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sábado, 25 de febrero de 2012

EL INCUNABLE









EL INCUNABLE

 

 

Torciendo a la izquierda de la calle de Alberto Alcocer, subiendo hacia el norte, en el corazón del Olivar de Chamartín, se encuentra silenciosa y sombría, la que fuera morada de Menéndez Pidal, convertida hoy en la fundación que lleva su nombre. Un recio chalet de tres plantas con jardín que apenas es visible por los árboles. En cada habitación, pasillo o rincón de la casa hay estanterías que contienen libros antiquísimos, libros acumulados por millares, libros que parecen dormir esperando a que alguien, un erudito, libere el tesoro encerrado en sus hojas, escritas cuando el castellano estaba en pañales.
***

Castellana arriba marcha el  coche del ujier de la Fundación. Va pensando en que no hace ni media hora que lo han llamado de urgencia desde la central. «Señor, — le ha dicho una voz de telefonista— , es urgente. Ha saltado la alarma en una de las habitaciones de la Fundación. Allí se encuentra uno de nuestros vigilantes junto con la policía, pero no pueden comprobarla porque no tienen llaves para acceder al interior. Es preciso que un responsable vaya a abrirles». Se ha vestido presuroso, la cosa no es para menos, ha cogido el coche y ha salido volando. Luego mientras conduce se ha ido poniendo de mal humor. Allí estaba él, un Domingo, de mañana, solícito a un reclamo. Él, que era todo un doctor en lenguas románicas, a abrirles la puerta a unos cualesquiera como un portero cualquiera. Acudiendo como un perrillo al reclamo del pastor.

—¡De portero! Me tienen hoy, a mí, de portero. Hala, «véngase para acá» y yo como un pelele a llevarles las llaves a unos tíos que, a  buen seguro, no sabrán ni quién era el tal cancerbero. Ni malditas las ganas. Este puesto tiene mucho de honorario, pero de «honorarios» nada (y ríe el juego de palabras que le ha salido). Viste sí, queda bien en las tarjetas, pero esto de tener que dejar mi libro para hacer de portero… ¡En domingo!…

El ujier tiene, como muchos españoles, en baja estima a los de uniforme y en muy alta a sí mismo. La cosa del exceso de orgullo personal. 

Son ya las doce del mediodía. El sol de julio cae a plomo sobre el asfalto. Junto a la verja de la Fundación Menéndez Pidal hay un vigilante que, con cara de aburrido, mira para el principio de la calle, como esperando algo. En efecto, al poco llega un vehículo de policía y de él se bajan dos hombres. Uno, joven, alto y delgado, de mirar despierto; el otro, maduro de cincuenta y tantos, corpulento, con gesto adusto y pinta de poder contar muchas batallas. Saludan con dos «buenos días» cordiales; respondido con otro «buenos días» que suena hospitalario.
—¿Qué tenemos —pregunta el hombre cuyas arrugas del rostro atestiguan haber visto despierto un montón de amaneceres.
—Pues nada, lo de siempre: ha saltado la alarma dentro, en una habitación, y no tenemos llave, con lo que no puedo entrar para comprobarla.
—Ya empezamos con «lo de siempre». Je. ¿Y qué solución te han dado?
—Van a avisar a un responsable, que ya, según me han dicho, se ha puesto de camino. Estará al caer, pues hoy no hay tráfico. Yo desde luego llevo aquí ya una hora.
—¿Y qué hay aquí dentro que lo haga tan importante, tú, para llamarnos a nosotros?
—¡Libros! —responde el joven que ha leído con grata sorpresa que se trata de la fundación de un hombre al que venera—. Aquí dentro hay de todo, libros antiguos, únicos… hasta un ejemplar del Mío Cid. Es como la Biblioteca Nacional pero en pequeño. Aquí tenemos un tesoro bibliográfico.

