Sentado en una cafetería, Eleazar hace tiempo hasta
que sea la hora de volver a entrar de servicio. Afuera ha empezado a nevar.
Acaba de pedir un café y abre su Tablet. De repente, aparece etiquetado en una
foto de Facebook y piensa que se trata de un error, porque a primera vista no
se ve en la imagen. Es apenas un segundo, una centésima, hasta que comprende.
Se queda mirando la foto con los ojos abiertos y sin pestañear; pasa un rato,
después otro rato, y su gesto sigue congelado.
Eleazar se defiende del
golpe con la inmovilidad absurda de las liebres, que se quedan quietas en el
medio de la calzada cuando ven venir un camión de frente. El camarero debe
pensar que estoy viendo, se dice, porno, porque ni siquiera reacciono cuando
llega con el café. Hace un esfuerzo tremendo para que no se le note ninguna
reacción, porque está en público y no quiere que nadie le vea así. Y es que
desde que murió ésta es la primera vez que Eleazar mira una foto suya sin
desenfocar los ojos. Maldito Facebook y las etiquetas intrusivas, ruge. No hubo
tiempo para armarse; no se lo esperaba.
Un segundo golpe le acentúa
el desconcierto. Eleazar creía conocer todas las fotos familiares, pero ésta no
estuvo nunca en los álbumes de la infancia, ni en los portarretratos de la casa
donde creció. En la foto hay un cielo gris, muy parecido al de hoy, recortado
por un juego de luces que penden de un hilo que cruza la calle de extremo a
extremo en una avenida céntrica que recuerda muy bien. A escasos metros de
donde se encuentra ahora.
¿Dónde había estado esa foto
todo el tiempo? La respuesta era simple: en ninguna parte. Más tarde sabrá que
no es realmente una foto, sino una diapositiva. Su abuelo, el capitán, hacía
diapositivas y las guardaba en cajones, en las que nadie reparó desde su
muerte. Su tía haciendo limpieza se las encontró y decidió este mes, con
propósito de la Navidad, digitalizarlas antes de que el tiempo las volviera
inservibles. Cuando encontró la foto en la que aparecían su sobrino y su
cuñado, se la mandó a su hermana, y ésta la subió a su Facebook al instante,
etiquetando a su hijo y a su difunto marido. Dos horas después el hijo se
encontraba en la cafetería, con la guardia baja, pensando en la paga extra, en
la productividad, en los nuevos turnos, en las responsabilidades, en la soledad
del cargo, en que ya es mala suerte que con tanta mili a cuestas le toque
pringar en Nochebuena de incidencias, y entonces la imagen le asalta como un
forajido: sin que se pueda defender.
Su cabeza bulle. Recuerdos
desordenados y sin estructura, se le sobrevienen sin ninguna lógica, y por eso
se acuerda instantáneamente de Martín, su amigo de infancia y compañero, el
escritor. Se centra en el momento que
recoge la instantánea, conteniendo las lágrimas mientras se deja invadir por
todas esas ideas inconexas. No las piensa, las ve pasar como vagones de un tren
de mercancías. No lo educaron para llorar en público. «Los hombres lloramos por
dentro», repite en sus adentros. Así sentenciaba su padre, el comisario, cuando
de niño se lo encontraba llorando por cualquier cosa.
Siente la necesidad de
escribir sobre ello más tarde. De momento esa y otras frases se le agolpan sin
gramática alguna, pero que pondrá en papel al día siguiente, en su casa, cuando
se levante, cuando ya no sea necesario fingir serenidad. Porque ahora está
todavía en la cafetería y la foto ocupa tres cuartos del monitor, y la mira
fijamente. Y busca un correo que hace cinco años le mandó su amigo Martín. Busca
ese email como antídoto del llanto.
No es exacto que nunca haya
visto una foto de su padre después de su fallecimiento. En realidad, cuando no
hay más remedio Eleazar entrevé alguna. En la entrada de la casa de su hermana
hay dos retratos, y en la de su hermano, uno, de uniforme, pero antes de pasar
junto a ellos se prepara y desenfoca los ojos un poco. Lo mismo en casa de su
madre, con el retrato al óleo que hay en el salón, donde suele sentarse de lado
a él. Si hay que mirarlo, se dice, por lo menos que sea desenfocando la mirada.
