Una especie de prueba
Se conocieron navegando por internet,
chateando, de casualidad. Eugenia era empleada administrativa de unos
astilleros en Cádiz, y él, Juan Carlos, era policía destinado en Oviedo. Uno en
una punta del país, en el norte, la otra, en el lugar más alejado posible,
justo doblando el mapa, en la otra punta, el sur.
Juan
Carlos adoraba la red de redes, pasaba allí gran parte de su tiempo libre
haciendo lo que más le gustaba: escribir, sobre todo en los días lluviosos, que
son algo más que habituales en el cielo asturiano. Eugenia también tenía por
pasión escribir, aunque lo suyo fuese más bien la prosa, recién incorporada al
ciberespacio, tras acostumbrarse a lidiar con los comandos y dominarlos a ellos
en vez de ellos a uno, publicó algunos de sus relatos y poemas. Y así fue que
el escribidor de la tierra de Clarín y la escribidora de la tierra de Alberti,
coincidieron en un foro de literatura. Como suele ser: por puro azar. Un día
que Eugenia respondía a los comentarios que iban apareciendo se topó con uno de
un tal Juan Carlos, que le llamó poderosamente la atención por el tino y
crudeza no exenta de sensibilidad con la que lo había escrito: «Tienes el ritmo narrativo perfecto. Me
encanta tu forma de escribir: pausada, descriptiva, detallista, bien
construida, nada caótica, sencilla y compleja a un mismo tiempo». Le gustó
aquella crítica, y le entró la curiosidad de saber cómo escribiría su autor,
así que leyó uno de sus relatos. Le pareció sublime, por lo que le dejó el
comentario:
«Aciertas de pleno con tu visión descarnada
de la humanidad, escribes sobre el aquí y el ahora, como sólo lo hace alguien
que ha visto el lado oscuro de las cosas; sin embargo, en mi humilde opinión,
el relato se te queda corto. Necesitas más recorrido ¡Escribe una novela!».
A ese
comentario le siguieron otros, y después un intercambio de frases en el privado
que, podría decirse, constituyeron casi una conversación, y que se fueron
sucediendo en los días siguientes. Cada uno se quedaba esperando lo que hiciera
falta a que el otro respondiera.
—¿De
dónde eres?
A los
cinco minutos.
—De
Cádiz.
Cinco
minutos más tarde.
—Cádiz,
la milenaria. Pemán la piropeaba llamándola: «Señorita del mar, novia del aire
o ciudad de la gracia, la razón y la medida».
Una
pausa de quince.
—¿Y tú?
Cinco
minutos después.
—Ovetense.
Al
rato.
—Oviedo,
dejó dicho Woody Allen, es una ciudad deliciosa, exótica, bella, limpia,
agradable, tranquila y peatonalizada. Es como si no perteneciese a este mundo,
como si no existiera. Oviedo es como un cuento de hadas.
Al día
siguiente.
—Me
cruzo todos los días con su estatua. Esa a la que no paran de robarle las
gafas. Son tantas las veces que en ocasiones, creo, le oigo decir cosas.
Hasta
que para mayor comodidad, se facilitaron los correos electrónicos y empezaron
además de a cartearse a chatear en línea, abriéndose algo entre los dos: un
puente entre dos mundos. Charlaban de sus trabajos (los policías deben
desmontar una montaña de prejuicios que los demás no), de sus opiniones políticas
(liberal ella, conservador él), de sus gustos por la música (les gustaba todo,
partiendo el uno de su base de jazz, la otra del flamenco) y muchas veces —cada
vez más— de sus problemas personales. Se hicieron verdaderos cómplices primero,
y sinceros amigos, después. Se brindaban un genuino apoyo mutuo a pesar de la
distancia y de que jamás habían hablado por teléfono y de que nunca se habían
intercambiado fotografías. ¿Para qué?, había dicho ella. Para qué vamos a
hablar y revelar nuestras voces, ¿importa eso acaso? ¿Para qué vamos a conocer
el exterior si ya conocemos el interior?, le contestó él. Romperíamos,
probablemente, la magia al ver nuestros rostros, el huidizo envase con que nos
recubrimos.
