Pamplona
(Navarra). Año 61. Un joven policía en su
turno de descanso en la Cárcel Provincial se acerca al fuego que hay prendido
en un bidón. Entre garita y garita el frío se le ha metido en los huesos. El
mosquetón Mauser con el que anda pesa
mucho. «Ojalá fuese un subfusil», musita. Los veteranos que lo contemplan
claman al cielo:
© Humberto 2010
—¡Vaya
lo que nos ha venido! Estos jóvenes no valen para nada, ¡Blandengues!, ¡Estáis
como para ir al frente! —dice uno que añade un tronco a la lumbre.
—Si
hubierais vivido una batalla como la del Ebro o un frente como el de Teruel… ¡Allí
sí que hacía frío! —refuta otro que liaba un cigarrillo.
Afuera
hiela, dentro se congela una réplica: «no hay nada malo en estar arrecido de
frío». Luego, animados por el crepitar del fuego, aquellos supervivientes de
cara cetrina y arrugas anticipadas cuentan historias de guardias de asalto batiéndose el cobre con los mineros, de
camaradas caídos por cartuchos de dinamita, de heladas que congelaban los mocos
de la nariz. El joven no sabe nada de la guerra, sólo que nació en medio,
tampoco entiende por qué razón se chupa una hora más de garita que un veterano,
y siempre los turnos a horas más intempestivas. Lo comprenderá años después,
cuando tenga canas: La veteranía es un grado. Recuerda, eso sí, las palabras de
su padre, veterano de guerra: «Si te vas a la Policía Armada, vete, pero
luego no te quejes. No te quejes nunca». Razón tenía porque una vez,
recién llegado de Sevilla, fue a quejarse al capitán y le metió tres días por
réplicas desatentas.
Año
1981, sede de la Circunscripción de Asturias, León y Santander.
En la cantina un joven policía nacional se está quejando ante los veteranos de
los militares, del Código Militar, de la medicina de la Seguridad Social… y de
las dos horas de puertas con subfusil al hombro, que se acaba de chupar.
—Afortunado
tú, que no conociste la sanidad militar ni a los militares «de verdad». Ahora
se puede hablar pero entonces… sólo por esto, ¡te hubiesen arrestado! —le contesta un viejo policía de ojos grises,
mirada lánguida que da fe, como los surcos de sus arrugas en la frente, de años
amargos y duros.
Los
veteranos se ríen, lo de quejarse siendo joven está mal visto. Alguien le dice
que si hubiera conocido «lo de antes», las Banderas Móviles y los
desplazamientos sin previo aviso a las huelgas; los viajes en Land Rover: calor
en verano, frío en invierno; los militares que venían del ejército, a aquellos
coroneles rígidos, taciturnos, marciales que les exigían obediencia ciega; a los
veteranos que habían sido guardias de
asalto, la mala hostia que tenían, las putadas que les hacían a los
nuevos...
Al
poco se hace el silencio. En la tele juegan la Real Sociedad y el Madrid,
parece que van a ganar los vascos. Uno suelta un improperio. Por el sueldo nadie
protestará en esos años pues el ministro Martín
Villa unos años antes se lo acaba de subir y les ha puesto a la altura de
un ATS (o, como se decía entonces, un practicante). Tampoco por el horario: ya
no se hace el 24x24 y doblando con la gimnasia, instrucción y orden cerrado.
El
joven no entiende que con su bachillerato terminado y sus inquietudes por el
derecho y por formarse profesionalmente, esté allí chupando puerta, de
seguridad, con aquellos haraganes desertores del arado. Así que, con el tiempo,
echará minuta para el 091, y obtenida la plaza allí que se irá.
El
servicio de Radiopatrullas es otra cosa, no tiene nada que ver con el
cuartelero de Prevención, se patrulla en Talbot y en 131. Se es policía de
verdad, piensa. Allí coincide con el veterano de Pamplona. Como le ve tan
animoso, éste le da el sabio consejo de que se presente para cabo.
A
la primera, el joven, aprueba para cabo.
