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sábado, 29 de febrero de 2020

LA GUARDIA DE ASALTO


La guardia de asalto. Policía de la República







Alejandro Vargas González
Historiador


La Guardia de Asalto nació con la Segunda República. Una de las primeras preocupaciones del Gobierno Provisional fue la creación de una fuerza de orden público que se identificara plenamente con la defensa del nuevo régimen. La idea fue del ministro de la Gobernación, Miguel Maura, quien decidió completar el Cuerpo de Seguridad con unas secciones llamadas de Vanguardia y Asalto. El encargado de llevar adelante el proyecto fue el director general de Seguridad, Ángel Galarza.
Sin embargo, la idea no era nueva. Unos meses antes el general Mola, último director general de Seguridad de la monarquía, había creado una Sección de Gimnasia con guardias escogidos con el fin de formar un cuerpo represivo de elite que evitara la utilización del Ejército para sofocar los desórdenes públicos. Sin duda, Maura y Galarza se encontraron con este proyecto al ocupar sus cargos en el ministerio, y decidieron hacerlo suyo, si bien con algunas modificaciones. Así lo explica el propio Maura en sus memorias:



“Lo ocurrido los días 11 y 12 de mayo –la quema de conventos en Madrid- me había confirmado el temor de la imposibilidad de hacer frente a los conflictos de orden público en las ciudades con la Guardia Civil, como único instrumento. Ni su armamento – el tradicional fusil máuser, de largo alcance y de manejo lento- ni el uniforme del Cuerpo, ni su rígida disciplina, podían adaptarse a las luchas callejeras y a la labor preventiva en las ciudades. Cada vez que intervenían era inevitable que el número de bajas fuese elevado, dado su armamento y obligado modo de proceder (…). Tan pronto como Ángel Galarza estuvo al tanto de su misión en la Dirección General de Seguridad, planeamos juntos la creación del nuevo Cuerpo de policía armada, al que desde el principio acordamos dar el nombre de Guardia de Asalto. Galarza se puso en contacto con el coronel Muñoz Grandes, hombre capaz y organizador excepcional, y éste aceptó la misión de ser el creador del cuerpo que proyectábamos (…) En menos de tres meses creó de la nada un cuerpo perfecto de tropa entrenada, uniformada, seleccionada y disciplinada en forma impecable. Fue un verdadero milagro la rapidez y la perfección con que fue creada la Guardia de Asalto. El reglamento del cuerpo era extraordinariamente rígido, no sólo en cuanto a disciplina, sino también en cuanto a las condiciones requeridas para el ingreso en él. Se exigía la estatura mínima de un metro ochenta centímetros, una constitución física verdaderamente excepcional. Su entrenamiento era intensivo, y pasaban horas y horas en el gimnasio del Cuerpo (…)
Ello dio por resultado que, habiendo sido iniciada la labor de la creación del cuerpo a fines del mes de mayo, pocos días antes de abandonar yo el Ministerio, es decir, el 14 de octubre, el ministro contaba con un cuerpo de Guardias de Asalto de ochocientos hombres formidablemente entrenados y preparados para la acción, armados con porras y pistolas como armamento normal, y dotado de un material móvil que permitía a sus secciones estar presentes, a los pocos momentos, en el lugar preciso (…)Constituyó dicho Cuerpo un elemento básico del orden para los ministros que me sucedieron en el cargo, y quedó la Guardia Civil descargada de la misión de enfrentarse en las calles de las grandes aglomeraciones con las turbas o con grupos de revoltosos, concentrando su acción eficacísima en los pueblos y en el campo, que es la propia del Instituto”. (1)
(1) MAURA, M. Así cayó Alfonso XIII. pp. 274-275.




La nueva policía fue creada por ley de 30 de enero de 1932, siendo su misión principal y casi única el mantenimiento del orden público, función en la que la Guardia de Asalto debía comportarse, como indicaba Maura, de modo muy diferente a como lo venían haciendo la Guardia Civil o el Ejército. El Reglamento, publicado el 10 de mayo de 1932, hacía hincapié en la necesidad de preparar a los hombres para disolver con éxito cualquier grupo numeroso y restablecer el orden que se hubiese alterado utilizando métodos incruentos pero convincentes. Así pues, se trataba de crear una policía moderna y eficaz a imitación de sus homónimas de otros países de Europa. Sus unidades se concentrarían en los núcleos urbanos, constituyendo un cuerpo de élite que actuaría con rapidez y contundencia, comprometiéndose a mantener el orden público evitando el derramamiento de sangre, lo que no siempre fue posible.

La Guardia de Asalto dependía del Ministerio de Gobernación y no era un organismo autónomo. Constituía una sección dentro del Cuerpo de Seguridad o Policía Gubernativa. Su mando se confiaba a un coronel o teniente coronel del Ejército, con el cargo de Inspector General. El nuevo Cuerpo contaba con 50 compañías distribuidas en 16 grupos, cuyas sedes eran: Madrid (1º,2º y 3º), Bilbao (4º), Sevilla (5º), Valencia (6º), Zaragoza (7º), La Coruña (8º), Málaga (9º), Oviedo (10º), Badajoz (11º), Valladolid (12º), Murcia (13º) y Barcelona (14º, 15º y 16º).
La unidad básica en el organigrama era la escuadra, formada por un cabo y cinco guardias. Tres escuadras formaban un pelotón bajo el mando de un sargento. Le seguía la sección, que mandada por un teniente agrupaba a tres pelotones. Finalmente, tres secciones constituían una compañía, a cuyo frente se encontraba un capitán.
Todos los oficiales eran militares profesionales, procediendo muchos de la Legión y de los Regulares, lo que pronto dio a las unidades de Asalto un marcado carácter castrense que terminó por asemejarlas a la Guardia Civil.

Los sucesivos gobiernos republicanos no escatimaron gastos a la hora de dotar al Cuerpo de efectivos y material. En abril de 1932 se autorizó una plantilla de un coronel, dos tenientes coroneles, 12 comandantes, 57 capitanes, 177 tenientes, 302 suboficiales y sargentos, y 3.896 cabos y guardias. Cifra, esta última, que se incrementaría en 2.500 hombres en septiembre de ese mismo año.
El armamento fue especialmente cuidado. La tropa fue dotada de carabinas, modelo Máuser 1893, y una pistola astra-m-900 calibre 7,63 mm. Completaban las armas de fuego diversas dotaciones de ametralladoras pesadas y ligeras, morteros, granadas de mano y gases lacrimógenos. No obstante, el arma que pronto distinguió a la Guardia de Asalto fue la utilización de una matraca o porra de cuero de 80 cm de longitud, que sustituyó al sable, que tantos heridos y muertos causaba en las manifestaciones y tumultos callejeros. Su éxito fue rotundo, y en poco tiempo fue adoptado por todo el Cuerpo de Seguridad.
En julio de 1936, en vísperas de la rebelión militar, la plantilla del Cuerpo de Seguridad y Asalto estaba compuesta por 17.660 efectivos, de los que 16.667 eran cabos y guardias, 543 suboficiales y sargentos, 428 oficiales, 18 comandantes y tres tenientes coroneles. Unos 8.000 hombres pertenecían a la sección de Seguridad, siendo el resto guardias de Asalto.

A su mando se encontraba, aunque de forma interina, el teniente coronel Pedro Sánchez Plaza. Agustín Muñoz Grandes había dimitido como Inspector meses atrás, siendo sustituido por el de igual grado, Rafael Fernández López, quien resultaría asesinado al inicio de la guerra civil. El hombre que tan eficazmente había organizado las fuerzas de Asalto se negó a dirigirlas bajo el gobierno del Frente Popular. Militar de filiación africanista e ideas conservadoras, Muñoz Grandes se sublevó el 18 de julio. Durante la II Guerra Mundial mandó la unidad conocida como División Azul, que combatió en el frente ruso, y llegó a alcanzar el grado de capitán general.
La sublevación militar se encontró con la oposición de la Guardia de Asalto en casi todo el país. Y es que en los meses inmediatamente anteriores a la guerra sus cuadros de mando se vieron profundamente alterados por el gobierno. En especial los correspondientes a las unidades que guarnecían las ciudades más importantes (sólo Madrid y Barcelona concentraban la mitad del total de efectivos). Con esta medida el gobierno se aseguró la lealtad de las fuerzas del Cuerpo en una proporción superior a la Guardia Civil y los Carabineros.

Zaragoza fue la única gran ciudad donde las unidades de Asalto, al mando del comandante Manuel Marzo Pellicer (que había sido trasladado recientemente por sospechoso, de la de Barcelona), se sumaron en bloque a la sublevación, lo que facilitó en gran medida las cosas al general Cabanellas, que ya contaba con la adhesión de la Guardia Civil. Y lo mismo hicieron diversos destacamentos de otras dos ciudades que tenían un importante contingente de efectivos: Oviedo y Valladolid. En la capital asturiana el coronel Aranda entregó el mando de los de Asalto al comandante Gerardo Caballero Olabézar, que, habiendo sido el jefe del 10º Grupo, se encontraba en situación de disponible en Zaragoza desde hacía unas semanas, al haber cesado en solidaridad con otros oficiales destituidos por el Frente Popular tras un altercado ocurrido en junio en una verbena, entre guardias y paisanos que les habían gritado ¡viva el ejército rojo! Caballero, en un audaz golpe de mano, consiguió que la mayoría de los guardias le siguieran. No obstante, el comandante de la plaza, Alfonso Ros (su sustituto), y diversos oficiales, se negaron a sublevarse y se enfrentaron en el cuartel de Santa Clara, mediante un tiroteo.

Llega el comandante Caballero al Regimiento «Milán» y se presenta al coronel Aranda, quien le dice: «La guarnición de Oviedo se ha unido al alzamiento militar. No necesito preguntarle si está usted con nosotros».
–Yo estoy siempre al servicio de España, mi coronel.
–Únicamente no se han unido al movimiento las tres compañías de Asalto. Quiero evitar una lucha inútil, pero los mandos son casi todos rojos. Por eso lo he llamado.
–Voy al cuartel de Santa Clara –dice el comandante Caballero– y antes de una hora, si no he muerto, la Guardia de Asalto estará al servicio de España.
–Muy bien y... ¡Viva España!
En las cercanías del cuartel de Santa Clara, por la parte que da al teatro Campoamor, hay un retén de guardias de Asalto bajo el mando de un sargento. Llega el comandante Caballero y el sargento le da el alto:
–¿Quién vive?
–España, vuestro comandante, el comandante Caballero.
El comandante avanza lentamente hacia el retén de guardias de Asalto, y el sargento le dice: «Mi comandante, retírese usted; no queremos hacer armas contra usted, pero tenemos órdenes de que no pase nadie».
–De orden del comandante militar de Asturias, y en nombre de España, vengo a hacerme cargo del mando del décimo grupo de Asalto. No tenéis más que dos caminos: obedecerme o matarme. Decidid pronto; pero si me matáis, será por la espalda porque ahora mismo voy a tomar posesión del cuartel. ¡Viva España!... ¡Tirad si queréis!.
El sargento va detrás de él y le dice: «Si le matan a usted, nos matarán a los dos. Yo estoy a sus órdenes siempre».
«Yo también... ¡Y yo!... ¡Y yo!... y todos», contestan los guardias.
–¿Qué ocurre? –pregunta el comandante Caballero.
–El cuartel está lleno de rojos. El comandante les abrió las puertas esta mañana y los está armando. Hay cerca de mil.
Entran en el cuartel subiendo por una escalera estrecha; llegan a una compañía donde hay varios guardias que se unen al comandante Caballero.
Un cabo de otra compañía se echa el mosquetón a la cara y dispara sobre el comandante.
–¿Está usted herido, mi comandante?
–Un rasponazo en el hombro.
El comandante se asoma a la ventana gritando: «¡El cuartel es nuestro... Rendiros!... ¡Viva España! ¡Viva el Ejército!»
El patio del cuartel de Santa Clara está atestado de mineros y milicianos. También están el jefe del décimo grupo de Asalto, el comandante Ros, y algunos oficiales y varios guardias.
Al aparecer el comandante Caballero le saludan con una descarga de balas que rebotan a su alrededor y se produce una desbandada general. En un momento el patio está completamente vacío, por lo que no pudo el comandante Caballero, de ninguna manera, ametrallar a los milicianos que estaban en el patio del cuartel de Santa Clara.
El comandante Ros y algunos oficiales se refugiaron en el polvorín.
«El cuartel de Santa Clara es nuestro», le dicen al comandante Caballero
–Le prometí al coronel Aranda que antes de una hora dominaría el cuartel y solamente han transcurrido tres cuartos de hora para que el cuartel de Santa Clara esté al servicio de España y del Ejército.
(...)
En los primeros días de octubre de 1936, se desarrollan en la posición de la Loma del Canto grandes combates. Ha muerto heroicamente el teniente coronel Iglesias, del Regimiento «Milán».
El comandante Caballero, al enterarse, dice a su ayudante: «Comunique al general Aranda que salgo para la Loma del Canto para hacerme cargo de la posición y que no saldré de allí hasta que la situación se haya resuelto o hasta que vaya a reunirme con el teniente coronel Iglesias».
Los rojos han tomado la posición de Los Solises, el comandante Caballero se dirige a la posición ocupada y logra recuperarla.
De vuelta a la posición de la Loma del Canto, el comandante Caballero rueda por el suelo con una herida en la cabeza. Lo llevan a la enfermería y el alférez médico lo examina y dice: «No ha muerto todavía. Está gravísimo. Tiene la cabeza atravesada».
El comandante Caballero no murió de aquella herida pero perdió un ojo.
(2) Fermín Alonso Sádaba 


Por su parte, en Valladolid, la rebelión militar fue iniciada por diversos oficiales de Asalto que se negaron a obedecer la orden de trasladar sus tropas a Madrid con el fin de reforzar los efectivos de la capital. Al frente del grupo de Asalto se encontraba el comandante Nicanor Martínez, fervoroso adicto al gobierno del Frente Popular, que fue reducido por sus hombres al mando del capitán Julián Perelétegui de la Fuente, simpatizante de FALANGE. No obstante, parte de la tropa, al mando del capitán Cuevas, salió en dirección a Madrid.