Carta a
carta de email, frase a frase de chat, la vida del uno y la del otro se
iban entrelazando en la distancia a medida que se asomaban a la pantalla a
leerse o a dialogar. Eran horas las que pasaban tendiendo aquel puente entre
dos mundos, cada cual en su orilla respectiva, Cantábrico y
Mediterráneo. Juan Carlos sintió como suyo el dolor cuando el matrimonio
de ella se rompió y tuvo que separarse debido a que la relación con su marido resultaba
imposible, y le escribió hondas y sentimentales cartas de apoyo, «epístolas»
las llamaba, cada una con un título. Y cuando un tiempo después la novia de él
lo abandonó por otro, Eugenia lo sintió también como un abandono propio, y odió
a aquella mujer ingrata, y le dio mil consejos para hacerle más llevadero el
desamor que le sobrevino.
—Es
mucho más difícil mantener un amor que conquistarlo —escribiría Juan Carlos.
—Tienes
razón. El aburrimiento fue la muerte de mi matrimonio. La vida humana tiene que
tener, como una buena novela, su argumento: unos objetivos, un programa, unos
proyectos, ilusiones y motivos para andar juntos… Se aburría conmigo y se iba
con otras. Nunca estaba en casa. Nunca veía la hora de venir. Y en vez de
diálogos teníamos discusiones. Pero además es que no pasó ninguna de las pruebas.
Ni una. Y eso fue lo que me decidió a dejarlo.
—¿Pruebas?
—Sí, a
menudo las mujeres os ponemos pruebas para ver si los hombres las pasáis. Un
examen, vaya. A ver si renuncia al fútbol y me saca de paseo; a ver si se
acuerda de tal aniversario; a ver si me dice que me quiere sin pedírselo; a ver
si vemos juntos esta película, aunque no le guste, sólo por complacerme. Ya
sabes. Mi ex suspendió con cero.
—Pruebas.
Entiendo. El problema de tu exmarido y el de mi novia, era sencillamente que
tenían otros rumbos distintos.
—Él no
tenía valores.
—Ella
no creía en nada. En nuestra relación ondeaba la bandera del absurdo. Bajo esa
bandera se hace difícil entender que el amor —darlo y recibirlo— se aprende y
que necesitas, además de esfuerzos, renuncias y sacrificios.
—Dar y
recibir. Amar y ser amado.
—Así
es. O debería ser.
—Pareces
buena persona. Encontrarás a alguien que lleve tu mismo rumbo, ya verás.
—Y tú
encontrarás a alguien tan lleno de amor, que jamás se aburrirá ni te aburrirá
pues el argumento será como de película.
—Sí,
'Conocerás al hombre de tus sueños', de Woody Allen.
Transcurrió
un año, en el cual él escribiría una novela y ella un poemario, y ninguno
encontraría su media mitad soñada, hasta que aquella relación internáutica de
repente se vio en peligro por una fatalidad estúpida. Los astilleros para los que
trabajaba Eugenia recortaban salarios como medida para sostener el déficit en
el sector, eso significaba que con lo que le quedaba apenas le daba para cubrir
el alquiler, y, entre otras cosas, debía darse de baja de internet. Cuando se
lo contaba a Juan Carlos, le avisaba que desaparecía de la red, que abandonaba
aquella existencia virtual, que no podría tender ni cruzar el puente hasta que
consiguiera un nuevo trabajo o mejorara la situación. En pocas semanas fue a
peor y lo que en principio eran dificultades pasó a categoría de drama cuando
los astilleros, sin previo aviso, quebraron y suspendieron pagos. Los
trabajadores no cobraron sus nóminas y tampoco percibirían subsidio de
desempleo, hasta en tanto no se regularizase su situación y la Seguridad Social
se hiciera cargo. El último día antes del apagón definitivo se conectó para
despedirse de Juan Carlos y él le pidió su dirección.
—Quiero
enviarte un libro que, pienso, te ayudará.
Unos
días después Eugenia recibió carta y cuál fue su sorpresa cuando al abrir el
sobre lo que se encontró no fue ningún libro sino un giro de dinero con una
nota que decía: El libro te lo mandaré más adelante, ahora lo que importan son
otras cosas. La única condición que te pongo es que no perdamos la amistad. Que
sigas al otro lado del puente. No tengo tantas amigas como para perderlas por
el impago de una cuota.
Su
orgullo gaditano le impedía aceptar el dinero pero, maldita sea, lo necesitaba.
