EL INCUNABLE
Torciendo a la
izquierda de la calle de Alberto Alcocer,
subiendo hacia el norte, en el corazón del Olivar de Chamartín, se encuentra
silenciosa y sombría, la que fuera morada de Menéndez Pidal, convertida hoy en la
fundación que lleva su nombre. Un recio chalet de tres plantas con jardín que
apenas es visible por los árboles. En cada habitación, pasillo o rincón de la
casa hay estanterías que contienen libros antiquísimos, libros acumulados por
millares, libros que parecen dormir esperando a que alguien, un erudito, libere
el tesoro encerrado en sus hojas, escritas cuando el castellano estaba en
pañales.
***
Castellana arriba
marcha el coche del ujier de la Fundación.
Va pensando en que no hace ni media hora que lo han llamado de urgencia desde
la central. «Señor, — le ha dicho una voz de telefonista— , es urgente. Ha
saltado la alarma en una de las habitaciones de la Fundación. Allí se encuentra
uno de nuestros vigilantes junto con la policía, pero no pueden comprobarla
porque no tienen llaves para acceder al interior. Es preciso que un responsable
vaya a abrirles». Se ha vestido presuroso, la cosa no es para menos, ha cogido
el coche y ha salido volando. Luego mientras conduce se ha ido poniendo de mal
humor. Allí estaba él, un Domingo, de mañana, solícito a un reclamo. Él, que
era todo un doctor en lenguas románicas, a abrirles la puerta a unos cualesquiera
como un portero cualquiera. Acudiendo como un perrillo al reclamo del pastor.
—
¡De portero! me tienen hoy, a mí, de portero. Hala, «véngase para acá» y yo
como un pelele a llevarles las llaves a unos tíos que, a buen seguro, no sabrán ni quién era el tal cancerbero. Ni malditas las ganas. Este
puesto tiene mucho de honorario, pero de «honorarios» nada (y ríe el juego de
palabras que le ha salido). Viste sí, queda bien en las tarjetas, pero esto de
tener que dejar mi libro para hacer de portero… ¡En domingo!…
El
ujier tiene, como muchos españoles, en baja estima a los de uniforme y en muy alta a sí mismo. La cosa del exceso de orgullo
personal.
Son ya las doce del
mediodía. El sol de julio cae a plomo sobre el
asfalto. Junto a la verja de la Fundación Menéndez Pidal hay un vigilante que,
con cara de aburrido, mira para el principio de la calle, como esperando algo.
En efecto, al poco llega un vehículo de policía y de él se bajan dos hombres.
Uno, joven, alto y delgado, de mirar despierto; el otro, maduro de cincuenta y
tantos, corpulento, con gesto adusto y pinta de poder contar muchas batallas. Saludan
con dos «buenos días» cordiales; respondido con otro «buenos días» que suena
hospitalario.
— ¿Qué tenemos —pregunta
el hombre cuyas arrugas del rostro atestiguan haber visto despierto un montón
de amaneceres.
—Pues nada, lo de
siempre: ha saltado la alarma dentro, en una habitación, y no tenemos llave,
con lo que no puedo entrar para comprobarla.
—Ya empezamos con «lo
de siempre». Je. ¿Y qué solución te han dado?
—Van a avisar a un
responsable, que ya, según me han dicho, se ha puesto de camino. Estará al
caer, pues hoy no hay tráfico. Yo desde luego llevo aquí ya una hora.
— ¿Y qué hay aquí
dentro que lo haga tan importante, tú, para llamarnos a nosotros?
— ¡Libros! —responde el
joven que ha leído con grata sorpresa que se trata de la fundación de un hombre
al que venera—. Aquí dentro hay de todo, libros antiguos, únicos… hasta un
ejemplar del Mío Cid. Es como la biblioteca nacional pero en pequeño. Aquí
tenemos un tesoro bibliográfico.
—
¡No se les vaya a ocurrir tocar nada, que aquí todo es muy valioso!
Todos
se vuelven ante una frase lapidaria como aquella, tan de advertencia divina.
El
vigilante le echa una mirada al veterano como diciendo: «¡Vaya tío nos ha
tocado hoy!»; que éste responde con una mueca interpretable como: «Paciencia,
mucha paciencia y buenos alimentos».
La
casa es espaciosa y amplia, y huele a mezcla de caverna con madera de barco.
Tiene varias habitaciones que los cuatro hombres van recorriendo e
inspeccionando por orden; y largos pasillos por donde resuenan los ecos de sus
pasos. Todo son estanterías, todo son libros y más libros, y polvo de siglos acumulado
en ellos.
El
joven tiene en el lugar más florido de su biblioteca el Manual de Gramática
Histórica Española (1942), piensa que
estos libros que descansan allí son los mismos con los que su maestro trabajó,
y se lo puede imaginar allí sentado escudriñando a Góngora y Santillana. Se
siente observador privilegiado. La casa representa para él el templo del saber
filológico y el ujier su sumo sacerdote. Sin embargo el ujier piensa que
aquellos tres son unos paganos que lo están profanando. Todo el tiempo que llevan
investigando no ha cesado de repetir que si cuidado con esto, que si no abran aquello,
que si mira que llega a faltar algún papiro. Cuidado, hombres, cuidado.
— ¡Cuidado, hombre, que eso es un incunable!—grita
el ujier a viva voz.
—Tranquilícese, pierda cuidado que no lo iba a tocar. Nunca lo haría; sólo lo miraba para
ver si era latín, pero, ya que lo dice, éste no es un incunable —le
responde con calma no exenta de una, digamos, seriedad académica.
El hombre se acerca como ultrajado en su
quintaesencia académica. «Cómo que no es un incunable. ¡Me va éste tío a decir
a mí, doctor por la Complutense, lo que es o no es o deja de ser!», va
pensando. Se coloca las gafas y se acerca al libro en cuestión hundiendo en él
su nariz. Sorprendido, con cara de pasmo, rectifica y dice:
—Tiene usted razón, no es un incunable sino un
códice.
El joven le sonríe como si no pasase nada y continúa
con la inspección ocular como si tal cosa. El vigilante y el veterano han
estado observando cariacontecidos la escena. «¡Toma del frasco Carrasco!», se
han dicho, esta vez arqueando las cejas.
Terminan de recorrer la vieja casona: la alarma
resultó falsa. Fuera ya, los cuatro hombres se despiden, montan en sus
vehículos y se van del lugar. El chalet recupera su silencio, el sol se cuela por
entre las hojas tiñendo de oros las blancas paredes, y los libros siguen
durmiendo con sus arcanos por descubrir.
***
El
ujier, camino de
casa, no deja de pensar en que ha quedado como un tarugo al confundir un incunable con un códice, y en que aquel joven debía ser un erudito que, por alguna
extraña razón que no comprende, se metió a policía. «Eso es. Cómo coño si no
iba a saber un polizonte eso», musita. El doctor en románicas se ha quedado con
ganas de hablar con el joven, de saber algo más de él. Nunca sabrá que el joven
estuvo a punto de hacerle una broma con el can
Cerbero mitológico al verlo con las llaves cerrando la puerta. Pero no lo
hizo. Ambos corrieron un estúpido velo.
El
vigilante ha vuelto a otra alarma más —la décima de esa
mañana—. Se olvida pronto de la anterior, después se olvida del veterano que le
comprendía sin hablar, y, al poco, del incunable.
El
veterano, en la
barra del bar donde han ido a tomar algo, le pregunta al joven:
— ¿Pero bueno, compañero, cómo coño sabías lo de ese
libro?
—Je, no sé nada de incunables, amigo, de hecho,
nunca había visto ninguno, lo que ocurre es que me sabía la definición de
incunable: se trata, básicamente, de los primeros libros que se imprimieron al
inventarse la imprenta. Y aquel era un manuscrito, o sea, hecho a mano, vamos:
que no estaba impreso ¿entiendes?
— ¡Qué jodío!
Por un momento pensé: «Hostia, ando de patrulla con una eminencia y no lo
sabía» (risas). Cómo sois los jóvenes. Qué corte se ha llevado el estirado ese.
Gilipollas.
Y ríe a mandíbula batiente. Parece que se vaya a
partir en dos.
El fantasma de don Ramón, con sus luengas barbas, se
asoma en un espejo del bar y le guiña un ojo al joven.
El joven, aunque no ha mentido, no ha dicho toda la
verdad.
© Humberto
Dedicado
a todos los que fuimos alguna vez a alguna que otra «alarma falsa», también a
los que peleamos dos veces: una, al tener que ir a vivir a Madrid y, luego, otra,
al salir de Madrid para volver. Dedicado además a los que creen en ese falso tópico
de nuestra incultura.