Caso singular fue el de Murcia, sede del 13º grupo de Asalto. Había en la ciudad dos compañías al mando del capitán Ricardo Balaca Navarro, que intentó sublevarse. Al no encontrar apoyos ni en el Ejército ni en la Benemérita, así como una fuerte oposición de suboficiales entre los que se encontraba el sargento Cristobal Martínez Huertas (quien, siendo ya capitán, sería juzgado y fusilado en 1942), se vio pronto obligado a rendirse, tras lo que fue fusilado junto con los tenientes del mismo cuerpo, Eloy Rodríguez Chamorro y José Pérez Redondo. En el Juicio popular que se siguió, el sargento Martínez, al parecer, se había presentado como testigo de prueba durante el proceso lo que a la postre, terminada la guerra, le supondría la condena a pena de muerte en el suyo propio.


En algunas de las ciudades donde triunfó el Alzamiento, la Guardia de Asalto se opuso con decisión. Dos casos destacaron: La Coruña, donde los guardias resistieron dos días en el edificio del Gobierno Civil; y Sevilla. En esta ciudad, y al mando del comandante José Loureiro Sellés, tres compañías apoyadas por tres blindados resistieron durante horas, hasta que fueron reducidas por la Guardia Civil, leal a Queipo de Llano. En Córdoba y Cádiz diversas unidades opusieron resistencia, pero fueron derrotadas por tropas llegadas de África.


En conjunto, más del 70 por ciento de los efectivos del Cuerpo se mantuvo fiel al Gobierno. En Madrid, donde el Cuerpo de Seguridad contaba con una guarnición de 4.000 hombres, la lealtad fue absoluta. Concentraba la capital los grupos de Asalto 1º, 2º y 3º, tres escuadrones de caballería, tres compañías de especialidades y once compañías urbanas. Muchas de estas fuerzas estaban motorizadas y contaban con blindados y compañías de ametralladoras. Los grupos de Asalto estaban mandados por los comandantes Pérez Martínez, Sánchez de la Parra y Burillo, todos ellos afectos al Frente Popular. Además, el mismo 18 de julio el Ministerio de la Gobernación ordenó que se concentrasen en la capital las compañías de Valladolid, Salamanca, Segovia, Avila, Logroño, Guadalajara, Toledo y Ciudad Real. Con ello se aseguró la derrota de la rebelión en Madrid, pero facilitó su triunfo en las ciudades castellanas, que quedaron sin unidades de Asalto.


También era muy numerosa, cerca de 2.000 efectivos, la guarnición de Barcelona, que además fue reforzada con unidades procedentes de otras poblaciones catalanas. Bajo la dependencia de la Comisaría General de Orden Público se encontraban los grupos de Asalto 14º (comandante Alberto Arrando), 15º (comandante Madroñero), y 16º (comandante Gómez García). Estas fuerzas se completaban con tres escuadrones de caballería, nueve compañías urbanas y tres de especialidades. Su oficialidad fue profundamente remozada los meses previos a la guerra, pues el Gobierno desconfiaba de numerosos jefes y oficiales.

El capitán Federico Escofet, como comisario de Orden Público de la Generalitat, confió plenamente en la Guardia de Asalto para detener a las tropas sublevadas en determinados puntos de la ciudad. Los de Asalto actuaron con lealtad y eficacia. No obstante, hasta la intervención del 19 Tercio de la Guardia Civil, al mando del coronel Escobar, la balanza no se decantó del lado del Gobierno.
En las restantes ciudades sedes de grupos de Asalto se mantuvo sin serios problemas la obediencia al Gobierno. En Valencia y Málaga los guardias sitiaron los cuarteles del Ejército, donde una oficialidad desconcertada dudó durante días entre la fidelidad y la rebelión, hasta que fueron vencidos. En Bilbao y Badajoz, donde se hallaban importantes efectivos, los guardias se mantuvieron en su puesto.
La Guardia de Asalto fue oficialmente disuelta por Decreto de 27 de diciembre de 1936, pasando sus hombres a formar parte del llamado Cuerpo de Seguridad. No obstante, popularmente se les siguió conociendo con el nombre de siempre hasta el final de la guerra.
La confianza del Gobierno en el Cuerpo era absoluta, lo que propició que a lo largo de la contienda se reclutaran nuevos hombres, llegándose a alcanzar la cifra de 40.000. Fueron utilizados en ocasiones como tropas de choque y especialmente como policía militar, tanto en el frente como en la retaguardia. Su arrogancia y excelente armamento sorprendió al escritor británico George Orwell durante los hechos de mayo de 1937 en Barcelona, de los que fue testigo privilegiado:

“Eran unas tropas magníficas, con mucha diferencia las mejores que yo había visto en España (…) Yo estaba acostumbrado a las andrajosas y mal armadas milicias del frente de Aragón, y no sabía que la República poseyera tropas como aquellas. No sólo eran hombres de unas condiciones físicas excepcionales, sino que lo que más me asombraba eran sus armas. Todos ellos iban armados con flamantes fusiles de un modelo que llaman “el fusil ruso”. Tuve ocasión de examinar uno. Estaba lejos de ser un fusil perfecto, pero era incomparablemente superior a aquellos atroces y viejos trabucos que teníamos en el frente. Los guardias de asalto tenían un fusil ametrallador por cada diez hombres y una pistola automática cada uno; en el frente teníamos aproximadamente una ametralladora por cada cincuenta hombres, y en cuanta a pistolas y revólveres sólo era posible obtenerlos ilegalmente. En realidad, aunque no había reparado en ello hasta entonces, lo mismo ocurría en todas partes. Los guardias civiles y los carabineros, cuya misión no tenía nada que ver con la lucha en el frente, iban mejor armados y equipados que nosotros. Sospecho que esto ocurre en todas las guerras, que siempre se da el mismo contraste entre la mimada policía de la retaguardia y los andrajosos soldados de las trincheras. En general, los guardias se asalto, al cabo de uno o dos días, se llevaron muy bien con la población (…) no tardaron en deponer su aire de conquistadores y las relaciones  se hicieron más cordiales”  (3).

La ácida crítica de Orwell no carecía de fundamento. El mismo jefe del Estado Mayor del Ejército republicano, el general Vicente Rojo, se mostró muy crítico en varios informes sobre la escasa efectividad en combate de las unidades formadas por guardias de asalto y por carabineros. Años más tarde volvería a recordar este hecho en un conocido libro de memorias.
Las críticas no deben sorprendernos, pues hemos de recordar que las tropas de asalto no fueron concebidas como fuerzas de choque sino como policía de retaguardia; lo que motivó, sin duda, que numerosos emboscados se alistaran como guardias con el fin de eludir el servicio activo en el frente. Cuando éste se produjo, ya al final de la guerra, la baja moral de estos hombres tuvo desastrosos efectos.
Por su parte, y a diferencia de los gobiernos republicanos, Franco no realizó el menor cambio organizativo mientras duró la contienda. Finalizada ésta, el dictador procedió a una reestructuración de las fuerzas de orden público, lo que se plasmó en la Ley de Policía de 8 de marzo de 1941. Esta Ley ponía fin de forma definitiva al Cuerpo de Seguridad y de Asalto, que fue sustituido por una nueva unidad policial: la Policía Armada, los grises del franquismo, diseñada para actuar en el medio urbano.
(3) ORWELL, G. Homenaje a Cataluña.  Pp. 146-147.



  Referencias bibliográficas

  • – ALPERT, Michael. El Ejército Republicano en la Guerra Civil. Madrid, 1989.
  • – ESCOFET, Frederic. Al servei de Catalunya i de la República. París, 1973.
  • – MAURA, Miguel. Así cayó Alfonso XIII. Barcelona, 1966. 
  • – MUÑOZ, Roberto. Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en España (1900-1945). Madrid, 2000.
  • – ORWELL, George. Homenaje a Cataluña. Barcelona, 1985.
  • – ROJO, Vicente. ¡Alerta los pueblos!. Barcelona, 1975.
  • – SALAS LARRAZÁBAL, Ramón. Historia del Ejército Popular de la República . Madrid, 1973.

jueves, 20 de febrero de 2020

El ATAQUE SOBRE OVIEDO 1934








DIAS 5 Y 6 DE OCTUBRE DE 1934. FALLA LA SORPRESA  
El objetivo era Oviedo. Desde el primer momento, en la noche del 4 al 5 de octubre, González Peña (el "generalísimo" de la Revolución), se dirigió a su localidad natal de Valduno, cerca de Grado, en cuya iglesia parroquial y custodiado por el sacristán, estaba escondido una buena parte del alijo de armas del barco Turquesa.
Antes había pasado por Langreo y coordinado los últimos preparativos con Belarmino Tomás, y por Olloniego, para entrevistarse con Belarmino García.
 La señal convenida sería un apagón general volando las torres de los tendidos. Cuando Oviedo quedase a oscuras, todos los grupos debían de avanzar a la vez.
A la 1.30 de la madrugada del día 5, todos estaban en sus puestos: Dutor, con un grupo de 300 hombres, al norte, en las faldas del Naranco. Graciano Antuña, con su grupo, al sur (zona de San Esteban de las Cruces) y Pedro Vicente al oeste, por la zona de Colloto, en la carretera de Santander.
La Guardia de Asalto instaló ametralladoras y reflectores en varios puntos del centro de la ciudad.
Los encargados de provocar el apagón fallaron. Al parecer, volaron alguna torre, pero el tendido no se llegó a romper, fallo difícil de comprender en unos dinamiteros expertos. Temerosos con la aparición de la fuerza pública, se fueron del lugar sin acometer un nuevo intento.
Trascurrió la noche en tensión, porque el fallo en el apagón provocó la indecisión respecto a la situación real y nadie se decidió a atacar (los grupos carecían de comunicación entre sí). Los reflectores que había instalado la Guardia de Asalto detectaron al grupo del Naranco. El grupo de Peña se entretuvo en el reparto del armamento y no apareció por su zona.
 Al amanecer del viernes día 5 el ataque inicial sobre Oviedo no se había producido. Algunos revolucionarios del grupo del Naranco, desorientados y desperdigados, abandonaron la zona.
González Peña pospuso el ataque para la mañana de ese mismo día.
 Por su parte, el Gobernador Civil estaba totalmente sorprendido. Le acababa de estallar la revolución. Recibía noticias alarmantes de ataques organizados contra todos los puestos de las cuencas mineras. Consultó con Madrid (aún había comunicación) y expuso la gravedad de la situación. Ya tenía la certeza de que aquello no era una huelga violenta, sino que era una auténtica revolución armada preparada y organizada cuyo objetivo era el derribo del poder.
Convocó al coronel Alfredo Navarro Serrano y declinó el mando en él. No hubo ninguna reunión con los jefes de los Institutos Armados, ni se estableció ningún plan de defensa. Navarro se instaló en el Gobierno Civil y proclamó el “Estado de Guerra” por medio de un bando por las calles. El comandante Benito Vallespín Cobián se hizo cargo del mando del Regimiento.
 En la ciudad empezó a cundir el miedo y la gente se refugió en sus casas. Los rumores eran que los mineros armados con dinamita cercaban la ciudad. Nadie daba noticias fiables y se propalaban los bulos más variados. Las tiendas no abrieron; las que lo hicieron, cerraron al poco. Los obreros no se incorporaron a sus trabajos. Los elementos internos de la ciudad esperaban órdenes, desconcertados.
Durante la mañana del viernes 5 tampoco se produjo el ataque. Había noticias de combates hacia San Esteban de Las Cruces, donde los revolucionarios habían tomado el cuartel de la Guardia Civil, y un número cada vez mayor de mineros de Mieres, ya tomado, intentaba progresar hacia Oviedo.
Hacia allí empezaron a salir unidades de Guardia de Asalto. González Peña volvió a entrevistarse con los jefes de los grupos, para coordinar un nuevo ataque, pero le surgió otro problema: Los obreros de Trubia habían entrado a trabajar y la fábrica no estaba en manos de los revolucionarios. Hubo de desplazarse allí para convencerlos. Los elementos internos decidieron iniciar el fuego dentro de la ciudad y los tiroteos aislados empezaron a sembrar el pánico.
El coronel Navarro, ya Gobernador Militar, disponía de unos 1200 hombres, (600 del Regimiento, 310 de los Guardias de Seguridad, 70 Guardias Civiles y 20 Carabineros), pero decidió sacar sólo una parte mínima de sus hombres para proteger la ciudad desplegándolos en secciones a lo largo de Oviedo.
 Las reservas serán cuatro veces las fuerzas empleadas en la lucha y en ningún momento se pensó en tomar la iniciativa.
 Todos los sectores de defensa se verían sensiblemente reducidos en días posteriores ante el empuje de los revolucionarios.
 Hacia Oviedo partían ya las columnas de Mieres. A lo largo del día 5 habría combates entre Oviedo y Mieres, en la Zona de la Manzaneda.
Entre ellos, la emboscada a un grupo de guardias de Asalto que venían en camiones de León.
 Incluso hubo de salir una compañía del regimiento Milán. Todos, guardias y militares, quedaron casi cercados en la Manzaneda. Hubo de hacerse una salida con más tropa y ametralladoras para poder sacarlos. La vuelta de aquella gente, mientras anochecía el día 5 de octubre, con numerosos heridos, olía a derrota, incrementando el pánico en la ciudad.

