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martes, 27 de septiembre de 2011

LA BÚSQUEDA

La búsqueda.



«Cuando mi mal sea viejo, el tuyo va a ser nuevo. »

E
sta es la historia de un hombre al que el destino castigó fieramente, en lo hondo del corazón, allí donde más duele, alguien que en un día perdió todo aquello por lo que vivía y que más quería. Un accidente se llevó a su mujer y a su hijo. El dolor por su ausencia le embargaba y no conseguía rehacer su vida, se hundía con el mal, le trastornaba de tal modo aquella pesadilla recurrente que deseaba morirse; así que una mañana decidió dejar la casa que tanto le recordaba a ambos y salió huyendo hacia ninguna parte, en busca de algo, no sabía muy bien el qué, que si no curase su dolor insondable, al menos lo mitigase. Esa tarde dejó todo y partió. Se convirtió en alguien que buscaba sin saber qué estaba buscando ni qué iba a encontrarse. Su interior le decía que hiciera caso a esas sensaciones que venían de un lugar inexplorado de sí mismo. Caminó y caminó. Perdió la cuenta de la distancia. Después de dos días de marcha por polvorientos caminos, llorando en silencio su pena, llegó a un paraje en el que nunca antes había estado desde donde divisó un pueblo de casas blancas y tejados cobrizos, apacible, a lo lejos. Se detuvo para tomar aire y secarse el sudor mientras decidía si quedarse unos días allí a ver si se le pasaba su mal. Entonces, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verdor florido maravilloso y había un montón de árboles rotundos, pájaros y flores encantadoras. Ascendió por el sendero y una vez allí pudo ver que además había un lago de aguas cristalinas,  donde se asomaba el sol para teñirlas con sus oros. También había patos que nadaban, y que batían sus alas salpicando.
Era paz lo que allí se respiraba. Una paz rotunda, inconsútil. Sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en el lugar deleitándose con tanta maravilla. Ya casi se estaba durmiendo cuando sus ojos recayeron en una valla pequeña de madera lustrada que circundaba un prado esmeralda que había a su izquierda. Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. El hombre traspasó el umbral y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, a la sombra de los chopos y las encinas. Se fijó mejor y descubrió, sobre una de las piedras, una  inscripción que decía: «Manuel, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días». Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra. Era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba allí  enterrado. Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado, también tenía una inscripción, se acercó a leerla. «Mariano, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas». Más allá: «Pedro, vivió 3 años, 7 meses y 4 semanas». El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Aquello era en realidad un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto; pero lo que lo espantó, fue comprobar que el que más tiempo había vivido apenas sobrepasaba los 11 años.  Era una tragedia mayor aún y más cruel que la que el fiero destino le había deparado de un zarpazo.
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar por todas aquellas criaturas que no habían vivido apenas. Un vecino del pueblo pasaba por allí y se acercó, lo vio llorar un rato, en silencio, y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
— No, ningún familiar — dijo secándose las lágrimas— ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿Qué cosa tan terrible hay en él? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este sitio? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de niños?
El anciano sonrió y dijo:
—Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una álbum en blanco, como esta que tengo aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abra la libreta y anote en ella: a la izquierda qué fue lo disfrutado, y, a la derecha, cuánto tiempo duró ese gozo. Que conoció a su novia y se enamoró de ella, bien ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana?, ¿dos?, ¿tres semanas y media? Se anota. Y después, la emoción del primer beso, ¿cuánto duró?, ¿El minuto y medio del beso?, ¿Dos días?, ¿Una semana?; ¿Y el embarazo o el nacimiento del primer hijo?;  ¿Y el casamiento de los amigos?; ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano? Así vamos anotando en la libreta cada momento feliz. Cuando alguien se muere es nuestra costumbre abrir su álbum y sumar el tiempo de lo disfrutado y luego escribirlo sobre su tumba. Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido. ¿Comprende?
Al cabo de un mes, el hombre volvió a su casa curado. Había aprendido a convivir con las dos ausencias recordando todos los buenos, aunque breves, momentos vividos con ellos. Los pequeños momentos, los que de ordinario nos suelen pasar inadvertidos, sumados son los que nos hacen felices y en lo que radica la felicidad.
 Fin


Cada cual tiene sus propios mecanismos para curarse de un mal que le aqueja y el mal del vecino, por ser mayor, suele alejar el propio.

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