LIBRO SEGUNDO
DÉCIMA PARTE
Y pasé la vida masticando sueños;
porque soy un árbol que nunca dio frutos,
porque soy un perro que no tiene dueño,
porque tengo odios que nunca los digo […]
-XXVIII-
—Y
esa, gachupín, fue toda la historia —terminó de contar Héctor.
Durante
la narración, Martín estuvo escuchando callado. Observó a su amigo emocionarse
en algunos pasajes y en otros, los íntimos, encendérsele los ojos. Al hablar de
cuando estuvieron incomunicados dos años se le había quebrado la voz, como si
por unos instantes el recuerdo se hubiera hecho carne y la nostalgia de un bien
pasado y perdido le punzase con su aguijón.
—Es
increíble. ¿Y ahora ella está en Madrid?
—Eso
es. ¿Crees que Erika sospechará algo?
—Por
lo que la conozco y por lo que sé de las mujeres, no sospecha: tiene la
certeza.
—Sí.
Es cierto. Las mujeres son capaces de saber esas cosas. Nos leen la mente.
Bajó
Héctor la cabeza. Movía los hielos de la copa vacía como tratando de adivinar
el incierto futuro en su fondo. Volviendo en sí alzó la vista y preguntó:
—¿Por
qué te parece increíble?
—Porque
es una relación furtiva y secreta que ha durado más de treinta años, esas cosas,
amigo mío, no duran tanto, y porque precisamente me propongo escribir una
novela sobre ello. Sobre la capacidad de amar a dos personas a la vez…de
diferente sexo.
—Deberías
conocerla, entonces.
—Sería
todo oídos.
Se
hace un silencio mientras Héctor posa el vaso sobre la mesilla.
—Siempre,
toda mi vida, he sabido lo que tenía que hacer. Menos ahorita. No tengo ni las
más remota idea de lo que voy a hacer —amargo.
—Pero
¿por qué?, por qué tanto tiempo —incide Martín.
—No
sé —hace una mueca dubitativa—. Uno no hace planes sobre eso. Ocurrió así. Como
dijo Cortázar: «Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos
cuando salís de un concierto». Al principio era porque con ella funcionaba la
química en la cama en modo que ni te cuento: fascinante, sensual, divertida y
amargamente tentadora. Ni ella ni yo habíamos funcionado así con otros, con esa
compenetración y coincidencia de gustos. Era mi alma gemela. Y yo la suya.
Fuego y estopa. Y luego porque éramos el complemento a nuestras respectivas
vidas. Gachupín, el matrimonio es una cosa muy larga, tú no sabes. Hay
temporadas que se hace insoportable. Crisis, peleas, enfados, aburrimiento. De
vez en cuando Lucinda y yo nos necesitábamos y nos venía bien. Luego nos
ayudaba a soportar la vida marital. Era como los carros cuando los dejas una
semana en el taller y les cambian el aceite y pasan por otras manos: devuelto a
su legítimo dueño la cosa va mejor —hizo una pausa y suspiró—. Carajo. Saber
que tienes a alguien así, esperándote, te hace mejor, más alegre, más fuerte,
más generoso. Más soportable a la persona que te tiene que aguantar a diario. Y
ahora al final, supongo que porque nos
institucionalizamos. Tantos años juntos ¿Para qué dejarlo?
Martín comprendía a su amigo y no lo comprendía. Comprendía lo del
complemento y todo eso pero no el egoísmo de querer tenerlas a las dos, pues su
matrimonio era una relación abierta, así se lo habían contado varias veces
ambos, ¿para qué entonces tener esa otra relación secreta? Ni la ausencia total
de moralidad y de remordimiento en aquel extrañísimo cuadrilátero en el que
ardían escondidas tantas pasiones a la vez, mezcladas, ocultas o yuxtapuestas
y, ahora, patentes. La Erika de carne y hueso seguía vistiéndose arriba, hacía
rato que no se oía el agua de la ducha, mientras que la de la foto los miraba
desde la pared. Implacable.
—Erika es una persona dotada de todas las cualidades para hacerme
dichoso, menos en la cama. En la cama la que me hace dichoso es Lucinda
—prosiguió Héctor, confidencial—. Y lo dice alguien que se ha acostado con más
de mil mujeres. Tú sabes. No es presunción.
