Vistas de página en total

miércoles, 3 de diciembre de 2025

Perfiles de la nueva barbarie

 



Perfiles de la nueva barbarie

Proyecciones de la literatura romántica sobre la política liberal



Vengo dedicando, hace tiempo, mi atención y mi curiosidad al estudio de cuanto debe el repertorio vulgar de las ideas políticas liberales, del que, hasta hace poco, se ha venido nutriendo el hombre medio, a la abusiva generalización de los tópicos, los desplantes y las excentricidades de la literatura individualista y romántica del siglo XIX…

Y me viene pasando como a aquel infante del viejo romance que «andando de tierra en tierra hallose do no pensaba». Porque, hallándome voy, lector, casi en las riberas, de una gran ley general, las peripecias de cuyo hallazgo son ya, en mi espíritu, tentación y promesa de libro futuro. Me he encontrado con el hallazgo gozoso de que tirando de cualquier hilo de los que forman la vasta trama del ideario liberalesco de principio de siglo, se acaba por encontrar algún tópico romántico, del siglo anterior, al que, como cable o boya, dicho hilo está amarrado. Hemos creído durante estos últimos años en la libertad individual, en el progreso indefinido, en la irresponsabilidad de las ideas y en mil cosas más, a causa de tal o cual frase ingeniosa que dijo años antes un poeta o un novelista, con pura intención individualista de señalarse y asombrar un poco: o sea con intención, totalmente antípoda, a todo propósito político, o de dirección colectiva. Mis hallazgos son múltiples y divertidos. Siento ya en mí la tentación pedante de revestirlos de letra bastardilla –que es como la voz ahuecada y solemne de la tipografía– y compendiarlos en una ley: La mitad de la política del primer cuarto del siglo XX se ha elaborado con proyecciones de la literatura del siglo anterior.

* * *

Resumiré, antes de entrar en el tema propio y concreto de estas líneas, algunos de los hallazgos, ya dados por mí a la publicidad en otros trabajos anteriores.

El primero es el que se puede cifrar en estas palabras: la mitad de nuestra política y de nuestra sociología ha venido viviendo de una generalización abusiva y tardía, de los trucos que el individualismo del siglo pasado inventó «pour épater les bourgeois»… La esencia de estos trucos consistía invariablemente en invertir totalmente los valores de la moral y de la vida. La novela, la comedia o la poesía se construía con un premeditado propósito de que las cosas fueran en ellas lo contrario de lo que debían ser. Era indudablemente un modo simplista y directo de asegurarse la originalidad. Con que la prostituta fuera inmaculada de alma, y el canalla sublime de fondo, y el mar amarillo y el cielo violeta, se tenía indudablemente ganado mucho para conseguir el asombro del lector. He aquí el precedente literario. No hay más que violentarlo con una elástica generalización y ya tenemos hecha una política: la política, romántica y liberal, que construye sus leyes un poco al modo de las comedias y las novelas del siglo XIX; la política que legisla sobre la base de que las pecadoras son inmaculadas y los canallas son sublimes; la política que convierte en cuerpo central de la ley lo que sólo debe ser el apéndice misericordioso para el error o la excepción. Las tres cuartas partes de la legislación liberal están inspiradas en la obsesión de asegurar sus fueros y garantías al error o al pecado. Se ve que al legislador, como al comediógrafo o al novelista, el pecador le es irresistiblemente simpático, y sin poderlo remediar, hace de él el protagonista de su ley, como el otro de su novela o su comedia.

Todo esto podría profundizarse un poco y sistematizarse, llegando a puntualizar las dos columnas de frágil cristal de literatura sobre que se apoya la mitad de la política liberal. De una parte, la columna de la simpatía invencible para la mujer caída (la «Dama de las Camelias»), para el judío (literatura del «Affaire Dreyfus»), para el bandido generoso (romanticismo popular andaluz), para el pícaro aventurero (Crispín) y, al fin, ahora, rezagadamente, para el pistolero sublime (pero ¡«todavía», señor Oliver!). Y de otra parte, como contrapartida, la columna del recelo invencible contra la señora austera («Doña Perfecta») o la dama caritativa («Los malhechores del bien») o el simple abogado (el doctor de «Los intereses creados») o el simple agente, de la autoridad (el eterno «guindilla» ridículo, de nuestro género chico). Media política se construyó sobre generalizaciones de estos tipos escogidos por la literatura, precisamente a causa de sus caracteres excepcionales, para producir la risa o el asombro. Media política se basó en una literatura cómica, romántica o psicológica que era, por esencia, colección de piezas raras para un museo de pasiones secretas o de tipos extraños.

