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miércoles, 12 de junio de 2013

EL FARO X




 




LIBRO SEGUNDO
DÉCIMA PARTE


Y pasé la vida masticando sueños;

porque soy un árbol que nunca dio frutos,

porque soy un perro que no tiene dueño,

porque tengo odios que nunca los digo […]



-XXVIII-


—Y esa, gachupín, fue toda la historia —terminó de contar Héctor.
Durante la narración, Martín estuvo escuchando callado. Observó a su amigo emocionarse en algunos pasajes y en otros, los íntimos, encendérsele los ojos. Al hablar de cuando estuvieron incomunicados dos años se le había quebrado la voz, como si por unos instantes el recuerdo se hubiera hecho carne y la nostalgia de un bien pasado y perdido le punzase con su aguijón.
—Es increíble. ¿Y ahora ella está en Madrid?
—Eso es. ¿Crees que Erika sospechará algo?
—Por lo que la conozco y por lo que sé de las mujeres, no sospecha: tiene la certeza.
—Sí. Es cierto. Las mujeres son capaces de saber esas cosas. Nos leen la mente.
Bajó Héctor la cabeza. Movía los hielos de la copa vacía como tratando de adivinar el incierto futuro en su fondo. Volviendo en sí alzó la vista y preguntó:
—¿Por qué te parece increíble?
—Porque es una relación furtiva y secreta que ha durado más de treinta años, esas cosas, amigo mío, no duran tanto, y porque precisamente me propongo escribir una novela sobre ello. Sobre la capacidad de amar a dos personas a la vez…de diferente sexo.
—Deberías conocerla, entonces.
—Sería todo oídos.
Se hace un silencio mientras Héctor posa el vaso sobre la mesilla.
—Siempre, toda mi vida, he sabido lo que tenía que hacer. Menos ahorita. No tengo ni las más remota idea de lo que voy a hacer —amargo.
—Pero ¿por qué?, por qué tanto tiempo —incide Martín.
—No sé —hace una mueca dubitativa—. Uno no hace planes sobre eso. Ocurrió así. Como dijo Cortázar: «Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto». Al principio era porque con ella funcionaba la química en la cama en modo que ni te cuento: fascinante, sensual, divertida y amargamente tentadora. Ni ella ni yo habíamos funcionado así con otros, con esa compenetración y coincidencia de gustos. Era mi alma gemela. Y yo la suya. Fuego y estopa. Y luego porque éramos el complemento a nuestras respectivas vidas. Gachupín, el matrimonio es una cosa muy larga, tú no sabes. Hay temporadas que se hace insoportable. Crisis, peleas, enfados, aburrimiento. De vez en cuando Lucinda y yo nos necesitábamos y nos venía bien. Luego nos ayudaba a soportar la vida marital. Era como los carros cuando los dejas una semana en el taller y les cambian el aceite y pasan por otras manos: devuelto a su legítimo dueño la cosa va mejor —hizo una pausa y suspiró—. Carajo. Saber que tienes a alguien así, esperándote, te hace mejor, más alegre, más fuerte, más generoso. Más soportable a la persona que te tiene que aguantar a diario. Y ahora al final, supongo que porque nos institucionalizamos. Tantos años juntos ¿Para qué dejarlo?
Martín comprendía a su amigo y no lo comprendía. Comprendía lo del complemento y todo eso pero no el egoísmo de querer tenerlas a las dos, pues su matrimonio era una relación abierta, así se lo habían contado varias veces ambos, ¿para qué entonces tener esa otra relación secreta? Ni la ausencia total de moralidad y de remordimiento en aquel extrañísimo cuadrilátero en el que ardían escondidas tantas pasiones a la vez, mezcladas, ocultas o yuxtapuestas y, ahora, patentes. La Erika de carne y hueso seguía vistiéndose arriba, hacía rato que no se oía el agua de la ducha, mientras que la de la foto los miraba desde la pared. Implacable.
—Erika es una persona dotada de todas las cualidades para hacerme dichoso, menos en la cama. En la cama la que me hace dichoso es Lucinda —prosiguió Héctor, confidencial—. Y lo dice alguien que se ha acostado con más de mil mujeres. Tú sabes. No es presunción.
Qué difícil es esto de la relaciones. En la cama no le hace feliz, pensó Martín. Cuando la experiencia con Erika había sido una de las mejores que había tenido. Si no la mejor. Por lo que la atracción, el deseo, no se trata tanto de algo físico, o de buen o mal sexo, cuanto del poder de fascinación que esa persona ejerza sobre uno. La magia. La magia dura lo que el deseo.
—Sin duda ha debido ser así. ¿Y qué hay de la atracción que siente Lucinda por Erika? —comenta Martín intrigado.
—Es en parte, el motivo de que Lucinda haya seguido conmigo. Su objetivo éramos los dos. Objetivo que sigue siendo. Y que también es el mío. Esos pinches árabes sí que saben. Ellos pueden casarse con dos mujeres. La monogamia obligatoria. Bah.
El egoísmo sin escrúpulos de Héctor asomaba de nuevo y su sonrisa pérfida bajo el bigote.
—¿Y le has hablado alguna vez de tus intenciones a Erika?
—No. Ni modo.
—Pues me temo que estás ante un dilema gordiano.
—¿Qué me aconsejas, gachupín?
Era mejor que se lo revelase todo a Erika siendo sincero y le contara toda la verdad, opinó Martín. Lo que ella tenía herido, antes de nada, era el orgullo. De sobra sabía ella que la relación para que perdurara consistiría en que fuera abierta a otras personas. Que el tener relaciones sexuales durante toda la vida con una única persona solo era satisfactorio en las películas porque, para empezar, las personas evolucionan sexualmente a través de los años y que por mucho amor que haya, no siempre se evoluciona en la misma dirección. Para seguir, porque una sola persona difícilmente puede cubrir todas las fantasías sexuales a riesgo de convertirse en una esclava sexual. El orgullo de Erika estaba dolido, suponía, al saber que esa dirección sí que la había encontrado con Lucinda. Saber que existe Lucinda es saber que le han quitado algo que creía poseer. Que vivía en un engaño. Y que una mujer herida en su orgullo era de temer pues enseguida piensan en terminar la relación. En odiar. Llegados al caso de que Erika lo quisiera abandonar nada perdía con contárselo. Si acaso, sacándola de su versión parcial y ampliando el conocimiento de los hechos de toda la historia por su boca, algo ganaría. Puede que algo de comprensión. Puede que restar algo del odio.
— Pero en todo caso, cuando habléis yo no debo estar. No puedo estar en mitad de algo así.
—¿Cuándo tienes pensado irte?
—Mañana.
Mordió el labio, desaprobador. Tenía sin duda otros planes como que su amigo se quedara más días, pero era lógico lo que decía.
—Tienes mucha razón. Ya quedaremos algún otro día, en julio —hizo una pausa, durante la que inspiró dos veces—. La novedad, gachupín. Si hay algo que una pareja de largo recorrido, por pura definición, no puede ofrecer es la novedad. Y la novedad, en términos sexuales, puede ser muy atractiva. Cuando una mujer siente que ya no es novedad para un hombre deja de sentirse el epicentro. Y de amar pasan a odiar.
—Pero, ¿Tú la amas?
—El amor es un concepto demasiado sobrevalorado, el amor es una pinche mierda te lo digo yo, se acaba, siempre se acaba. En cambio el odio puede ser imperecedero. Yo siempre odiaré a mi madrastra que me zurraba de chavo y que se quedó con la plata de mi padre. El odio te hace duro, te marca los rasgos de la cara, para ser alguien en la pinche calle, tienes que haber odiado con más intensidad de la que hayas querido. Parece que tú nunca has odiado a nadie —le dijo mientras observaba por el rabillo del ojo izquierdo la foto de Erika en la pared.
—Puede. O tal vez sea porque tenga odios «que nunca los digo».
—¿Y has querido?
Martín ríe, apenas abre los labios, irónico.
—He sido novedad de muchas. Un sueño que masticaron por pocos días. El tiempo justo para perderme el capítulo de odios, reproches y rencores.
Ha pensado, mientras hablaba, en el concepto de novedad esgrimido por Héctor. Con la perspectiva del cuadrilátero, ¿qué había sido para Erika, aquellos días? ¿Era eso? ¿Una novedad? ¿Un anhelo? ¿Algo bonito que recordar? ¿Tan pronto se había diluido la atracción, la magia y el deseo?
—¿Quihubo con María?
Lo medita un segundo.
—Digamos que fue un prólogo. Falta otro capítulo que únicamente ella puede de escribir.
A la vez pensaba Martín en la larga inercia del desamor que sigue al, en más de una ocasión, breve impulso del amor. Eso fue, María y Erika, dos breves impulsos seguidos en apenas dos semanas para luego: nada. A él las dos lo habían anhelado, pero una vez logrado su objetivo, finalizada la novedad, se habían ido. Ahora bien, ¿fomentado por el recuerdo, anhelarían lo que poseyeron? ¿O una vez conseguido, todo el deseo se había diluido en el desagüe del desamor y pasado a ser un bonito recuerdo? Aquí estaba, sentado junto a su amigo charlando como si tal cosa, oyéndolo en confesión acerca de una larga y secreta infidelidad mantenida con otra Lucinda, siendo preguntado por los amoríos con su sobrina, ignorante de que su esposa, la misma a la que sentían deambular en el piso superior, le había sido infiel con la misma persona que eligió por confesor. Y mañana volvería a su soledad, a su apartamento, a leer en su sillón envuelto en el polvo de los libros de la biblioteca, a su novela sobre un viejo actor y una joven bisexual. De vuelta a su casa, ¿sentiría nostalgia o melancolía? ¿Anhelaría con amargura el recuerdo del placer del que gozó? ¿Se puede anhelar poseer algo que ya se poseyó con deseo acrecentado?, ¿O, recuperando su vida en el instante en el que la dejó, bastaría? Por momentos volvía a sentir la imperiosa necesidad de estar solo, todo lo ocurrido le parecía irreal, soñado. Sí, tenía que irse. El tiempo debía correr de nuevo y la creación reclamaba su tributo en forma de huraña clausura.
—Las mujeres no esperan de un hombre sino justo lo contrario que ese hombre decide hacer. Hazme caso, gachupín, no esperes que la doctora venga, ve tú a Salamanca. Búscala. Órale. Seguro que está esperando que hagas eso…
Un taconeo repicó en ese momento, por la escalera de caracol. Erika bajaba los peldaños despacio. Clac, clac. Vestía un favorecedor traje rojo, cuya ceñida falda hasta las rodillas le marcaba las caderas. Los tacones eran igualmente rojos, forrados a juego con el mismo tono. Distinguida, era la palabra. Los hombres se levantaron. 
— ¿Vamos? —les dijo con indiferencia y se dirigió hacia la puerta.
Al darles la espalda y mostrar el reverso, la cara oculta de aquella falda, Martín dijo:
—Eres ópera cuando vienes… y tango cuando te vas.
Ella miró divertida sus tacones, sin abandonar el gesto indiferente, salió por la puerta y pisó el suelo del porche más fuerte, en el mismo sitio, produciendo un tamborileo. Clac, clac, clac.
Cenaron en la terraza de un restaurante situado en el paseo del puerto, junto a los barcos pesqueros, oyendo a la brisa mover las olas y campanillear las drizas. Durante la cena Erika no dijo nada y no probó bocado, únicamente se limitó a beber champán —nueve copas contó Martín— y a fumar sin parar, encendiendo un cigarrillo con el anterior. De vez en cuando levantaba la vista y miraba sin ver al horizonte, en dirección a los palos de los veleros y a las luces del paseo al otro lado de la ría, para luego volver a posarla en las burbujas de la copa, ignorando a los dos hombres tal que si fueran invisibles. Héctor sentado de espaldas al embarcadero, habló sin parar. Locuaz, divertido, ajeno al mal humor de su mujer aunque tratando de buscar las palabras y temas adecuados para no acabar de romper la tensa calma, como un capitán experimentado que, sabiendo la galerna que tarde o temprano le espera, aguarda en el puente bromeando con el grumete entretanto se produce. Y Martín, estuvo atento a lo que le decía más por educación que por interesarle la conversación. Algo incomodado por la situación. Pensando en los días siguientes, cuando no estuviera al lado de la diosa, si no acariciaría la idea de que existiera, por mínima que fuera, la posibilidad de volver a tenerla, de si no experimentaría de nuevo el anhelo de lo perdido en el recuerdo de las noches pasadas, si la obsesión por un nuevo encuentro no le atormentaría. En los silencios se escuchaba la televisión de dentro de la cafetería, la voz del locutor de un partido mezclada con los de una mesa del fondo que jugaban indiferentes a las cartas en su rincón de siempre. Al descubrir el naipe golpeaban rudamente la mesa y alzaban la voz como tratando de imponerla a la del locutor.
Cuando se sentaron aún había grupos bulliciosos de jóvenes que se arracimaban, charlando y fumando, ante la barra, en un hervor humano. Por el suelo se entremezclaban desperdicios de marisco, serrín, colillas y servilletas de papel arrugadas. Ahora eran las doce y ya no quedaban apenas más que los de la partida y una pareja que no cesaba de reír, ante siete botellas vacías de sidra. La niebla, pálida y sutil, se fue abriendo paso hasta cubrir con su velo de humedad toda la bahía y empezó a refrescar tanto que permanecer fuera resultaba molesto. La muchacha más vistosa —una rubia, alta y de ojos verdosos—, de las tres que atendían, les fue trayendo: cuatro botellas de champán y dos langostas que había elegido Héctor de la cetaria y que, según la costumbre, les fueron mostradas vivas antes de meterles el cuchillo y hacerlas a la plancha, y unos cafés. Ahora Héctor le había pedido la cuenta y ante la insistencia de Martín, haciendo un gesto de negación con la mano, pagó él.
—La invitación es mía —dijo con seguridad, levantándose.
Martín y Erika lo imitaron y se encaminaron los tres hacia el Jaguar que estaba aparcado justo enfrente, cruzando para ello la calle. De soslayo vio Martín que ella se tambaleaba. Había bebido mucho durante todo el día y no había cenado. Héctor se acomodó en el asiento trasero junto a Erika que literalmente se hundió en él con la mirada sombría. Martín conducía. También lo había hecho a la venida. Conduce tú, que yo tengo alguna copa de más, le había dicho Héctor subiéndose detrás al salir del faro, y cuando ya iban por la carretera camino de la villa bromeaba llamándolo: mi nuevo chófer. Mi nuevo chofer gachupín. Y como durante la cena las copas no habían hecho sino que aumentar, ni siquiera se lo volvió a pedir, dándolo por supuesto, además a Martín se le daba bien conducir, era seguro y fiable al volante en la forma que todos los policías acostumbran, y le encantaba  aquel modelo de coche lujoso. Tan británico. No tendría muchas más probabilidades, auguró, de conducir otro así. Por el espejo retrovisor observaba a Erika. Sus ojos se veían minúsculos, los tenía entreabiertos, con un punto de irritación. Aguantaba la rabia. Circuló despacio por la poca visibilidad siguiendo el brillo del asfalto húmedo y casi a tientas entró en el puente. En la niebla, el Puente Nuevo era un animal huidizo. Cruzando su mitad desaparecía por completo el final y parecía que tras él no hubiera mundo y que debajo no discurriera el río sino el oscuro abismo.
—¡Cobarde! —gritó de repente Erika.
Martín dirigió un rápido vistazo a Héctor que cruzando los brazos sobre el pecho miraba a Erika. Espera tantito, a que no haya testigos para discutir ¿O no puedes?, parecía decirle con el rictus.
Los cinco minutos restantes hasta que alcanzaron la muralla y llegaron al faro y su fachada blanca emergió de entre la vestidura inconsútil de la bruma al ser iluminado por los faros, parecieron eternos. Luego, nada más entrar, Martín se despidió de ellos, agradeciendo la invitación de la cena, y con un «hasta mañana», subió a su cuarto. Espíritu libre poco amigo de las ataduras y complicaciones, eran ellos quienes debían arreglar lo suyo y empezar cuanto antes, mañana se iría. Erika y Héctor se quedaron de pie, en medio del salón sin volverse a mirarlo, apenas musitando un «hasta mañana si dios quiere», apagado. Y apenas sintieron que éste cerraba la puerta comenzaron a discutir.
Se revolvió en la cama y las patas de hierro chirriaron desagradables en el suelo de madera. Trataba de dormirse y de no oírlos discutir. Se tapó incluso las orejas con la almohada. Inútilmente. A ráfagas continuaban llegándole trozos de conversaciones cuando alzaban la voz, que le iban dando una idea de por dónde estaban las cosas, que lo desazonaban. Por mucho que lo intentaba, no conseguía dormir. Ojala tuviera una pastilla, pensaba. Presentía la escena de la partida, algo que le disgustaba enormemente de siempre. De haber tenido algo de valor, o más bien ese miedo a no ofender, se habría largado aquella misma noche. En todo caso, ahora o mañana sería un mal trago.