OVIEDO: 6 DE OCTUBRE. ENTRAN LAS COLUMNAS MINERAS 
El día 5 había fallado el ataque sorpresa sobre Oviedo y se habían producido los primeros encontronazos en la Manzaneda, con malos resultados para las fuerzas del Orden, que hubieron de ser auxiliados por los militares.
Al amanecer del sábado 6 partieron hacia Oviedo, desde Mieres, más camiones con mineros, una vez que los de Belarmino García habían tomado el cuartel de Olloniego. Se juntaron en San Esteban de las Cruces con el grupo de Graciano Antuña, dispuestos ya a dar el asalto sobre Oviedo. Aproximadamente eran ya 900 hombres. En esos momentos, y dada la orografía del puerto que les permitía ver a bastante distancia a los que empezaban a subirlo, observaron la llegada de dos camiones con dos secciones de Guardias de Asalto al mando del capitán Antonio Díaz Tuesta, procedentes de refuerzo de Burgos (24ª Compañía de Asalto), que intentaban incorporarse a Oviedo. Fueron sorprendidos y deshechos muy cerca de La Manzaneda, donde el día anterior sus compañeros habían quedado cercados. Afortunadamente para ellos, las prisas en disparar de los atacantes hicieron que no llegaran a meterse de lleno en la emboscada. Se envió en su socorro una compañía de Zapadores, que luchó porfiadamente, y quedó comprometida. A continuación se envió una sección de ametralladoras, con cuyo apoyo de fuego a mediodía se logró la evacuación, dejando siete guardias prisioneros, cuatro muertos y numerosos heridos.

Sobre las 12:00 del mediodía del día 6, los mineros de Mieres llegaron al barrio de San Lázaro, por entonces arrabal de Oviedo.
 La moral estaba muy alta, tras lo que consideraban victorias sobre las fuerzas del gobierno de esa mañana y del día anterior en la Manzaneda. El barrio estaba lleno de tabernas y prostíbulos y se les acogió con júbilo.
El Comité Provincial se instaló allí y se abrió un “hospital de sangre”, bajo la dirección de los hermanos Barreiro, médicos comunistas, Por primera vez aviones de la base de León sobrevolaron Oviedo, pero no efectuaron acción alguna.
Hubo una breve tregua, para intentar coordinarse con los otros grupos. En ese momento, eran unos 1800 hombres los que cercaban Oviedo, frente a 1200 del Gobierno. La situación debería ser ventajosa para las fuerzas gubernamentales, pero la iniciativa estaba de parte de los revolucionarios.
Los elementos más decididos, ante la falta de noticias de Peña, no estaban dispuestos a parar, y querían explotar el éxito con los 900 hombres que formaban el grupo de San Lázaro.
Se dividieron en tres grupos, una hacia cada parte de la ciudad.
 El de la derecha se limitó a avanzar por prados y huertas hasta cerca de la fábrica de armas, quedando allí a la expectativa.
El de la izquierda, el más rápido, entró en la ciudad sin encontrar resistencia. Tomaron Correos y la emisora de Radio Oviedo, desguarnecidos, y llegaron frente al ayuntamiento, empezando a tirotearlo.
 El del centro tampoco encontró resistencia inicial, entrando a través de la calle Arzobispo Guisasola y paralelas. Pronto se toparon con la Comandancia de Carabineros, cuya privilegiada situación la convertía en un buen puesto de defensa. Allí, el teniente coronel Luengo Varela, con dos comandantes y quince guardias, se negaron a rendirse. Pero los revolucionarios, ahora con moral de victoria e iniciativa, optaron por cercar el edificio y continuar el avance por calles paralelas, hasta llegar al Ayuntamiento, iniciándose sin pausa el ataque.
Allí destacó la presencia de un minero de gran envergadura física y valor suicida, llamado Feliciano Ampurdián, que dirigió el ataque «prendía la mecha de los cartuchos con el cigarrillo y los lanzaba sobre los parapetos[...] Su paso se anunciaba con explosiones horrísonas». Fue muerto en el interior, cuando se lanzaba escaleras arriba. La sección que lo defendía se retiró. A las 14.30 h, los mineros tomaron el ayuntamiento. Se continuó hacia abajo, hacia el corazón de la ciudad. Volvieron a separarse los grupos. El de la izquierda tomó la torre de la Universidad, que se encontraba incompresiblemente desguarnecida pese a ser, por su altura, un buen baluarte. Desde ese momento contarán con un lugar elevado desde donde disparar y lanzar dinamita, siguiendo hasta los aledaños de la Plaza de la Escandalera, al lado de los edificios del Banco de España y de la Diputación Provincial, y en este punto, al finalizar el sábado 6, quedó detenido el avance ante la oposición de las ametralladoras enclavadas en la plaza de La Escandalera por los Guardias de Asalto. Durante los siguientes días, esa zona sería escenario de durísimos combates. Con la dinamita que se lanzaba desde allí, aparecieron ya los primeros incendios (Audiencia, Banco de Asturias….).
El grupo desde el ayuntamiento fue hacia la derecha, se dirigió a la zona del Gobierno Civil y la Catedral, donde quedó detenido por la oposición de los defensores.
A la vista del convento de Santo Domingo, y en vez de continuar su progresión, algunos decidieron emplear la dinamita contra el convento, produciendo un incendio. La tentación de castigar al “enemigo clerical” era demasiado fuerte. Seminaristas y profesores habían huido momentos antes, echándose al monte. Unos 60 lo consiguieron. Otros se ocultaron en casas próximas, siendo algunos apresados y fusilados posteriormente.

Se empezó a detener a “sospechosos”, entre ellos al párroco de San Esteban, D. Graciano Muñoz, que sería trasladado a Mieres, “juzgado” y fusilado.
El grupo del Oeste, al mando de Pedro Vicente, no había entrado en acción. Esperaban, extrañados por el retraso, la llegada de Belarmino Tomás desde Sama. Este apareció por fin en la tarde del día 6, en vehículos requisados y ya con mucho retraso, tras el sangriento combate de Sama. Continuó la marcha hasta el ayuntamiento.
  Al acabar el día 6, el coronel Navarro conservaba la mayor parte de la ciudad: Casi todo el casco antiguo, la zona norte, el este con los cuarteles y muchos de los edificios públicos. Además, en la parte sur de la ciudad tomada por los revolucionarios, quedaba la Comandancia de Carabineros. Pero seguía sin hacer salir a las tropas. En el ayuntamiento se presentó el sargento Vázquez (Diego Vázquez Corbacho), un personaje de la revolución, quien tras haber desertado de su Unidad y habiendo intentado convencer a sus compañeros de armas del cuartel para que se unieran a la Revolución, sin conseguirlo, se unió a los obreros. Iba al frente de un Batallón de 500 mineros procedente de Mieres (Sería fusilado en 1935)
Los revolucionarios tomaron la fábrica de pólvoras de la Manjoya (al lado de San Esteban de las Cruces), custodiada por una sección, que se rindió sin lucha, persuadido el oficial del triunfo total de los revolucionarios. Varias toneladas de dinamita, trilita y pólvora pasaron a los revolucionarios. El administrador. D. Fernando de Olavide, fue juzgado, condenado y ejecutado allí mismo.

 TOMA DE LA FÁBRICA DE ARMAS DE TRUBIA:  
La fábrica de armas de Trubia, mandada por el coronel Félix García Pérez, era un objetivo clave desde el primer momento. El propio González Peña había trazado el plan, con el asesoramiento de Dutor, para hacerse con ella. Tenía una plantilla de 1400 trabajadores, con fuerte influencia comunista. La parte militar estaba compuesta por veinticuatro jefes y oficiales y veinticinco entre suboficiales y soldados.
En la noche del 4, Graciano Antuña y Dutor hablaron con el comité de los obreros para que se sumasen a la revuelta, pero no lo convencieron. El día 5, mientras las cercanas cuencas mineras ardían en lucha, se trabajaba con relativa normalidad en la fábrica. En la mañana de ese día el propio Peña, que debería haber comenzado el ataque a Oviedo, hubo de desplazarse para hablar, y logró por fin convencerlos para que se sumaran a la revolución, ahora que ya era un hecho. Aún así, hasta el día siguiente 6, no comenzaron los incidentes. Fue encañonado el jefe de día, los militares se atrincheraron en las oficinas y hubo tiroteos, pero el emplazamiento de un cañón ante ellos, les obligó a rendirse. Igual hicieron con el cuartel de la Guardia Civil. Hubo un comandante muerto y cuatro militares más heridos.
 La toma de la fábrica proporcionó un cuantioso botín a los revolucionarios, sobre todo de artillería: 27 piezas de distintos calibres
 Sin embargo, faltaba algo en el botín: las espoletas de los proyectiles. No está claro el motivo por el que faltaron, pero parece ser que en esos momentos se carecía del acero específico para su fabricación. Venía en un tren que quedó retenido el León con el comienzo de la revuelta.
Los proyectiles que se dispararon tendrían todo su poder de penetración, pero no explotarían. Esto sería determinante para poder mantener determinadas posiciones, como la del general Bosch en Campomanes y el reducto de la cárcel.
Tampoco los revolucionarios tenían artilleros. Algunos oficiales y suboficiales de los de Trubia fueron conminados bajo pena de muerte a disparar, pero todos se negaron. Los artilleros revolucionarios apuntaban a “ojo”, con mala puntería al principio, pero mejorándola según pasen los días. El deseo de disponer de algún tipo de “proyectil explosivo”, les llevará a buscar soluciones tales como la de “adosar” dinamita a los proyectiles: reventando el cañón y matando a los “inventores”.
De las piezas tomadas destacan los 16 “Ramírez de Arellano” de 40mm, por su ligereza y maniobrabilidad y los de “105”. Se distribuyeron rápidamente a los distintos grupos. Cuatro “arellanos” fueron a Campomanes, dos de “105” a San Esteban de las Cruces (Sur), otros dos “105” al Naranco para la conquista de la Estación, Cárcel y cuartel de la Guardia Civil y dos “105” más a la zona del Cristo de las Cadenas (noreste) , para la toma del depósito de máquinas y del Hospital. El resto, quedó en Trubia. Posteriormente, se enviarían más a distintos frentes. Para el transporte se empleó el ferrocarril Vasco-Asturiano, tanto hacia Oviedo como hacia Mieres.

OVIEDO. DIA 7: LA CALLE URÍA ES EL FRENTE DIVISOR  
El grupo situado en el norte y noreste de la ciudad, en las faldas de Naranco, y teóricamente responsabilidad de Dutor, seguía mostrando una actividad mínima. Aquí había menos mineros y el sentido de la disciplina era mucho menor, para desesperación de Dutor. Los pequeños grupos entraban y salían de la zona a su antojo. El despliegue de las secciones en la estación y en el depósito de máquinas parecía haberles frenado. Mantenían tiroteos esporádicos, pero las ametralladoras los contenían.
En la noche del 6 al 7 llegaron de Trubia cuatro cañones del “105”. Mientras los ponían en posición, el jefe Comunista Julián Ambou espoleaba a los revolucionarios: “Vosotros todavía estáis aquí, y los de Mieres ya están casi en el centro”. Trazó un plan con Dutor. A partir de las 3 de la mañana del día 7, empezaron a bombardear la zona norte, (estación y depósito de máquinas), no sin discusiones con los “artilleros”, empeñados en centrarse en objetivos “burgueses” del centro de la ciudad. Al amanecer, atacaron en tres grupos.
El primero directo hacia la estación. La artillería fue decisiva. Dutor montó un tren blindado con chapas con el que se lanzó contra la estación, disparando y entrando en el cuerpo a cuerpo.
Los soldados se retiraron hacia la calle Uría. La estación ya era de los revolucionarios. De momento, no pudieron seguir avanzando por el fuego que les realizan desde las azoteas por la ahora compañía completa del capitán Jesús Guillén Navarro (de Infantería) y los guardiaciviles que lo reforzaban.
El segundo grupo, con dos de los cañones colocados en la zona del Cristo de las Cadenas, y formado sobre todo por los que inicialmente habían acompañado a Peña desde Valduno, entraron hacia el Hospital Provincial (defendido solamente por cuatro carabineros). Encontraron muy poca resistencia y bajaron al Campo de San Francisco e intentaron pasarlo y alcanzar la calle Uría en su tramo final, a la altura de la plaza de la Escandalera. Fueron parados en seco por la compañía del capitán Guillén. A partir de ese momento, la Calle Uría sería la divisoria entre los bandos y zona de duros combates.
El tercer grupo, se dirigió hacia el noreste, hacia la cárcel y el cuartel de la Guardia Civil. No disponía de artillería en un primer momento y se limitó a hostilizar ambos sitios a distancia.
En la tarde del domingo 7, el “frente norte” de la ciudad había caído. Los milicianos estaban ya en ambos extremos de la calle Uría, en el centro de la ciudad.
La Artillería aumentó el terror en la población y produjo un efecto desmoralizador.
 Día 7. El grupo del Norte, con la ayuda de la Artillería, toma la estación
(1)/
El grupo (3) toma La zona del parque de San Francisco
y el (2) y se aposenta al lado de la carcel y el cuartel de la G. Civil.
La Línea azul es la línea de defensa desde los edificios de la calle Uría. A un lado y a otro, están ya los revolucionarios.

