentía arrastrado por lo que le decía, a las honduras
de sí mismo, tocando de muerte su fibra sensible. Hablaba sobre el silencio
vivo del entregado auditorio de una forma y de una manera, con tales palabras,
que nadie pudo quedarse indiferente y a los más se les aguaron los ojos y el
resto, los menos, estallaron a llorar entre sollozos comprimidos. Las lágrimas
corren por las mejillas de María que sonríe, sus dientes resplandecientes.
Era María quien se lo había pedido, que escribiera un discurso,
un obituario, algo, lo que fuese, y lo leyera en la iglesia, al término del
sepelio. No tuvo que convencerlo, era de madrugada y él, como movido por un
resorte, se levantó de la cama en su apartamento de Oviedo y se puso a
escribir. En apenas una hora lo tenía terminado, era como si ya estuviese
dentro de su cabeza. Habían pasado todo el viernes en Arriondas con los trámites
de expatriación y de embalsamamiento —práctica de conservación requerida para
poder trasladar los cuerpos a otro país—, y ya a última hora de la tarde, en el
momento en que la dejaba en el hotel y abría la puerta del coche, hubo una
pausa incómoda. Su maleta roja estaba dentro del maletero. Todo lo que tenía
estaba allí: su maleta roja era toda su vida. Martín sonrió cortés, e insistió
en que tenía que regresar a casa para cambiarse de ropa pues llevaba con la
misma desde ayer, que volvería temprano al día siguiente, que ella podía
quedarse y descansar. Nuevo silencio. Puso ojos de: «No me dejes, llévame
contigo». Martín miró varias veces el reloj, sin atreverse a abrir el maletero,
hasta que finalmente ella habló y dijo que no quería que la dejara sola. Su tono
fue de ruego pero con firmeza, evitando una entonación que le hiciera mirarla
de otro modo distinto, dejar la maleta, agarrar el coche y salir zumbado en
mitad de la noche violácea que empezaba a prolongarse por la vega del río hacia
ellos, consciente de que no era la clase de hombre al que le fueran las afectaciones,
ni los chantajes emocionales. De acuerdo, dijo al fin, suave, contenido. Y
accedió a llevársela a casa. Quizá, pensó después, cuando dormía en su cama pegada
contra su espalda, tanteando con los senos aquella firmeza suya, dura como una
roca, sintiendo su olor, metiendo la nariz entre el pelo, había sido audaz y
había forzado demasiado la cuestión: deseo físico y esperanza egoísta. Pero
aparte de que no quería estar sola ¡no lo quería volver a perder!, no quería
separarse de él por nada del mundo. La vida tejía de nuevo un hilo entre ellos,
muy débil todavía, y únicamente, creía, con tiempo lo fortalecería. Lo contemplaba ahora, extasiada, dando lectura
a lo que ella ya había leído unas horas antes, esa misma mañana, apenas lo
concluyera, cuando Martín girándose sobre la silla de su escritorio, el torso
desnudo, el pelo revuelto, se volvió hacia ella que estaba observándolo a su
espalda, absorta en la contemplación de su nuca, y se lo entregó para que le
diera su opinión.
—¿Puedo hacerte una sugerencia? —preguntó al terminar.
—Sí, claro.
La miraba pensativo, con
especial interés y un
punto de sorpresa que le pareció espontáneo.
—Escríbeles un poema y añádelo.
Martín
asintió inclinando mucho la cabeza. Parecía estar de acuerdo y llegar a alguna
clase de conclusión.
—A ella le gustaría —añadió—.
Ya lo había leído, sí, a excepción del poema que no se lo permitió
ver con el pretexto de que era una sorpresa, y le había encantado, pero ignoraba
el efecto subyugante que proporcionaría al texto su voz templada y modulada, de
antiguo profesor, y el efecto visual de su aspecto formidable, vestido con aquel
traje oscuro elegante que le sentaba tan bien, su silueta recortada en el albo
de las paredes, iluminado apenas por un haz de luz que le caía oblicuo filtrándose
de un ventanal alto situado a su izquierda y por los cirios a su frente, cuyas
llamas bailaban en el oscuro de sus ojos y en el negro de su pelo. Pocos,
piensa, en un momento así, hubieran estado tan lúcidos como para ser capaces de
escribir una sola palabra sobre unos amigos muertos de forma trágica y repentina,
cuanto menos para escribir este apasionado panegírico, complejo y denso, como
el que está oyendo y que leyera en la mañana. María se pregunta cómo es posible
que le hayan salido todas esas frases tan barrocamente construidas, tan
ingeniosas, tan delicadas, en un momento en el que seguro está apesadumbrado y
tocado por el dolor como yo misma, y que se ponga a hablar delante de toda esa
gente sin que se le quiebre la voz. A ella le resulta imposible escribir ni
decir nada. A ella y a su madre, que se vino de Salamanca al conocer la noticia
y con la que se reunió ayer, en la sala del tanatorio al que llevaron los
cuerpos una vez fueron embalsamados, el accidente las ha dejado en un estado de
apabullamiento y mutismo. Apenas han sabido hablarles a los conocidos y amigos
de los Vargas cuando se les acercaban, antes, a la entrada de la misa, a darles
el pésame. María llora sin poder evitarlo y se da cuenta de que admira a ese
hombre aún más de lo que lo admiraba hace diez minutos, por esa valerosa
muestra de elocuencia que la estremece por su franqueza, por la precisa muestra
de pensamiento, pena, dolor y amistad condensadas que empapan cada una de sus
expresiones.
