Mario salió del ascensor e instintivamente, al ver caer la nieve
al otro lado del cristal, previendo el frío que le esperaba, se caló el gorro y
se subió el cuello del abrigo. Pensó en ese momento cuántos paseos matinales le
quedarían por dar, habida cuenta de los resultados del último análisis. No más
de medio año de esperanza de vida le había dicho, con cara circunspecta, el doctor;
a lo que él respondió, escueto, imperturbable, que se reuniría, pues, con su
mujer en esa «mejor vida» que, según siempre dijeron, existía después de esta
otra.
La imagen que el
espejo le devolvía, comprobó, no era ya la del apuesto joven, alto y
recio, calándose la gorra de plato por primera vez en la Academia de Canillas
que durante un fugaz instante imaginara, en una punzada nostálgica al ajustarse
ahora ésta otra, sino la de un venerable anciano, con surcos en el rostro.
Abrió el buzón y recogió la correspondencia.
Su viejo compañero y sin embargo amigo Pablo, le enviaba, como todos los años
por estas fechas, un calendario de un sindicato de la policía. «Vienen muy bien
porque además de que tienen para anotar salen las fases de la luna», le había
dicho hacía diez años, cuando se retiraron, «y porque así te recuerdas de lo
que fuimos». Sonrió al leer la dedicatoria a mano alzada que decía:
«Aunque ya no tengamos aquella fuerza que
antaño
removía cielo y tierra, seguimos siendo
lo que somos:
corazones heroicos de parejo temple,
debilitados por el tiempo y el destino,
pero con la firme voluntad de pelear, de buscar, de encontrar y de nunca rendirse.»
Qué equivocado estaba Pablo, se dijo
para sus adentros. Pablo era del tipo de policías a los que les iba la
acción, tíos animosos, bregados, cuya consigna era «al peligro o desgracia
raudos acudir», de los que entraba siempre el primero encarando lo que hubiera
sin importarle nada, lealtad, honor y todo eso; a él, en cambio, lo que de verdad le gustaba
era ayudar, los servicios humanitarios, el salvar vidas, el recuperar niños
perdidos, ese tipo de cosas. No, negó con la cabeza, él no había sido un
guerrero heroico como Pablo, sino un policía a quien le agradaba volver a casa
con la satisfacción de haber servido al prójimo: el cumplimiento del deber
más absoluto.
Había también correspondencia: postales
navideñas y cartas de felicitación de los pocos familiares que aún le quedaban,
que guardó en el bolsillo interior del chaquetón con la intención de leérselas
luego, al término del paseo, en el café de Paula, junto con el periódico, como
hacía desde que se jubilara, y aun cuando todavía patrullaba. Le gustaba aquel
discreto rincón del barrio, donde encontrarse con policías que le contaban que
las cosas invariablemente seguían igual: precariedad de medios, enchufismo,
mala gestión y abandono de los dirigentes. Aunque éste año, dijo uno de ellos,
bastante joven, había razones para la esperanza, ya que una asociación había
conseguido, primero, el milagro de volverlos a unir mediante el simple y genial
uso de las redes sociales y organizar la mayor de las manifestaciones, en
Madrid, que se recordaban (más que la del 76), y, segundo, llamar mucho la
atención de los medios en sus reivindicaciones de justicia salarial y, por
consiguiente, la de los políticos. Y que ahí estaba la clave: unión,
compañerismo y que el gobierno de turno no tuviera otra que reconocer y
mojarse. Mario los escuchaba con atención, al término les daba consejos y hasta
contaba alguna anécdota de sus tiempos. Aquello alejaba sus fantasmas
interiores.
Justo en ese momento se disponía a entrar al
portal la joven del tercero cargada de bolsas y con sus dos hijos, dos
terremotos mellizos de apenas diez años para quienes siempre tenía alguna
broma. Les abrió la puerta y los chicos salieron disparados en frenética
carrera hacia el ascensor, pugnando para ver quién de los dos tocaba antes el
pulsador.
—¡Hola, don Mario! —gritaron ambos en su
carrera.
—¡Salida nula, salida nula! Los dos
corredores quedan descalificados —acertó a decir Mario, bromeando.
Le maravillaba la educación de estos
chicos, criados únicamente por su madre, una atenta mujer abandonada por un
canalla: un tipo que se fue un día a por tabaco y no volvió, del que el
vecindario apenas si recordaba otra cosa que su voz alcoholizada profiriendo
insultos que resonaban por el patio de luces. Sabía de sus dificultades para
llegar a fin de mes por algún aviso certificado de apremio por impago que,
erróneamente, le había llegado, pero jamás en todos esos años ella le había
negado una sonrisa, una ayuda o un gesto amable.
—Feliz Navidad, don Mario.
Mario seguía sosteniendo la puerta,
cortésmente:
—Felices fiestas, Clara, ¿qué tal todo?
—Gracias. Bien, bien, ¿se ha enterado de
que ha tocado un cuarto premio en el café de Paula?
—No, no tenía ni idea. Luego iba a
pasarme para leer el periódico.
—Pues lo que es hoy de tranquilidad,
nada. Está medio barrio allí celebrándolo, brindando, y hasta parece que van a
venir los de la televisión. Cómo me alegro, qué bien le va a venir a los que
hayan comprado décimos o participaciones.
Mario se quedó pensativo.
Instintivamente se llevó la mano a la cartera, donde, bien dobladitas, guardaba
las participaciones del sorteo. Tres. Era uno de los agraciados, estaba seguro,
pero en su rostro no se reflejaba emoción alguna.
—Bueno, le dejo, que tengo mucho que
preparar. Que pase una feliz noche —añadió Clara entrando en el ascensor con
los niños.
—Igualmente, Clara, hija, igualmente.
Mario dejó que la puerta se cerrase.
Continuaba de pie, parado, dudando qué hacer. Aquella noticia trastocaba sus
planes. Por encima del dinero —que caía del cielo, sí, pero que tampoco
iba a ser una fortuna—, lo que valoraba
realmente era el sosiego de su mesa junto al ventanal, en el extremo opuesto
del televisor y de la barra, del que hoy no iba a poder disfrutar. Además, el
premio ya no le servía, concluyó sacando las participaciones de la cartera que
desdobló con cuidado. Hizo un cálculo del importe y, sin más preámbulos, las introdujo en el buzón de Clara López, tercero
izquierda.
Optó por dar el paseo únicamente y salió
a la calle. Hacía frío. Los delicados copos flotaban en el delicado gris del
cielo. Metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar rumboso, resuelto, y
ahora sí, en el rostro de Mario se dibujaba la satisfacción, una última
satisfacción por el deber cumplido. Sí, Pablo, en algo sí tenías razón:
seguimos siendo lo que somos, se iba diciendo.
©Humberto 2017.
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