 HEROICA DEFENSA DE LOS CARABINEROS  
En la tolvanera levantada por el montón de noticias, reportajes e informaciones publicadas acerca del movimiento revolucionario de Asturias quedó inédito para muchos ciudadanos españoles el comportamiento de las fuerzas de Carabineros que en los días de la sedición, cuando todas las fuerzas del Estado daban pruebas gallardas de su valor y disciplina, ellos honraban su uniforme luchando contra la rebeldía desbocada con un tesón y un entusiasmo admirables. Este pequeño sector del Cuerpo de Carabineros, que tan bravamente ha luchado en la revolución asturiana, ha aportado al número de los que han caído víctimas del cumplimiento de su deber, unos cuantos nombres de jefes, oficiales y soldados, que han hecho cara a la muerte con una imperturbable serenidad y entereza.
 En la noche del 6 del pasado Octubre, el comandante de Carabineros don Norberto Muñoz Ortiz se marchó a la casa de huéspedes donde estaba de pupilo a descansar de las faenas del día, sin sospechar que la barbarie revolucionaria iba a hacer víctima de su furia a la ciudad de Oviedo.
 A eso de las dos y media de la madrugada un fuerte tiroteo despertó al comandante Muñoz. Saltó rápido de la cama y se asomó al mirador. Abajo, en la calle, había pelotones de revolucionarios que disparaban sus fusiles y gritaban enardecidos. El señor Muñoz Ortiz pretendió salir de la casa para incorporarse a la fuerza que estaba acuartelada en la Comandancia. Tuvo que desistir momentáneamente de su propósito ante la imposibilidad de cruzar las calles, donde los sediciosos lanzaban bombas de mano y hacían continuamente fuego de fusilería. Cuando pasadas unas horas –a las ocho de la mañana— vio que el fuego había disminuido, se lanzó a la calle, con grave riesgo de su vida, y llegó a la Comandancia, donde se unió a sus compañeros. Los revolucionarios no cesaban de bombardear la casa cuartel, donde los valientes carabineros los tenían a raya, haciendo un fuego eficaz que hizo en el enemigo  muchas bajas.
 El grupo revolucionario que combatía a los carabineros había elegido como lugar estratégico el ángulo que forman las calles de la Magdalena y de Campomanes.
 El día 7 de Octubre redoblaron los sediciosos su ataque al cuartel. Los grupos son cada vez más numerosos. Unos miles de revolucionarios se apiñan, atacan y tratan de asaltar la casa, donde un núcleo escaso de carabineros los hace retroceder con descargas cerradas. La lucha adquiere una inusitada violencia. El oleaje humano, compacto y arrollador, llega a pocos metros de la puerta. Los más audaces se aproximan, arrastrándose para hurtar el cuerpo a la puntería de los heroicos defensores del cuartel. Estos castigan la osadía de los sediciosos dejando la calle llena de heridos y de muertos Los rebeldes han tenido doce muertos y cuarenta y nueve heridos
 La falta de municiones hace más trágica la situación de los carabineros. Tienen que espaciar los disparos para economizar proyectiles. El cerco es cada vez más angustioso. La multitud revolucionaria vencerá por el número, pero no por el valor. Jefes y soldados hacen prodigios heroicos. No hay municiones, y abajo los revolucionarios se preparan a caer sobre aquel puñado de hombres con un golpe arrollador y definitivo.
 Se lanzan los rebeldes al asalto del cuartel. Caen muchos heridos, pero el bloque arrolla a los valientes carabineros. Les quitan las armas, calientes aún por los disparos, y los sacan a la calle, llevándolos en hilera hasta el comienzo de la de Campomanes. Allí unos cuantos malvados sacan de la fila al comandante don Miguel Cátala Clemente y le dicen:
—Avanza unos pasos.
Lo hace así el comandante, y entonces el que hacía de cabecilla de los revolucionarios le disparó un tiro. El señor Cátala no cayó, entonces un grupo se echó los fusiles a la cara y lo acribilló a balazos.
 Los carabineros presos fueron llevados a Mieres, y al teniente coronel don Andrés Luengo Varea y al comandante don Norberto Muñoz los condujeron al pueblo de Turón, donde fueron fusilados en la madrugada del día 9 de Octubre.
 Estos dos jefes dieron pruebas de un valor extraordinario en el momento de ser colocados frente al pelotón de revolucionarios que los iba a ejecutar. Al quitarle al señor Muñoz su correaje uno de los sediciosos y ver el comandante que el que lo había despojado no sabía ponérselo, le dijo amablemente: «Voy a tener el gusto de enseñarle cómo se coloca el  correaje.» Y se lo puso en el acto. Después, separados unos metros de sus asesinos, el teniente coronel y el comandante se abrazaron, gritando: «¡Viva España!» y volviéndose al pelotón ejecutor rígidos y cuadrados, con las manos en posición de saludo, les dijeron: «¡Ya pueden tirar!» Sonó una descarga, y los dos hombres cayeron al suelo para no levantarse más. La tierra recogía, misericordiosa, los cuerpos exánimes de aquellos dos héroes.

OVIEDO: LUNES 8 DE OCTUBRE DE 1934. CAE LA FABRICA DE ARMAS 
Cuando amaneció el lunes día 8, se mantenía el empuje inicial, pero empezaba a darse una fuerte sensación de desorden. Abundaban los saqueos disfrazados de “incautaciones” y no se localizaba al Comité Provincial. Al parecer, tras la toma de la estación, el Comité había decidido trasladarse a Mieres, sin haber dejado ninguna directriz.
Dutor iba de un lado a otro intentando coordinar los grupos. Demasiada gente, pese a sus esfuerzos, empezaba a tomar decisiones por su cuenta. También empezaban a llegar noticias del fracaso en el resto de España, pero eran cuidadosamente ocultadas a los grupos.
  Un hecho produciría, además de bajas, una profunda desmoralización: El empleo de la aviación. Hasta entonces, los aviones de la base de León se habían limitado a vuelos de reconocimiento. En la base, un sargento y veinte soldados, de origen asturiano, manifestaron tener “problemas de conciencia” para colaborar en el ataque contra sus paisanos y fueron arrestados. El sábado, la aviación había lanzado pasquines invitando a la normalidad, pero sin atacar. Pero el mismo sábado, el general Franco hizo cesar al jefe de la base, comandante Ricardo De la Puente Bahamonde (su primo hermano) por su falta de decisión . El domingo 7, una fuerza de 30 aviones (18 de reconocimiento y 12 de bombardeo) atacó Turón y Mieres y se ametrallaron las concentraciones de revolucionarios que se observaban en los alrededores de Oviedo. No causó excesivos daños, pero los efectos psicológicos fueron importantes. En días sucesivos no solo atacarán las concentraciones de revolucionarios, sino que surtirán de víveres y municiones a las fuerzas del Gobierno, en vuelos a ras de tierra, muy peligrosos. De hecho, un piloto fue herido gravemente al ser alcanzado en el pecho por disparo directo de fusil. Además, sus vuelos de reconocimiento permitirán que en Madrid se vayan enterando de los avances de López Ochoa y de Yagüe.
 El lunes día 8, Oviedo era una ciudad aterrada y fantasmal. No había agua, ni electricidad, ni víveres. Los muertos no se recogían de las calles. La gente permanecía en sus casas o en sótanos, con colchones en las ventanas y se detenía a “sospechosos” (sacerdotes, personas de cierta relevancia por su cargo o fortuna, ...). Nuevos contingentes seguían llegando y el sonido de fondo en la ciudad era el de las ametralladoras y el silbido de los proyectiles artilleros.
Los revolucionarios empujaban hacia el centro. De momento no pudieron tomar la plaza de La Escandalera, pero a primeras horas cayó la Audiencia, el Banco Herrero y el Monasterio de San Pelayo, en los alrededores de la catedral, lo cual suponía un serio problema para los defensores de dicha plaza, ya que a sus espaldas los revolucionarios iban ocupando edificios.
 El lunes 8, y tras la toma de la Audiencia, comenzaron los ataques, aún no demasiado fuertes, y sólo desde el lado que controlaban, sobre otro reducto: El cuartel de Santa Clara (actual edificio de Hacienda). En la planta baja estaba la Compañía de Seguridad y Asalto, mermada en efectivos al tener muchos grupos en edificios de la ciudad. Mandaba el Coronel Quintas, con el Comandante Camilo Alonso Vega. Este tuvo la idea de hacer una salida hacia un mercado cercano, donde se abastecieron, antes de ser atacados. En el sótano del edificio, estaba, para su suerte, el alijo de munición incautado al “Turquesa”, lo cual sirvió no sólo para sostener el cuartel, sino también para municionar a los defensores de la calle Uría, a través, precisamente, del viaducto del Pasaje.

En la tarde del lunes 8, el comandante de Asalto Silva, partiendo de los bajos del Cuartel y con un grupo de guardias y soldados, hizo un intento de despejar los alrededores de la plaza de la Escandalera, pero fue parado en seco, resultando herido en una pierna (que habría que amputar posteriormente por falta de material médico).
A mediodía, los “jefes militares” Dutor y Vázquez se reunieron para delimitar los objetivos. Objetivos prioritarios: Tomar el Cuartel de la Guardia Civil, y sobre todo, la fábrica de armas de la Vega.
 El cuartel de la Guardia Civil recibió en la tarde-noche del domingo 32 impactos de artillería, todos sin espoleta, provocando seis heridos. Los revolucionarios habían traído algún cañón “arellano” más y hasta un “155”. En la mañana del lunes el coronel Díaz Carmena decidió la evacuación de las numerosas mujeres y niños hacia el cercano cuartel de Pelayo. Los revolucionarios no hicieron fuego mientras duró. El activo teniente Esteve dirigió la evacuación y regresó de nuevo al Cuartel (pese a estar herido en una pierna).
A media tarde (y sin que al parecer hubiese habido grandes ataques), se decidió evacuar el cuartel hacia el de Pelayo. Esta vez sí que los revolucionarios atacaron. Ni el coronel Díaz ni el teniente coronel Moreno estuvieron presentes en la evacuación. La dirigió el comandante Bueno, que resultó muerto junto con dos sargentos. Se perdió el ganado, aunque se pudo salvar el armamento. En la tarde del lunes 8, el cuartel de la Guardia Civil ya era de los revolucionarios.