El silencio era cada vez más
denso, los de afuera, al advertirlo, trataban de saber qué pasaba y de escuchar
qué era lo que decían acercándose un poco más a las puertas y agolpándose. Chistaban
para hacer callar a los indiferentes. Martín hablaba de la levedad del ser
humano; del sueño que tejen los inciertos hilos del destino, de
que nada existe por sí, sino por nosotros. Que todo nos viene de fuera, y es
nuestro mundo interior, lo que no existe. Del
amor, un regalo inesperado que surge en un momento inesperado, que nos atrapa y nos envuelve y
nos domina cuando más lejos de él nos creemos. Y refiriéndose a Erika, decía:
«Dominaba, como actriz que era, el arte de crear el día con las palabras y sacar la noche con los silencios […].Fuego crepuscular de diosa azteca, que ya no quema extinguida su llama, pero cuya figura en celuloide impresa alienta las encendidas ramas de los corazones de cuantos te conocimos, en las que aún tiembla la luz sin sol donde se cumple el día. Existiendo en nuestro recuerdo y en nuestra memoria.[…]No quiso vivir de otra manera sino la que eligió: no aceptando más normas que las suyas propias, y, consecuente con eso, no quiso morir sino eligiendo también el momento y el modo. «Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él», solía decir. Ese era su lema. La vida, es puro mariachi, que va pasando y pasando, y al mirar atrás, como cuando se mira una película por segunda o tercera vez, es cuando vemos que encaja todo y que tenía un sentido lo que nos ocurrió en ella. ¡Hay que vivir! E incluso habiendo muerto, ella enseñaba a vivir, ella nos alentaba a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del mar, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas».
Y refiriéndose a Héctor:
«Director de otras vidas de película, el final de la película de tu vida lo dirigió ella. Expiatorio chivo por cuyo amor incomprendido te fuiste a la hora, modo y forma que te escribió. Viviste con la vaga imprudencia del caballo desbocado, sabiendo que jamás te equivocabas en nada, sino en las cosas que más quisiste. Ahora es noche cerrada en tu corazón, que tanto dio como tanto necesitó, que tanto amó a tantos seres diferentes».
Y, al final, refiriéndose a ambos, leyó el siguiente poema:
Te
estás mirando en sus ojos
dos
estrellas, un instante,
dos estrellas que han perdido
la memoria al contemplarse.
dos estrellas que han perdido
la memoria al contemplarse.
Te
estás reuniendo en sus brazos;
le sientes casi quemándote;
arden el tronco y las ramas
pero las hojas no arden.
le sientes casi quemándote;
arden el tronco y las ramas
pero las hojas no arden.
Estáis
juntos, sin veros,
repetidos y distantes,
juntos pero no vividos,
tristemente naturales.
repetidos y distantes,
juntos pero no vividos,
tristemente naturales.
***
Terminada la misa salen todos afuera. Hay una explanada, entre la iglesia
y una bolera, entre las montañas azules y el mar proceloso. Transcurre
una de esas desacostumbradas tardes azules y sin nubes, el día fue «bueno». Bajo la sombra de los magnolios se
hacen grupos y corrillos en los que hierven las conversaciones. Suena griterío
de niños, y también las notas sueltas, vibrantes, melancólicas, de alguien que toca
una gaita desde un rincón apartado. Hay una sidrería en la última fila de
casas, con un cartel que anuncia: carne a la parrilla, apoyado en la puerta,
donde el dueño, un hombre que empieza a ser mayor, vestido con indumentaria
negra y mandil a rayas, espera con los brazos en jarra, preparándose para
asistir a los primeros clientes que entren. Detrás, a su espalda, una mortecina
luz ilumina mesas y una barra vacías, y serrín por el suelo.