* * *

Mi segundo hallazgo sorprendente y divertido puede resumirse así: otra generalización abusiva sobre la que se cimentó también buena parte de nuestra política, ha sido aquella que convertía en verdades generales y normas directivas comunes aquellas pequeñas verdades parciales y ocasionales que los autores lanzaban como simples desahogos íntimos, individuales y líricos. Para el siglo XIX, la verdad artística y literaria, no tenía que ser verdad en sentido filosófico, bastaba que fuera verdad parcial y pasajera del poeta o del autor. No se trataba, en arte, de decir verdades, sino de exhibir estados de alma y de conciencia. La antología romántica no es una antología de principios o ideas, sino la antología de los desahogos, malhumores, indigestiones o alegrías personales y momentáneas de unos cuantos seres privilegiados. Hasta aquí no hay peligro. Nada es peligroso mientras no se saca de quicio y no se le pretende dar uso distinto del suyo propio. El ácido nítrico no es peligroso mientras no se pretende usar indebidamente como aperitivo. Tampoco son peligrosos los gritos monárquicos de Baudelaire o los chistes irreverentes de Anatole France mientras no se les pretende usar, con indebida generalización, como principios políticos, sacándolos del plano íntimo e individual en que nacieron.

Pero esta tentación generalizadora, llega inevitablemente. La frase brillante y famosa, la paradoja emitida por el poeta o el ensayista en tal momento y ocasión determinada, es lo que se queda con más facilidad grabado en la memoria del lector, precisamente por el atractivo de su vistoso contraste con las ideas, principios y usos generales. Así, poco a poco, conservada en la memoria la frase o la paradoja, y olvidado el resto, del pasaje en donde galleaba o lucía, la paradoja o la frase, se despersonaliza, se abstrae de las circunstancias de tiempo y ocasión en que fue dicha y llega a convertirse en máxima colectiva y general. La mitad del ideario del hombre medio se ha formado así, por ese proceso de abstracción y generalización. De este modo, por ejemplo, fueron elevados a la categoría de máximas filosóficas y de normas de buen sentido, muchas de las sentencias que D. Ramón de Campoamor introduce en sus obras, y que no son más que arabescos de ingenio con los que un hombre bueno y tranquilo –que le llevaba la silla a su señora los domingos cuando iban a misa– se entretenía en asombrar un poco. Nuestros padres se ahorraban, en muchas ocasiones, el trabajo de pensar y discurrir por cuenta propia, saliendo del paso con un dístico campoamoriano, que, por la mielecilla de la rima, se les había pegado, desde la juventud, a la memoria. Llegado el caso, nuestros padres levantaban solemnemente la voz, y como final de tal discusión fallaban:

En este mundo traidor
nada es verdad ni mentira:
todo es según el color
del cristal con que se mira.

O bien:

Cada quisque celebra, y es muy justo
lo que es más de su gusto.

Y se quedaban tan tranquilos, sin comprender que habían dicho dos solemnes enormidades y habían promulgado todo un escepticismo y un relativismo filosófico y estético. Es curioso pensar en los muchos varones píos, austeros y creyentes que han repetido mil veces, como si fueran versículos del Evangelio, esas frases, sin que el frívolo sonsonete de la rima les permitiese darse cuenta de que, por convertir en filosofía las humoradas de un poeta, estaban afirmando cosas que no creían y que, en prosa, jamás se atreverían a firmar. Sin embargo, por esta trayectoria que va de la humorada de un poeta a la generalización mecánica en la mente del vulgo y de aquí a la formación de una conciencia colectiva, es por donde se llegó a la instauración de toda una política, organizada sobre la base de que «nada es verdad ni mentira», y de que es justo que cada uno celebre lo que le dé la gana.