 TOMA DE LA FÁBRICA DE ARMAS DE LA VEGA 
Si Trubia estaba sobre todo dedicada a la fabricación de los cañones, La Vega lo estaba al armamento ligero. Situada cerca del cuartel de Pelayo, tenía 700 obreros, la mayoría de UGT. Desde el primer momento se había dispuesto en sus inmediaciones tanto el grupo de Pedro Vicente como uno de los enviados por Arturo Vázquez, pero no la había atacado por parecerle un objetivo demasiado difícil. Al amanecer del lunes 8, Dutor decidió ir a por la fábrica. Envió un documento conminatorio al Coronel y Vázquez, con varios grupos, tomó posiciones.
Mandaba la fábrica el coronel de Artillería Ricardo Jiménez de Beraza. Tenía a sus órdenes unos cien hombres, reforzados por una Compañía de Fusiles del Regimiento 3, al mando del capitán Hernández Segura. También había mujeres y niños.
En la tarde del domingo, los revolucionarios habían enviado un “tren blindado”, aprovechando la posición más baja de la fábrica (por eso se llamaba “de la Vega”) respecto a la cercana vía férrea. Afortunadamente para los defensores, la recién tomada torre de la catedral dominaba a su vez la vía y con su fuego de ametralladora obligó a retirarse al tren, que no estaba protegido por arriba. Hubo algunos ataques aislados. El terreno despejado ante la fábrica y su tamaño hacían que la dinamita que se lograba lanzar tuviera poco efecto. Se retiraron a las inmediaciones y esperaron la contestación del coronel Jiménez.
Increíblemente, y sin disparar, el Coronel ordenó abandonar la fábrica hacia el cuartel de Pelayo (a unos 250 m), a través de una desenfilada. Eso sí, se llevaron dos millones de cartuchos con ellos. Los milicianos ni siquiera se enteraron. Cuando reanudaron los ataques, nadie les disparó…. Y así, con total sorpresa, continuaron avanzando y se encontraron dentro un recinto desierto. Fue tal la rapidez en abandonar la fábrica, que algunos soldados que estaban en los puestos de guardia más alejados, no se enteraron de la evacuación y hubieron de replegarse por su cuenta, en el último momento.
Si la nula defensa que se hizo de la fábrica es un hecho grave, mucho peor fue lo que se dejo atrás: 22.000 armas ligeras, nada menos, donde destacan 281 fusiles ametralladores.
Pero es que además, desde marzo de ese año, el coronel Jiménez de Beraza había incumplido sistemáticamente cuantas órdenes respecto a la custodia y seguridad del armamento le fueron dadas. Las órdenes eran tajantes: Volar la fábrica pero en ningún caso debía caer en manos revolucionarios. Además, y desde hacía tiempo, el robo de armamento y munición por parte de los trabajadores era habitual. Como ya dijimos, el coronel Jiménez fue condenado a muerte (e indultado) en el Consejo de Guerra posterior. El capitán Hernández Segura, jefe de la compañía de apoyo, fue condenado a 6 años y un día.
 La toma de la fábrica de Armas supuso una inyección de moral para los revolucionarios y la prolongación de la Revolución. La sensación que tenían era que ya nada podía pararlos: Habían tomado el poder en las cuencas mineras, avanzaban en Oviedo y tenían cercado a un General con su ejército en Campomanes, y ahora tenían muchas armas. Faltaban municiones, pero en la fábrica había máquinas cargadoras, que inmediatamente se pusieron en funcionamiento, al igual que en Trubia. La de la Vega recargaba unos 5000 cartuchos diarios.
En la noche del día 8, en la Sala de Banderas del Regimiento, tuvo lugar un hecho patético: Nadie quería tomar el mando del cuartel de Pelayo. A Jiménez de Beraza, apenas entrado en el cuartel, se le presentó el comandante Vallespín para traspasarle el mando, pero no lo aceptó, alegando que Díaz Carmena era más antiguo, y este a su vez lo rechazó alegando que había uno de igual empleo del Ejército (recordemos que el coronel Navarro estaba en el Gobierno Civil). Había, según el coronel Carmena, “indisciplina”, al parecer alentada por el comandante Juste que consideraba vergonzosa la actitud de sus jefes. La situación quedó en suspenso. No había jefe. Los subalternos siguieron ejerciendo por su cuenta el mando, cada uno de su sector. Se empezó a hablar de rendición por parte de algunos. La situación devino en una gran tensión.
 Al acabar el lunes día 8, los revolucionarios habían avanzado...pero SOBRE TODO, se habían armado mejor. Disponía, además de artillería, de ametralladoras y fusiles mejores.
Se esperaba ayuda, pero no había comunicaciones.
 Al acabar el lunes día 8, los revolucionarios cercaban prácticamente la ciudad. Habían tomado la fábrica de armas y "metido cuñas" por la parte de abajo del mapa.
El gobierno aún mantenía la defensa de la plaza de la escandalera y de la línea de la calle Uría.

OVIEDO. DIA 9. SE ESTRECHA EL CERCO 
Cuando amaneció el martes 9 los revolucionarios estaban exultantes de moral con la victoria y el aumento de su arsenal. El modo en que se produjo les creaba un sentimiento de “despertar el miedo en el enemigo”. Esa misma mañana se repartió armamento desde camiones en la plaza del ayuntamiento sin ningún control, al más puro estilo revolucionario. Todos los “bajos fondos” de la sociedad se hicieron con armamento. También algunos “sospechosos contrarrevolucionarios”, en vista de que el armamento se repartía sin ningún control, decidieron armarse ante el cariz que tomaban las cosas.
Al amanecer, se atacó con decisión y con la potencia de fuego que otorgaban las nuevas ametralladoras, la plaza de la Escandalera. Ahora, la superioridad de fuego se hizo demoledora.
Cayó el Banco de España, (defendido por una escuadra y cuatro carabineros), después la Diputación Provincial (doce defensores entre guardias de asalto y soldados). Los aledaños de la plaza de la Escandalera y el Hotel Inglés fueron evacuados hacia el teatro Campoamor, y posteriormente, hacia el Convento de Santa Clara.
En el centro de la Calle Uría, la ya reducida compañía del capitán Guillén (unos setenta hombres útiles quedaban) y los veinte guardias del Pasaje y del café Niza, seguían aguantando. El sector Naranco quedaba ahora reducido a un trozo de la calle Uría protegido por detrás por el Cuartel de Santa Clara. Casi pegado al cuartel estaba el teatro Campoamor. La situación se hizo también insostenible allí (era demasiado grande para los hombres que lo defendían) y se replegaron sobre el cuartel. La altura de la azotea del teatro y la escasa distancia hizo que los revolucionarios pudieran utilizar la dinamita. En la noche del día 10 un grupo de unos ocho hombres, al mando del comandante Alonso Vega, realizó una arriesgada salida. Llevaban en el grupo un trabajador del teatro, conocedor de los sótanos. Con gasolina, le prendieron fuego al escenario, donde había material inflamable, ardiendo todo el edificio. Desde ese momento, el Campoamor quedó vacío.
  El campo de San Francisco y la calle Uría aparecía lleno de cadáveres sin recoger. Ardían el Hotel Covadonga, la delegación de Hacienda y el banco de Asturias, todos en el centro de la ciudad, en la zona del Gobierno Militar. Por la tarde, cayó también la Telefónica, defendida sólo por cuatro carabineros.
 El saqueo del Banco de España fue otro de los sucesos que marcaron la revolución. Los dinamiteros, ante González Peña, volaron la caja fuerte. Según el informe del fiscal, desaparecen 14.425.000 pts de entonces (una fortuna). Un año más tarde, sólo se había recuperado tres millones. ¿Dónde acabó el resto? Peña insistió en el consejo de guerra en que se repartió, para facilitar el exilio de los implicados, entregando 15.000 Pts. a cada uno. Incluso entre los propios revolucionarios hubo acusaciones mutuas . En el momento de la rápida despedida, cuando todo se acababa, Peña repartió dinero a mucha gente de manera absolutamente descontrolada, para que “no pasaran estrecheces en el exilio”. Otra parte importante se enterró en diversos escondites, de los cuales sólo se encontró una parte.
Se le acusó a él de quedarse con una parte importante, pero si así fue, poco lo pudo disfrutar durante su huida por los montes. Al parecer otra parte se utilizó como fondo “solidario” para las familias de los encarcelados…. Y otra parte, a juzgar por comportamientos posteriores, fue a parar directamente a bolsillo privados.
La noche del día 9 fue luminosa en un Oviedo sin luz eléctrica, pero lleno de incendios.
 Fin de día 9. Zonas tomadas por los revolucionarios: Banco de España, plaza de la Escandalera, teatro Campoamor, zonas aledañas a la catedral y casi cercando a los defensores de la calle Uría.

OVIEDO. DÍA 10. MOMENTOS CRÍTICOS 
El miércoles 10 fue el día peor para los defensores. Los revolucionarios, ajenos al fracaso de la revolución en España, continuaron con su iniciativa.
Durante todo el día “orbayó”, lo que ayudó a apagar los incendios, pero agotó a los hombres.
En las primeas horas se atacó el cuartel de Santa Clara, la Catedral y el Gobierno Civil (cerca de la catedral ). Se tomaron los conventos de Las Salesas y San Pelayo (que también se incendió). La situación en el cada vez más aislado Gobierno Civil era crítica. Lo defendía una compañía de fusiles junto con elementos dispersos de las fuerzas de seguridad replegados de otros edificios, mandados por el comandante Caballero Olazábal. La iniciativa revolucionaria la llevaban ahora los jefes de los grupos. González Peña iba y venía, pero no acababa de tomar ninguna decisión.
 Pero el miércoles 10 se produce la primera señal que aquello va camino de su fin. En el barrio de San Lázaro, González Peña se reunió con Dutor, Martínez de la CNT de Gijón y el resto de miembros de Comité Provincial. Se informó que el General López Ochoa estaba en Avilés, que en Gijón se desembarcan fuerzas peninsulares y que la revolución había fracasado en el resto de España.
 Parece que hubo agrias discusiones sobre si continuar o no la lucha. González Peña era partidario de parar, y le apoyaba Teodomiro Menéndez, pero los comunistas se opusieron firmemente. Había que seguir la lucha. Asumían plenamente su papel revolucionario sin vuelta atrás. La reunión acabó con una sensación de fracaso. Teodomiro Menéndez (que siempre había sido contrario a la revolución) actuaba como “elemento derrotista”, según Carlos Vega.
 El mismo día 10, volvió a actuar con contundencia la aviación. Una bomba cayó en la plaza del ayuntamiento, provocando 12 muertos y más de 30 heridos. Grupos enfurecidos intentaron linchar a los prisioneros encerrados en el cercano Instituto de secundaria, (en aquel momento casi 300, entre miembros de las fuerzas de Orden, religiosos, personas consideradas “de derechas” y “elementos representativos del estado burgués” como jueces, policías, etc.), siendo el responsable de su custodia Teodomiro Menéndez. Los guardias revolucionarios que custodiaban el edificio hubieron de disparar al aire.
El último reducto que tenían los militares al otro lado de la calle Uría, el chalet de Olivares, fue tomado e incendiado.
 Se atacó el cuartel de Pelayo con intensidad, consiguiendo plantarse ante la verja de entrada, pero fueron rechazados. Vázquez ordenó retirarse para bombardearlo primero. Su acto fue mal interpretado por algunos, que llegaron a pensar que los había traicionado.
Acabó el día con mucha tensión. Se empezó a correr la noticia de que llegaban fuerzas del gobierno a La Corredoria, al lado de Oviedo. Se decidió enviar varios grupos a su encuentro.
 Los revolucionarios avanzan. Se toman los conventos de Salesas y Pelayas y el Chalet de Olivares. Cercan el gobierno Civil y la zona de la catedral. Aguanta la prisión en la parte superior y comienzan las ataques sobre el cuartel desde la calle.

 OVIEDO. DÍA 11 DE OCTUBRE DE 1934. PRINCIPIO DEL FIN  
El jueves 11, el ambiente estaba enrarecido. Empezaron a correr rumores de parar la lucha y del asunto del Banco de España.
A primera hora se decidió por fin ir a por la Catedral, desde cuya torre las ametralladoras les habían provocado numerosas bajas. Ahora, ante lo que parecía la llegada de refuerzos, había urgencia por tomarla. Los bombardeos artilleros contra la torre no habían tenido éxito. Dentro, el grupo del teniente Plaza estaba al límite, sin víveres y con poca agua y municiones. Los revolucionarios decidieron recurrir a la voladura, colocando una carga al lado de los muros de la Cámara Santa, que abrió un boquete, por donde intentaron entrar los revolucionarios, pero los defensores consiguieron rechazarlos. La explosión provocó el daño parcial o total de obras de arte asturiano de las primeras monarquías depositadas allí.
 A mediodía del día 11, el sargento Vázquez decidió hacer otro intento por tomar el cuartel de Pelayo, sobre el que habían caído 200 proyectiles (aunque la mayoría si espoleta percutora, que impedía su estallido).
La inminencia de la llegada de tropas hacía aumentar la desesperación, y estaban dispuestos a todo para tomar los objetivos. Enterado Vázquez de que el General López Ochoa había recurrido a prisioneros como “escudos” en Avilés, decidió hacer lo mismo. Hizo formar tres columnas en la plaza del ayuntamiento, con los prisioneros más “representativos” (una de guardias, otra de militares y otra de religiosos). La tensión era máxima, porque algunos prisioneros temían su fusilamiento inminente. Vázquez dirigía la escena, con “estética revolucionaria” (jersey de lana de cuello vuelto, chaqueta larga de cuero, botas de montar y dos pistolas con sus cartucheras cruzándole el pecho). Se encaminaron hacia el Cuartel y comenzaron a avanzar, con los revolucionarios colocados tras lo prisioneros. Fueron los momentos más duros para los defensores, cuya moral y recursos estaban a la baja, pero la noticia de la cercanía de refuerzos, hizo que redoblaran su ardor.
Dutor, el "Jefe de Estado Mayor" de la Revolución, acudió con otro grupo. Los defensores dudaron, pero cuando ya llegaban a la verja por fin se abrió fuego, cayendo alguno de los “escudos” El caos fue total. Cada uno corrió para donde pudo. Algunos prisioneros fueron hacia la puerta, intentando entrar, pero como los revolucionarios se mezclaban con ellos, se abrió fuego contra todos. Dutor fue alcanzado en una pierna y enviado al hospital. Al final de la mañana, cesó el ataque. El cuartel siguió sin ser tomado, pero un número indeterminado de “escudos” habían caído (tal vez entre 15 y 20). Otros consiguieron huir, y los más volvieron, moralmente deshechos, a la zona del ayuntamiento.
 El día 11 fue uno de los más duros de castigo de la aviación. Se centraron esta vez en las afueras y en la zona de Campomanes.
 Y llegó el gran golpe de la Revolución.
A las 3 de la tarde, el Comité estaba reunido en San Lázaro. Socialistas y cenetistas querían parar la lucha. Martínez habló de dispersar a los grupos, enterrar las armas y esperar tiempos mejores. Pero los comunistas alzaron su voz una vez más: No se había llegado allí para parar. Acusaron de cobardes y “flojos” a los dirigentes socialistas, de abandonar a su gente. La revolución se conquistaba con sangre.
En medio de una fuerte tensión y como una solución “intermedia”, el Comité acordó:
-Ante el fracaso en el resto de España y la gravedad de la situación, podía darse el movimiento por perdido.
-Replegar las fuerzas hacia San Lázaro y dedicarse a Mieres y Langreo.
-El Comité y sus miembros debían de ponerse a salvo.
 La retirada fue una huida vergonzosa, un “sálvese quien pueda”. Carlos Vega, miembro del comité por los comunistas (que no había estado en la reunión), quedó a cargo de todo, mientras el resto desaparecía.
Los jefes de grupo venían a intentar hablar con el Comité, pues no podían creerse la orden de replegarse. Hasta el visceral Vázquez se presentó, y llegó a poner su pistola en la cabeza de Vega. La palabra “traidores”, “desertores” y “cobardes” empezó a sonar en muchos los labios al referirse a los miembros del Comité. Los mismos miembros que serían posteriormente, tras los Consejos de Guerra, “mitificados” y elevados a la categoría de mártires de la lucha obrera.
Lo que ocurrió a continuación fue un hecho sorprendente, que forma parte de la idiosincrasia única de la revolución de Asturias. Los comunistas dijeron que había que seguir a cualquier precio y muchos socialistas le apoyaron también. No acataron al Comité y las órdenes del hasta ahora “generalísimo” González Peña. No habían llegado hasta allí para rendirse ahora. Gran parte de la ciudad era suya, y tendrían que reconquistarla. Y después, quedaban las cuencas mineras. Grupos de Sama se negaron a subir a los camiones dispuestos para evacuarlos. Ciertamente, no pudo ser sólo por influjo de los escasos (aunque muy activos) comunistas por lo que continuó la lucha. La revolución había sido de “abajo hacia arriba”, con las masas arrastrando a unos dirigentes que no se creían sus propias historias…. Y volvía a serlo. Ciertamente, hubo grupos que se desmoralizaron y abandonaron la lucha, pero otros muchos decidieron continuar.
En la tarde del jueves 11, la vanguardia del General López Ochoa consiguió entrar en el Pelayo, entre fuerte tiroteo.
 La revolución estaba aparentemente vencida. Pero la lógica no se impuso. La revolución de Asturias aún no se había cobrado ni la mitad de los muertos que al final tendría.