 En eso están cuando llega el Ujier. Saluda con un «buenos días» que ya, por la hora, debiera ser «tardes» y que suena seco, más que frío, distante. Apenas si presta atención a lo que le responden ocupado en sacar un manojo de oxidadas llaves. Abre la puerta y con un gesto les indica que entren.
—¡No se les vaya a ocurrir tocar nada, que aquí todo es muy valioso! 
Todos se vuelven ante una frase lapidaria como aquella, tan de advertencia divina.
El vigilante le echa una mirada al veterano como diciendo: «¡Vaya tío nos ha tocado hoy!»; que éste responde con una mueca interpretable como: «Paciencia, mucha paciencia y buenos alimentos».
La casa es espaciosa y amplia, y huele a mezcla de caverna con madera de barco. Tiene varias habitaciones que los cuatro hombres van recorriendo e inspeccionando por orden; y largos pasillos por donde resuenan los ecos de sus pasos. Todo son estanterías, todo son libros y más libros, y polvo de siglos acumulado en ellos.
El joven tiene en el lugar más florido de su biblioteca el Manual de Gramática Histórica Española (1942), piensa que estos libros que descansan allí son los mismos con los que su maestro trabajó, y se lo puede imaginar allí sentado escudriñando a Góngora y Santillana. Se siente observador privilegiado. La casa representa para él el templo del saber filológico y el ujier su sumo sacerdote. Sin embargo el ujier piensa que aquellos tres son unos paganos que lo están profanando. Todo el tiempo que llevan investigando no ha cesado de repetir que si cuidado con esto, que si no abran aquello, que si mira que llega a faltar algún papiro. Cuidado, hombres, cuidado.
 El joven entra en una sala con terraza que lleva el nombre de Lapesa, otro lingüista muy leído por él, y contempla, junto a una mesa, un viejo libro de tapas coriáceas que está abierto sobre un atril. Se acerca para olerlo. Quiere saber cómo huelen trescientos años juntos, uno tras otro, emanando de aquellas hojas amarillentas.
—¡Cuidado, hombre, que eso es un incunable!—grita el ujier a viva voz.
—Tranquilícese, pierda cuidado que no lo iba a tocar. Nunca lo haría; sólo lo miraba para ver si era latín, pero, ya que lo dice, éste no es un incunable —le responde con calma no exenta de una, digamos, seriedad académica.
El hombre se acerca como ultrajado en su quintaesencia académica. «Cómo que no es un incunable. ¡Me va éste tío a decir a mí, doctor por la Complutense, lo que es o no es o deja de ser!», va pensando. Se coloca las gafas y se acerca al libro en cuestión hundiendo en él su nariz. Sorprendido, con cara de pasmo, rectifica y dice:
—Tiene usted razón, no es un incunable sino un códice.
El joven le sonríe como si no pasase nada y continúa con la inspección ocular como si tal cosa. El vigilante y el veterano han estado observando cariacontecidos la escena. «¡Toma del frasco Carrasco!», se han dicho, esta vez arqueando las cejas.
Terminan de recorrer la vieja casona: la alarma resultó falsa. Fuera ya, los cuatro hombres se despiden, montan en sus vehículos y se van del lugar. El chalet recupera su silencio, el sol se cuela por entre las hojas tiñendo de oros las blancas paredes, y los libros siguen durmiendo con sus arcanos por descubrir.

