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sábado, 18 de febrero de 2012

EL BRAZO PERDIDO






EL BRAZO PERDIDO:




 




Julio de 1936, los mozos de izquierdas se reúnen frente a la iglesia del pueblo. Se han enterado de que los militares de África se han sublevado y de que por fin sus compañeros mineros, sus camaradas de las Cuencas, han hecho la revolución truncada años antes. Ahora todo será como en Rusia: amor libre; paro y huelga del obrero; igualdad. No habrá que trabajar para ganarse el pan. Mandarán los obreros y no habrá patrón.  

Ellos deciden aportar su granito de arena y tumbar la estatua del Cristo que, con los brazos abiertos, corona el ábside central de la iglesia. Representa el símbolo de sus problemas. Al grito de: «al carajo con él», le atan un cabo y, todos a una, con mucha fuerza, quiebran su base y tiran al suelo al falso ídolo, el tótem opiáceo de un pueblo que empieza a despertar. La estatua se precipita contra el suelo. Se parte en varios pedazos y, casualidad, queda medio cuerpo y sin un brazo. El brazo que le queda, eso sí, está como saludando hacia arriba. Uno de los presentes dice: «mirad, el muy hijoputa está haciendo el saludo falangista». Acto seguido coge una maza y fractura aquel brazo de un solo golpe. Sus amigos hacen añicos el resto. Pronto llegaría la guerra y luego la paz, con un desfile victorioso de por medio al que todos procuraron acudir, y con el tiempo todos se olvidaron del Cristo como se olvidaron de la guerra y sus penurias: pasaron página.

 

1996, un cura de los de aquí te espero, ex profesor de filosofía, llega a la parroquia como nuevo párroco. Pronto se hace con los parroquianos, es jovial, inteligente y muy llano; al decir de todos muy preparado. Estudia sobre el templo, lee sobre los documentos que tiene y se percata de que falta la estatua del Cristo, y decide, además de restaurar sus frescos interiores, devolverle el Cristo, tal y como estaba inicialmente. Para ello pide dinero a sus feligreses y cuelga el papelito en la iglesia: Una cuestación para el nuevo Cristo. Al día siguiente un hombre manco se le acerca tras leerlo. Le hace entrega de un cheque en blanco por la totalidad de lo que cueste esculpirla de nuevo.


—Padre, yo fui el que le dio el mazazo al Cristo (y le explica a continuación el episodio). Luego, en la guerra, cuando la cosa se puso mal —prosigue su relato—porque empecé a pasar hambre, me pasé al otro bando. Acabé de soldado nacional y en la batalla del Ebro, peleando contra los que se supone que eran los míos, perdí el brazo por un tiro que me pegaron. Y yo siempre pensé que Dios me había castigado por aquello.
— ¿Piensas que Dios te ha castigado? No, hijo, no, Dios no castiga. No hay causa efecto. No por rezarle te va a dar lluvia o va a traer el sol. Piensa que entonces a alguien como De Juana Chaos le hubiese mandado, por lo que hizo, las siete plagas y la lepra juntas por los menos. Toma el cheque, hijo, no se te va a devolver el brazo, y el perdón por aquello es gratis. Estás perdonando, porque esto cuenta como confesión a mis ojos y a los de Él — y señalaba con el índice arriba, al cielo.

—El cheque está bien. Quiero pagar ésa estatua y descansar tranquilo pues cometí un error: dejé manco a Cristo y al convertirme en manco yo comprendí que no hay que ser injusto, no hay que prejuzgar a nadie y que los errores más tarde o más temprano se pagan. Es hora ya de que pague el mío, aunque sea con dinero.

—Es curioso porque esa estatua, según me consta, la pagaron entre todos los del pueblo, tus paisanos, por suscripción popular. La tumbaron unos del ‘pueblo’, los que no habían cotizado, y ahora, uno sólo del pueblo la quiere poner en su sitio.

—Así es, los mozos pensábamos de aquella que hacíamos la revolución. Ya sabe. Que nuestros padres y vecinos estaban equivocados y que con nosotros o contra nosotros; y me va a perdonar, pero de aquella usted y yo estaríamos peleados o ¡quién sabe! Le hubiésemos incluso pegado un tiro. Y hoy ya ve cómo estamos. Hablando.
—Tu herida es de otra naturaleza. Pero parece que hoy le has puesto miel sobre hojuelas.

 

En la actualidad la iglesia luce remozada su estado primigenio, y la estatua, tras un paréntesis de sesenta y cuatro años, corona nuevamente la iglesia, como siempre había sido. Como nunca debió dejar de ser. De nuevo sobre el ábside rectangular, testigo mudo y silencioso de los avatares y miserias, los alzamientos y hundimientos, del jodido sino humano. Y la historia casi nadie la conoce, salvo sus dos protagonistas, y un servidor.

 

La estatua le corroía en la memoria. La herida estaba abierta y para cicatrizarla puso una tirita existencial: resultó. Esperaba con aquello ser perdonado o corregir una mala acción con otra buena. Algo muy de catecismo quizá, pero es así: si no siembras no esperes recoger y si sólo siembras vientos…

 

—FIN—

 

En una guerra civil no se puede, muchas veces, elegir el bando, te toca jugar con unas fichas de un color una partida en un terreno que ni siquiera optas. En esta sólo se involucraron al principio los profesionales y los ideólogos, luego ya se movilizaron a todos. Al final cada uno tuvo una guerra particular. Cada uno recuerda sólo suyo. Cada uno recuerda aquellos tiempos de una forma que, ahora, empieza a cambiar, no porque ellos lo decidan así, sino porque les imbuyen que fue de otra manera. Les están abriendo la vieja herida, recuperando el viejo orgullo del perdedor. No. Perdieron todos y no ganó nadie. Hubo quien murió injustamente, sí. Hubo quien supo cambiarse a tiempo y salir vencedor; hubo perdedores que al final ganaron y ganadores hubo que al final perdieron; y hubo, incluso, quien no habiendo participado cogió el barco por si acaso y se fue de nuestro país, como participantes hubo que retornaron a casa en barco sabiendo que estaban perdonados.

 

Cicerón tenía a la historia por maestra de la vida, magistra vitae est. La vida de los hombres es una lección de historia y si la historia es maestra de algo precisamente lo es de la contundencia de nuestros errores. Las historias humanas también son la historia misma pues al fin y al cabo ellos son quienes la escriben, pero no deben dirigirla, ni que les sea dirigida. Aprendamos de ella pero no demos lecciones, sólo que cada uno se aplique el cuento y aprenda la lección bien.


©Humberto 2008
 

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