Necesitaba mucho aquel dinero si no quería dormir bajo un puente no tardando,
pues en su cuenta no tenía ahorros. Estaba a cero. Eugenia recibió durante tres
meses el mismo giro con idéntica cantidad —en el segundo de los cuales empezaría
a cobrar finalmente el paro—, aconsejado
por su amigo envió currículos y aprovechó a hacer cursos de reciclaje. Al cabo
de ese tiempo, encontró un empleo de representante en una multinacional. El
puesto requería viajar mucho, algo que no le importaba puesto que era lo que
había deseado hacer siempre, y disponer de un ordenador portátil con conexión a
internet con el que mandar informes puntuales. Algo mejor entodavía: maravilloso, miel sobre hojuelas, bálsamo de Fierabrás
pues de ese modo podía conectarse a discreción con Juan Carlos allí donde
estuviera. Y viajó. Y cambio de latitudes. Y le fue escribiendo todas las
noches después de cada jornada lo que había visto en la ciudad visitada. Es
turismo gratuito, le decía, todo lo paga la empresa. Como Eugenia no era
derrochadora, el sueldo estaba bien y apenas se gastaba en sus desplazamientos
las dietas, consiguió ahorrar rápidamente bastante dinero, por lo que devolvió
el préstamo a Juan Carlos. Lo hizo a la inversa, pidiendo su dirección con el
pretexto de enviarle otro libro. Al giro lo acompañaba una cadena de plata con
la leyenda: «Su agradecida amiga del otro lado del puente». Y una nota que
decía: Gracias. Tengo el placer de
invitarte a comer el día que tú digas de la siguiente semana. Lo sé, será en
plena Navidad, pero también sé que, salvo nuestros trabajos, no tenemos
compromisos. O sea, que no tienes excusa posible y no te libras. Juan
Carlos se enteraría por el chat esa noche que Eugenia se venía a Oviedo, al
parecer su empresa quería expandirse y localizar clientes en Asturias, y la
enviaban a ella todo un mes, prorrogable si la cosa iba bien, a la vetusta
ciudad.
Juan
Carlos aceptó la invitación y acordaron quedar el día de Nochebuena —que
ninguno trabajaba— junto a la estatua de
Woody Allen, a las dos en punto.
—¿Cómo
te voy a reconocer? —había preguntado ella.
—Llevaré
un libro de Alberti en la mano —había dicho él.
—Y yo
la Regenta de Clarín —había contestado ella.
—¿No
quieres que te envíe una foto? —preguntó ella después de un instante.
—No. Lo
prefiero así. Es más de cine —respondió él, al cabo de otro.
En los
últimos tiempos Eugenia se había dado cuenta de que su interés por encontrarse
con Juan Carlos iba más allá del mero deseo de conocer a su amigo. Se sentía
con él como con nadie, comprendida, querida, cuidada. Recordaba algunas
conversaciones del Messenger de los
últimos días donde llevados por el momento habían empezado a bromear acerca de
la seducción y hecho juegos de palabras que, de algún modo, insinuaban
aceptación. Llevaba tiempo sola, sin asideros, sin soportes, sin un buen
argumento en su vida, y él también que, se preguntaba: ¿y por qué no? ¿Por qué
no puedo ser yo la persona que lleve el mismo rumbo que él, y él mi argumento?
Y desde que llegara a Oviedo la noche antes el deseo no había sino aumentado.
Era, a qué dudarlo, un salto sin red, una prueba. Las expectativas depositadas
en aquel primer encuentro eran muchas y lo que fuere que pasara podía cuajar en
un mes o en un segundo. Distraída en sus pensamientos bajó a la recepción del
hotel en que se hospedaba y, con La Regenta en la mano —edición de 1974—, tomó
para la dirección que amablemente el recepcionista le había indicado para
llegar al sitio: «todo recto por la calle de San Francisco, hasta el fondo,
luego dejando a la derecha la plaza de la Escandalera, toma por la calle de
Uría y, a mitad de ésta, gira a la derecha y allí se la va encontrar: de bronce
y sin gafas, como un paisanín más. La
gente andará sacándose fotos con ella». La ciudad, que estaba adornada con
luces navideñas, era brumosa, de un gris melancólico, muy distinta a la claridad
de oro viejo de su Cádiz, pero aún así le parecía hermosa. Ahora, piensa
Eugenia, no necesitaba cruzar el puente hasta allí, estaba allí mientras tararea
para sí misma: «Cádiz tiene duende; Oviedo, encanto». Iba a paso ligero,
adelantando a todos los transeúntes, sorteando los grupos de gente agolpados
ante los escaparates, pues quería llegar
cuanto antes. Deseaba ser puntual en la primera cita. Al doblar la calle peatonal
que le indicaron, divisó en el medio justo, como un caminante más, un pie
adelantado, las manos en bolso, la estatua en bronce del genial cineasta, y
miró su reloj: pasaban cinco minutos. ¡Horror! Estaba llegando un miajilla tarde. Eso en el sur no era
nada, pero en el norte eran tan cuadriculados que lo mismo le daba por no
esperar y largarse. Aceleró más el paso. Observó que se reflejaba en el espejo
que la humedad dejaba sobre el suelo. Tan-tan. No era su corazón el que sonaba
sino las campanas de un edificio cercano tocando, pero se lo parecía. Qué
emoción. Qué infarto, por Dios Bendito. Tal era su apresuramiento que tropezó
con un apuesto hombre que no supo de dónde salía, al que casi tira al suelo.
