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martes, 22 de diciembre de 2015

EL ÁNGEL

         
Un niño enfermo
es la pieza extraviada
para que el mecano no funcione
es una pregunta varada,
un signo de interrogación con raíces,
un lunar feo que el cosmos disimula
bajo un manto de supuestas
revelaciones.
Un niño enfermo
no hay código ni álgebra que lo explique.
Un niño enfermo
es el santo y seña
de la pereza homicida de los dioses.


Fernando estuvo custodiando un preso en el Hospital Central, esa tarde, víspera de Nochebuena. Eran las nueve, ya el sol enfermo de diciembre hacía horas que se había perdido por entre las mentidas figuras de los visillos de las ventanas. Ya había venido el ansiado relevo formado por dos muy buenos camaradas —veinte minutos antes de la hora—, ya se habían dado novedades y deseado recíprocamente felices fiestas y toda clase de parabienes entre bromas, muchas de las cuales tenían por objeto las enfermeras de buen ver de aquella planta, cuando Fernando decidió irse. Tenía pensado pasarse por comisaría y hacer un brindis con la gente que pringaba esa noche y que tendrían, como es costumbre, dispuesta una cena de celebración, antes de pasar por casa. Aún dispondría de bastante tiempo para acicalarse un poco y salir con la rubia estupenda que se había ligado el fin de semana pasado. Recorrió el pasillo mirando dentro de las habitaciones al paso. Siluetas bajo las sábanas enganchadas a goteros, visitantes al pie de la cama, silencios dolorosos. Era la planta de terminales, advirtió pronto. Tapó con la palma el ruido de la emisora que le pendía del hombro para no importunar. De repente sintió que unos pasos lo seguían: pies envueltos en algodón. Se volvió y descubrió que detrás tenía un niño pequeño, cinco o seis años, quien al verlo se detuvo también. Vestía pijama verde de hospital. Echó un vistazo a ambos lados y al fondo del desierto pasillo, tres puertas más atrás, observó, había una mujer dormida por el cansancio en el sillón, la cabeza ladeada. Miró de cerca al niño y reconoció su cara demacrada, ya señalada por la muerte, y esos ojos grandes, hundidos en sus cuencas, clavados en los suyos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó, y el niño le cogió la mano con la suya de nieve.
—Dile a… —susurró el niño—. Dile a alguien, que yo estoy aquí.
Fernando sintió algo que le estremeció, como una corriente que agitase los ramajes de su alma.
—¿Cuál es tu nombre, pequeño?
—Ángel.
Pulsó su emisora y habló:
—Atención para todos los indicativos, ha sido hallado un Ángel en el hospital y es su deseo felicitarnos la Navidad.

«Hola, feliz Navidad», habló el niño con voz de ruiseñor acercando su boquita a la emisora. 

«Feliz Navidad, Ángel». Se escuchó decir en el silencio varias veces como respuesta, provocando la risa absorta del niño. 

Después, llevando al pequeño en brazos entró en la habitación y se asomaron a la ventana, la madre continuaba durmiendo, y estuvieron durante un rato mirando afuera: al ancho horizonte negro cuajado de estrellas, recorriendo con la vista la calle iluminada de farolas. Hablaban bajo, como si no quisieran despertarla, contemplando los perfiles de los edificios de la ciudad al fondo y el ir y venir de ambulancias. Enganchados ante ese horizonte infinito estaba el escueto presente. Después lo introdujo con mucho cuidado en su cama. Crujió un muelle. La madre se despertó.
—Se ha salido de la habitación y no me he dado cuenta —dijo, azorada, viendo al policía en la penumbra del cuarto.
—No hay problema. Es parte del trabajo.
Se dirigieron una mirada silenciosa, tan larga que Fernando intuyó que preludiaba una bonita y larga conversación.
—La parte más grata —añadió.
En la penumbra gris del cuarto se dibujaron los trazos de tres sonrisas.

Pasaron las horas. Se le hizo tarde para el brindis con sus compañeros.

