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sábado, 29 de junio de 2013

EL FARO XI







LIBRO SEGUNDO

UNDÉCIMA PARTE
-XXVIII-






Acaso te llamaras solamente María.
No sé si eras el eco de una vieja canción,
pero hace mucho, mucho, fuiste hondamente mía
sobre un paisaje triste, desmayado de amor...






Al día siguiente, Héctor estaba de un humor de perros. Apenas le habló a Martín cuando lo vio aparecer por la escalera arrastrando la maleta. Se notaba que no había dormido nada en el sillón, tenía los pelos de punta y unas ojeras tremendas, llevaba puesta la misma ropa del día anterior, arrugada, y la discusión habida en la noche aún se podía notar en el ambiente. Martín dejó la maleta junto a la puerta, cuya mitad superior  estaba entreabierta por donde entraba un vaho de humedad, pues apenas habían pasado cinco minutos desde el último chaparrón. Olía a tabaco, probablemente porque acababa de fumar un cigarrillo afuera, en el porche, o asomado nada más contemplando apoyado el paisaje.
—¿Te vas ya? —dijo Héctor, sucinto.
—Sí, ¿Qué tal has dormido?
―Poco y mal. ¿Te importaría hacerme un café antes de irte?
―No, claro que no.
Y se dirigió hacia la cocina. Es que a mí no se me da eso, trató de justificarse Héctor, al ver la cara de asombro de su amigo.
―No hay problema. A mí también me vendrá bien uno.
Luego, sentados a la mesa ante dos tazas y una cafetera humeantes, charlaron un rato más sobre cosas mundanas: el tiempo que hacía, que ya estaba cerca el verano y no venía el calor; el Jaguar, que iba muy bien, que si la gasolina, que si las válvulas, que si los pistones; que si el aroma del café por la mañana.
―Esto pinta mal ―empezó a decir, cabizbajo.
―¿Lo vuestro?
―Erika es tozuda. Quiere dejarme.
―¿No hay posibilidad de reconciliación?
―No.
Martín, inclinándose sobre la mesa, le sirve más café.
―El orgullo herido. Respira por la brecha. Dale tiempo, una cosa así no cicatriza de un día para otro.
―Anoche me cantó las cuarenta. Sí. Voy a tener que emplearme a fondo.
De vez en cuando Martín trataba, poniendo atención en mitad de los silencios, de escuchar a Erika. No se oía nada, ni pisadas ni grifos abriéndose ni ruidos de moverse en la cama, por lo que pensó que aún dormiría o que no se querría levantar. Se la imaginó con el camisón blanco con el que le había visitado rayando el alba, como una aparición, tumbada boca arriba en la cama, su erotismo mítico, heteróclito, mezcla de algo sagrado y sin edad, los ojos de miel líquida abiertos, acariciando con las yemas de los dedos muy despacio el satén que guardaba su olor transferido al abrazarla, pensando en él, en el último momento de seducción escenificado, en la última vez que se abrió para que se la metiera el último hombre, en la exacta y terrible realidad del gran vértigo que la destruye. 
Parpadea tornando a la realidad. El veterano cineasta, ha prendido un habano que humea en su boca. Lo está mirando atentamente.
―Ay, gachupín. Qué difícil es todo esto de los sentimientos, ¿verdad? 
―Los sentimientos ―asiente― siempre se resisten a morir y libran una ingenua y dulce batalla con la realidad pasmosa. Por eso, por resistirse es que a veces consiguen revertir el curso de los acontecimientos. Por  lo tanto: Lucha y porfía. 
Héctor sonrió entre admirado y complacido, por primera vez en la mañana. 
―Siempre tienes la frase apropiada o la réplica oportuna. Brillante, carajo, eres brillante. Eso te hace simpático a los hombres y admirado por las mujeres. 
―Bah. 
Encoge los hombros con aparente indiferencia.
―He tenido siempre buena retentiva. Son frases que he leído o escuchado en algún momento. Luego es cuestión de colocarlas.
Resta importancia el antiguo policía, cual si la respuesta fuese obvia.
