Secret world
En septiembre de 2004 me enteré de que Tears for Fears (traducido como ‘prisioneros del dolor’, nombre tomado del título de una novela) volvían a sacar disco: “Everybody loves a happy ending”. Roland Orzabal y Curt Smith habían vuelto a trabajar juntos otra vez y bajo el mismo nombre de nuevo desde su separación, desde que un buen día de 1992 decidiesen tomar caminos separados. Había sido una década de silencio. La música de estos dos británicos me traía muy buenos recuerdos de cuando sus otros larga duración marcaban el compás de algunas de las escenas de mi vida. No eran una banda al uso, navegaban entre dos movimientos: los nuevos románticos y la new wave. Debutaron en 1983 con la publicación de “The hurting”, álbum que contenía dos singles de éxito relativo (pero que a mí ya me engancharon): Pale shelter y Mad world. Hacía años que yo era un radioyente incansable y empezaba a descubrir el mundo de la música a través de las ondas y a codiciar poseerla, a coleccionarla. El éxito masivo, sin embargo, les llegó gracias al siguiente “Songs from the big chair” (1985), año en el que empecé a ser propietario de una pequeña colección de música. Compré este disco, considerado una auténtica obra maestra del pop. Canciones como Everybody wants to rule the world o Shout, (¿quién no las ha escuchado?) ambas números uno en todo el mundo, les encumbraron al estrellato. Su último trabajo conjunto fue “The seeds of love” (1989), cuya producción había sido, hasta la fecha, la más cara de la historia musical (1 millón de libras y cuatro años de gestación) y uno de los más premiados. Otro más que añadí a mi colección. Todas las canciones contenidas en él capturaron un trozo de los muchos retales de mis pasiones mozas y de la introspección que siempre tuve. Advice for the youn at heart es uno de ellos y Woman in chains es otro.
En 1992, a pesar de su éxito, tras la edición del recopilatorio (los noventa está llenos de ellos) Tears Roll Down: Greatest hits 82-92, Curt decidió hacer la guerra por su cuenta. Orzabal se quedó entonces con el nombre de Tears For Fears y como tal publicó dos discos más: Elemental (1993) y Raoul & the kings of Spain (1995), con un sonido muy sofisticado y dirigido a un público muy selecto, que a mí ya no me gustaron y que no tuvieron demasiada repercusión ni grandes ventas.
Ignoro el porqué, pero sea como fuere estos dos amigos de la infancia limaron las asperezas y volvieron, y como, ya digo, me traían buenos recuerdos, me apresuré a comprarlo. Su portada muy barroca es una buena presentación, muy en la línea de los ochenta y de otros de sus trabajos.
El sonido de los 14 temas recuerda mucho al de sus inicios, es casi la vuelta del dúo original, con su talento, si bien es más guitarrero y orquestal lo que me lleva a recordar al meditado y melódico Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967) de los Beatles, y a aquel espíritu que les llevaba a la perfección a través de la búsqueda de nuevos sonidos, a la orquestación y a las infinitas sesiones de arreglos. Todavía parece que tengan algo que decir: hablan de nuevo del amor, del hombre y de su mundo interior.
Quizá el oído del que escucha ahora sea ya otro del que escuchaba hace 20 años, quizá ya no sienta como sentía, quizá tanto el oyente como el grupo hayan evolucionado, pero cuando sentado en mi sillón me dispuse a oírlo por fin, no me produjo ni idéntica pasión ni parecido fuego al que de adolescente me produjeron, sólo me agradó. Destaco, eso sí, el tema Secret world, que tal parece como si se hubiese grabado en aquella época, y que aunque debería pertenecer a sus trabajos de entonces y haber estado incluido en alguno de aquellos tres LP, por alguna extraña razón, tan extraña como su reaparición, figura en este.
Es, en todo caso, una música luminosa, brillante y fresca y el grato testimonio de un grupo que deja claro que tiene una vida propia más allá de los recuerdos, más allá de lo que fueron y de lo que pretenden ser. Un reencuentro agradable de dos épocas, de dos décadas y de dos milenios que se miran, para ellos y también para mí. Todos recordamos viejos tiempos.
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