En un punto de la ciudad, sentada en un animado bar de copas, una rubia estupenda se pregunta decepcionada por qué Fernando no contesta a sus llamadas ni a ninguno de los mensajes.


 ©Humberto, 2015

martes, 15 de diciembre de 2015

LA FOTO








Sentado en una cafetería, Eleazar hace tiempo hasta que sea la hora de volver a entrar de servicio. Afuera ha empezado a nevar. Acaba de pedir un café y abre su Tablet. De repente, aparece etiquetado en una foto de Facebook y piensa que se trata de un error, porque a primera vista no se ve en la imagen. Es apenas un segundo, una centésima, hasta que comprende. Se queda mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato, después otro rato, y su gesto sigue congelado.
Eleazar se defiende del golpe con la inmovilidad absurda de las liebres, que se quedan quietas en el medio de la calzada cuando ven venir un camión de frente. El camarero debe pensar que estoy viendo, se dice, porno, porque ni siquiera reacciono cuando llega con el café. Hace un esfuerzo tremendo para que no se le note ninguna reacción, porque está en público y no quiere que nadie le vea así. Y es que desde que murió ésta es la primera vez que Eleazar mira una foto suya sin desenfocar los ojos. Maldito Facebook y las etiquetas intrusivas, ruge. No hubo tiempo para armarse; no se lo esperaba.
Un segundo golpe le acentúa el desconcierto. Eleazar creía conocer todas las fotos familiares, pero ésta no estuvo nunca en los álbumes de la infancia, ni en los portarretratos de la casa donde creció. En la foto hay un cielo gris, muy parecido al de hoy, recortado por un juego de luces que penden de un hilo que cruza la calle de extremo a extremo en una avenida céntrica que recuerda muy bien. A escasos metros de donde se encuentra ahora.
¿Dónde había estado esa foto todo el tiempo? La respuesta era simple: en ninguna parte. Más tarde sabrá que no es realmente una foto, sino una diapositiva. Su abuelo, el capitán, hacía diapositivas y las guardaba en cajones, en las que nadie reparó desde su muerte. Su tía haciendo limpieza se las encontró y decidió este mes, con propósito de la Navidad, digitalizarlas antes de que el tiempo las volviera inservibles. Cuando encontró la foto en la que aparecían su sobrino y su cuñado, se la mandó a su hermana, y ésta la subió a su Facebook al instante, etiquetando a su hijo y a su difunto marido. Dos horas después el hijo se encontraba en la cafetería, con la guardia baja, pensando en la paga extra, en la productividad, en los nuevos turnos, en las responsabilidades, en la soledad del cargo, en que ya es mala suerte que con tanta mili a cuestas le toque pringar en Nochebuena de incidencias, y entonces la imagen le asalta como un forajido: sin que se pueda defender.

Su cabeza bulle. Recuerdos desordenados y sin estructura, se le sobrevienen sin ninguna lógica, y por eso se acuerda instantáneamente de Martín, su amigo de infancia y compañero, el escritor.  Se centra en el momento que recoge la instantánea, conteniendo las lágrimas mientras se deja invadir por todas esas ideas inconexas. No las piensa, las ve pasar como vagones de un tren de mercancías. No lo educaron para llorar en público. «Los hombres lloramos por dentro», repite en sus adentros. Así sentenciaba su padre, el comisario, cuando de niño se lo encontraba llorando por cualquier cosa.
Siente la necesidad de escribir sobre ello más tarde. De momento esa y otras frases se le agolpan sin gramática alguna, pero que pondrá en papel al día siguiente, en su casa, cuando se levante, cuando ya no sea necesario fingir serenidad. Porque ahora está todavía en la cafetería y la foto ocupa tres cuartos del monitor, y la mira fijamente. Y busca un correo que hace cinco años le mandó su amigo Martín. Busca ese email como antídoto del llanto.