—Erika te aprecia muchísimo. No entiendo cómo no ha bajado a despedirte ―y mira hacia el techo como preguntándose qué estará haciendo ella ahora.
—Da igual, la amistad sigue viva. Habrá mejores momentos.
―De madrugada sentí que iba a tu cuarto, ¿te habló?
Martín lo estudia reflexivo. Quizá súbitamente alerta. Por un segundo siente Martín que ha sido descubierto; así que gana tiempo inclinándose sobre la mesa y terminando su taza de café, de un trago. Cuando se echa atrás en la silla, todo está de nuevo bajo control. Pero Héctor sigue observándolo, penetrante. El habano en la boca.
—Vino. Sí. A pedir disculpas por si la bronca que habíais tenido me había hecho sentir incómodo y por su comportamiento durante la cena. Y luego hablamos.
―¿Hablasteis?
Esta conversación no la deseaba tener. Quería haberse marchado hoy sin haberla tenido. Se estaba poniendo al descubierto.
—Poca cosa. Buscaba desahogarse, supongo. No habló mucho. Ella, igual que tú ahora, está hecha un lío. Y mi presencia aquí no ayudará.
Trataba de zanjar aquello. Mezclado con el café se respiraba el hálito de una oscura tristeza. El reloj viejo de pesas sonaba arrastrando las horas, tal parecía que la estancia entera, bajo el peso de los recuerdos, se quejaba.
—No quiero que me deje.
—Tendrás que elegir.
—Tampoco quiero. Quiero vivir con las dos.
Martín frunció el ceño.
—No somos árabes —dijo neutro.
Héctor soltó una risa breve y sonora, sarcástica, dejando ver el cigarro preso entre sus dientes blancos.
—Tener una relación íntima, amorosa, sexual y duradera de manera simultánea con dos mujeres a la vez, con el pleno consentimiento y conocimiento de ellas. Eso es lo que siempre he querido tener. Eso es lo que siempre he tratado de conseguir de Erika y no lo he obtenido.
—Pero por qué. Por qué razón quieres vivir con las dos. 
—Machín ya lo cantaba: una es el amor sagrado, compañera de mi vida… la otra es el amor prohibido, complemento de mis ansias, y a quien no renunciaré, y ahora puedes tú saber, cómo se pueden querer, dos mujeres a la vez, y no estar loco.
Miró su taza vacía y después la cafetera igualmente vacía, como si ambos vacios fueran ahora mismo descriptivos de su situación.
—¿Por qué no te la llevas? —dijo de repente, echando una voluta de humo.
A Martín se le encendieron las luces de alarma.
—¿Qué me la lleve? ¿A mi casa?
Negó moviendo la cabeza. No. Debo volver a mi proyecto y a mi soledad, dijo objetivo. Héctor guardó silencio y dio varias chupadas sin hacer gestos o expresar nada. Tampoco deseaba mantener ahora esa conversación. No era el momento. El momento  de sembrar las bases para Erika tuviera una experiencia con Martín, incluso sexual, al objeto de que saliera de la penumbrosa bruma en la que estaba y de esa reticencia suya a abrirse de nuevo, y entender la experiencia última de convivir con Lucinda y pasar lo que les quedara de vida los tres juntos. Intuye Martín que la conducta de Héctor es desacostumbradamente anómala. Bueno, lo piensa mejor, en realidad la de los tres es anómala. Héctor parece otro, Erika está alarmantemente irreconocible y hasta él mismo se comporta de manera cada vez más autista y no piensa sino en largarse pitando de allí y encerrarse en su apartamento de Oviedo a escribir.
Pasaron cinco minutos más en los que los dos hombres volvieron a hablar de vaciedades, al cabo de los cuales Martín tomó su maleta, mirando de reojo el retrato de Erika, quizá por última vez, y salió afuera. Héctor lo acompañó hasta el porche, allí le dio un abrazo y una palmada en el hombro diciendo: nos vemos, gachupín, y se quedó de pie viéndolo cómo introducía la maleta en el Rover, estacionado entre el Jaguar y del Mercedes. Pronto, pensó Martín cerrando la portezuela del maletero, quedaría un espacio libre entre ellos. Como no tardando habría otro espacio libre entre sus propietarios: el que él, el amante ocasional, amigo traidor, había estado usurpando.
