PARTE DECIMOSÉPTIMA
-XXXIII-
Ha
venido a España para estar con Héctor Vargas. Su amante de
larga duración. Lleva casi un mes, la mayor parte del tiempo en Madrid, donde
se encuentra ahora, hospedada en el mismo hotel de La Castellana. Exceptuando
los siete días que pasó en Asturias y el día que fueron a Segovia, al principio
de su estancia, durante el rodaje, a comer cochinillo en el Mesón de Cándido, el
resto los ha pasado en la capital que le ha gustado tanto. No había estado
antes nunca y, sin embargo, es como si hubiera estado de siempre. Lo pasó en
grande pues Héctor le ha presentado a mucha gente con el rodaje y, en los
tiempos muertos, le ha enseñado bien la regia ciudad: el Museo del Prado, el
Reina Sofía, El Palacio de Oriente, la Plaza Mayor, La gran Vía; han comido en
Casa Lucio, en el Asador Donostiarra, en Lhardy. Sí, recuerda, fueron buenos
días, momentos gozosos. Momentos que no preludiaban un desenlace así. Luego él
se tuvo que ir a ver a su mujer, a Asturias, y, esos días sola, los pasó
dedicándose a hacer compras, al comprobar que además de las tiendas, acá
abundan los grandes almacenes y centros comerciales. Hasta que Héctor le pidió
que se fuera a Asturias también. Pero tras regresar de Asturias sin él no ha
sido lo mismo. Ha ido padeciendo: decepción, aburrimiento, ansiedad. Y desde
hace cinco minutos: dolor. Acaba de colgar el teléfono después de hablar con el
responsable de ingresos del hospital de un lugar llamado Arriondas. Todo se
volvió negro para ella cuando se lo confirmaron. Dos días y medio sin noticias
de él, y los peores presagios se hacían realidad. Se acabó. Se resiste a
llorar, las lágrimas le asoman a los ojos enrojeciéndolos. La luz de la ventana
iluminaba las sábanas revueltas, la bandeja con el desayuno sobre la mesa
apenas sin tocar, y las idas y venidas por la habitación. Entra en el cuarto
del baño y abre el grifo del lavabo. Se lava la cara, lenta y cuidadosamente.
Se mira en el espejo, las gotas deslizándose por la tez, y con un punto de
coquetería retira un mechón que le cae en la frente. Estás sola Lucinda, se
dice en voz alta. Más sola de lo que nunca imaginaste. Mas sola que cuando el pinche cabrón del mariachi te dejó
abandonada en el hotel de Puerto Vallarta. Se estremeció. Sus esperanzas se
iban por el desagüe como el agua que ahora está observando colarse en el lavabo
hacia un incierto agujero negro. ¡Quién me lo iba a decir! ¡Maldito destino! Porque
lo cierto es que más que la añorada idea de estar con Erika, lo que más le
cuesta asumir es no volver a verla nunca, creyó haberla perdido al arriesgarse
a intentarlo, pero lo cierto es que ha desaparecido de este mundo, y lo peor de
todo, lo que la consume y llena de dolor es que ella misma puede haber sido la
causa.
Dos días estuvo sin tener noticias de
Héctor. Dos días preocupada, angustiada. Cuarenta y ocho horas pensando no
sabía en qué. Él, detallista en extremo, solía llamarla o dejarle un mensaje en
recepción en la primera separación. Puntualmente la informaba de todo lo que
iba pasando. De las discusiones, de los logros, de que hoy parece que atiende a
razones, de que ya casi la tenía convencida de que podía Lucinda visitarlos.
Diez días atrás de este momento, Lucinda se reunió con Héctor en el aeropuerto
de Avilés. Supuestamente, conforme le comentó por teléfono, el viejo sueño que
ambos deseaban se había cumplido. No era exactamente que Erika se aviniese pero
consentía en que ella viniera a casa. Vente para acá, le dijo. Y la convenció. Los tres pasarían el verano en
la quinta que los Vargas tienen en un lugar entre Gijón y Villaviciosa. ¿Estaba
Erika convencida de que Lucinda se fuese a vivir con ellos? ¿Sería aquello el
inicio de una relación tal como lo tenían hablado? ¿Un nuevo comienzo? Todo el viaje se lo pasó
imaginando su vida en adelante: cuando se levante por la mañana ella le
preguntará qué tal ha dormido y le contestará que bien, y sonriendo la besará
en los labios mientras Héctor duerme aún. Erika estará feliz. Serán como
hermanas, tomarán el sol desnudas, se bañarán juntas, irán de compras, viajarán
a los Estados Unidos a pasar la primavera en su casa. Pero pronto los sueños se
le caerían. Las cosas no fueron bien. Héctor había sido demasiado entusiasta en
sus convicciones. Se vieron en un restaurante de la costa avilesina y enseguida
se dio cuenta por su aspecto y por su actitud de que Erika estaba mal, tenía la
cara demacrada, había adelgazado y bebía en exceso: en la hora escasa que
llevaba allí esperándolos había dos vasos vacios, sin derretirse el hielo. Eso
si un tercer o cuarto vermú no lo había retirado ya el camarero. Apenas habló
en toda la comida y estuvo con la mirada distraída y lánguida. Era Héctor el
que hablaba y ordenaba, ella solo asentía. «Seremos felices los tres ya verás»,
decía una y otra vez. Esa noche Erika se acostó temprano, pues no se tenía en
pie de ebria que estaba, no cenó y no hizo otra cosa que trasegar whisky y
fumar, Héctor y Lucinda le quitaron la ropa, empezó él desabrochándole el
vestido y retirándole el sujetador, se le unió ella para sacarle el vestido,
tirando de él, y terminó quitándole las bragas hasta dejarla completamente en
cueros, todo entre miradas cómplices que se intercambiaban, el acto parecía
excitarlos, y al poco rato Erika se durmió murmurando frases inconexas, cuando
los otros dos, que se habían desnudado también, se introducían en el otro lado
de la cama, junto a ella y se entregaban el uno al otro. Se habían vuelto locos
con la contemplación del cuerpo desnudo de Erika, ni modo, pensaban pero algo
les obligaba: un impulso denso y fuerte. Craso error. Vana idea. Un espejismo.
