A veces daba la impresión de cargar con algo que no sabía nombrar, como si arrastrara una culpa antigua que no le pertenecía del todo. Tenía una forma extraña de estar en el mundo: reservado, sombrío, siempre mirando las cosas como si dolieran. Sus palabras, pocas, parecían salir de un silencio que llevaba demasiado tiempo dentro de él.Por eso sorprendió a todos en el pueblo que se casara. Y más aún que ella lo quisiera. Pero lo hizo, y con una intensidad que a veces la desbordaba. En las noches de invierno, cuando se quedaban a solas con el fuego encendido, él la miraba largo rato, callado, y esa mirada la dejaba temblando sin saber si de pena o de ternura. Era como si él esperara, sin atreverse a pedirlo, que alguien lo salvara de sí mismo.La música era su rareza más profunda. La rechazaba con una incomodidad casi física. Cualquier melodía —una gaita en una romería, una radio encendida en una tienda de Gijón— lo ponía tenso, inquieto, como si le tocaran una herida abierta.Pero todo empezó a cambiar cuando nació su hijo. Lo amó con una intensidad feroz, casi vigilante. Tenía miedo constante de perderlo. Aun así, el niño buscaba sus brazos, se calmaba en su silencio, lo miraba sin miedo. Entre los dos había un lenguaje sin palabras, una especie de reconocimiento mutuo hecho sólo de miradas y respiración tranquila.El niño adoraba la música, y él lo acompañaba a donde hiciera falta: un concierto en Oviedo, una banda local en la plaza, una danza tradicional en la fiesta de prao. Sufría, sí, pero se quedaba. Y poco a poco empezó a dejarse atravesar por lo que escuchaba. Al principio luchaba, como quien quiere apartar un recuerdo. Luego simplemente cedía, y notaba algo nuevo dentro, como si la música deshiciera nudos antiguos. Su mirada, sin que nadie lo comentara, empezó a suavizarse.Entonces el niño enfermó. Muy rápido. Durante los días en que luchó por respirar, el padre no se movió de su lado. Le sostenía la mano con una fuerza tranquila, mirándolo como si pudiera mantenerlo despierto sólo con la voluntad. La madre temblaba más por él que por el pequeño, porque nunca lo había visto tan callado, tan inmóvil, tan vacío.Cuando el niño murió, ocurrió algo inesperado. El padre no se derrumbó. Al contrario: se quedó quieto, profundamente sereno. Levantó la vista, y su mujer vio en él una calma desconocida, como si algo dentro se hubiera recolocado al fin.Él tomó el cuerpo del niño entre los brazos, le dio un beso suave en los párpados… y comenzó a cantar. Una melodía sencilla, grave, sin adornos. No era una canción conocida: parecía surgir de una zona del alma donde nunca había entrado nadie. Era un canto íntimo, casi sagrado, como una despedida y un alivio a la vez. La mujer se quedó inmóvil, escuchando.Y mientras aquella voz llenaba la habitación, comprendió que, por primera vez, la música no lo hería. Que quizá, sin quererlo, había encontrado al fin un modo de regresar a sí mismo.
©Humberto 2025
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