Héctor sonríe y vuelve a llamarlo gachupín, levantando la mano. Él es así.  Rejuvenece al sonreír, confirma Martín, como si eso le alisara la piel. O tal vez sea la distancia.
Se introduce dentro, prende el contacto. Siente alivio. Un gran alivio. Adora a Héctor pero no desea pronunciar nada de lo que le insinuaba. Se divisaba un barco en la distancia —un pesquero faenando— en el mar que hoy era verde y había vuelto el sonar del viento inmisericorde hecho de ráfagas que suscitan jazz. Seguía vinculado a aquel sitio donde parecía haberse detenido el tiempo por el sortilegio de una diosa, pero que en las últimas horas había dejado ser un mundo ideal. La gravilla deja de crujir bajo los neumáticos cuando, tras cruzar la verja de hierro, el Rover empieza a rodar lentamente sobre la carretera asfaltada. Es entonces cuando mira por el espejo retrovisor para contemplar el faro, por cuya fachada oeste resbala el sol resaltando el albo de sus paredes, y le parece ver a Erika asomada a la ventana. La imagen es muy pequeña para asegurarlo. Martín cambia de marcha con suavidad ante una pronunciada curva, a cuyo término se introduce en un camino jalonado de eucaliptos donde nunca alumbra el sol. Acaricia el volante, concentrándose en el placer de conducir; el movimiento entre dos puntos, el de partida y el de llegada, el faro y su apartamento, presente que se torna pasado y futuro que será de nuevo un presente. El aire que entra por la ventanilla abierta huele a yerba mojada y a resina con los concentrados aromas que la primavera tiene siempre a estas alturas de mayo. Y ese fluir del aire y ese alejarse, notando como corren de nuevo las horas de un tiempo detenido, pronto le llevan a olvidar a Erika y a empezar a recordar a María. «Digamos que fue un prólogo. Falta otro capítulo que únicamente ella puede escribir», fueron sus propias palabras dichas a Héctor, y las de Erika: «Me gustaría que volvieras con María. Sería, no sé, como tenerte en la familia. Te sentiría, de algún modo, cercano, próximo». Ahora María bien podía ser el eficaz bálsamo contra la nostalgia de Erika, una vez resuelto el enigma que tanto le obsesionó. Y la imagen de su pelo caoba estudiadamente desaliñado, enmarcando sus ojos color miel, idénticos a los de su tía, se le apareció de repente como una película, en su portentosa memoria visual. Pensar en ella, así de esa manera, saliendo de una historia tan clásica y griega, fue su cuarto error (cuestionarse su soltería, el primero; dejar que leyera el borrador y que le corrigiera, el segundo y no pedir el teléfono y dejarlo todo al destino, el tercero) y que, aún lo ignora, lo precipitará todo próximamente. No obstante, recordando sus propias palabras, se dijo a sí mismo: los hombres entramos con paso firme en una nueva relación, y, a veces ―añade―, la nueva relación, era una relación anterior. Y sonríe, no puede verse pero si alguien lo viera en ese momento vería a un Ulises que ha conseguido salir de un encantamiento y peregrina a casa desconociendo que volverá a caer en el siguiente. Y, mientras mira por la ventanilla hacia el norte, en dirección adonde, calcula, se encontraba el faro oculto tras unas lomas, canturrea el viejo tango, titulado María, que escuchara tantas veces en su casa:

Tu nombre era María,
y nunca supe nada de tu rumbo infeliz.
Si eras como el paisaje de la Melancolía,
que llovía, llovía, sobre la calle gris.







Continuará... 
        ©Humberto, 2013

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