  SITUACION EN OVIEDO EL 12 DE OCTUBRE DE 1934  

Se mantenían reductos casi aislados en la ciudad: la cárcel y el cuartel, la zona de la catedral, el Gobierno Civil y el Cuartel de Santa Clara, en el centro los edificios de la calle Uría frente al Parque. Se mantenía un corredor entre el Gobierno y el Cuartel, defendido por dos compañías de zapadores de Gijón.
Gran parte de la ciudad estaba destruida por la dinamita.
 En la tarde del día 11, las primeras (y de momento únicas) tropas de auxilio entraban en el cuartel del Milán, en las afueras de Oviedo. Era, simplemente, un batallón de reemplazo procedente de Lugo, en camiones comerciales (no había transporte militar) y que había conseguido entrar tras abandonar los vehículos y entrar en desenfilada, casi arrastrándose, por una vaguada.
Al mando de un General de División, López de Ochoa, jefe de toda la fuerza actual y futura que llegara a Asturias. La columna a cuyo frente iba Ochoa, estaba constituida por solamente 500 hombres, que partiendo desde Castropol habían llegado a Grado con el fin de recuperar Trubia, si bien, cambiando de planes, se dirigieron a San Esteban de Pravia y embarcaron para caer en Avilés.

En Gijón había desembarcado alguna tropa peninsular, de La Coruña, pero no había podido avanzar a Oviedo. El día 10 desembarcaba las tropas coloniales, (legionarios y regulares) enviados por el General Franco desde Madrid desde el primer momento que empezó la revolución.
 Los revolucionarios estaban muy enrarecidos. El comité había huido tras intentar parar la lucha, pero habían nombrado nuevos jefes, en algunos casos se había detenido a los anteriores por "traidores" y estaban dispuestos a continuar la lucha fanática, aún sabiendo que en toda España había fracasado. La ciudad era suya en gran parte y habría que recuperarla a sangre y fuego. Tenían armamento, y decisión.
 En el otro frente de lucha, la entrada por León, entre Campomanes y Pola de Lena, el General Bosch había quedado atrapado y cercado, sin poder recibir ayuda ni mucho menos prestarla. NO podría moverse hasta el final de la revolución, con muchas bajas.

LA TRAMPA DE CAMPOMANES:  

La otra parte más dura de la batalla, se iba a librar en Campomanes y en la cercana aldea de Vega del Rey, a las faldas del Puerto de Pajares. La actual entrada en Asturias por la autopista del Huerna permite, en su último tramo de descenso, una visión del pueblo y de sus alrededores. La primera impresión visual es la del fondo de una “olla” rodeada de montes abruptos. La antigua carretera, a través del puerto de Pajares, discurre hoy por el mismo lugar que entonces : El fondo de un valle estrecho, pegado al río Caudal y al ferrocarril, siempre dominado por alturas.
 La salida hacia León no figuraba en un principio entre los objetivos inmediatos de los revolucionarios, pero una vez triunfante la revolución en las cuencas y estando relativamente seguros de la toma de Oviedo, la conexión con León, donde había un elevado número de mineros, se planteó como una alternativa. Sería Arturo Vázquez el que decidió mandar fuerzas hacia allí, para intentar el enlace tanto con los revolucionarios de León como con elementos simpatizantes de la base aérea. Si triunfaban en León, la revolución, imparable, se extendería hacia Madrid.
 Hemos visto la actuación del grupo del teniente Fernando Halcón Lucas, y sus treinta y tantos guardiaciviles, que partió desde Pajares al amanecer del viernes día 5 al tener noticia de la caída del Puesto en poder de los sediciosos, parando durante unas horas decisivas los ataques revolucionarios en Campomanes, aunque pereciendo en la defensa de la posición junto con doce de sus hombres.
 Pero según transcurre el día 5, y como las noticias eran cada vez peores, se ordenó desde el Ministerio la salida al anochecer del mismo día 5 de un Batallón del Regimiento 36 de León, al mando del teniente coronel Recas y del Batallón Ciclista de Palencia.
 Al amanecer del día 6 llegó también a León, por orden del Ministro, el general De la Cerda, jefe de la 8ª División radicada en la Coruña. A ella pertenecían las fuerzas de León. Ejercería el mando principal de las fuerzas sur-norte, hasta que estas contactasen con el general López Ochoa.
El general de la Cerda intentaría organizar y enviar el mayor número de tropas posible, solicitándolas al Ministro (En León, las escasas que tenía le eran completamente necesarias) y sobre todo, intentaría hacer llegar ayuda de todo tipo a los cercados en Campomanes, consciente, de la cortedad de equipamientos, comida y municiones con que habían partido.
 Al amanecer del sábado día 6 las fuerzas del Regimiento 36 coronaron Pajares, donde les recibieron los exhaustos supervivientes del grupo de Halcón, mandados por el sargento Mansilla. Les expusieron la extrema gravedad de la situación y se unieron a ellos, para intentar guiarlos y evitar que cayesen en otra emboscada. Más abajo empezaron a hostilizarlos, no pudiendo entrar hasta el mediodía en Campomanes, que estaba desierto. Llegó en ese momento el general de brigada Carlos Bosch, Comandante Militar de León y jefe de la 16ª Brigada, que ante la gravedad de los informes y la llegada de su superior, el general de La Cerda, decidió acudir personalmente, con una sección.
 Aunque había tiroteos esporádicos, la situación no parecía excesivamente grave. Decidió continuar adelante, dejando una compañía en Campomanes.
Pero el jefe revolucionario de ese sector era un comunista con fama de disidente y de “ir por libre” llamado Manuel Grossi, que tenía un alto espíritu de lucha y una gran capacidad de decisión. Había decidido esperarlos unos tres km. más adelante, a la entrada de Vega del Rey. La carretera discurría por el mismo lugar, (el único factible), por donde hoy discurre la autovía de entrada a Asturias: Por el fondo del estrecho valle del río Caudal.
 Sobre las 15 h. fueron detenidos por fuego de ametralladora, que inutilizó los vehículos. El general Bosch ordenó saltar y desplegar para limpiar las laderas. La decisión fue nefasta. La posición dominante de los revolucionarios les causó más de 60 bajas (entre ellas dos de sus capitanes). Hubieron de refugiarse en el pueblo y emprender una defensa desesperada. Al anochecer recibieron el refuerzo del Batallón Ciclista de Palencia que llegaba a marchas forzadas al mando del comandante Baldomero Rojo, con una sección de Transmisiones del Pardo al mando del entonces teniente Manuel Díez-Alegría.
 Entraron en Vega de Rey, pero ya no pudieron moverse. En la pequeña aldea había 350 hombres con numerosos heridos. No tenían medicinas ni comida. Se intentaron varios asaltos a la cercana ermita de Santa Cristina de Lena , desde donde Grossi dirigía el ataque, pero todos fracasaron. La moral decayó.
Al amanecer del domingo 7, Bosch perdió el contacto con Campomanes. Se dio cuenta que había caído en una trampa y se aprestó a resistir hasta la llegada de refuerzos. La noticia de que había “un General” copado, hizo que muchos grupos acudieran de las cercanas poblaciones del valle del Caudal para participar en el triunfo.
 El domingo 7 de octubre de 1934, el general Bosch perdió el contacto con Campomanes, donde había quedado una compañía. A su vez, los revolucionarios la atacaron y esta se replegó hacia arriba, hacia el pueblo de Puente de los Fierros, donde comienza el puerto de pajares y lo escarpado del terreno les favorecía.
Así quedó la situación el 7 de octubre. Unos 300 hombres, con numerosos heridos, en el pueblo de Vega de Rey, cercados.
   El mismo domingo, al amanecer, llegó un Grupo de Artillería Ligera del Regimiento 14, de Valladolid, al mando del comandante Moyano. No pudieron pasar con sus piezas, hostigados por todas partes. Las instaló en las alturas de Puente de Los Fierros. Desde allí bombardeó la ermita de Santa Cristina (que sufriría importantísimos daños) y sus alrededores.
 En la tarde del domingo 7, auxiliado por la sección del Regimiento 12, consiguió romper el cerco y meter dos de sus piezas en las afueras de Campomanes e iniciar el fuego, pero hubieron de retirarse con numerosas bajas (entre ellas, él mismo, herido).
 El lunes 8 transcurrió en los mismos términos, consiguiendo mantener la posición.
 Grossi recurrió al teniente Torrens, que accedió a interceder ante el general Bosch. El martes 9, envió una larga carta a su antiguo superior del Batallón Ciclista de Palencia, comandante Rojo, instándole en los términos más amables y amistosos a la rendición. La negativa de Bosch fue rotunda. A partir de ese momento la lucha se intensificará en esa zona (artillería, trenes blindados, aviación). Los revolucionarios hicieron gala una vez más de una gran inventiva. Ante la falta de espoletas, que hacía que los disparos artilleros se estrellaran contra las construcciones de piedra, construyeron una “catapulta” para lanzar paquetes de dinamita. También se emplearon “burros dinamiteros”, cargados de explosivos. En vez de dirigirse al interior del pueblo, los burros buscaron su cuadra en las afueras….desapareciendo en la explosión. El poema de Rafael Alberti “El burro dinamitero” está inspirado en este hecho.
 El martes día 9, el comandante Rojo, jefe del Batallón Ciclista de Palencia, recibió una larga carta del teniente Torrens, antiguo subordinado suyo. La carta, redactada en un tono cordial, le instaba a la rendición “Tan solo me obliga el deseo de evitar sangre de los que fueron mis superiores y soldados.” . Pedía “que se entregue el batallón y dejen las armas en las mantas y colchones”….
El general Bosch se negó a la rendición. Desde Mieres, partió un tren “blindado”, armado con dos morteros aprovechando la mayor altura de la vía férrea sobre el pueblo. Actuó la aviación, primero lanzando octavillas y luego bombardeando. En la estación de Pola de Lena, una bomba alcanzó un vagón con dinamita, que estalló espectacularmente.
 Desde León, el general de La Cerda pedía insistentemente refuerzos para enviar a Asturias. En la noche del día 10, el teniente Maqueira de Lis, con dos soldados, logró romper el cerco, llegar a Campomanes y desde allí emprender marcha hacia León, para comunicar la desesperada situación.
Durante la noche, un enlace consiguió llegó más allá de Campomanes, arrastrándose por el río, para volver con mensajes del Ministro, enviados a través del general de la Cerda, donde se le ordenaba “progresar a toda costa”….¡cercado, casi sin municiones, con una buena parte hombres heridos, sin material sanitario y… con mucha hambre!
Desde el día 10, la situación era crítica. Apenas quedaban municiones. No había comida, ni material sanitario. Las heridas se desinfectaban con gasolina y se vendaban con sacos y ropa interior. La alimentación era casi exclusivamente a base de manzanas.
 Y es que aquellos soldados de reemplazo fueron enviados sin apenas nada, como el propio general De la Cerda recoge en el Diario de la División:
 “En camiones de requisa, sin ganado, sin tiendas individuales, con solo el capote-manta, sin paquete individual de curación”. Pasarán hambre y frío. El gobierno intentó ocultar fotos de los soldados vendados con trozos de sacos y de ropa interior. La comida será la que puedan coger en las casas, y al acabarse ésta, únicamente manzanas. Las heridas se desinfectarán con gasolina. Habrá principios de gangrena”.
 El día 10, la situación era crítica. Apenas quedaban municiones. No había comida, ni material sanitario. Las heridas se desinfectaban con gasolina y se vendaban con sacos y ropa interior. La alimentación era casi exclusivamente a base de manzanas.
 A media tarde del día 10, llegó a Pajares un convoy de Valladolid que transportaba al 2º Batallón del Regimiento de Infantería Nº 35 de Zamora, al mando del comandante Pérez Rasilla. Escoltaba también un convoy con víveres y material sanitario (ambulancias y hospital de campaña) y una Unidad de automóviles.
El mismo día empezaron los combates para liberar a las fuerzas de Bosch, con decisivo apoyo de la aviación. Se prosiguió la lucha el jueves 11, con bastantes bajas, consiguiendo tomar las alturas colindantes. En la mañana del 12 se ocupó la ermita de Santa Cristina, “puesto de mando” del ataque, y se contactó físicamente con los sitiados, que vieron por fin aliviada su situación. Bosch pasó a Campomanes y pudo así enlazar con León. Se evacuó a los heridos, algunos de ellos, según el informe del general de la Cerda, con principios de gangrena. Sin embargo, y al igual que sucedió en Oviedo, el levantamiento del cerco no provocó la desbandada de los revolucionarios, que se parapetaron en Pola de Lena. Pero había llegado la noticia que López Ochoa estaba ya en Oviedo y la sensación de derrota empezó a cundir. El tren blindado retrocedió a Mieres. Grossi convocó una junta de jefes, a la que acudió el sargento Vázquez, que pretendía reactivar el frente de Campomanes. Decidieron pedir más refuerzos al Comité de Mieres. Vázquez intentó algún contraataque, cortado en seco. La moral de derrota se había adueñado ya de los revolucionarios.
El sábado 13 llegó al frente de Campomanes el I Batallón del Regimiento 32 de Valladolid.
El domingo 14, el general Bosch fue relevado por el general Balmes. Delicadamente, el ministro le expuso que no era una sanción, sino una medida para poner al frente a un General acostumbrado a mandar a tropas africanas, que ya estaban en camino. Al día siguiente, día 15, llegaría el Tabor de Regulares nº1 y dos días más tarde llega la 3ª Bandera del Tercio (habían sido enviadas a Barcelona, pero fueron reenviadas a Asturias por no ser ya necesaria allí su presencia). Sin embargo, desde la mañana del día 15, el general López Ochoa había ordenado (vía Madrid, ya que no tenía comunicación directa) suspender el avance hasta nuevo aviso.
 En Campomanes, la columna del general Balmes permaneció inactiva los día 16 y 17. Los milicianos de Grossi se habían parapetado en los alrededores de Pola de Lena y esperaban. Al final del miércoles 17, el general Balmes recibió la orden de ponerse en marcha. Durante el jueves 18, se consiguió tras dura lucha, sobre todo en las alturas, tomar Pola de Lena. El camino de Mieres (a 15 km) estaba libre.