No es exacto que nunca haya visto una foto de su padre después de su fallecimiento. En realidad, cuando no hay más remedio Eleazar entrevé alguna. En la entrada de la casa de su hermana hay dos retratos, y en la de su hermano, uno, de uniforme, pero antes de pasar junto a ellos se prepara y desenfoca los ojos un poco. Lo mismo en casa de su madre, con el retrato al óleo que hay en el salón, donde suele sentarse de lado a él. Si hay que mirarlo, se dice, por lo menos que sea desenfocando la mirada. No le da miedo verlo ni es que tema venirse abajo. Es más parecido a una superstición. Una noche un compañero le dijo algo que se le quedó grabado. Dijo que en las fotos donde aparecen muertos queridos, los muertos saben que están muertos y te miran, desde el papel, con un gesto cómplice y triste, como diciendo: «qué le vamos a hacer».
Eleazar no sabe si será verdad —en el fondo cree que sí— pero cuando andan dando vueltas fotos de su padre las esquiva por si acaso. Es una excusa cobarde, supone, pero también es una forma de preservación. El mismo mecanismo que le impidió, durante todos estos años, pisar la casa del pueblo en la Castilla profunda donde nació y en la que su padre murió.
Las muchas veces que volvió al pueblo pasó de largo por esa casa, porque quería mantener en la memoria otros recuerdos de esas estancias, unas imágenes más inofensivas y cotidianas en las que nadie se muere en el sillón del salón. No sabría qué hacer en esa casa si hoy tuviera que recorrerla, del mismo modo que ahora no sabe qué hacer con la foto de Facebook que se le apareció sin preaviso en esta tarde, víspera de Navidad, cuando está a punto de entrar de servicio, sin filtro y sin cenar.
Busca el correo de su amigo Martín, con desesperación, y no lo encuentra. Sabe la fecha de envío porque es la del fallecimiento.  La asociación de ideas le lleva a un recuerdo peor.
Recuerda, con pánico, otra foto que sabe que existe y que no verá jamás, ni aunque le pongan un 44 Remington Magnum en la sien. Cuando murió su padre, se encontraba destinado en la embajada de Argentina. Al conocer la noticia intentó adelantar el vuelo pero fue imposible, por lo que no llegó a tiempo ni para el velatorio, ni tampoco para el entierro. Se consoló pensando que, en realidad, no llegó a tiempo de ver a su padre vivo por última vez, sino de verlo por primera vez muerto. Su amigo de infancia y compañero de profesión, Martín, se lo fue contando como si de un corresponsal de guerra se tratara. Él estuvo en el cementerio y le llamó por teléfono a Buenos Aires. Le dijo que había muchísima gente, que su madre se mantenía firme, que estaban todos los policías que habían tenido que ver con su padre, más presencia uniformada de los que le conocían a él, más los guardiaciviles de su tío, el comandante, total cientos, que las coronas no cabían en la iglesia, que la sección de motos dio escolta al coche fúnebre y también le contó detalles de la misa, que la había dado el obispo, que duró una hora y media, que el mismo había leído unas palabras en el púlpito a petición de su madre, etcétera.
Se acuerda de eso y de casi nada más. No tenían planeado hablar así; nadie tiene planeado jamás eso. Por suerte —a veces la distancia sirve para algo— nunca vio por primera vez a su padre muerto. Sin embargo dos días más tarde, cuando al final aterrizó lo fue a buscar su tío, el comandante. Se le acercó, ojeroso, porque la muerte de su hermano mayor, el comisario, le había afectado, y mientras lo abrazaba le susurró en la oreja algo que le dejó sin palabras:
—Como no pudiste llegar —le dijo—, le saqué una foto en el ataúd. Estaba tranquilo, estaba en paz. No sé si la quieres. Yo la tengo. Pídemela cuando te parezca, yo te la guardo.
No se la pidió, ni entonces ni después. Ni nunca. Pero desde aquel día el solo hecho de saber que existe esa imagen, y que además le está esperando en alguna parte, le hace sentir una zozobra parecida al vértigo. No hay preparación que valga contra esa imagen. Prefiere ésta que acaba de asaltarlo en Facebook, donde hay un cielo y unas nubes grises y luces de navidad. Esta foto de cielo asturiano es nueva, además. Mucho más flamante que la foto de su padre muerto. Es nueva, en un sentido muy amplio, porque nunca antes la había visto. Ni antes ni ahora, había visto una imagen en la que estuvieran los dos tan cerca, tan al principio de su historia.
