La cortina dorada
La primera vez que la vieron entrar al despacho de la Paramount, algunos ejecutivos pensaron que era demasiado pequeña para la pantalla. Demasiado callada. Demasiado… común. Pero cuando la luz del ventanal le rozó el cabello, ese resplandor dorado que caía como una cascada sobre un ojo, supieron que habían encontrado algo que no se fabrica: un misterio.
Constance Ockleman —todavía no era Veronica Lake— avanzó por el corredor como quien camina sobre un hilo invisible. Había aprendido desde niña a sostenerse en el aire: entre mudanzas, entre discusiones familiares, entre la ausencia súbita de un padre cuyo recuerdo se volvió rumor. En Hollywood, ese equilibrio se transformó en encanto.
La creación del mito
La joven aspirante se sentó frente a un fotógrafo que le indicó que relajara la mirada, que bajara un poco la cabeza, que dejara caer el pelo. Y así, casi por accidente, nació el peinado que daría la vuelta al mundo: el peek-a-boo, esa media cortina sobre un ojo que la hacía parecer salida de un sueño que alguien olvidó cerrar del todo.
—Ahí lo tienes —murmuró el fotógrafo—. La chica que no quiere que la mires, pero te obliga a hacerlo.
La Paramount firmó el contrato la misma semana.
Fuego en la pantalla
En los sets de filmación, Veronica se movía con precisión de reloj suizo. En This Gun for Hire, su primera gran aparición, la cámara la perseguía como si fuera consciente de que tenía frente a sí una figura que no debía perder. Alan Ladd, su compañero de reparto, decía que en pantalla ella parecía «hecha de humo y acero».
Pero fuera de esa zona iluminada por reflectores, la actriz poseía bordes menos amables: una rebeldía silenciosa, un cansancio prematuro, una impaciencia que chocaba con directores y productores. A veces parecía que la fama le quedaba grande; otras veces, que ella era demasiado grande para la fama.
La guerra la alcanza
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, miles de mujeres acudieron a las fábricas para reemplazar a los hombres que marchaban al frente. El gobierno lanzó una advertencia: el peinado de Veronica Lake, tan imitado por trabajadoras de todo el país, era peligroso. Podía enredarse en la maquinaria.
Ella, aún en la cima de la celebridad, apareció en público con el cabello recogido y pidió a sus admiradoras que hicieran lo mismo. El gesto fue aplaudido, pero también marcó el principio de un cambio: el mito comenzaba a desdibujarse.
El peinado que la había convertido en estrella ya no era un símbolo de glamour, sino un riesgo. Y en Hollywood, nada envejece más rápido que un símbolo que deja de servir.
Dorado que se apaga
Con los años, los papeles empezaron a menguar. La actriz, tan celebrada unos años antes, se convirtió en un problema para los estudios: «difícil», «inestable», «impredecible». Los titulares cambiaron de tono. Las luces también.
Veronica no cayó de golpe; cayó como caen las sombras al atardecer, sin que nadie note el momento exacto en que dejan de ser largas para volverse apenas un borde oscuro.
Hubo matrimonios rotos, deudas, noches interminables en bares donde nadie sabía si quería recordar o olvidar. Hasta que un día, en un hotel de Nueva York, alguien la reconoció detrás del mostrador, llevando una bandeja con la serenidad de quien ya ha decidido no huir más.
—¿Es usted…?
—Fui —respondió ella, sin detenerse—. Ahora sólo sirvo café.
Epílogo sobre mármol
Veronica Lake murió antes de envejecer lo suficiente como para dejar de ser bella. Su mito sigue intacto, preservado en blanco y negro, en ese brillo que se posa sobre su cabello como la última luz del día.
Quienes la recuerdan, recuerdan sobre todo eso: la cortina dorada que parecía protegerla del mundo, o esconderla de él. Quizás ambas cosas a la vez.
Porque Veronica Lake fue, en esencia, una mujer que vivió entre penumbras: la que daba la cámara y la que ella misma llevaba adentro. Y en ese contraste nació un icono que, incluso apagado, sigue ardiendo en la memoria del cine.
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