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martes, 22 de diciembre de 2015

EL ÁNGEL

         
Un niño enfermo
es la pieza extraviada
para que el mecano no funcione
es una pregunta varada,
un signo de interrogación con raíces,
un lunar feo que el cosmos disimula
bajo un manto de supuestas
revelaciones.
Un niño enfermo
no hay código ni álgebra que lo explique.
Un niño enfermo
es el santo y seña
de la pereza homicida de los dioses.


Fernando estuvo custodiando un preso en el Hospital Central, esa tarde, víspera de Nochebuena. Eran las nueve, ya el sol enfermo de diciembre hacía horas que se había perdido por entre las mentidas figuras de los visillos de las ventanas. Ya había venido el ansiado relevo formado por dos muy buenos camaradas —veinte minutos antes de la hora—, ya se habían dado novedades y deseado recíprocamente felices fiestas y toda clase de parabienes entre bromas, muchas de las cuales tenían por objeto las enfermeras de buen ver de aquella planta, cuando Fernando decidió irse. Tenía pensado pasarse por comisaría y hacer un brindis con la gente que pringaba esa noche y que tendrían, como es costumbre, dispuesta una cena de celebración, antes de pasar por casa. Aún dispondría de bastante tiempo para acicalarse un poco y salir con la rubia estupenda que se había ligado el fin de semana pasado. Recorrió el pasillo mirando dentro de las habitaciones al paso. Siluetas bajo las sábanas enganchadas a goteros, visitantes al pie de la cama, silencios dolorosos. Era la planta de terminales, advirtió pronto. Tapó con la palma el ruido de la emisora que le pendía del hombro para no importunar. De repente sintió que unos pasos lo seguían: pies envueltos en algodón. Se volvió y descubrió que detrás tenía un niño pequeño, cinco o seis años, quien al verlo se detuvo también. Vestía pijama verde de hospital. Echó un vistazo a ambos lados y al fondo del desierto pasillo, tres puertas más atrás, observó, había una mujer dormida por el cansancio en el sillón, la cabeza ladeada. Miró de cerca al niño y reconoció su cara demacrada, ya señalada por la muerte, y esos ojos grandes, hundidos en sus cuencas, clavados en los suyos que pedían disculpas o quizá pedían permiso.
Fernando se acercó, y el niño le cogió la mano con la suya de nieve.
—Dile a… —susurró el niño—. Dile a alguien, que yo estoy aquí.
Fernando sintió algo que le estremeció, como una corriente que agitase los ramajes de su alma.
—¿Cuál es tu nombre, pequeño?
—Ángel.
Pulsó su emisora y habló:
—Atención para todos los indicativos, ha sido hallado un Ángel en el hospital y es su deseo felicitarnos la Navidad.

«Hola, feliz Navidad», habló el niño con voz de ruiseñor acercando su boquita a la emisora. 

«Feliz Navidad, Ángel». Se escuchó decir en el silencio varias veces como respuesta, provocando la risa absorta del niño. 

Después, llevando al pequeño en brazos entró en la habitación y se asomaron a la ventana, la madre continuaba durmiendo, y estuvieron durante un rato mirando afuera: al ancho horizonte negro cuajado de estrellas, recorriendo con la vista la calle iluminada de farolas. Hablaban bajo, como si no quisieran despertarla, contemplando los perfiles de los edificios de la ciudad al fondo y el ir y venir de ambulancias. Enganchados ante ese horizonte infinito estaba el escueto presente. Después lo introdujo con mucho cuidado en su cama. Crujió un muelle. La madre se despertó.
—Se ha salido de la habitación y no me he dado cuenta —dijo, azorada, viendo al policía en la penumbra del cuarto.
—No hay problema. Es parte del trabajo.
Se dirigieron una mirada silenciosa, tan larga que Fernando intuyó que preludiaba una bonita y larga conversación.
—La parte más grata —añadió.
En la penumbra gris del cuarto se dibujaron los trazos de tres sonrisas.

Pasaron las horas. Se le hizo tarde para el brindis con sus compañeros.

En un punto de la ciudad, sentada en un animado bar de copas, una rubia estupenda se pregunta decepcionada por qué Fernando no contesta a sus llamadas ni a ninguno de los mensajes.


 ©Humberto, 2015

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