Dos casos típicos de esta segunda clase de generalizaciones abusivas son los casos característicos de Benavente o Unamuno. A Benavente, el día del estreno de «La Ciudad alegre y confiada», lo llevaron en hombros hasta su casa los grupos mauristas y el día del estreno de «Pepa Doncel», en plena Dictadura, los grupos liberales hicieron lo mismo. Y él, que está dispuesto a decir en cada momento su pequeña y parcial verdad de aquel minuto, él que está dispuesto a contradecirse cuantas veces haga falta para el efecto artístico de una obra, se reiría olímpicamente al ver con qué cándida docilidad iban, unos tras otros, doblando la cerviz bajo sus piernas, todos los sectores ideológicos de España. Castigo de dar enfáticas dimensiones políticas a los arabescos de un ingenio burlón.

Pues ¿y Unamuno?… Unamuno es un lírico, un solitario que exhibe, en sus sonetos angulosos o en sus broncos ensayos, su alma torturada de dudas e inquietudes. Sus obras tienen por ello innegables bellezas literarias; pero lo que no tienen precisamente es lo que en ellas se ha querido poner, un propósito directivo y formador. No cabe mayor absurdo que esta generalización y nacionalización de los gritos y suspiros del hombre más rabiosamente individualista y antisocial de nuestra patria. Al gran lírico, al gran desorientado, al gran perplejo, se le ha querido hacer guía y lazarillo de España, director de una generación. Se quiso que nos indicase el camino a todos, el que no ha encontrado su propio camino. Se quiso que todos fuéramos a interrogar, a quien tiene en perpetua interrogación el alma…

No se ha estudiado bien todavía los hondos e insospechados efectos de estas proyecciones de la literatura sobre la política. Nos quedaremos un poco asustados el día en que siguiendo la trayectoria de una frase literaria, nos demos cuenta de sus efectos últimos. Ese Dios bonachón y misericordioso, que empezó siendo el Dios de Don Juan Tenorio, en la última escena del famoso drama de Zorrilla, pasó luego a ser el Dios castelarino del Calvario, absurdamente opuesto al Dios del Sinaí, y acabó por ser el Dios convencional de todos los ingenuos liberales españoles. Así se intentó organizar la política y la sociedad como si efectivamente estuviese regida por un Dios de ancha manga, algo chocho y desmemoriado, olvidado ya de los preceptos rigurosos del bien y del mal.

Pero yo quería hoy ocuparme brevemente de otra generalización literaria, proyectada sobre la política, y causante de mil estragos en ella. Me refiero a la proyección que políticamente ha tenido esa involucración romántica, muy siglo pasado, que exalta la inspiración y menosprecia la técnica.

El poeta romántico se supone, por esencia, un ser inspirado y esto parece que le autoriza a cruzar la vida, como un meteoro, fuera de todas las órbitas retóricas o sociales. Se sitúa por encima del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. Y este es el tipo genérico de poeta, que posee la mente de nuestra burguesía media, en su raquítico fichero de tipos y cosas. Al decir de una persona: ¡es un poeta!, quiere decir que es un exaltado, un bohemio, un desordenado. El concepto del poeta sigue siendo, para el vulgo, concretamente el del poeta romántico. Que no tiene nada que ver con el tipo del poeta del Renacimiento, con su equilibrio, con su cultura, con sus ideales precisos, con su «falta absoluta –dijo Valery– de profetismo y patetismo». En la corte de Alfonso V de Aragón, calificaba así Güero de Ribera, enumerando las prendas del galán perfecto:

Capelo, galoche y guantes
el galán ha de traer,
bien cantar y componer
en coplas de consonantes…

¡Qué dirían los inclasificables y semidivinos vates del XIX, si vieran así enumera a su Arte, como una gala o adorno más, al lado de los guantes y del capelo!

Pero ocurre que, en toda sociedad, el tipo del poeta y del artista es el que manda en cierto sentido y el que impone la meta a que han de aspirar todos los ejemplares humanos. La moda literaria del poeta romántico genial, inspirado e irresponsable, influyó un poco en todos los campos: hubo el médico romántico, con poca ciencia pero milagroso e inspirado ojo clínico; y el abogado, despreciador de las leyes, pero con gran sentido jurídico, y hasta el financiero sin números, que acertaba por inspiración súbita. Y hubo también la política de la inspiración, de la improvisación genial, por encima de toda técnica laboriosa. Se hizo un culto de la más inferior de las facultades humanas. «Fulano tiene sensibilidad de poeta», se decía; o de abogado, o de político. ¡Sensibilidad!… ¡Poca cosa esta facultad indecisa que tiembla como una última fogata de la razón, ya casi apagada, en las fronteras de la animalidad!