Qué difícil es esto de la relaciones. En la cama no le hace feliz,
pensó Martín. Cuando la experiencia con Erika había sido una de las mejores que
había tenido. Si no la mejor. Por lo que la atracción, el deseo, no se trata
tanto de algo físico, o de buen o mal sexo, cuanto del poder de fascinación que
esa persona ejerza sobre uno. La magia. La magia dura lo que el deseo.
—Sin duda ha debido ser así. ¿Y qué hay de la atracción que siente
Lucinda por Erika? —comenta Martín intrigado.
—Es en parte, el motivo de que Lucinda haya seguido conmigo. Su
objetivo éramos los dos. Objetivo que sigue siendo. Y que también es el mío.
Esos pinches árabes sí que saben. Ellos pueden casarse con dos mujeres. La
monogamia obligatoria. Bah.
El egoísmo sin escrúpulos de Héctor asomaba de nuevo y su sonrisa pérfida
bajo el bigote.
—¿Y le has hablado alguna vez de tus intenciones a Erika?
—No. Ni modo.
—Pues me temo que estás ante un dilema gordiano.
—¿Qué me aconsejas, gachupín?
Era mejor que se lo revelase todo a Erika siendo sincero y le contara
toda la verdad, opinó Martín. Lo que ella tenía herido, antes de nada, era el
orgullo. De sobra sabía ella que la relación para que perdurara consistiría en que
fuera abierta a otras personas. Que el tener relaciones sexuales durante toda
la vida con una única persona solo era satisfactorio en las películas porque,
para empezar, las personas evolucionan sexualmente a través de los años y que
por mucho amor que haya, no siempre se evoluciona en la misma dirección. Para
seguir, porque una sola persona difícilmente puede cubrir todas las fantasías
sexuales a riesgo de convertirse en una esclava sexual.
El orgullo de Erika estaba dolido, suponía, al saber que esa dirección sí que
la había encontrado con Lucinda. Saber que existe Lucinda es saber que le han
quitado algo que creía poseer. Que vivía en un engaño. Y que una mujer herida en
su orgullo era de temer pues enseguida piensan en terminar la relación. En
odiar. Llegados al caso de que Erika lo quisiera abandonar nada perdía con
contárselo. Si acaso, sacándola de su versión parcial y ampliando el
conocimiento de los hechos de toda la historia por su boca, algo ganaría. Puede
que algo de comprensión. Puede que restar algo del odio.
— Pero en todo caso, cuando habléis yo no debo estar. No puedo
estar en mitad de algo así.
—¿Cuándo tienes pensado irte?
—Mañana.
Mordió el labio, desaprobador. Tenía sin duda otros planes como
que su amigo se quedara más días, pero era lógico lo que decía.
—Tienes
mucha razón. Ya quedaremos algún otro día, en julio —hizo una pausa, durante la
que inspiró dos veces—. La novedad, gachupín. Si hay algo que una pareja de
largo recorrido, por pura definición, no puede ofrecer es la novedad. Y la
novedad, en términos sexuales, puede ser muy atractiva. Cuando una mujer siente
que ya no es novedad para un hombre deja de sentirse el epicentro. Y de amar
pasan a odiar.
—Pero,
¿Tú la amas?
—El
amor es un concepto demasiado sobrevalorado, el amor es una pinche mierda te lo digo yo, se acaba,
siempre se acaba. En cambio el odio puede ser imperecedero. Yo siempre odiaré a
mi madrastra que me zurraba de chavo y que se quedó con la plata de mi padre.
El odio te hace duro, te marca los rasgos de la cara, para ser alguien en la pinche
calle, tienes que haber odiado con más intensidad de la que hayas querido.
Parece que tú nunca has odiado a nadie —le dijo mientras observaba por el
rabillo del ojo izquierdo la foto de Erika en la pared.
—Puede.
O tal vez sea porque tenga odios «que nunca los digo».
—¿Y
has querido?
Martín
ríe, apenas abre los labios, irónico.
—He
sido novedad de muchas. Un sueño que masticaron
por pocos días. El tiempo justo para perderme el capítulo de odios, reproches y
rencores.
Ha
pensado, mientras hablaba, en el concepto de novedad esgrimido por Héctor. Con la perspectiva del cuadrilátero, ¿qué
había sido para Erika, aquellos días? ¿Era eso? ¿Una novedad? ¿Un anhelo? ¿Algo
bonito que recordar? ¿Tan pronto se había diluido la atracción, la magia y el
deseo?
—¿Quihubo con María?
Lo
medita un segundo.
—Digamos
que fue un prólogo. Falta otro capítulo que únicamente ella puede de escribir.