No le da miedo verlo ni es que tema venirse abajo. Es más parecido a una
superstición. Una noche un compañero le dijo algo que se le quedó grabado. Dijo
que en las fotos donde aparecen muertos queridos, los muertos saben que están
muertos y te miran, desde el papel, con un gesto cómplice y triste, como
diciendo: «qué le vamos a hacer».
Eleazar no sabe si será
verdad —en el fondo cree que sí— pero cuando andan dando vueltas fotos de su
padre las esquiva por si acaso. Es una excusa cobarde, supone, pero también es
una forma de preservación. El mismo mecanismo que le impidió, durante todos
estos años, pisar la casa del pueblo en la Castilla profunda donde nació y en
la que su padre murió.
Las muchas veces que volvió
al pueblo pasó de largo por esa casa, porque quería mantener en la memoria
otros recuerdos de esas estancias, unas imágenes más inofensivas y cotidianas
en las que nadie se muere en el sillón del salón. No sabría qué hacer en esa
casa si hoy tuviera que recorrerla, del mismo modo que ahora no sabe qué hacer
con la foto de Facebook que se le apareció sin preaviso en esta tarde, víspera
de Navidad, cuando está a punto de entrar de servicio, sin filtro y sin cenar.
Busca el correo de su amigo
Martín, con desesperación, y no lo encuentra. Sabe la fecha de envío porque es
la del fallecimiento. La asociación de
ideas le lleva a un recuerdo peor.
Recuerda, con pánico, otra
foto que sabe que existe y que no verá jamás, ni aunque le pongan un 44
Remington Magnum en la sien. Cuando murió su padre, se encontraba destinado en
la embajada de Argentina. Al conocer la noticia intentó adelantar el vuelo pero
fue imposible, por lo que no llegó a tiempo ni para el velatorio, ni tampoco
para el entierro. Se consoló pensando que, en realidad, no llegó a tiempo de
ver a su padre vivo por última vez, sino de verlo por primera vez muerto. Su
amigo de infancia y compañero de profesión, Martín, se lo fue contando como si
de un corresponsal de guerra se tratara. Él estuvo en el cementerio y le llamó
por teléfono a Buenos Aires. Le dijo que había muchísima gente, que su madre se
mantenía firme, que estaban todos los policías que habían tenido que ver con su
padre, más presencia uniformada de los que le conocían a él, más los
guardiaciviles de su tío, el comandante, total cientos, que las coronas no
cabían en la iglesia, que la sección de motos dio escolta al coche fúnebre y
también le contó detalles de la misa, que la había dado el obispo, que duró una
hora y media, que el mismo había leído unas palabras en el púlpito a petición
de su madre, etcétera.
Se acuerda de eso y de casi
nada más. No tenían planeado hablar así; nadie tiene planeado jamás eso. Por
suerte —a veces la distancia sirve para algo— nunca vio por primera vez a su
padre muerto. Sin embargo dos días más tarde, cuando al final aterrizó lo fue a
buscar su tío, el comandante. Se le acercó, ojeroso, porque la muerte de su
hermano mayor, el comisario, le había afectado, y mientras lo abrazaba le
susurró en la oreja algo que le dejó sin palabras:
—Como no pudiste llegar —le
dijo—, le saqué una foto en el ataúd. Estaba tranquilo, estaba en paz. No sé si
la quieres. Yo la tengo. Pídemela cuando te parezca, yo te la guardo.
No se la pidió, ni entonces
ni después. Ni nunca. Pero desde aquel día el solo hecho de saber que existe
esa imagen, y que además le está esperando en alguna parte, le hace sentir una
zozobra parecida al vértigo. No hay preparación que valga contra esa imagen.
Prefiere ésta que acaba de asaltarlo en Facebook, donde hay un cielo y unas
nubes grises y luces de navidad. Esta foto de cielo asturiano es nueva, además.
Mucho más flamante que la foto de su padre muerto. Es nueva, en un sentido muy
amplio, porque nunca antes la había visto. Ni antes ni ahora, había visto una
imagen en la que estuvieran los dos tan cerca, tan al principio de su historia.
Debe ser diciembre de 1972,
supone, y su padre, que mira sonriente, lo tiene cogido de la mano y pegado a
él. El niño, de unos cinco años, mira de reojo a su padre. ¿Qué pensaba ahí, entonces,
acerca de mi padre?, se pregunta, mientras se enfría el café sin tocar sobre la
mesa. Supone que lo admira. Que es lo más importante para él. Por esas fechas
debía ser inspector de segunda y aún vivían en la ciudad asturiana en la que,
por razón de destino, se encuentra hoy.