Martín está hablando con María y
con la madre de ésta, las dos tienen el rímel corrido de haber estado llorando,
aún su gesto está violentado de tratar de contener la congoja que les puja en
el pecho. El discurso las emocionó, pero el poema hizo que rompieran a llorar. Ya
ha saludado al párroco y a muchas personas que han venido a felicitarlo por sus
emotivas palabras, y a otras más que vinieron a darles el pésame, como don Luis
o Antxón y su hija, cuando Martín advierte que hay alguien que lo mira, de pie,
como esperando el momento oportuno a que se desocupe. Se trata de la americana
morena que ya ha visto en misa. Al cabo, cuando ella hace ademán de iniciar el
acercamiento, Martín se adelanta tres pasos y le dice:
—Usted debe ser Lucinda, ¿verdad?
—Y usted Martín —disimula una
sonrisa—. Es tal y como Héctor me lo había descrito.
—Quiero
una copia de ese discurso —empieza a decir poniendo la mejilla para ser besada.
Mientras lo hace, mira
de soslayo a María.
—Lo tendrá, descuide. Y si no uno
de esos periodistas va a publicarlo, según me han dicho.
—¿Esa es María, la sobrina de
Erika?
—Sí.
—Tiene sus ojos. Sus mismos ojos.
Por los chorretones oscuros bajo
sus ojos, advierte Martín, ella también ha llorado.
—Venga, la presentaré —dice
cortés, retrocediendo hasta donde se habían quedado ellas.
Charlan
un rato amigablemente los cuatro, hasta que doña Leonor dice que debe irse pues
quiere aprovechar para conducir hasta Salamanca las horas de sol que quedan. Hace
ya media hora que el coche fúnebre partió y unos minutos que acaban de irse las
últimas personas: dos viejitos que no se pierden funeral. Martín se ofrece a
llevar a Lucinda, de regreso a la ciudad. Ha dicho antes dónde estaba hospedada,
en el mejor hotel del centro, y su intención de pasar otra noche en Oviedo para
mañana, temprano, volar a México donde, le ha asegurado el gobernador del Estado
de Quintana con el que tiene amistad, esperan las autoridades de Cancún para
rendir honores a los Vargas. A Matilde, La Implacable, y al güero Héctor. Como se merecen.
A
eso de las nueve dejan a Lucinda en la recepción del Hotel de la Reconquista.
Amablemente insiste ella en que se queden a cenar, que los convida como pago al
favor de no tener que haberse vuelto en un taxi. Martín declina la invitación
con media sonrisa en
un extremo de la boca. Sin embargo María acepta. Quiere saber más de
la amiga de sus tíos. Advierte Lucinda, que el escritor se ha vuelto a mirarla
de lado, contrariado. Con un punto de resignación, quizás. Puede que sean solo figuraciones,
pero el tono de sorpresa es evidente. ¿O es que se siente incómodo? Realmente
lo está. La maleta sigue en su casa, como un ancla, como una pica en su
Flandes, el último autobús para Salamanca sale a las diez, y ya no va a haber
tiempo, lo que significa que María se quedará una noche más en su casa. Ya
cometió el error (el séptimo) de dejar que pasara la noche anterior. Esto se
está prolongando, piensa mientras recorren el suelo enmoquetado de los
soportales del patio interior, camino del salón bajo la cúpula, adonde los
conduce un empleado del hotel. Se prolonga y puede echar raíces. Y cuanta más
raíz, más dolor. Ellas dos van animadas hablando, como si la tragedia no
hubiera sucedido, se han retocado el rímel corrido, sus ojos están limpios y
brillantes, sin rastro de lágrimas derramadas, y en todo el viaje ninguna mencionó
nada acerca del accidente, ni del suicidio, ni del motivo, se limitaron a
hablar de Asturias, del verde, del mal tiempo que suele hacer, del «bueno» que
había hecho. De repente, mira atrás, a la comisaría que está al otro lado de la calle, a través de los arcos acristalados. Un vehículo policial
sale en ese momento, calle arriba, y al llegar a la esquina prende la sirena y
las luces y sale disparado, rugiendo el motor, y desaparece en un suspiro del campo
de visión. Si las dos mujeres se giraran en ese instante y le vieran,
advertirían que estaba nostálgico. Es un momento breve de nostalgia que se
esfuma cuando desclava la vista de la calle y se vuelve, un segundo antes de
franquear la puerta del salón Covadonga, y retorna de una vida que no fue a la
que es, de una manera de sentir y de pensar que, con el pasar de los años, se quedó
atrás, como tantas otras cosas.
La antigua capilla del Hospicio, de planta octogonal, es hoy un salón
enmoquetado en granate donde, según el día, se sirven cenas y comidas. Por los
ventanales de la cúpula central —a 30 metros de altura— se desliza tamizada la
última claridad de la tarde, traspasando las volutas de humo de los clientes
que brillan heridas en diferentes tonos. Y en uno de sus palcos, en la segunda
planta, un pianista toca melodías de jazz.
Continuará... ©Humberto, 2013
Continuará...
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