Debe ser diciembre de 1972, supone, y su padre, que mira sonriente, lo tiene cogido de la mano y pegado a él. El niño, de unos cinco años, mira de reojo a su padre. ¿Qué pensaba ahí, entonces, acerca de mi padre?, se pregunta, mientras se enfría el café sin tocar sobre la mesa. Supone que lo admira. Que es lo más importante para él. Por esas fechas debía ser inspector de segunda y aún vivían en la ciudad asturiana en la que, por razón de destino, se encuentra hoy.
Pasa el dedo por la pantalla. Y toca en el punto exacto donde su padre le coge de la mano.
Y él ¿qué pensará de su hijo, en el sentido más profundo y absoluto? Sigue preguntándose. Su sonrisa pareciera indicar que no. Todavía no sabe que nunca seré abogado como era su deseo. No tiene la menor idea de que en el futuro seguiré sus pasos profesionales, que se pasará muchas noches en vela cuando arribe en el País Vasco, sin saber dónde estoy ni a qué hora volveré, si es que vuelvo. No sabe que un día me iré destinado lejos y que no estaré cerca cuando se muera. Es navidad, es Asturias, no tiene por qué saber nada de eso.
¿Qué sabe de mí, entonces? ¿Qué quiere de mí esa tarde? ¿Fantasea, en ese momento, en cómo serán nuestras charlas en el futuro, como yo pienso en mis charlas futuras con mi hijo? ¿Sabe ya que mañana escribiré sobre él, y que cuando se muera tardaré cinco años en llorarlo de verdad, y que lo haré a solas en casa y no en su entierro, ni siquiera en nuestra casa, a la que no puedo volver?
El tren mercante de las preguntas pasa veloz por encima de la mesa y hace que tiemble la cucharilla sobre el platillo que contiene la taza. No es él quien llora, todavía, es un tren sin ventanillas y nocturno que se percibe más de lo que se ve. Por eso nunca ha querido ver sus fotos ni entrar de nuevo al comedor de casa en el pueblo. Porque no le gustan las preguntas que aparecen cuando está con la guardia baja.
¿Qué pensará el camarero al ver al fulano que empieza a llorar en silencio mientras mira una Tablet? Trata de calmarse, pero no puede. Ahora Eleazar piensa que va a cumplir cinco años en la foto, pero le llama más la atención la edad de su padre que la suya. Él está a punto de cumplir treinta y dos, tiene quince menos que Eleazar ahora. Es un hombre joven con su primer hijo de la mano. Conoce esa sensación, la de llevar un hijo de la mano o en brazos y creer en la eternidad.
Tiene que llorar. Alguna vez tiene que hacerlo, piensa, lo jodido es que sea en Asturias, tan lejos de todo, y que de hacerlo ahora haya una pareja de viejos mirándolo de reojo como testigos. Lo jodido es que se le haya cerrado el estómago justo antes de la cena de Nochebuena en comisaría. Ojalá sea verdad que Facebook quiebre en dos o tres años, maldice. No es aquí, ni ahora, donde debe llorar.
Había que llorar la noche que llamó su hermano menor para avisar de que se había muerto, pero no pudo. Estaba al otro lado del charco, y allí, lo recuerda bien, era verano: Las ventanas del verano estaban abiertas. Tonteaba con la secretaria de la embajada y cenaba con ella en un restaurante. Al enterarse se ausentó, salió afuera y se marchó sin despedirse, tomó un taxi y se plantó en el aeropuerto. Había que haber llorado ante la chica de ventanilla cuando le comunicó, imperturbable,  que no había billetes sino hasta dentro de dos días. Había que haber llorado cuando se acodó en la barra de aquel bar de mala muerte, abierto las 24 horas, donde decidió pasar todo el tiempo esperando, sin pensar en nada ante una copa de ginebra. Ese llanto no resuelto le habría de durar medio decenio. Un lustro.
También lo postergó una semana más tarde, cuando visitó la tumba justo un rato después de que su tío, el comandante, le ofreciera la fotografía que nunca aceptó. Y siguió haciéndolo ese octubre, cuando le concedieron la medalla y miró a la primera fila del auditorio y su padre no estaba sentado. Ni siquiera lloró cuando sonó LA MUERTE NO ES EL FINAL. En un momento, antes de hacerse la foto con todos los galardonados en el vestíbulo del auditorio, Martín le llamó aparte. Martín es un viejo amigo de infancia y compañero, que había ido a ver el acto.