INCISO: entre esas fuerzas que venían de Valladolid y que tomaron las alturas colindantes, destacó el Capitán Rodríguez, quien con su compañía tomó el pueblo de Rozón, tras fuerte tiroteo y con bajas, por encima de Vega de Rey. HABLAMOS del abuelo de ZP.

La situación el día 11 de octubre de 1934 es la siguiente:  

Campomanes. Mantienen a las fuerzas militares aisladas en Vega del Rey, entre Campomanes y Pola de Lena. Más de 300. Los militares están en mal estado, con bajas, falta de suministros y material médico. Los refuerzos no pueden pasar de Campomanes.
Los revolucionarios sufren ataques de la aviación. Los combates (incluyendo tren blindado) no logran abrir brecha en las defensas de los militares.
 Oviedo: Casi ha caído la ciudad, se mantiene el reducto de la cárcel, el cuartel del Milán y aún controlan a duras penas las calles que llevan desde allí hasta el centro, donde está el gobierno civil y el cuartel de santa Clara, rodeados y acosados. Son reductos cada vez más aislados. La calle Uría es el otro eje de defensa, que recibe munición a través de un pasaje que aún existe, desde el Santa Clara. A golpe de dinamita, los revolucionarios avanzan.
 Gijón: Tras el fracaso inicial (anarcosindicalistas con muy pocos medios), tiroteos y toma de algunos edificios, pero el teniente coronel Jefe del Batallón de Zapadores y la G.C consiguen mantener el orden a base de patrullas. Los revolucionarios dominan algunos barrios exteriores. Por el puerto del musel empiezan a llegar refuerzos.
 Avilés: La ciudad queda partida. Los revolucionarios a un lado y las FOP (escasas) al otro. Hunden barcos a la entrada del puerto para evitar la llegada de refuerzos.



DÍA 11. ENTRADA DE OCHOA EN OVIEDO

El día 11 por la tarde, consiguen entrar en Oviedo, en el cuartel, el General Lopez de Ochoa, sólo con un batallón de reemplazo, a la desesperada, abandonando los vehículos (camiones requisados), casi sin munición, provenientes de Lugo, en un viaje a tiro limpio de más de dos días.
 Mientras tanto, los comités han ordenado parar y volver, pero los mineros no obedecen, destituyen a los jefes y deciden continuar luchando, a toda costa. Morir matando. Da igual que haya fracasado la revolución en España, ellos seguirán en la lucha.
  Cuando, en la tarde del jueves 11, Ochoa entró en el Cuartel de Pelayo, su situación distaba de ser ventajosa. En efecto, su ventaja era más psicológica que real. Lo había hecho con un batallón donde había tenido más de 40 bajas. Ignoraba que Yagüe estaba ya en Gijón.
Su baza era que los revolucionarios ignoraban la cantidad y estado de sus fuerzas.
Nadie acude a darle novedades en el cuartel, nadie se presenta como Jefe. Desde la torre del cuartel, contempla impactado los incendios y el tiroteo de fusilería, dinamita y artillería que sacuden la ciudad. Se informa de la situación. Es informado que aún se mantiene el contacto con los últimos reductos del centro de la ciudad.
 Al amanecer del viernes 12, en la Sala de Banderas, la tensión era máxima. López Ochoa abroncó espectacularmente a los Coroneles, y les hizo responsables, por su indecisión y pasividad, de la destrucción de la ciudad, contando con 940 hombres y dos millones de cartuchos.
-"Si de mí dependiera, les fusilaría aquí mismo"...¿Cómo han podido permitir esto?"
 Quiso salir del cuartel y recuperar la ciudad. La sorpresa y la rapidez era su baza. Los revolucionarios no sabían la fuerza real que había entrado y su armamento.
Para eso había venido. Decidió dejar descansar a su castigado batallón. Dos compañías del Regimiento Nº 3 fueron enviadas a “hacer méritos” contra unas casas cercanas desde donde se les hostigaba. Les dio a los capitanes 15 minutos, medidos por su reloj, para despejar las casas.
La aviación continuó su campaña. Había constantemente numerosos aviones en el cielo. Lanzaron octavillas en las que instaban a la rendición ante el fracaso de la revolución en el resto de España. 
«Rebeldes de Asturias, rendíos. Es la única manera de salvar vuestras vidas: la rendición sin condiciones, la entrega de las armas antes de veinticuatro horas. España entera, con todas sus fuerzas, va contra vosotros, dispuesta a aplastaros sin piedad, como justo castigo a vuestra criminal locura. La Generalidad de Cataluña se rindió a las tropas españolas en la madrugada del domingo. Companys y sus hombres esperan en la cárcel el fallo de la Justicia. No queda una huelga en toda España. Estáis solos y vais a ser las víctimas de la revolución vencida y fracasada. El daño que os han hecho los bombardeos y las armas de las tropas no son nada más que un triste aviso del que recibiréis implacablemente si antes de ponerse el sol no habéis depuesto la rebeldía y entregado las armas. Después iremos contra vosotros hasta destruiros sin tregua ni perdón.

¡Rendíos al gobierno de España! ¡Viva la República!
» 
Ochoa les ordenó, por medio de paneles, bombardear la cercana fábrica de La Vega, su siguiente objetivo.
Con cinco compañías de Infantería (tres del Regimiento nº 3 y dos del Regimiento nº 12), inició el avance hacia la fábrica.
Hacia el otro lado, el omnipresente teniente Esteve de la G.C., con un grupo de guardias recuperó el cuartel de Pumarín y los cadáveres de los caídos durante el traslado al cuartel.
 Grupos enteros empezaron a abandonar la lucha. Otros se mantuvieron a la expectativa, esperando órdenes del inoperante Comité.
  Los comités empezaron a disolverse. González Peña desapareció, con una importante cantidad de dinero. Nadie, más allá de los jefes de grupo, parecía mandar. La desmoralización cundía. Los comunistas se hicieron oír: “el pueblo lucharía hasta morir bajo su bandera”. Lanzaron proclamas por la resistencia. Su idea fue el catalizador que unió a las desorientadas huestes. A ellos se unieron muchos de los mineros socialistas. Hay que resistir, fue la nueva consigna. Era una resistencia ciega y estéril, pero fanatizada al máximo. A toda prisa se nombraron nuevos Comités. En ocasiones, los nuevos miembros de los comités locales enviaron a detener a los antiguos, acusándoles de traición. El coche de González Peña fue tiroteado cerca de su pueblo, al grito de “traidor”. Los grupos se concentraron en el barrio de San Lázaro, la estación, el depósito de máquinas de San Pedro de Los Arcos y la fábrica de armas, es decir, el arco norte-oeste-sur de la ciudad. Toda esa parte de la ciudad era suya, y si la querían, tendrían que conquistarla.
  A media mañana del viernes 12, López Ochoa estaba parado con sus compañías ante la resistencia de la Fábrica de Armas. Al comenzar la tarde vio con sorpresa, a través de sus prismáticos, uniformes de tropas coloniales. Era la llegada a la zona de la columna más al sur (la de regulares) de las tres que componían las tropas de Yagüe. Sabía por la reunión en el despacho con Franco que este había dispuesto el envío de tropas africanas, pero ignoraba siquiera si habían llegado. Posteriormente, y al estar incomunicado con Madrid, carecía de cualquier tipo de noticias. Mandó establecer contacto y ordenó presentarse a su jefe.
 La toma de la fábrica de Armas daría una idea a López Ochoa de la dificultad de la empresa que comenzaba. Los revolucionarios que allí quedaban resistieron hasta el agotamiento de las municiones. Algunos se descolgaron por cuerdas por la parte de atrás, pero un grupo de Soto de Ribera, que protegió la retirada de sus compañeros, moriría defendiéndose con arma blanca. En el ataque fallecería el comandante Ruiz Marset. Tras la toma de la fábrica de armas y en vista que los revolucionarios parecían abandonar el centro de la ciudad, y en uno de sus gestos impulsivos, audaces y desconcertantes, sobre la media tarde, en coche descubierto y sin escolta, el general Ochoa se desplazó hasta el Gobierno Civil para comunicar su presencia al, hasta ese momento cercado, coronel Navarro y hacer saber a defensores y población que la ayuda del gobierno ya estaba allí. La población comenzó a salir de sus casas y refugios, vitoreándolo. Se asomó al balcón del Gobierno, para que todos pudieran verlo, mantuvo una corta pero al parecer “intensa” charla con el coronel Navarro y regresó al acuartelamiento del Pelayo.
   Allí estaba ya el teniente coronel Yagüe, que se le presentó. Tiene lugar el primer encontronazo entre ellos. Yagüe pretendía no estar bajo el mando de López Ochoa, al haber recibido órdenes directas del general Franco en Madrid. López Ochoa le recriminó el haber detenido el avance en Lugones, cuando él estaba en situación muy comprometida más adelante, y no presentarse antes ante él. Ambos sabían de sus diferencias políticas y personales y se detestaban mutuamente. López Ochoa lo tenía claro: Él era el general designado para acabar con la revolución de Asturias y Yagüe era un teniente coronel que formaba parte de esas fuerzas, él mandaba y Yagüe debía obedecer. A regañadientes y acatando la disciplina, Yagüe se pondría a las órdenes del General. Sería, con sus tropas coloniales, la punta de lanza de la ofensiva, cumpliendo a partir de ese momento, según el propio General reconoce, todas las órdenes de manera exacta y eficaz, pero manteniéndose siempre entre ambos una desconfianza y un antagonismo palpable, que estallaría, incluso con tintes violentos, al menos en otras dos ocasiones.

 LA RECONQUISTA DE LA CIUDAD DE OVIEDO. 