 
***

El ujier, camino de casa, no deja de pensar en que ha quedado como un tarugo al confundir un incunable con un códice, y en que aquel joven debía ser un erudito que, por alguna extraña razón que no comprende, se metió a policía. «Eso es. Cómo coño si no iba a saber un polizonte eso», musita.  El doctor en románicas se ha quedado con ganas de hablar con el joven, de saber algo más de él. Nunca sabrá que el joven estuvo a punto de hacerle una broma con el can Cerbero mitológico al verlo con las llaves cerrando la puerta. Pero no lo hizo. Ambos corrieron un estúpido velo.
El vigilante  ha vuelto a otra alarma más —la décima de esa mañana—. Se olvida pronto de la anterior, después se olvida del veterano que le comprendía sin hablar, y, al poco, del incunable.
El veterano, en la barra del bar donde han ido a tomar algo, le pregunta al joven:
—¿Pero bueno, compañero, cómo coño sabías lo de ese libro?
—Je, no sé nada de incunables, amigo, de hecho, nunca había visto ninguno, lo que ocurre es que me sabía la definición de incunable: se trata, básicamente, de los primeros libros que se imprimieron al inventarse la imprenta. Y aquel era un manuscrito, o sea, hecho a mano, vamos: que no estaba impreso ¿entiendes?
—¡Qué jodío! Por un momento pensé: «Hostia, ando de patrulla con una eminencia y no lo sabía» (risas). Cómo sois los jóvenes. Qué corte se ha llevado el estirado ese. Gilipollas.
Y ríe a mandíbula batiente. Parece que se vaya a partir en dos.
El fantasma de don Ramón, con sus luengas barbas, se asoma en un espejo del bar y le guiña un ojo al joven.
El joven, aunque no ha mentido, no ha dicho toda la verdad.

 © Humberto

 

Dedicado a todos los que fuimos alguna vez a alguna que otra «alarma falsa», también a los que peleamos dos veces: una, al tener que ir a vivir a Madrid y, luego, otra, al salir de Madrid para volver. Dedicado además a los que creen en ese falso tópico de nuestra incultura.
 

sábado, 18 de febrero de 2012

EL BRAZO PERDIDO






EL BRAZO PERDIDO:




 




Julio de 1936, los mozos de izquierdas se reúnen frente a la iglesia del pueblo. Se han enterado de que los militares de África se han sublevado y de que por fin sus compañeros mineros, sus camaradas de las Cuencas, han hecho la revolución truncada años antes. Ahora todo será como en Rusia: amor libre; paro y huelga del obrero; igualdad. No habrá que trabajar para ganarse el pan. Mandarán los obreros y no habrá patrón.  

Ellos deciden aportar su granito de arena y tumbar la estatua del Cristo que, con los brazos abiertos, corona el ábside central de la iglesia. Representa el símbolo de sus problemas. Al grito de: «al carajo con él», le atan un cabo y, todos a una, con mucha fuerza, quiebran su base y tiran al suelo al falso ídolo, el tótem opiáceo de un pueblo que empieza a despertar. La estatua se precipita contra el suelo. Se parte en varios pedazos y, casualidad, queda medio cuerpo y sin un brazo. El brazo que le queda, eso sí, está como saludando hacia arriba. Uno de los presentes dice: «mirad, el muy hijoputa está haciendo el saludo falangista». Acto seguido coge una maza y fractura aquel brazo de un solo golpe. Sus amigos hacen añicos el resto. Pronto llegaría la guerra y luego la paz, con un desfile victorioso de por medio al que todos procuraron acudir, y con el tiempo todos se olvidaron del Cristo como se olvidaron de la guerra y sus penurias: pasaron página.

 

1996, un cura de los de aquí te espero, ex profesor de filosofía, llega a la parroquia como nuevo párroco. Pronto se hace con los parroquianos, es jovial, inteligente y muy llano; al decir de todos muy preparado. Estudia sobre el templo, lee sobre los documentos que tiene y se percata de que falta la estatua del Cristo, y decide, además de restaurar sus frescos interiores, devolverle el Cristo, tal y como estaba inicialmente. Para ello pide dinero a sus feligreses y cuelga el papelito en la iglesia: Una cuestación para el nuevo Cristo. Al día siguiente un hombre manco se le acerca tras leerlo. Le hace entrega de un cheque en blanco por la totalidad de lo que cueste esculpirla de nuevo.