Se conocieron en párvulos y desde entonces fueron uña y carne. Ambos eran hijos del cuerpo, también nietos de policías, aunque como decía Martín con inocencia, los de Eleazar eran mejores porque lo eran de sangre azul. Se separaron en 1986, cuando el padre de Martín ascendió a comisario y la familia tuvo que ir sucesivamente pasando por varias ciudades según los destinos que le fueron concediendo. La casualidad quiso que ambos coincidieran en la mili y después en la academia, Martín en la básica; Eleazar en la ejecutiva. Patrullaron juntos más de un año las calles de Madrid, eran tan jóvenes y tenían tal cara de críos que, por su origen, los llamaban «los guajes». Lo recuerda mirando el horizonte sobre el salpicadero diciendo: por mucho que cambie el modelo el Zeta siempre es el mismo y van los mismos. Tú no, tú no acabaras de zetero, porque eres de sangre azul. Eran bonitos tiempos. Martín se casó pronto y tuvo un hijo, que Eleazar apadrinó y al que le pusieron su mismo nombre. Eleazar, en cambio, tardó algo más,  se casó tarde y más tarde aún fue que tuvo un hijo, pero su esposa se negó tanto a que lo apadrinase su viejo amigo como a que lo llamasen Martín. Nunca fue bien el matrimonio y terminaron por separarse apenas a los dos años de haber nacido.
 Siempre que Eleazar volvía a Madrid les visitaba. Se acuerda ahora de la envidia que le daba verlos tan felices a los tres y de las bromas que Martín y su mujer, la fiscal, se soltaban. Como si los hubieran planeado de antemano. Eleazar pensaba que si esas bromas eran espontáneas estaba muy bien, pero que si las habían preparado para hacerle reír, entonces era todavía mejor.
Pasaron diez años, y Martín regresó a Asturias, porque a su mujer le había salido plaza también en la Audiencia. Eleazar ascendió y acabó de Jefe de la Brigada Territorial de Información en el País Vasco.
Sigue buscando, azaroso, el correo entre todos los que la pantalla le ofrece.
Hace seis años, recuerda Eleazar, la mujer de Martín murió de repente, a los treinta y siete años, de una enfermedad fulminante. Él por entonces ya estaba como agregado en la embajada de Buenos Aires y el que le avisó de la desgracia fue su padre, el comisario, por teléfono. Esa mañana, cuando colgó, lloró de una manera descomunal, muy parecida a la que tendrá mañana a solas.
Le dio un ataque de espasmos cortos, que creyó que no iban a poder parar nunca. El modo en que su padre, el comisario, le dio la noticia por teléfono fue demoledor. Cree que la causa del llanto fue esa. No dijo nada especial, porque era sobrio y muy parco en palabras para las situaciones graves, pero había algo en su voz que intentaba decir: «ellos funcionaban», había una inflexión en el teléfono que decía: «te estás quedando solo».
Él y Martín charlaron mucho ese verano, durante las vacaciones. El último día Martín, deteniendo el paso ante una librería, le contó que había empezado a escribir de nuevo, como cuando era un chaval, que llevaba escritas dos novelas y que había una editorial interesada en una de ellas. El día menos pensado, ves mi nombre en la portada de un libro en un escaparate como éste.
Y Eleazar le contestó que, ya era casualidad, albergaba también esa idea de recuperar la afición de escribir que ambos cultivaron de jóvenes, pero que ni de lejos tenía su talento.
Le dijo también Martín, esa tarde, que podían cicatrizar ciertas heridas menores después de la muerte de un ser querido, pero que nunca se podía volver a ser feliz.
No lo había vuelto a ver desde aquel día, y cuando lo vio aparecer en el vestíbulo del auditorio, un mes después de la muerte de su padre y que lo llamaba aparte, sospechó que le daría el pésame, como ya habían hecho otros tantos compañeros ese día, pero solamente le saludó, estrechándolo en un abrazo fraternal, y le dijo:
—Esta mañana te mandé un email, ¿lo leíste?
Le dijo que no, que había estado todo el día de un lado para el otro.
—Léelo.
Releer ese email, que es una especie de bálsamo que le ha servido todo este tiempo como esclusa de pantano para contener el agua que pujaba por salir, le servirá una vez más de remedio contra la inundación del dolor.