Pasa el dedo por la
pantalla. Y toca en el punto exacto donde su padre le coge de la mano.
Y él ¿qué pensará de su
hijo, en el sentido más profundo y absoluto? Sigue preguntándose. Su sonrisa
pareciera indicar que no. Todavía no sabe que nunca seré abogado como era su
deseo. No tiene la menor idea de que en el futuro seguiré sus pasos
profesionales, que se pasará muchas noches en vela cuando arribe en el País
Vasco, sin saber dónde estoy ni a qué hora volveré, si es que vuelvo. No sabe
que un día me iré destinado lejos y que no estaré cerca cuando se muera. Es
navidad, es Asturias, no tiene por qué saber nada de eso.
¿Qué sabe de mí, entonces?
¿Qué quiere de mí esa tarde? ¿Fantasea, en ese momento, en cómo serán nuestras
charlas en el futuro, como yo pienso en mis charlas futuras con mi hijo? ¿Sabe
ya que mañana escribiré sobre él, y que cuando se muera tardaré cinco años en
llorarlo de verdad, y que lo haré a solas en casa y no en su entierro, ni
siquiera en nuestra casa, a la que no puedo volver?
El tren mercante de las
preguntas pasa veloz por encima de la mesa y hace que tiemble la cucharilla
sobre el platillo que contiene la taza. No es él quien llora, todavía, es un
tren sin ventanillas y nocturno que se percibe más de lo que se ve. Por eso
nunca ha querido ver sus fotos ni entrar de nuevo al comedor de casa en el
pueblo. Porque no le gustan las preguntas que aparecen cuando está con la
guardia baja.
¿Qué pensará el camarero al
ver al fulano que empieza a llorar en silencio mientras mira una Tablet? Trata
de calmarse, pero no puede. Ahora Eleazar piensa que va a cumplir cinco años en
la foto, pero le llama más la atención la edad de su padre que la suya. Él está
a punto de cumplir treinta y dos, tiene quince menos que Eleazar ahora. Es un
hombre joven con su primer hijo de la mano. Conoce esa sensación, la de llevar
un hijo de la mano o en brazos y creer en la eternidad.
Tiene que llorar. Alguna vez
tiene que hacerlo, piensa, lo jodido es que sea en Asturias, tan lejos de todo,
y que de hacerlo ahora haya una pareja de viejos mirándolo de reojo como
testigos. Lo jodido es que se le haya cerrado el estómago justo antes de la
cena de Nochebuena en comisaría. Ojalá sea verdad que Facebook quiebre en dos o
tres años, maldice. No es aquí, ni ahora, donde debe llorar.
Había que llorar la noche
que llamó su hermano menor para avisar de que se había muerto, pero no pudo.
Estaba al otro lado del charco, y allí, lo recuerda bien, era verano: Las
ventanas del verano estaban abiertas. Tonteaba con la secretaria de la embajada
y cenaba con ella en un restaurante. Al enterarse se ausentó, salió afuera y se
marchó sin despedirse, tomó un taxi y se plantó en el aeropuerto. Había que
haber llorado ante la chica de ventanilla cuando le comunicó,
imperturbable, que no había billetes
sino hasta dentro de dos días. Había que haber llorado cuando se acodó en la
barra de aquel bar de mala muerte, abierto las 24 horas, donde decidió pasar
todo el tiempo esperando, sin pensar en nada ante una copa de ginebra. Ese
llanto no resuelto le habría de durar medio decenio. Un lustro.
También lo postergó una
semana más tarde, cuando visitó la tumba justo un rato después de que su tío,
el comandante, le ofreciera la fotografía que nunca aceptó. Y siguió haciéndolo
ese octubre, cuando le concedieron la medalla y miró a la primera fila del
auditorio y su padre no estaba sentado. Ni siquiera lloró cuando sonó LA MUERTE NO ES EL FINAL. En un momento, antes de hacerse la foto con todos los
galardonados en el vestíbulo del auditorio, Martín le llamó aparte. Martín es
un viejo amigo de infancia y compañero, que había ido a ver el acto.