—Perdón.
Disculpe —se excusó azorada.
El
hombre, alto, de ojos oscuros y pelo moreno, vestido con un abrigo de cuero
marrón, le sonrió, hizo un gesto cortés restándole importancia a su torpeza, y
dijo: No hay por qué, pero disculpada. Era impresionante el gachó, calificó
Eugenia. Ojalá Juan Carlos fuera él. Pero no, buscó entre sus manos el libro de
Alberti a medida que éste se alejaba, y no, no llevaba ningún libro. Eugenia
corrió a situarse junto a la estatua como habían acordado. Y allí estaba.
Bajito, regordete, calvo, aparentando bastante más edad de los treinta y nueve
que dijo tener, y por supuesto con su libro de Alberti en la mano: Sobre los
ángeles.
Instintivamente
Eugenia introdujo con disimulo el suyo de La Regenta en el bolso. Se sentía
decepcionada. Tantas ilusiones. Qué feo que era el pisha, si hasta se parecía al Woody Allen. Ahora entendía ella por
qué no había querido intercambiar fotos. Se dio cuenta de que no estaba
obligada a presentarse, al fin y al cabo no la conocía ni lo sabría nunca. Si
se iba, podrían seguir como hasta entonces, manteniendo la amistad virtual y
decirle esa noche, cuando se conectaran de nuevo, cualquier excusa por la que
no pudo llegar. E inventar otras para no quedar en todo el mes. Eugenia empezó
a retroceder, desviando el rostro simultáneamente a otros lados para no descubrirse.
Y entonces recordó: aquel hombrecillo era la persona que la había estado
animando todo aquel tiempo, con el que tanto y tantas cosas había compartido,
el que le había dejado leer el borrador de su novela, a quien entregó su
poemario para que se lo corrigiera, el que le había prestado el dinero para
subsistir y para que el puente no se cerrara, ¿qué estaba haciendo? Cómo podía
ser tan ingrata. Se avergonzó de sí misma. Entonces se lo quedó mirando
directamente, dándose a conocer. Extrajo el libro y con él pegado al pecho
avanzó hacia el hombrecillo y situándose a su altura por fin, le dijo:
—Hola,
amigo mío, hemos quedado para comer, ¿no?
—Pues
no —repuso el hombrecillo.
El
hombre, que de cerca aún tenía el rostro más feo y más edad, dibujó una
sonrisilla tierna e ingenua, mientras que Eugenia puso cara de extrañeza. ¿Qué
no quiere comer conmigo el nota éste,
que estoy de tan buen ver?, parecía decir su gesto.
—Mire,
moza, yo no sé qué ye lo que pasa
entre ustedes dos. Pero fai un cachu,
un hombre alto que vestía abrigo de cuero marrón, diome este libro y pidióme
el favor de que si viniera una chavala con acento andaluz a invitar a comer le
dijera que él la estaría esperando en el restaurante de la esquina —y se lo
señala con el dedo.
Eugenia
salió tan disparada hacia el restaurante que casi no oyó cuando éste terminando
de dar el recado, le decía: «era una especie de prueba».
El
hombrecillo se encogió de hombros y miró para la estatua que seguía allí,
quieta, con la chaqueta abierta y los pantalones arrugados, los zapatos grandes,
el paso detenido, distraído el gesto.
—Ésta
es una ciudad de cuento de hadas —le susurró Woody al oído mientras guiñaba un
ojo con fingida picardía.
©Humberto, 2013
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