«El mes pasado —le decía Martín en el correo—, yo salía de Habilitación en Jefatura y en las escaleras me crucé con tu padre, el comisario, a quien siempre, como sabes de sobra, tuve en mucha estima.  Iba, me dijo, a entregar el papeleo de Acción Social para él mismo y, de paso, a recoger una notificación tuya. Total que nos detuvimos a charlar un rato. Su jubilación, lo de mi mujer, sus nietos, tu hijo, mi hijo. Y como quiera que la conversación se alargara y para no estar de pie, pues el hombre estaba delicado, decidimos irnos a tomar un café en los bares de enfrente. Antes de eso entró a la secretaría y recogió lo que luego supimos era la notificación de la concesión de tu medalla. Una vez en el bar tu padre se soltó y empezó a hablar de ti sin parar. Repasó toda tu vida, desde niño. Y luego hizo una fiel semblanza tuya como policía. Ya sabes, del orgullo de pertenencia, de la abnegación, del honor, de ciertos códigos y en claves viejas acerca de todas esas cosas que solo los policías sabemos. En un momento dado, abrió el sobre y leyó el oficio del Director General. Te lo escribo y se me pone la piel de gallina como si, con veinticinco años, estuviera a cinco minutos de saber que había  resultado apto en la oposición. Te habían concedido la medalla. Lo leyó, supo de tus proezas en Francia con la banda de serpientes. Respiró hondo y se puso profundo. Miraba igual que mi padre. Del mismo modo que supongo, miro yo a mi hijo. Que salieras comisario, dijo, con cuarenta y dos años era lo que más orgulloso le había hecho, lo recalcó dos veces, orgulloso, y al hacerlo se le humedecieron los ojos y se hizo un silencio. Ahora me doy cuenta de que quise decirle algo y no encontré las palabras. Yo quería decirle que siempre te vi como un pura sangre de la profesión. Que tanto él como mi padre, con sus historias alimentaron los sueños de dos niños que anhelaban emularlos y convertirse en policías. Yo quería decirle que desde que éramos unos críos, unos guajes, vaticiné que ibas a llegar lejos. Eso le quise decir, pero no le dije nada. Lo mismo no hizo falta, y él debe haber entendido, porque las personas de este oficio también somos instinto, por eso me sostuvo la mirada, como hacía mi padre, la cabeza ladeada, a pesar de lo acuosos que se le pusieron, y me dijo: «me puedo morir tranquilo». Créeme que nunca hablé tanto con él así de profundo. Tu padre era un gran hombre, y eso, amigo y sin embargo compañero, es lo que cuenta. Cuando nos separamos, él se quedó sentado con el oficio en la mano, releyendo los motivos de concesión. Al otro día me dieron la noticia y no lo podía creer. Fue tan fulminante como lo de mi mujer. La mano de nieve les tomó las suyas de repente. Te lo tenía que contar porque es la verdad, no es una frase: Lo hiciste feliz hasta el último día de su vida, no sabes cómo estaba de orgulloso ese hombre ahí parado, con el oficio entre las manos, rememorando».
Eleazar estuvo aún un rato más mirando la foto en la Tablet, después salió afuera donde el frío lo hizo estremecer. Aunque no era el frío. O no del todo. El cielo estaba gris y oscuro y había parado de nevar. Miró, con melancolía, a la derecha, hacia el resplandor de las luces navideñas que colgaban a lo ancho en hileras, unas tras otras,  por toda la avenida. A su espalda sonaba un villancico y por las aceras paseaban gentes felices e indiferentes, cargando con bolsas de compras de última hora. Del alero situado sobre su cabeza un copo de nieve derretida tardío cayó sobre su rostro, cruzándolo como una lágrima.

Siente que llega el sosiego, hay mucha agua acumulada en la represa que lleva contenida, estancada cinco años, y cuando terminen mañana de pasar los vagones del tren de mercancías, que ya van ahora a la velocidad de la luz, abrirá —por fin— la esclusa. Y llorará. Vaya que si lo hará. Entiende que la foto de su padre y él en el cielo asturiano en Navidad no es la última sino la primera de una historia que duró casi cuarenta años y que es la que quiere elegir para poner en un marco en la entrada de su casa, como ocurre en las casas de sus hermanos.
En adelante, supone Eleazar, podrá mirar a su padre otra vez de frente, sin desenfocar. Y, no tardando, entrar en el salón en que se fue de este mundo.




©Humberto, 2015

jueves, 10 de diciembre de 2015

EL CARTEL






Está de rodillas en la acera de una calle muy comercial, sobre cartones, tiene delante un cartel que dice: soy ciego, una ayuda, gracias. Martín, que se ha detenido en la acera contraria lo lleva observando un rato, desde la lejanía. Aunque la calle está llena de transeúntes, comprueba, nadie deja ninguna moneda en el cesto. Todos parecen más preocupados de los escaparates, de las luces y de los adornos que del hombre. Finalmente decide salir del vehículo patrulla. Lleva un rotulador en la mano. Hola, buenas tardes, le dice al ciego quitando el tapón que deja mordido en la boca. Buenos tardes, responde éste con acento del este. De cerca puede ver sus ropas raídas, la barba de varios días asomando y el iris de sus ojos sin luz. Sobre cincuenta y pico de años, le calcula. Pocos más años que los que él mismo tiene. Toma el cartel, le da la vuelta y escribe en el reverso: concentrado, con soltura, sin mirar a ningún lado. Lo deja de nuevo en el sitio, guarda el rotulador satisfecho de que, después de tantos años, haber aprendido a rotular le haya servido para algo útil, se hurga en el bolsillo, suelta unas monedas en el cesto. Muchas gracias, caballero, sonríe el ciego mostrando unas encías descarnadas, ignorante de todo. A continuación Martín vuelve al coche, ante las miradas atónitas de varias señoras que portan muchas bolsas con compras navideñas y la de Pablo, su compañero.
—¿Qué le has escrito, compañero?
Martín sonríe de medio lado, mientras se gira para observar por la ventanilla cómo las mujeres que antes lo miraban, se han acercado a depositar también unas monedas.
—La frase del cartel no era afortunada. Se la he cambiado por otra.
—¿Cuál? No puedo ver desde esta distancia, la gente me tapa.
Martín no dice nada, arranca y deja al ciego atrás, que se va haciendo más y más diminuto hasta que desaparece por completo.
—HA LLEGADO LA NAVIDAD, PERO NO PUEDO VERLA —le contesta finalmente.
Pablo sonríe con la ocurrencia de su compañero. Si hace lo que siempre ha hecho, piensa Martín, obtendrá los resultados que siempre ha obtenido.


©Humberto, 2015.