A la vez pensaba Martín en la larga inercia del
desamor que
sigue al, en más de una ocasión, breve impulso del amor. Eso fue, María y Erika,
dos breves impulsos seguidos en apenas dos semanas para luego: nada. A él las
dos lo habían anhelado, pero una vez logrado su objetivo, finalizada la
novedad, se habían ido. Ahora bien, ¿fomentado por el recuerdo, anhelarían lo
que poseyeron? ¿O una vez conseguido, todo el deseo se había diluido en el
desagüe del desamor y pasado a ser un bonito recuerdo? Aquí estaba, sentado junto
a su amigo charlando como si tal cosa, oyéndolo en confesión acerca de una
larga y secreta infidelidad mantenida con otra Lucinda, siendo preguntado por
los amoríos con su sobrina, ignorante de que su esposa, la misma a la que sentían
deambular en el piso superior, le había sido infiel con la misma persona que
eligió por confesor. Y mañana volvería a su soledad, a su apartamento, a leer
en su sillón envuelto en el polvo de los libros de la biblioteca, a su novela sobre
un viejo actor y una joven bisexual. De vuelta a su casa, ¿sentiría nostalgia o
melancolía? ¿Anhelaría con amargura el recuerdo del placer del que gozó? ¿Se puede anhelar poseer algo que ya
se poseyó con deseo acrecentado?, ¿O, recuperando su vida en el
instante en el que la dejó, bastaría? Por momentos volvía a sentir la imperiosa
necesidad de estar solo, todo lo ocurrido le parecía irreal, soñado. Sí, tenía
que irse. El tiempo debía correr de nuevo y la creación reclamaba su tributo en
forma de huraña clausura.
—Las
mujeres no esperan de un hombre sino justo lo contrario que ese hombre decide
hacer. Hazme caso, gachupín, no esperes que la doctora venga, ve tú a
Salamanca. Búscala. Órale. Seguro que está esperando que hagas eso…
Un
taconeo repicó en ese momento, por la escalera de caracol. Erika bajaba los
peldaños despacio. Clac, clac. Vestía un favorecedor traje rojo, cuya ceñida
falda hasta las rodillas le marcaba las caderas. Los tacones eran igualmente
rojos, forrados a juego con el mismo tono. Distinguida, era la palabra. Los
hombres se levantaron.
—
¿Vamos? —les dijo con indiferencia y se dirigió hacia la puerta.
Al darles
la espalda y mostrar el reverso, la cara oculta de aquella falda, Martín dijo:
—Eres
ópera cuando vienes… y tango cuando te vas.
Ella
miró divertida sus tacones, sin abandonar el gesto indiferente, salió por la
puerta y pisó el suelo del porche más fuerte, en el mismo sitio, produciendo un
tamborileo. Clac, clac, clac.
Cenaron en la terraza de un
restaurante situado en el paseo del puerto, junto a los barcos pesqueros,
oyendo a la brisa mover las olas y campanillear las drizas. Durante la cena
Erika no dijo nada y no probó bocado, únicamente se limitó a beber champán —nueve
copas contó Martín— y a fumar sin parar, encendiendo un cigarrillo con el
anterior. De vez en cuando levantaba la vista y miraba sin ver al horizonte, en
dirección a los palos de los veleros y a las luces del paseo al otro lado de la
ría, para luego volver a posarla en las burbujas de la copa, ignorando a los
dos hombres tal que si fueran invisibles. Héctor sentado de espaldas al
embarcadero, habló sin parar. Locuaz, divertido, ajeno al mal humor de su mujer
aunque tratando de buscar las palabras y temas adecuados para no acabar de
romper la tensa calma, como un capitán experimentado que, sabiendo la galerna
que tarde o temprano le espera, aguarda en el puente bromeando con el grumete
entretanto se produce. Y Martín, estuvo atento a lo que le decía más por
educación que por interesarle la conversación. Algo incomodado por la
situación. Pensando en los días siguientes, cuando no estuviera al lado de la
diosa, si no acariciaría la idea de que existiera, por mínima que fuera, la posibilidad
de volver a tenerla, de si no experimentaría de nuevo el anhelo de lo perdido
en el recuerdo de las noches pasadas, si la obsesión por un nuevo encuentro no
le atormentaría. En los silencios se escuchaba la televisión de dentro de la
cafetería, la voz del locutor de un partido mezclada con los de una mesa del
fondo que jugaban indiferentes a las cartas en su rincón de siempre. Al descubrir el naipe golpeaban rudamente la mesa y alzaban la voz
como tratando de imponerla a la del locutor.
