Frank Sinatra detuvo el coche en un semáforo. Los peatones pasaban presurosos delante de
su parabrisas, pero, como siempre ocurría, hubo alguien que no lo hizo. Se trataba
de una muchacha de unos veinte años que se había quedado en la acera mirándolo
fijamente. Él la veía de soslayo y sabía, porque sucedía casi a diario, que
estaría pensando: «Se le parece, pero ¿será él?».
Cuando el disco iba a cambiar, Sinatra se
volvió hacia ella y la miró directamente a los ojos, esperando la reacción de
asombro que no tardaría en manifestarse. Así fue, y él le sonrió. Ella contestó
con otra sonrisa, y Sinatra salió disparado.
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