Y así, bajo esta superstición de la sensibilidad, medraron todas las cosas mediocres y semirracionales: la improvisación oratoria, el parlamentarismo patético, la propaganda emocional. La política ha padecido, tras la literatura, de excesos de genios y de falta de técnicos.

* * *

Esta proyección de la literatura en la política empieza por manifestarse en el modo de hacer la política. Es ella la que engendra en gran parte el favor de todo ese frágil y brillante instrumental político que es el parlamentarismo, la oratoria improvisada, el mitin efectista. ¿Qué es todo esto sino el abandono de la cosa pública a la inspiración sobre la técnica, abandono motivado por las pedantes e interesadas adulaciones que los literatos prodigaron a aquélla sobre ésta, para lucir así más y trabajar menos?

Así se pudo llegar a formar en el vulgo el criterio deformado que revela la siguiente anécdota, narrada por Saldaña: Viviani, que era con Gambetta y Javirés el primer orador de la tercera República, solía preparar sus discursos, repitiéndolos previamente hasta por los pasillos de la Cámara. Un día fue sorprendido por un grupo de amigos en esta operación. ¡Cómo! –le dijeron–; pero, ¿usted prepara sus discursos?… Para aquellos hombres fue una sorpresa y casi una decepción el hallazgo inaudito de que Viviani hacía preceder el pensamiento a la palabra, y meditaba antes lo que iba a decir. Envenenados de literatura romántica, juzgaban que aquello era poco genial. Ellos hubieran querido que Viviani hablase sin preparación. La técnica, el estudio, la documentación, eran, para ellos, actividades inferiores, propias de la mediocridad. Pero en el Parlamento –donde precisamente se habían de decidir las grandes cuestiones públicas– había de procederse por chispazos, por improvisaciones, por genialidades. Quitar el riesgo y el azar de la improvisación en el juego parlamentario, es trampa, como embolar los toros en la plaza o poner la red bajo el trapecio del circo… Esto es lo que acabó pensando una generación que empezó por exigir que el poeta escribiese en pleno arrebato irracional, sin consultar nunca un diccionario, una preceptiva o un modelo clásico.

Pero no sólo influyó esta sugestión literaria que voy estudiando en el modo de hacer la política, sino, más hondamente, en la entraña de la política misma. Si la literatura tuvo buena parte en el favor de esa forma política de improvisaciones y brillanteces que es el parlamentarismo, también tuvo su parte indudable en el favor, más hondo, de la democracia, que es, al fin y al cabo, en todos los campos, el imperio de la improvisación. La exaltación literaria de la inspiración sobre la técnica y el estudio, fue una buena base para esperar optimistamente que el panadero o el herrero pudieran tener –¿por qué no?– una inspiración política más certera que el estudioso o el técnico. Sin libros, sin retórica, sin cultura, se podía gozar la inspiración poética; justo era que se pudiera gozar también el voto. Y esto fue la democracia: el imperio de la muchedumbre que se suponía inspirada, sobre los selectos de la técnica, el estudio o la preparación. Política de improvisadores, de suplentes, de esquiroles, sin título profesional. Toda democracia tiene, por eso, balbuceos y sonsonete de teatro de aficionados.

Y no sólo nos suministró la literatura una confianza irracional en las posibilidades naturales de los hombres, sobre toda preparación o técnica, sino que hasta llegó a acentuar absurdamente su preferencia y su mimo hacia los más indocumentados, creyendo que había como una cierta relación inversa entre inspiración y estudio, de tal modo que éste marchitaba la lozanía de aquélla. Hubo así un cierto ruralismo literario, que se tradujo en plebeyismo político. Hubo unos días en que estuvo de moda el poeta montaraz y rústico, que componía sus versos sin más documentación que los campos y el cielo. Esto enterneció a la democracia, y la afianzó en su rosada creencia de que puesto que cualquier pastor puede hacer versos, también puede hacer política. Mentira pura. Jamás un pastor ha acertado del todo con un buen verso, ni jamás muchos pastores reunidos acertaron con un buen gobierno. Todos esos tópicos democráticos de la sabiduría del pueblo o el instinto certero de la masa, no son más que generalizaciones abusivas de ese primer tópico literario del pastor con inspiración y genialidad. Pero repito que todo ello es pura mentira. Cuando algún poeta pastor parece triunfar, resulta siempre, al cabo, que lleva en la zamarra un libro en vez de un queso. Uno hubo –Chamizo– que conmovió a los críticos porque era tinajero, bello oficio bíblico y patriarcal. Pero luego creo que resultó que, además de tinajero era abogado del Estado.