—Padre, yo fui el que le dio el mazazo al Cristo (y le explica a continuación el episodio). Luego, en la guerra, cuando la cosa se puso mal —prosigue su relato—porque empecé a pasar hambre, me pasé al otro bando. Acabé de soldado nacional y en la batalla del Ebro, peleando contra los que se supone que eran los míos, perdí el brazo por un tiro que me pegaron. Y yo siempre pensé que Dios me había castigado por aquello.
— ¿Piensas que Dios te ha castigado? No, hijo, no, Dios no castiga. No hay causa efecto. No por rezarle te va a dar lluvia o va a traer el sol. Piensa que entonces a alguien como De Juana Chaos le hubiese mandado, por lo que hizo, las siete plagas y la lepra juntas por los menos. Toma el cheque, hijo, no se te va a devolver el brazo, y el perdón por aquello es gratis. Estás perdonando, porque esto cuenta como confesión a mis ojos y a los de Él — y señalaba con el índice arriba, al cielo.

—El cheque está bien. Quiero pagar ésa estatua y descansar tranquilo pues cometí un error: dejé manco a Cristo y al convertirme en manco yo comprendí que no hay que ser injusto, no hay que prejuzgar a nadie y que los errores más tarde o más temprano se pagan. Es hora ya de que pague el mío, aunque sea con dinero.

—Es curioso porque esa estatua, según me consta, la pagaron entre todos los del pueblo, tus paisanos, por suscripción popular. La tumbaron unos del ‘pueblo’, los que no habían cotizado, y ahora, uno sólo del pueblo la quiere poner en su sitio.

—Así es, los mozos pensábamos de aquella que hacíamos la revolución. Ya sabe. Que nuestros padres y vecinos estaban equivocados y que con nosotros o contra nosotros; y me va a perdonar, pero de aquella usted y yo estaríamos peleados o ¡quién sabe! Le hubiésemos incluso pegado un tiro. Y hoy ya ve cómo estamos. Hablando.
—Tu herida es de otra naturaleza. Pero parece que hoy le has puesto miel sobre hojuelas.

 

En la actualidad la iglesia luce remozada su estado primigenio, y la estatua, tras un paréntesis de sesenta y cuatro años, corona nuevamente la iglesia, como siempre había sido. Como nunca debió dejar de ser. De nuevo sobre el ábside rectangular, testigo mudo y silencioso de los avatares y miserias, los alzamientos y hundimientos, del jodido sino humano. Y la historia casi nadie la conoce, salvo sus dos protagonistas, y un servidor.

 

La estatua le corroía en la memoria. La herida estaba abierta y para cicatrizarla puso una tirita existencial: resultó. Esperaba con aquello ser perdonado o corregir una mala acción con otra buena. Algo muy de catecismo quizá, pero es así: si no siembras no esperes recoger y si sólo siembras vientos…

 

—FIN—

 

En una guerra civil no se puede, muchas veces, elegir el bando, te toca jugar con unas fichas de un color una partida en un terreno que ni siquiera optas. En esta sólo se involucraron al principio los profesionales y los ideólogos, luego ya se movilizaron a todos. Al final cada uno tuvo una guerra particular. Cada uno recuerda sólo suyo. Cada uno recuerda aquellos tiempos de una forma que, ahora, empieza a cambiar, no porque ellos lo decidan así, sino porque les imbuyen que fue de otra manera. Les están abriendo la vieja herida, recuperando el viejo orgullo del perdedor. No. Perdieron todos y no ganó nadie. Hubo quien murió injustamente, sí. Hubo quien supo cambiarse a tiempo y salir vencedor; hubo perdedores que al final ganaron y ganadores hubo que al final perdieron; y hubo, incluso, quien no habiendo participado cogió el barco por si acaso y se fue de nuestro país, como participantes hubo que retornaron a casa en barco sabiendo que estaban perdonados.

 

Cicerón tenía a la historia por maestra de la vida, magistra vitae est. La vida de los hombres es una lección de historia y si la historia es maestra de algo precisamente lo es de la contundencia de nuestros errores. Las historias humanas también son la historia misma pues al fin y al cabo ellos son quienes la escriben, pero no deben dirigirla, ni que les sea dirigida. Aprendamos de ella pero no demos lecciones, sólo que cada uno se aplique el cuento y aprenda la lección bien.


©Humberto 2008