La poligámica sociedad que habían pretendido iniciar esa misma noche fracasaba.
A medida que pasaban los días el humor de Erika era cada vez peor e iba en
constante aumento su adicción al alcohol. Estaba metida en una depresión
horrenda. No tenía nada que ver con la mujer fascinante que había idealizado
durante tantos años, ahora se pasaba el día esquinada, aletargada por el
alcohol, dejándose hacer todo, sin sonreír ni protestar tampoco, pero sin
participar ni intervenir. Era una muñeca rota, inexpresiva, dejándose morir,
sentada en camisón, con una copa en una mano y un cigarro en la otra, los pelos
sobre los ojos. No era así como lo querían. No. Así no.
Al cuarto día Erika se puso violenta y
se fue a dormir a otro cuarto. No sin antes abrirle una ceja a Héctor
golpeándolo con un jarrón. La sacó de sus casillas el hecho de que quisiera
hacerle el amor delante de Lucinda mientras aquella lo grababa todo en vídeo.
El fuerte deseo de ambos por el proyecto de unirse los tres los había vuelto
incautos y había hecho que no calcularan las consecuencias, como treinta años
atrás, al intercambiar las parejas. Un fiasco. Al quinto, malhumorada, la tomó con
Lucinda, negándose a verla y a salir de la habitación.
A la mañana siguiente, desayunando en la
cocina, Héctor habló:
—Vuelve a Madrid, esto no va bien
—Sí, cariño, esto no va bien. No es así
como nos lo habíamos imaginado, ¿verdad?
—No lo entiendo, el día antes parecía
todo tan claro. Estaba tan seguro de haberla convencido y de que ella lo
deseaba tanto como nosotros. Que no entiendo este cambio de actitud.
—Fuimos demasiado optimistas.
—Puede ser. Erika es, desde la
operación, muy errática.
—¿Cuánto lleva bebiendo así? ¿De ese
modo?
—Todos los días desde que llegué de
Madrid, ya va para un mes.
Así que al otro día, martes, tomó un
avión y regresó a Madrid a esperar acontecimientos. Desde el miércoles por la
mañana que la llamó a la habitación del hotel no volvió a saber nada más de
Héctor. Él ya no volvería a llamar.
«Estoy harto de ella, es una mujer insoportable, ¡Se acabó! le he dicho que la
iba a dejar, que me iba, que no aguantaba más estas pendejadas», fue lo que,
muy alterado, le comunicó por teléfono. Nunca lo había oído hablar así, tan trastornado.