Sólo que la democracia es sencilla y crédula, como el romanticismo. Cree en los milagros de las musas. Una escritora ilustre se enternecía todavía hace poco contándonos la visita que le hizo el poeta-pastor, rudo y genial. Se llenó su escritorio –decía con ingenua ufanía– de recio olor de hato y de majada… Y así, empezando por estas literarias exaltaciones de la peste, se acabó aplebeyando, de este modo, la política.

* * *

Estas son algunas de las proyecciones de la literatura romántica (tomando esta denominación en amplísimo sentido que abarque hasta sus últimas derivaciones), sobre la política liberal.

Afortunadamente, parece que se acentúa una reacción literaria y ello nos hace esperar que, por el mismo rodeo y camino, por el mismo mecanismo de proyecciones y generalizaciones, llegaremos a una reacción política.

Primeramente, los modernos estudios sobre el fenómeno poético (Paul Valery, Henri Bremond) empiezan a esclarecer, limpiándolo de exageraciones enfáticas, el discutido problema de la inspiración y la técnica. Ya no es cierto para nadie aquello que decía Anatole France: «los artistas crean, como las mujeres embarazadas, sin saber cómo. Praxísteles hizo sus Venus, como la madre de Aspasia hizo su Aspasia: de la manera más natural y estúpida». No; ni en poesía, ni en política, ni en ninguna otra cosa, puede hacerse nada que merezca la pena de una manera estúpida y natural. El fenómeno de la inspiración –antes embozado en la niebla de mil palabras excesivas: la Musa, el Genio, la Locura –ha quedado ya filosóficamente comprendido y estudiado, como una forma clarísima de intuición, perfectamente clasificada ya por Santo Tomás que la distingue de la inspiración sobrenatural (Sum. Teol. T. II. q. 68, art. 1 y 2). Esta inspiración humana –dice Jacques Maritain– se buscará en vano en las penumbras del sueño abandonado e inconsciente, porque se encuentra al extremo de la vigilancia y la atención. No supone, por lo tanto, abandono del mecanismo racional y discursivo, sino, al contrario, fina acentuación del mismo. No son los elementos intuitivos –explica Valery– los que dan valor a la obra, sino al contrario la obra –que es trabajo, estudio y técnica– la que da valor al elemento intuitivo, que, sin ella, que le da cuerpo y perfil, sería llamarada estéril y pasajera.

Conocido de este modo el verdadero mecanismo de toda creación (literaria o política) y jerarquizados ya debidamente y sin exageraciones esos valores de inspiración y técnica, justo es que, olvidando las frívolas opiniones de ayer, volvamos a relegar toda improvisación al humilde concepto clásico: «juego de ingenio en el cual el azar, décima musa, reemplaza a las nueve hermanas».

Limpiemos nuestra política, como nuestras letras, de esos juegos de ingenio. El improvisador literario o político deber otra vez ser emparejado, como lo emparejaba Marcial con «el bufón que cambia fósforos por pedazos de vidrio y se traga manojos de víboras». Nada de escamoteos y prestidigitaciones: estudio, rigor, precisión, en todo. En la cuartilla o en la vida hay que lamer otra vez virgilianamente, una y mil veces, nuestra obra «como la osa a sus cachorros».

Un alegre renacimiento clásico tiene que ser el vestíbulo de una nueva política, corregida de planta y de estilo. El romanticismo que endiosa al sentimiento, separa; el clasicismo que endiosa a la idea, une. Porque una efusión puede sentirse de mil modos distintos, pero una idea sólo de un modo puede pensarse. Por eso el romanticismo da frutos de anarquía, y el clasicismo de unidad. Por eso sólo sobre este último puede cimentarse una política con ambiciones de orden y de perduración.

