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domingo, 30 de noviembre de 2025

Argos




No sueles fijarte en los perros callejeros, pero esa mañana, cuando el turno termina y subes hacia tu portal, lo ves otra vez. Está tumbado junto al contenedor verde, siempre en el mismo sitio. Un chucho viejo, mezcla imposible de mil razas, con un ojo más claro que el otro y el lomo lleno de mechones ásperos.
Lo habías visto de novato, luego desapareció unos años y, como tantas cosas en Madrid, regresó sin explicación. A la gente nueva del barrio le pasa desapercibido, pero tú sabes que ese perro te conoce. O al menos te recuerda de una forma que nadie más lo hace: sin la sombra que te acompaña desde que entraste en la policía.
Hoy parece más débil que de costumbre. Levanta la cabeza cuando te acercas, pero no tiene fuerzas para incorporarse. Aun así, mueve la cola una sola vez, como un gesto ceremonial.
Y tú, sin saber por qué, le hablas:
—Eh, viejo. Aún sigues aquí.
El perro ladea el hocico, como si entendiera. Huele a calle húmeda, a cartones mojados, a la noche que tú también llevas encima. Te agachas y le pasas la mano por el lomo. Bajo el pelaje duro sientes un temblor lento, casi un suspiro.
Clara aparece entonces en la puerta de la portería.
—Pensé que ya no te acordabas de Argos —dice.
No recordabas haber oído su nombre en años. Argos. Claro. Era como lo llamaba el vecino del tercero, aquel jubilado que murió solo y al que nadie vino a reclamar. Desde entonces, el perro quedó sin dueño, salvo por la costumbre y la memoria.
—Hoy está peor —añade Clara—. Anoche casi no se movió. Creo que te está esperando.
No sabes reaccionar. Te quedas en cuclillas, sintiendo el peso del turno, el eco de las voces de las mujeres de Montera, la advertencia de Clara sobre la noche. Y ahora ese perro que te mira como si fueras alguien que vuelve de un viaje demasiado largo.
Argos apoya el hocico en tu rodilla. Le acaricias detrás de la oreja, donde siempre le ha gustado, y notas cómo relaja el cuerpo. Por un momento parece más joven, como si el gesto bastara para recordar otros días: tardes de verano, carreras por el solar, él siempre siguiéndote a pesar de sus patas torpes.
—Buenas noches, compañero —murmuras, aunque ya esté amaneciendo.
El perro suspira, un sonido tan leve que casi no lo oyes, y cierra los ojos. No deja de respirar, pero algo en él cambia, como si hubiera completado una tarea pendiente.
Clara te pone una mano en el hombro.
—A veces —dice—, hay quien aguarda a que volvamos, aunque no lo sepamos.
Te quedas un rato más con Argos, hasta que la ciudad empieza a moverse y el tráfico despierta. Luego te levantas despacio. No quieres que el día empiece todavía, pero sabe que ya ha empezado.
Subes las escaleras sin mirar atrás. No hace falta: sabes que el perro no está solo. Y por primera vez en mucho tiempo, sientes que tampoco lo estás tú.

***

Desde que Argos te dejó aquella mañana, algo en ti se tensó. Como si el barrio entero hubiese cambiado de sitio mientras estabas de servicio. Clara lo nota, los vecinos lo notan, incluso tus compañeros lo notan. Madrid tiene esa costumbre: cuando una cosa se rompe, otra se pone en movimiento sin pedir permiso.
Esa noche te toca ir a Lavapiés. Hay un conflicto en un piso ocupado: varios hombres se han metido dentro y, según dice el comunicante, uno de ellos ha amenazado a la mujer que vive en la puerta de enfrente. 
Cuando llegas al edificio, los vecinos están apiñados en la escalera. Gente humilde, cansada, con miedo de hacer ruido. Entre ellos está Elena —la mujer que vive frente al piso conflictivo— con la llave de su casa temblando en la mano. No te conoce, pero te mira como si fueras su última carta.
—Dicen que nadie va a tumbarles la puerta para entrar—murmura un vecino.
Te señalan el pasillo. Al fondo, la puerta del piso ocupado: madera húmeda, marcada por golpes, probablemente reforzada desde dentro con barras de hierro: Una fortaleza improvisada.
—¿Qué esperáis que haga? —preguntas.
No responden. Sólo te observan, como si supieran algo que tú aún no entiendes: que a veces, para entrar donde nadie puede, no se necesita fuerza sino precisión.
Elena te entrega una llave antigua, doblada, casi inútil.
—Era de mi padre —dice—. Siempre decía que esta puerta sólo se abría si uno tenía buen pulso. Ahora ya no sirve para nada… pero puede que usted…
No termina la frase. No hace falta.
Colocas la llave en la cerradura. La notas rígida, caprichosa, como un arco viejo que exige la tensión exacta. Respirar hondo. Ajustar la muñeca. Buscar el ángulo. Es un gesto que haces sin pensar: la misma calma que usas al apuntar con tu arma cuando, ojalá, no tengas que disparar.
La cerradura cruje. Primero un gemido metálico. Luego un clic. Un sonido pequeño, pero que en el pasillo se oye como un trueno.
Los vecinos se sobresaltan. Elena se lleva la mano a la boca. Empujas despacio y la puerta se rinde. Sólo entonces sientes el temblor en tus dedos: no del esfuerzo físico, sino de algo más profundo. Como si hubieras superado una prueba que no sabías que estabas destinado a pasar. No hay barras ni fortaleza, nada. 
Dentro, los hombres se quedan paralizados. No has tenido que irrumpir, ni golpear, ni derribar. Simplemente has entrado. Y eso los desarma más que cualquier medida de fuerza.
—Buenas noches —dices, con la voz baja pero firme—. Esto se acaba aquí.
No hay pelea. No hace falta. Uno a uno, salen, derrotados por algo que no sabrían explicar.
Cuando todo termina, y los hombres se van en varios patrullas para ser identificados y denunciados, Elena te mira con una mezcla de alivio y incredulidad.
—¿Cómo lo ha hecho?
Piensas en Argos, en Clara, en la ciudad que te prueba sin avisar.
—Supongo —respondes— que algunas puertas sólo se abren cuando uno vuelve preparado.
Un murmullo recorre la escalera. Algo como respeto. Algo como fe. Quizá la misma sensación que tenían los que, en la historia antigua, vieron al hombre que volvió a casa reconocerse en una prueba que sólo él podía superar.
Y mientras sales a la calle de madrugada, en Lavapiés el aire parece más limpio, como si el barrio también hubiese soltado un suspiro.



©Humberto 2025

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