Cuando
se sentaron aún había grupos bulliciosos de jóvenes que se arracimaban,
charlando y fumando, ante la barra, en un hervor humano. Por el suelo se
entremezclaban desperdicios de marisco, serrín, colillas y servilletas de papel
arrugadas. Ahora eran las doce y ya no quedaban apenas más que los de la
partida y una pareja que no cesaba de reír, ante siete botellas vacías de sidra.
La niebla, pálida y sutil, se fue abriendo paso hasta cubrir con su velo de
humedad toda la bahía y empezó a refrescar tanto que permanecer fuera resultaba
molesto. La muchacha más vistosa —una rubia, alta y de ojos verdosos—, de las tres
que atendían, les fue trayendo: cuatro botellas de champán y dos langostas que
había elegido Héctor de la cetaria y que, según la costumbre, les fueron
mostradas vivas antes de meterles el cuchillo y hacerlas a la plancha, y unos
cafés. Ahora Héctor le había pedido la cuenta y ante la insistencia de Martín,
haciendo un gesto de negación con la mano, pagó él.
—La
invitación es mía —dijo con seguridad, levantándose.
Martín
y Erika lo imitaron y se encaminaron los tres hacia el Jaguar que estaba
aparcado justo enfrente, cruzando para ello la calle. De soslayo vio Martín que
ella se tambaleaba. Había bebido mucho durante todo el día y no había cenado.
Héctor se acomodó en el asiento trasero junto a Erika que literalmente se
hundió en él con la mirada sombría. Martín conducía. También lo había hecho a
la venida. Conduce tú, que yo tengo alguna copa de más, le había dicho Héctor
subiéndose detrás al salir del faro, y cuando ya iban por la carretera camino
de la villa bromeaba llamándolo: mi nuevo chófer. Mi nuevo chofer gachupín. Y como durante la cena las
copas no habían hecho sino que aumentar, ni siquiera se lo volvió a pedir, dándolo
por supuesto, además a Martín se le daba bien conducir, era seguro y fiable al
volante en la forma que todos los policías acostumbran, y le encantaba aquel modelo de coche lujoso. Tan británico. No
tendría muchas más probabilidades, auguró, de conducir otro así. Por el espejo
retrovisor observaba a Erika. Sus ojos se veían minúsculos, los tenía
entreabiertos, con un punto de irritación. Aguantaba la rabia. Circuló despacio
por la poca visibilidad siguiendo el brillo del asfalto húmedo y casi a tientas
entró en el puente. En la niebla, el Puente Nuevo era un animal huidizo.
Cruzando su mitad desaparecía por completo el final y parecía que tras él no
hubiera mundo y que debajo no discurriera el río sino el oscuro abismo.
—¡Cobarde!
—gritó de repente Erika.
Martín
dirigió un rápido vistazo a Héctor que cruzando los brazos sobre el pecho
miraba a Erika. Espera tantito, a que no haya testigos para discutir ¿O no
puedes?, parecía decirle con el rictus.
Los
cinco minutos restantes hasta que alcanzaron la muralla y llegaron al faro y su
fachada blanca emergió de entre la vestidura inconsútil de la bruma al ser iluminado
por los faros, parecieron eternos. Luego, nada más entrar, Martín se despidió
de ellos, agradeciendo la invitación de la cena, y con un «hasta mañana», subió
a su cuarto. Espíritu libre poco amigo de las ataduras y complicaciones, eran ellos
quienes debían arreglar lo suyo y empezar cuanto antes, mañana se iría. Erika y
Héctor se quedaron de pie, en medio del salón sin volverse a mirarlo, apenas
musitando un «hasta mañana si dios quiere», apagado. Y apenas sintieron que éste
cerraba la puerta comenzaron a discutir.
Se
revolvió en la cama y las patas de hierro chirriaron desagradables en el suelo
de madera. Trataba de dormirse y de no oírlos discutir. Se tapó incluso las
orejas con la almohada. Inútilmente. A ráfagas continuaban llegándole trozos de
conversaciones cuando alzaban la voz, que le iban dando una idea de por dónde
estaban las cosas, que lo desazonaban. Por mucho que lo intentaba, no conseguía
dormir. Ojala tuviera una pastilla, pensaba. Presentía la escena de la partida,
algo que le disgustaba enormemente de siempre. De haber tenido algo de valor, o
más bien ese miedo a no ofender, se habría largado aquella misma noche. En todo
caso, ahora o mañana sería un mal trago.