Muchos síntomas, afortunadamente, parecen acusar un renacimiento clásico en las letras, que conforta y abre la esperanza. Volar, sí; pero –como dice Gerardo Diego– bien calculado el peso, el motor y la esencia para no perderse como una nube, a la deriva. Esa es la nueva consigna. Los poetas, a volar, pero dentro de una estrofa. Los filósofos a volar, pero dentro de una fórmula… España, a volar; pero dentro de una disciplina.

¿Será así?… Ya es bastante que, al menos los poetas y los escritores, quieran que así sea. Porque hasta ahora, por encima de todo, nuestra política estuvo, como una niña romántica, enferma de mala literatura.




José María PEMÁN.

martes, 2 de diciembre de 2025

ELOGIO DE LA LENGUA CASTELLANA

 



«Elogio de la lengua castellana» es un ensayo en el que José María Pemán celebra, con un tono profundamente literario, la grandeza histórica, estética y moral del idioma español. Más que un texto lingüístico, es una pieza oratoria y emocional que busca despertar en el lector un sentimiento de orgullo y gratitud hacia la lengua propia.

Pemán inicia el ensayo afirmando que las lenguas no son simples herramientas de comunicación, sino creaciones espirituales que condensan la historia de los pueblos. Desde esta perspectiva, presenta el castellano como un idioma que ha nacido, crecido y madurado acompañando a una comunidad histórica compleja, marcada por guerras, mestizajes, religiones y momentos decisivos. Para él, el castellano es «hijo» de ese devenir, y por eso arrastra una profundidad que se manifiesta tanto en su sonoridad como en su vocabulario.

Un elemento central del texto es la belleza fonética y expresiva del español. Pemán describe su equilibrio entre fuerza y suavidad: una lengua capaz de ser enérgica sin dureza, y melodiosa sin fragilidad. Destaca su riqueza en matices, su capacidad para precisar significados y su maleabilidad para la poesía, la prosa o el discurso público. Esta flexibilidad la contrapone implícitamente a otras lenguas europeas, que, según él, carecerían de la misma armonía o de la misma capacidad emocional.

El autor repasa también la historia literaria del castellano como prueba de su calidad excepcional. Evoca la tradición que va desde las Glosas Emilianenses y el Poema de Mio Cid hasta la plenitud del Siglo de Oro con Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Calderón. Para Pemán, esta línea literaria evidencia que el español ha sido durante siglos un vehículo privilegiado para la creación artística y la expresión del pensamiento.
Otro eje del ensayo es la dimensión universal del español. Pemán subraya que el castellano, nacido en un reino pequeño del norte peninsular, llegó a convertirse en lengua de imperio y, posteriormente, en lengua de cultura extendida por tres continentes. Su expansión por América tiene, en su visión, un sentido civilizatorio: el castellano habría servido como puente entre pueblos diversos, generando una comunidad espiritual y cultural que trasciende fronteras políticas. La lengua, por tanto, aparece como un vínculo fraternal entre millones de personas.
El ensayo adquiere un tono moral cuando Pemán afirma que el idioma encarna valores como la claridad, la sinceridad y la nobleza, que él identifica —según su perspectiva ideológica y su tiempo histórico— con el «carácter hispano». Desde esta óptica, hablar bien el castellano es también una forma de cultivar la virtud y de honrar la tradición que se ha recibido.
Hacia el final del texto, Pemán llama a preservar el español con cuidado y gratitud. Señala que la lengua, como organismo vivo, requiere atención, estudio y responsabilidad, pues es una herencia que cada generación recibe y debe transmitir enriquecida. Su tono es exhortativo: invita a querer la lengua, respetarla y hacerla crecer.
En conjunto, Elogio de la lengua castellana es un ensayo de tono emotivo, retórico y culturalista, que no pretende ofrecer un análisis filológico, sino un homenaje literario y sentimental al español como patrimonio histórico, estético y espiritual de los pueblos hispanohablantes.