Se conocieron en párvulos y
desde entonces fueron uña y carne. Ambos eran hijos del cuerpo, también nietos
de policías, aunque como decía Martín con inocencia, los de Eleazar eran
mejores porque lo eran de sangre azul. Se separaron en 1986, cuando el padre de
Martín ascendió a comisario y la familia tuvo que ir sucesivamente pasando por
varias ciudades según los destinos que le fueron concediendo. La casualidad
quiso que ambos coincidieran en la mili y después en la academia, Martín en la
básica; Eleazar en la ejecutiva. Patrullaron juntos más de un año las calles de
Madrid, eran tan jóvenes y tenían tal cara de críos que, por su origen, los
llamaban «los guajes». Lo recuerda mirando el horizonte sobre el salpicadero
diciendo: por mucho que cambie el modelo el Zeta siempre es el mismo y van los
mismos. Tú no, tú no acabaras de zetero,
porque eres de sangre azul. Eran bonitos tiempos. Martín se casó pronto y tuvo
un hijo, que Eleazar apadrinó y al que le pusieron su mismo nombre. Eleazar, en
cambio, tardó algo más, se casó tarde y
más tarde aún fue que tuvo un hijo, pero su esposa se negó tanto a que lo
apadrinase su viejo amigo como a que lo llamasen Martín. Nunca fue bien el
matrimonio y terminaron por separarse apenas a los dos años de haber nacido.
Siempre que Eleazar volvía a Madrid les
visitaba. Se acuerda ahora de la envidia que le daba verlos tan felices a los
tres y de las bromas que Martín y su mujer, la fiscal, se soltaban. Como si los
hubieran planeado de antemano. Eleazar pensaba que si esas bromas eran
espontáneas estaba muy bien, pero que si las habían preparado para hacerle
reír, entonces era todavía mejor.
Pasaron diez años, y Martín
regresó a Asturias, porque a su mujer le había salido plaza también en la
Audiencia. Eleazar ascendió y acabó de Jefe de la Brigada Territorial de
Información en el País Vasco.
Sigue buscando, azaroso, el
correo entre todos los que la pantalla le ofrece.
Hace seis años, recuerda
Eleazar, la mujer de Martín murió de repente, a los treinta y siete años, de
una enfermedad fulminante. Él por entonces ya estaba como agregado en la
embajada de Buenos Aires y el que le avisó de la desgracia fue su padre, el
comisario, por teléfono. Esa mañana, cuando colgó, lloró de una manera
descomunal, muy parecida a la que tendrá mañana a solas.
Le dio un ataque de espasmos
cortos, que creyó que no iban a poder parar nunca. El modo en que su padre, el
comisario, le dio la noticia por teléfono fue demoledor. Cree que la causa del
llanto fue esa. No dijo nada especial, porque era sobrio y muy parco en
palabras para las situaciones graves, pero había algo en su voz que intentaba
decir: «ellos funcionaban», había una inflexión en el teléfono que decía: «te
estás quedando solo».
Él y Martín charlaron mucho
ese verano, durante las vacaciones. El último día Martín, deteniendo el paso
ante una librería, le contó que había empezado a escribir de nuevo, como cuando
era un chaval, que llevaba escritas dos novelas y que había una editorial
interesada en una de ellas. El día menos pensado, ves mi nombre en la portada
de un libro en un escaparate como éste.
Y Eleazar le contestó que,
ya era casualidad, albergaba también esa idea de recuperar la afición de
escribir que ambos cultivaron de jóvenes, pero que ni de lejos tenía su
talento.
Le dijo también Martín, esa
tarde, que podían cicatrizar ciertas heridas menores después de la muerte de un
ser querido, pero que nunca se podía volver a ser feliz.
No lo había vuelto a ver
desde aquel día, y cuando lo vio aparecer en el vestíbulo del auditorio, un mes
después de la muerte de su padre y que lo llamaba aparte, sospechó que le daría
el pésame, como ya habían hecho otros tantos compañeros ese día, pero solamente
le saludó, estrechándolo en un abrazo fraternal, y le dijo:
—Esta mañana te mandé un
email, ¿lo leíste?
Le dijo que no, que había
estado todo el día de un lado para el otro.
—Léelo.
Releer ese email, que es una
especie de bálsamo que le ha servido todo este tiempo como esclusa de pantano
para contener el agua que pujaba por salir, le servirá una vez más de remedio
contra la inundación del dolor.
«El mes pasado —le decía Martín en el correo—, yo salía de Habilitación en Jefatura y en las escaleras me crucé con
tu padre, el comisario, a quien siempre, como sabes de sobra, tuve en mucha
estima. Iba, me dijo, a entregar el
papeleo de Acción Social para él mismo y, de paso, a recoger una notificación
tuya. Total que nos detuvimos a charlar un rato. Su jubilación, lo de mi mujer,
sus nietos, tu hijo, mi hijo. Y como quiera que la conversación se alargara y
para no estar de pie, pues el hombre estaba delicado, decidimos irnos a tomar
un café en los bares de enfrente. Antes de eso entró a la secretaría y recogió
lo que luego supimos era la notificación de la concesión de tu medalla. Una vez
en el bar tu padre se soltó y empezó a hablar de ti sin parar. Repasó toda tu
vida, desde niño. Y luego hizo una fiel semblanza tuya como policía. Ya sabes,
del orgullo de pertenencia, de la abnegación, del honor, de ciertos códigos y
en claves viejas acerca de todas esas cosas que solo los policías sabemos. En
un momento dado, abrió el sobre y leyó el oficio del Director General. Te lo
escribo y se me pone la piel de gallina como si, con veinticinco años,
estuviera a cinco minutos de saber que había
resultado apto en la oposición. Te habían concedido la medalla. Lo leyó,
supo de tus proezas en Francia con la banda de serpientes. Respiró hondo y se
puso profundo. Miraba igual que mi padre. Del mismo modo que supongo, miro yo a
mi hijo. Que salieras comisario, dijo, con cuarenta y dos años era lo que más
orgulloso le había hecho, lo recalcó dos veces, orgulloso, y al hacerlo se le
humedecieron los ojos y se hizo un silencio. Ahora me doy cuenta de que quise
decirle algo y no encontré las palabras. Yo quería decirle que siempre te vi
como un pura sangre de la profesión. Que tanto él como mi padre, con sus
historias alimentaron los sueños de dos niños que anhelaban emularlos y
convertirse en policías. Yo quería decirle que desde que éramos unos críos,
unos guajes, vaticiné que ibas a llegar lejos. Eso le quise decir, pero no le
dije nada. Lo mismo no hizo falta, y él debe haber entendido, porque las personas
de este oficio también somos instinto, por eso me sostuvo la mirada, como hacía
mi padre, la cabeza ladeada, a pesar de lo acuosos que se le pusieron, y me
dijo: «me puedo morir tranquilo». Créeme que nunca hablé tanto con él así de
profundo. Tu padre era un gran hombre, y eso, amigo y sin embargo compañero, es
lo que cuenta. Cuando nos separamos, él se quedó sentado con el oficio en la
mano, releyendo los motivos de concesión. Al otro día me dieron la noticia y no
lo podía creer. Fue tan fulminante como lo de mi mujer. La mano de nieve les
tomó las suyas de repente. Te lo tenía que contar porque es la verdad, no es
una frase: Lo hiciste feliz hasta el último día de su vida, no sabes cómo
estaba de orgulloso ese hombre ahí parado, con el oficio entre las manos, rememorando».
Eleazar estuvo aún un rato
más mirando la foto en la Tablet, después salió afuera donde el frío lo hizo
estremecer. Aunque no era el frío. O no del todo. El cielo estaba gris y oscuro
y había parado de nevar. Miró, con melancolía, a la derecha, hacia el
resplandor de las luces navideñas que colgaban a lo ancho en hileras, unas tras
otras, por toda la avenida. A su espalda
sonaba un villancico y por las aceras paseaban gentes felices e indiferentes,
cargando con bolsas de compras de última hora. Del alero situado sobre su
cabeza un copo de nieve derretida tardío cayó sobre su rostro, cruzándolo como
una lágrima.
Siente que llega el sosiego,
hay mucha agua acumulada en la represa que lleva contenida, estancada cinco
años, y cuando terminen mañana de pasar los vagones del tren de mercancías, que
ya van ahora a la velocidad de la luz, abrirá —por fin— la esclusa. Y llorará.
Vaya que si lo hará. Entiende que la foto de su padre y él en el cielo
asturiano en Navidad no es la última sino la primera de una historia que duró
casi cuarenta años y que es la que quiere elegir para poner en un marco en la
entrada de su casa, como ocurre en las casas de sus hermanos.
En adelante, supone Eleazar,
podrá mirar a su padre otra vez de frente, sin desenfocar. Y, no tardando,
entrar en el salón en que se fue de este mundo.
©Humberto, 2015