Erika gritaba:
«Te estás chingando a otra…». «Dime la verdad, maldito cobarde y me
marcharé…». «Esto no me gusta. Te he permitido que te cogieras a otras. No me gustó entonces y no me gusta ahora. Pero
tener a otra tantos años es… Bigamia…egoísta, insensible cabrón».
Y al poco rato:
«Fuiste tú quien te empeñaste en la clase de relación que tenemos... y
ahora me sales con esto… Tienes todo lo que quieres y como lo quieres, chingas parejo al margen de la vida doméstica y
entonces ahorita me haces esto. ¿No
es demasiado? No hay muchas como yo, Héctor. Me intereso por lo que a ti te
interesa. Chilo. Idiota... así que ¿cómo has podido hacerme esto?...Pendejo»
Estaba enfadada, humillada y perdida.
«Quiero saber la verdad y entonces no volverás a verme jamás.»
Héctor, por su parte, le hablaba pero apenas se le oía, por el tono
procuraba hacerlo con la mayor serenidad posible, como si tan sólo sintiese una
ligera curiosidad: «Es lo de siempre, lo pactado. Querida… No una especial… No
hay nada… Solo que dura… Es circunstancial».
Luego ella le preguntó que por qué si era como siempre, como con las
demás, nunca se lo había contado. Y él respondió que porque no quería hacerla
daño. Que Lucinda era su contrincante... Rivalidad. Celos y pendejadas de mujeres.
Gritos, sollozos. Al rato volvían los gritos y los insultos. Más
sollozos un poco después. Héctor capeaba el temporal. Tan solo temía Martín que
a ella no le fuera a dar por irse de la lengua, en venganza, y revelarle a
Héctor lo que habían estado haciendo aquellos dos días. Una mujer herida, una
mujer que odia, es capaz de esas cosas.
Luego de un largo silencio oyó Erika que subía las escaleras, sola. La
claridad que se colaba por la rendija de la puerta de Martín y que se había
estado proyectando en el techo se apagó y todo quedó a oscuras, la puerta de la
habitación de Erika sonó cerrándose y, seguidamente, se oyó correr el agua de
la ducha. Abajo sentía moverse a Héctor. Dormían separados esta noche, dedujo
Martín. A Héctor le tocaba hacerlo en el sofá.
El
repiqueteo de la lluvia, las gotas de agua resbalando en hilillos por el exterior
de los cristales, enfatizaban la melancolía. Miró el reloj que Erika le había
regalado: las cuatro y cinco. Quedaba menos para que amaneciera y menos para partir.
Cada instante de tu vida tiene sentido si
aprendes de él. Qué podía sacar en claro de este instante de vigilia. ¿Y si
se divorciaban? ¿Si ella estuviera libre, entonces qué podría llegar a ser para
Erika?
Fue en
aquel momento cuando oyó pasos descalzos acercándose, y vio la puerta de su
habitación abrirse y Erika apareciendo ante él en la oscuridad. Atravesó la
estancia y se metió en la cama, acurrucándose contra Martín de espaldas.
Abrázame, le dijo. Y el hombre obedeció apretándola fuerte para mitigar la
tensión, ahogando un «¡pero qué haces!» que le salía en ese momento por las
brechas del corazón. Él sentía el calor de la piel de la espalda de ella contra
su cuerpo. Y ella sintió la erección. Girándose al fin, sus ojos felinos
abiertos, lo besó y súbitamente se quitó el camisón e hicieron el amor en la
grisura matutina sin decir ni una palabra: Amor furtivo, un piso sobre el
cazador cazado. Y mientras lo hacía, y reprimía los jadeos, Erika pensaba:
pinches cabrones hombres, siempre están listos para coger.
Aún
estuvieron un rato, abrazados, serenos tras la agitación y el arrebato, al cabo
del cual ella se levantó. Poniéndose el camisón le dijo en voz baja:
—No quiero
notas ni despedidas. Esta ha sido la forma de despedirme, Martín.
El tango
acudió a la mente de Martín:
—Pasé la
vida masticando sueños; porque soy un árbol que nunca dio frutos, porque soy un
perro que no tiene dueño.
Creyó percibir una sonrisa justo antes de que
desapareciera por el umbral y cerrase la puerta tras de sí. Una sonrisa
desprovista de intenciones y compromisos.
Continuará...
©Humberto, 2013
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