El día 12 de octubre el general Ochoa, tras entrar, tomó la fábrica de armas con gran esfuerzo y consiguió contactar con los resistentes en la cárcel (aunque no liberarla) , asegurando por otro lado el contacto con el gobierno militar en el centro.
Tras la primera y tensa reunión con Yagüe, decidieron la reconquista de la ciudad.
Evitó entrar al centro, con enemigo atrincherado y cargado de dinamita, decidiendo con mejor criterio, rodearla con dos columnas.
 El resto de la tarde del día 12, se pasó en reorganizar las fuerzas para dar el asalto definitivo a los barrios de la ciudad donde los más fanáticos revolucionarios se habían atrincherado. La fuerza era ahora de siete batallones de Infantería, dos escuadrones de Caballería y una batería de artillería de montaña.
Tomando como base el cuartel de Pelayo, en el Noreste, organizó tres columnas.
-La primera, al mando de Yagüe, iría a tomar el norte: Liberar la cárcel, la estación y el depósito de máquinas de San Pedro de Los Arcos. La componían el tabor de Regulares, una de las banderas del Tercio y la batería de montaña.
-La Segunda, al mando del teniente coronel García Ramajo, iría hacia el Sur, para intentar tomar el barrio de San Lázaro. La componían el Batallón de Cazadores y la otra bandera del Tercio.
-La Tercera, quedaba en reserva, al mando del propio López Ochoa con el resto de la fuerza, y con base en el acuartelamiento.
  El sábado 13 empezaron las operaciones. Los revolucionarios que quedaban estaban poseídos por un valor y un fanatismo sin límites, e iban a defender “su ciudad”. La defensa numantina mostrada el día anterior en la toma de la Fábrica de Armas ya se lo hacía sospechar al General.
El mismo día 13 y mediante una emisora de radio de la Armada traída desde Gijón, el General consiguió contactar por fin con Madrid (conectando con barcos de la flota en Gijón y estos a su vez con Madrid). Dio las novedades correspondientes y pidió libertad de acción, que le fue concedida. Se enteró también que el día 12 se había puesto en marcha otra columna al mando del general Solchaga desde Pamplona.
  La desesperación, la rabia y el caos se apoderaron del bando revolucionario. Se sucedieron los incendios, y se intentó volar el instituto-cárcel, con numerosos prisioneros dentro.
Desde las primeras horas, la columna de Ramajos, con el apoyo de los dos escuadrones, volvió a cargar sobre San Lázaro. La pérdida de las posiciones en la Calle Uría y la acción de la aviación debilitó la moral de los revolucionarios, que a mediodía recibieron órdenes de replegarse hacia la carretera de San Esteban de las Cruces.
Aunque quedaba alguna bolsa de resistencia aislada o algún francotirador, de los cuales se fue ocupando a lo largo del día la Guardia Civil, al mediodía del domingo 14, Oviedo estaba liberado. Esa misma tarde, López Ochoa organizó un desfile para levantar la moral de la población, que salio exhausta de sus casas y refugios.
 La segunda columna, al mando del teniente coronel García Ramajos, quedó parada ante el barrio de San Lázaro el mismo sábado. Esa parte, hoy integrada plenamente en el barrio de la ciudad, era entonces un extrarradio, con casas bajas, alguna industria y huerta.
No disponían de artillería y no pudieron romper las posiciones de los revolucionarios. Ni siquiera los escuadrones de Caballería consiguieron avanzar.
Es más, al acabar el día, hubieron de replegarse sobre el cuartel de Pelayo, debiendo de salir el propio General con un parte de la reserva a proteger su retirada. Habían sufrido 32 bajas.
 El domingo día 14, continuaron las operaciones. La ciudad estaba plagada de incendios provocados en la retirada (almacenes Simeón, viviendas del centro… y sobre todo la Universidad, con su biblioteca y archivo). La aviación bombardeó la zona del ayuntamiento. La columna de Yagüe entró en la ciudad desde el oeste, hacia el campo de San Francisco, desalojando de allí a los revolucionarios.
En realidad, durante el sábado tomaron la parte superior y la zona del hospital donde había artillería.
El domingo 14, se dirigieron desde atrás hacia el centro, al campo de San Francisco y allí se unieron en la Calle Uría a media mañana, a la compañía del capitán Guillén, a los defensores del Pasaje y a los de Santa Clara, que, de esta forma, terminaron su resistencia.
La desesperación, la rabia y el caos se apoderaron del bando revolucionario. Se sucedieron los incendios, y se intentó volar el instituto-cárcel, con numerosos prisioneros dentro.




DRAMÁTICOS EPISODIOS DE LA FRACASADA REVOLUCIÓN DE ASTURIAS
Los mineros asturianos, al huir de Oviedo, incendiaron montones de casas y edificios públicos. La masa proletaria —montón de carne negra y dura— había sido durante unos días dueña de una ciudad, y en un instante lo perdió todo, encontrándose de nuevo pobre y miserable. Al salir del sueño revolucionario, aquellos hombres miraron con tristeza sus manos vacías. Habían tenido entre sus dedos de acero el cuerpo sensual y esquivo de la capital y se les había escapado. Y el estampido de la dinamita —la voz bronca y terrible de la masa— llenó de cicatrices Oviedo, como la mano brutal del hombre del burdel deja su huella en el blando cuerpo de su amante.
Como el carbón se hace ascua con el fuego, así a aquellos obreros los convirtió en lumbre la propaganda extremista. Había que conquistar la ciudad, con sus palacios burgueses, sus comercios ricos v espléndidos, sus Bancos llenos de dinero, sus teatros y lugares de diversión. El hombre trabaja por el botín, y las plumas sagaces de los jefes revolucionarios habían escrito en los panfletos clandestinos que todo aquel maravilloso tinglado de la ciudad pertenecía a los mineros. Los que iban a abolir la propiedad peleaban por apoderarse de ella, y así aquellos miles de hombres que no poseían nada eran dueños de todo. Fueron los «amos de Oviedo», y sólo convirtieron a Oviedo en escombros cuando ya no les pertenecía.


«¡COMPAÑEROS, NO TIRÉIS!» 
 Pero Oviedo no fue completamente de los revolucionarios Hubo algunos sitios —muy escasos— donde la furia demagógica tropezó con una resistencia férrea, roquiza. El cuartel de Pelayo fue uno de ellos. Si los rebeldes llegan a tomar este reducto, la ciudad hubiera sido por completo de los asaltantes y quizá se hubieran apoderado de toda Asturias.
Pero las fuerzas que había en el cuartel resistieron heroicamente durante muchos días el temible asedio. Había en Pelayo —nombre simbólico— unos 400 hombres del Regimiento número 3. Desde allí se habían mandado una compañía a la estación y al Ayuntamiento, dos al Gobierno militar y una compañía a la fábrica de explosivos de la Manjoya, quedando, por lo tanto, en el cuartel cuatro compañías y una escasa de ametralladoras.
—El día 5 —me dice un oficial del Regimiento—, ya atardecido, empezó el asedio del cuartel. Era el comienzo de la jornada. Durante la noche sufrimos un fuego intermitente. Los revolucionarios avanzaban pegados al suelo, haciendo descargas cerradas. En los intervalos se les oía gritar llamando a los soldados: «¡Compañeros, no tiréis! ¡No vamos contra vosotros, sino contra vuestros jefes!»
El día 6 se hizo la descubierta por la compañía tercera del primer batallón, al mando del capitán señor Reyes Martínez Vera, y de los tenientes don José Ramírez Artil y Señor Riaño. A nuestra derecha teníamos fuerzas de la Guardia civil, mandadas por el teniente señor Esteve.  Avanzamos, llegando hasta la carretera del Vasco, donde apresamos a un sospechoso. Al replegarnos al cuartel fuimos hostilizados violentamente.
El 7, el fuego de los rebeldes fue intensísimo día y noche. Hacían esfuerzos sobrehumanos por apoderarse del cuartel, convertido en fortaleza.
El comandante militar nos mandó un recado, ordenándonos que pasáramos al cuartel de la Guardia civil, que tenía radio, para que se comunicara al Gobierno que los rebeldes disponían de cañones del siete y medio, del diez y medio y del quince y medio. Esta orden la cumplimentó el capitán Reyes, un cabo llamado Pardiñas, que luchó valientemente, y otro soldado.
La artillería de los revolucionarios batía los muros del edificio, abriendo grandes brechas, y el fuego de fusilería caía como granizo.

Las familias de la Guardia Civil abandonaron su cuartel el día 9, para refugiarse en el de Pelayo. Se desarrollaron escenas tristísimas y emocionantes. Lloraban las mujeres, y los chiquillos, asustados, se pegaban a las faldas de sus madres, gimoteando temblorosos. Algunos niños preguntaban: «Yo no quiero salir, mamá. No salgas tú, que te van a hacer daño.» Mujeres y niños, con sus escasos petates, salieron protegidos por la compañía y el capitán Reyes y el sargento Herrero. El cuadro era tristísimo.
Por la noche del citado día 9 el fuego contra el cuartel fue violentísimo. Los rebeldes trataron de acercarse; pero fueron rechazados varias veces.
—¿Cuántos revolucionarios atacarían el cuartel de Pelayo?
—El cerco lo formaban unos miles de atacantes, entre los cuales había muchas mujeres que llevaban cartucheras, fusiles y pistolas. Entre el ruido de las descargas se oían los gritos de las mujeres comunistas, que alentaban a los suyos y a veces nos llenaban de improperios.
—Esa misma noche, cuando el fuego era más intenso, el comandante Juster dijo al capitán señor Reyes Martínez que en caso de que el enemigo asaltara el cuartel —estábamos en un parapeto— nos replegáramos dentro del edificio, y para que el comandante supiera el momento en que se retiraba el capitán Reyes y sus soldados, le dio la siguiente orden: «Señor Capitán de la tercera del primero. Caso de tener que retirar el servicio exterior, mandará usted tocar la contraseña del Regimiento repetida tres veces.» y con la orden mandó el comandante un corneta.
El capitán no cumplimentó la orden, despidiendo al corneta. Y dijo inmediatamente a la compañía: «Armad la bayoneta para defender cada uno desde su puesto el sitio que nos han confiado! Antes que retirarnos, preferimos morir».
 Alentó a los soldados, diciéndoles:
«¡En nuestras manos está la salvación del cuartel y la defensa de la población de Oviedo!» Los soldados cargaron la bayoneta al grito de «¡Viva España!», y cada uno se dispuso a vender, cara su vida.
De un momento a otro esperábamos el asalto del enemigo. Frente a nosotros había un hormiguero humano que atacaba sin descanso, relevándose constantemente. Desde nuestro parapeto veíamos llegar autos y camiones cargados de hombres y de fusiles.
También llegaban a nosotros los resplandores de los edificios incendiados por los revolucionarios.
Pedimos al comandante de Ingenieros (el día antes habían llegado de Gijón dos compañías de Ingenieros) unos petardos de trilita para lanzárselos a los revolucionarios en el caso de que nos asaltaran. El comandante los mandó, juntamente con cohetes luminosos de observación, con paracaídas. Los petardos de trilita se distribuyeron entre los oficiales y sargentos para a una misma señal tirarlos sobre los rebeldes para contener su empuje. Pero no se atrevieron al asalto...
 SE PELEA SIN DESCANSO. DE LA IGLESIA, AL CUARTEL
 Algunos, rastreando, se aproximaban, pero los segaba nuestro fuego. Otros se protegían detrás de los cadáveres y nos gritaban: «¡Si no os entregáis, os quemamos el cuartel!»
Peleamos sin descanso, rechazando las acometidas del enemigo hasta el día 11, por la noche, que llegó a nuestro cuartel el general López Ochoa, con 300 hombres.
Al día siguiente, la columna de López Ochoa, aumentada con dos compañías del Regimiento número 3, salió, tomando a los revolucionarios varios cañones y reconquistando la fábrica de armas y el cuartel de la Guardia civil. (En el cuartel de Pelayo se habían replegado los civiles con sus familias, los de las fábricas de armas y otras fuerzas.) El día 8, por la mañana, al replegarse la Guardia civil, protegida por la compañía, fue muerto por los revolucionarios el valeroso comandante de la Guardia civil Don Gonzalo Bueno Rodríguez y dos sargentos. Ese mismo día, en la retirada al Pelayo de la guarnición de la fábrica de armas, se incorporó el teniente Don Joaquín Jiménez Patayo. El teniente Riaño sufrió, un desvanecimiento, y se presentó voluntariamente el teniente de Regulares, de Caballería, que había venido a casarse a Oviedo (Se casó a las nueve de la mañana, se despidió de su mujer y se presentó en el cuartel a las once.)

 UN CABECILLA DE LOS REBELDES. EL  SAQUEO DE LA CASA DEL CAPITÁN REYES

 El cabecilla de los rebeldes que con más furia atacó el cuartel de Pelayo fue un sargento de la compañía del capitán Reyes Martínez, que desertó dos días antes de la revolución. Este sargento se llamaba Diego Vázquez Carballo, y su vida en el cuartel era la de un hombre díscolo e indisciplinado. Para castigar sus faltas frecuentes en el servicio el capitán Reyes lo arrestaba, y Diego Vázquez le había tomado ojeriza.
El sargento tenía relaciones con una mujer de vida libre y de ideas exaltadas, que contribuyó a su perdición. Como Oviedo estuvo nueve días en poder de los revolucionarios, todos temíamos que el sargento Vázquez, que conocía el domicilio de la familia del capitán Reyes, hubiera cometido alguna infamia. Cuando las fuerzas reconquistaron la ciudad, el capitán Reyes corrió a su casa, temiendo encontrar su hogar deshecho y muertos los suyos por los revolucionarios, cuyo cabecilla había sido el sargento Vázquez. En efecto, éste había desvalijado la casa del capitán, llevándose, entre otras cosas, su uniforme y unas botas altas, pero respetó la vida de la esposa del señor Reyes, de sus tres hijitas y de su madre política. Cuando entró en la casa, al frente de otros revolucionarios, se encaró con la señora de Reyes, diciéndole:
—Señora, su marido es un buen capitán. Como se cruce en mi camino, lo mataré, pero usted puede estar tranquila, porque nadie hará daño ni a usted ni a sus niñas.
Y dichas estas palabras, se dedicaron al saqueo de la casa.