Año
1995. Madrid. En el cuarto de los zetas de una
Comisaría de Distrito un joven del CNP, recién jurado el cargo, se queja: de
que el BX no tiene aire acondicionado, del sueldo, del horario de los cinco
turnos (Americano), de lo exiguas que son las pagas extras en comparación con las
de los locales quienes cobran el doble, del dichoso cambio del Código Penal que
va a producirse y que tendrá que estudiar de nuevo. Hasta del jefe que es un
«ogro» y un «dictador». Todos los veteranos le miran con ojos de «¡vaya!, nos
ha descubierto que la tierra gira». El que lo oye, un subinspector, que no es
otro que el joven anterior sólo que ha envejecido, añejándose, y ha tenido que
hacer las maletas dos veces por sus «inquietudes», una a Basauri (Vizcaya),
otra a Madrid (más otra que se va a producir en breve), le dice que no se queje
tanto, que desconoce lo que había antes. Que ha patrullado en vehículos peores ¡mucho
peores!, recalca. Que lo del sueldo es cíclico, que ahora están por debajo de
los Municipales de Madrid pero que en otro tiempo no lejano estuvieron muy por
encima, por encima incluso de los bomberos. Que el horario fue peor, y le habla
del 24 x 48 que padeció. Le habla, incluso,
de la «Universidad de Canillas» la cual no gozaba de las comodidades de la
Ávila.
El
joven aprenderá pronto que el quejarse del mal de muchos es tontería, como
lamentarse del polvo en el desierto, o del runrún del mar en una costa.
Año
2007. Asturias. Comisaría Local. Una
«de pueblo». Un joven con apenas dos trienios, se queja ante el veterano del
jefe y del sueldo. El veterano le mira. No dice nada. Piensa en que éste joven
que raja tanto ha estado siempre en
el País Vasco, sin pisar la calle, sin saber lo que es seguridad ciudadana ni los cinco turnos (con sus diferentes
cadencias), cobrando más, librando más, y en la mitad de tiempo ha conseguido
venirse adonde a él le ha costado más de nueve años. Se está quejando del jefe,
de éste, que es un trozo de pan —maldice—, cuando no ha conocido a fulano, el
«ogro», ni a mengano el «dictador», ni a…E inmediatamente pasan por delante de
él un álbum de fotografías. Una galería de personajes de muy diferentes tonalidades.
«Comisario», repasa, esa palabra le inspiró siempre respeto, lo asociaba a
categoría humana y profesional, pero es lo primero que aprendió a perder, y lo
peor es que no sabe muy bien por qué.
«¡Nueve
años de zeta!, que son un montón de amaneceres juntos —reflexiona—. Pero unos
cuántos miles. »
Luego
el joven le habla de la peligrosidad y de los atentados, de la zona
conflictiva, de tantas cosas por las que mereció venirse primero, antes de
tiempo. Toda una lista.
—No
ha habido de eso en Madrid. No. Allí todo era más fácil —musita irónico.
Parece
como que no ha oído. Y continúa con la lista de porqués. La lista es larga al
contrario que su currículo.
Año
2009. Los dos anteriores, algo más viejos,
oyen impertérritos como un «agregado», obscenamente más joven que nadie de la
plantilla, se queja de que le van a subir la retención, de que va a cobrar
menos por ello en Enero y de que, ¡oh ingrata fortuna!, el jefe le ha metido
Nochevieja. Que esa noche tenía que estar pagada que un portero de discoteca no
trabaja por menos de 190 euros, que si él tiene unos estudios... Al punto,
pregunta por la paga extra, la cual le ha parecido una «mierda».
—
¿Sabes lo que eran las «bufandas», joven? —dice al fondo de la puerta un
jubilado, que ha venido de visita y lo ha estado escuchando.
—No.
—Pues
no te quejes tanto.
Sonríe,
saluda con la mano y se va.
El
anciano no recuerda muy bien lo que hizo ayer pero sí su primer día en
Pamplona. Aún le parece estar oyendo los ecos de las alertas en las cárcel: «¡Aleeeerta
el uno», «Aleeerta el dos»…«Alerta estáaaan». Y viendo las sombras de sus
guardias viejos, que ya habrán ido todos a formar… Por última vez.
No
quejarse ha sido su máxima. Las quejas como las palabras: se las lleva el
viento; lágrimas en medio de la lluvia. Son los hechos y los papeles los que
permanecen.
Afuera
llueve. Y dentro de la Comisaría también. Cae agua, como caen lamentos y
quejas, con una letanía pasmosa. Desde siempre ha sido así.
© Humberto 2010
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