Lucinda le rogó que no lo hiciera, que tratara de hacer las paces o que vieran
a un médico. «Sí, un especialista, Erika lo que tiene es un problema con la
bebida». Pero él parecía determinado a dejarla. Pasó el resto del día
preocupada, lejos de forjar un futuro para los tres se habían cargado el
pasado. Lo veía claro y entre sus planes no contaba el estar con Héctor si éste
dejaba a Erika, no, a ella no le gustaba esa idea, Héctor y ella eran dos pájaros
libres. Amantes ocasionales, cambiar ahorita los papeles no tenía sentido y
sería otro fracaso. Esperó ansiosa y preocupada nuevas noticias que no se
produjeron. No salió apenas del hotel y cuando lo hizo al volver preguntó al
recepcionista si tenía mensajes o recados. «Ninguno, señora» o «nada hay por
aquí». El jueves no aguantó más y a las tres telefoneó a la casa de Gijón, sonó
y sonó pero no descolgaron. Lo intentó una veintena de veces más a lo largo de
la tarde pero nadie cogió el maldito teléfono, insistió marcando incluso de
madrugada. Nada. Trató de tranquilizarse pensando que quizá hubieran decidido
irse al faro y que allí al no tener teléfono y estar el más cercano en el
pueblo, a Héctor le hubiera resultado imposible llamarla. Que por la mañana
temprano la telefonearía. Pero al poco le asaltaban los temores ¿y si les ha
pasado algo? Y no podía dormir. Por la mañana del viernes se le ocurrió
preguntar al director y socio de Héctor
en la película pornográfica que filmaron, un tipo divertido —Héctor le había
dado su número por si se aburría durante la ausencia—, ex actor porno, delgado
y moreno, de treinta y pocos, que, de no ser por las circunstancias, a lo mejor
hubiera catado, y éste tampoco sabía nada de nada, lo cual le extrañaba «montonazo»
porque había papeleo que firmar; charló con él un rato en que aquel le habló de
que todo estaba yendo a las mil maravillas, «fetén», que la película ya se iba
a distribuir pronto y que daría beneficios, «dinero de cojones». Mientras el
director hablaba sin parar a ella se le encendía como una bombilla un
presentimiento funesto: Dos días y medio es mucho tiempo como para que un
hombre tan calculador como él, que no deja nada al azar, y lleva el papeleo al
día, no hubiera encontrado una cabina o la forma de mandar un telegrama o de
contactar, qué sé yo, como fuera, basta para eso un minuto, y decirle algo a su
socio o a mí. ¡Les ha pasado una desgracia! ¡Lo presiento! Decidió que llamaría
a los hospitales o a la policía. Así que cuando el hombre aquel, ya empezaba a
hablar de números, le cortó: tenga un buen día, ya lo llamo en otra ocasión. En
el hospital Central de Asturias de Oviedo nada sabían o nada quisieron decirle
por no sé qué pinche cuestión del secreto profesional, pero en la Guardia Civil
de la Comandancia sí que le dijeron lo del accidente, amablemente le derivaron
con el Puesto de Arriondas. Oyó carraspear al otro lado de la línea: Lamento
decirle que sí, que una pareja de mejicanos se estrelló ayer cerca de Cangas de
Onís, señora. Luego un silencio. Pero no le puedo dar más detalles por
teléfono. El diligente guardia que la atendió le apuntó, ya despidiéndose, que hablara con algún responsable del
hospital comarcal de Arriondas, que dijera que era de la familia. En el
hospital se lo confirmaron: Habían muerto los dos, el matrimonio Vargas. Su
sobrina los había reconocido sin ningún género de dudas y además, añadió, había
decidido repatriar los cuerpos a Méjico. Ahora era ella quien se quedaba en
silencio, evitando ponerse histérica. ¿Y no sabe nada más? Preguntó con un hilo
de voz. Tratando de ser cordial, le informó de que habría una misa funeral, mañana sábado por la tarde a las seis, en la
iglesia parroquial de El Carmen, no muy lejos, adonde ellos pertenecían por una
propiedad que tenían, un faro o algo así, e inmediatamente después los ataúdes serían trasladados al aeropuerto y
embarcados en un avión.
Eran las doce y cuarto. Volvió a coger
el teléfono, en esta ocasión para reservar pasaje en el primer vuelo y, acto
seguido se vistió de negro y tomó un taxi a Barajas.
A bordo del avión Lucinda mira uno tras
otro a los pasajeros, observa sus caras, les oye hablar, y le da la sensación
de que son muñecos. Nos dirigen, no somos dueños de nuestros actos. Erika era
una muñeca rota y ya ni siquiera eso. Jugaron un papel en una escenografía que
falló. Falló en su segundo intento. Ahora ella y Héctor son dos muñecos en sus
cajas. Y su vida, tal como la planteaba carece de sentido. Pasó su vida huyendo
de sus penas hacia el futuro. Siendo
más joven se imaginaba, en el correr del tiempo, una línea más allá de la cual
sus penas actuales dejarían de existir. Pero ahora, con sesenta años, se da
cuenta de que no existe ninguna línea. Lo único que puede consolarla es mirar
hacia atrás y, del pasado, no queda nada, Erika y Héctor eran lo único bueno
que le había ocurrido. O no únicamente, quizá quede algo más que no ha querido
ver en cuarenta años. Y recuerda su embarazo. Un bebé que abandonó. Una
historia interrumpida y borrada de su mente para que no fuera dolorosa y la
debilitara en su particular guerra contra los hombres y su búsqueda del placer
en cada cama y en sumar ceros en la cuenta. Reprime las lágrimas
que pujan por salir. Desvía su mirada a la izquierda y mira a través del
cristal. Afuera el cielo es azul, limpio y sin una nube. Eso la tranquiliza.
Lee un rato una revista para distraerse y cuando el comandante anuncia que
quedan veinte minutos para aterrizar y que sobrevuelan Asturias en estos
momentos, vuelve a mirar por la ventanilla y comprueba que ahora ya no hay sol,
que las nubes lo ocupan todo y que el cielo es gris.
Entonces tiene este pensamiento:
—No estoy sola, tengo en alguna parte un
hijo que nunca llegué a conocer. Enterraré a mis amigos en México y luego lo
buscaré.
Continuará...
©Humberto, 2013
©Humberto, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario