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miércoles, 9 de diciembre de 2015

CINCO HORAS CON DELIBES ANTE EL MURO DE LAS LAMENTACIONES





Es 12 de marzo de 2010. Sorprendido, don Miguel comprueba cómo la tertulia de los poetas la componen Mario Benedetti, Pablo Neruda y Miguel Hernández. A la sombra de la lumbre, en la noche fría de Jerusalén, las metáforas, circunloquios y onomatopeyas danzan al son del eco de los minaretes. Sentados todos ellos en taburetes de madera, solos en la explanada, miran de frente al Muro de las Lamentaciones. Un viejo rabino les informó de la irreverencia que suponía dar la espalda al único resto del Templo de David.

Con timidez y cierta confusión se produce el saludo de la letra ‘e’ de la Real Academia. Su «buenas noches, caballeros», espetado con suma reverencia, es correspondido con bromas y chanzas por los expertos en las menesteres de saberse ya muertos. «¡Bienvenido, camarada Delibes! Ha llegado usted a la antesala del cielo de los literatos», le responde, mientras le quita el abrigo de cazador, Pablo Neruda. Miguel Hernández es quien le otorga el abrazo emocionado del compatriota: «En nombre de la España que ahora le llora». Mientras que Mario Benedetti es el encargado de explicarle el trance en el que se encuentra:
—Mire, don Miguel, en el cielo de los literatos existe una costumbre: todo aquél ilustre escribiente que llegue ante estas puertas, debe permanecer durante cinco horas en el limbo de la prosa. Aquí. Nosotros, como San Pedro en el cielo general, somos los depositarios de las puertas de la gloria celeste del negro sobre blanco. Tenemos la misión de conversar con usted en una sustanciosa tertulia para que nos deje compiladas las impagables gotas de arte que aún conserve en sus entrañas. Luego, mediante la lluvia y el viento, haremos llegar estas dosis de inspiración a algunos de los de allí abajo. Así, desde siempre, desde que lo inventara Platón, es como conservamos vivo el Arte con mayúsculas. Su legado lo dejó ya en los libros. Pero su inspiración no muere con usted, sino que seguirá viva, en otros.
Aturdido, don Miguel apela a la inocencia:
—Si yo no soy nadie... Sólo soy mis personajes.
Aunque es decir esto y le surge la sonrisa. Ante él, de pronto, salidos del otro lado de la piedra de las lágrimas eternas, están Daniel el Mochuelo, el Señor Cayo, Carmen y Mario, Azarías y su “milano”... Feliz, verdaderamente feliz, rodeado de sus criaturas, sueños hechos verdad, don Miguel da rienda suelta a la tertulia profunda y esencial de los castellanos y explica su peculiar concepción de la palabra cruda, la nostalgia y el silencio. En un rincón, de pie, toma notas de la crónica un angelillo curioso proveniente del cielo general, del que el de los literatos es parcela en propiedad.

Será este entrañable angelillo quien, transcurridas las cinco horas de la charla, haga caer sobre cualquier parte del mundo la lluvia de una sabiduría sobria y auténtica. La de don Miguel Delibes.

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