Erika gritaba:
«Te estás chingando a otra…». «Dime la verdad, maldito cobarde y me marcharé…». «Esto no me gusta. Te he permitido que te cogieras a otras. No me gustó entonces y no me gusta ahora. Pero tener a otra tantos años es… Bigamia…egoísta, insensible cabrón».
Y al poco rato:
«Fuiste tú quien te empeñaste en la clase de relación que tenemos... y ahora me sales con esto… Tienes todo lo que quieres y como lo quieres, chingas parejo al margen de la vida doméstica y entonces ahorita me haces esto. ¿No es demasiado? No hay muchas como yo, Héctor. Me intereso por lo que a ti te interesa. Chilo. Idiota... así que ¿cómo has podido hacerme esto?...Pendejo»
Estaba enfadada, humillada y perdida.
«Quiero saber la verdad y entonces no volverás a verme jamás.»
Héctor, por su parte, le hablaba pero apenas se le oía, por el tono procuraba hacerlo con la mayor serenidad posible, como si tan sólo sintiese una ligera curiosidad: «Es lo de siempre, lo pactado. Querida… No una especial… No hay nada… Solo que dura… Es circunstancial».
Luego ella le preguntó que por qué si era como siempre, como con las demás, nunca se lo había contado. Y él respondió que porque no quería hacerla daño. Que Lucinda era su contrincante... Rivalidad. Celos y pendejadas de mujeres.
Gritos, sollozos. Al rato volvían los gritos y los insultos. Más sollozos un poco después. Héctor capeaba el temporal. Tan solo temía Martín que a ella no le fuera a dar por irse de la lengua, en venganza, y revelarle a Héctor lo que habían estado haciendo aquellos dos días. Una mujer herida, una mujer que odia, es capaz de esas cosas.
Luego de un largo silencio oyó Erika que subía las escaleras, sola. La claridad que se colaba por la rendija de la puerta de Martín y que se había estado proyectando en el techo se apagó y todo quedó a oscuras, la puerta de la habitación de Erika sonó cerrándose y, seguidamente, se oyó correr el agua de la ducha. Abajo sentía moverse a Héctor. Dormían separados esta noche, dedujo Martín. A Héctor le tocaba hacerlo en el sofá.
El repiqueteo de la lluvia, las gotas de agua resbalando en hilillos por el exterior de los cristales, enfatizaban la melancolía. Miró el reloj que Erika le había regalado: las cuatro y cinco. Quedaba menos para que amaneciera y menos para partir. Cada instante de tu vida tiene sentido si aprendes de él. Qué podía sacar en claro de este instante de vigilia. ¿Y si se divorciaban? ¿Si ella estuviera libre, entonces qué podría llegar a ser para Erika?
Fue en aquel momento cuando oyó pasos descalzos acercándose, y vio la puerta de su habitación abrirse y Erika apareciendo ante él en la oscuridad. Atravesó la estancia y se metió en la cama, acurrucándose contra Martín de espaldas. Abrázame, le dijo. Y el hombre obedeció apretándola fuerte para mitigar la tensión, ahogando un «¡pero qué haces!» que le salía en ese momento por las brechas del corazón. Él sentía el calor de la piel de la espalda de ella contra su cuerpo. Y ella sintió la erección. Girándose al fin, sus ojos felinos abiertos, lo besó y súbitamente se quitó el camisón e hicieron el amor en la grisura matutina sin decir ni una palabra: Amor furtivo, un piso sobre el cazador cazado. Y mientras lo hacía, y reprimía los jadeos, Erika pensaba: pinches cabrones hombres, siempre están listos para coger.
Aún estuvieron un rato, abrazados, serenos tras la agitación y el arrebato, al cabo del cual ella se levantó. Poniéndose el camisón le dijo en voz baja:
—No quiero notas ni despedidas. Esta ha sido la forma de despedirme, Martín.
El tango acudió a la mente de Martín:
Pasé la vida masticando sueños; porque soy un árbol que nunca dio frutos, porque soy un perro que no tiene dueño.
Creyó percibir una sonrisa justo antes de que desapareciera por el umbral y cerrase la puerta tras de sí. Una sonrisa desprovista de intenciones y compromisos.



Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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