ELOGIO DE LA LENGUA CASTELLANA

En el Alcázar de Sevilla —donde la piedra toda se hace luz— y conmemorando el centenario de Nebrija, codificador de la gramática castellana —en donde el habla se hizo lengua—, pronunció el Presidente de la Real Academia Española, don José María Pemán, este bello discurso. El tema es el elogio de nuestro idioma, de la sangre que corre unánime y unitiva entre España y América. El eximio poeta, Príncipe de la elocuencia castellana, considera la lengua como una integración, como un paisaje en donde cada uno de los diversos pueblos dominadores aportó sus distintos arreos. Bajo la vestidura de la poesía, bajo la gracia ágil de este discurso late una noble palpitación: la de considerar nuestro lenguaje como un alma, como una concepción total del mundo, que en los dramáticos instantes por que atraviesa, debe de ser considerada como ejemplar. Así sea. Al incluir en nuestras páginas una versión taquigráfica directa de esta loa fervorosa, quisiéramos renovar la eficacia de la palabra del autor del «Poema de la Bestia y el Ángel».


EXCMO. SEÑOR, SEÑORES:

Después del magnífico estudio que habéis escuchado sobre Nebrija, como gramático de la lengua castellana, y del espléndido poema que acabamos de oír a Eduardo Marquina1, a mí se me ha señalado —no lo he señalado yo— un tema con un enunciado un poco vago y decimonónico: «Elogio de la lengua castellana».

Adivino, en quien lo redactara, que yo no sé quién fuera, la recóndita voluntad, entre amable y maliciosa, de brindarme un tema con poco límite y perfil, como quien ofrece una ancha pradera al galope desbocado de mi bético potro verbal. Sin embargo, como realmente el elogio afectivo y cordial del idioma acaba de hacerse de modo admirable, procuraré yo que el mío surja de una fría exposición de conceptos; que, al cabo precisamente por andaluz, como decía hace tiempo un anda luz magnífico, poseo también el sentido de la frialdad, «porque tengo sangre antigua».

Yo no sé si para los historiadores y los políticos y los etnógrafos es un bien o un mal el cruce y trasiego de razas que, a través de los siglos, nos visitaron y nos dominaron. Yo no sé si se llevaron mucho de nosotros y si, a veces, nos torcieron nuestro camino. Sé que todo lo pagaron a precio de palabras, a precio de entregas léxicas. Sé que hay un viejo refrán que dice; «mujer muy cortejada, mujer muy regalada»: España fue mujer muy cortejada, y con los muchos regalos que recibió puso su casa idiomática, construyó uno de los más ricos y policromados idiomas del universo. Todos le fueron dejando algo: nombres de interiores domésticos, de juegos y bailes y costumbres populares, los celtas; cientifismos de intención técnica, los helenos; los hebreos voces de comercio y de religión; palabras de régimen feudal, los godos; gragea colorista, de perfumes, de flores y de adornos, los árabes; exotismos de plantas y anima les nuevos, los indígenas de América; todo el repertorio fundamental del pensamiento, del Estado y de la vida, los roma nos; y todos ellos, sus entregas y ofrendas, sobre la piedra fundamental de un ibérico primitivo que cada vez se va per filando más entre las nieblas de los descubrimientos arqueológicos, porque, por muchas que fueran las aportaciones y acarreos posteriores, es demasiado evidente que en las murallas de Numancia había, por lo menos, palabras suficientes para concertar una voluntad de resistencia y lanzar al aire una proclamación de libertad. 

(Aplausos.)

¿Cómo organizó España todo ese tesoro y ese caudal léxico? Sin meterme en honduras, que no son de mi especialidad —siguiendo el esquema, por ejemplo, de Oliver Asín—, diré que parece que el mapa que pudiéramos trazar sucintamente en el momento de nacer el idioma y la nación, en los principios de la Reconquista, viene a ser éste: arriba, agarrada a las breñas norteñas, el penacho vasco; después, en el Oeste, el gallego, portugués y leonés; en el Este, el catalán, valenciano y aragonés; y abajo, uniéndolos, al mozárabe que se hablaba en toda la zona invadida, y que se parecía en aquel momento extraordinariamente al gallego y al catalán, como éstos se pare cían entre sí, porque, en definitiva, este aro o cinturón lingüístico periférico no era nada más que el romance hispano-gótico, tal como empezaba a desprenderse del latín.

Pero, en el centro de ese aro, allá hacia principios del XI o fines del X, abre una flor espléndida, que es Castilla, y rompe a hablar de un modo cada vez más peculiar; no es una lengua nueva la que nace, es el mismo romance hispano-gótico que, a ritmo con la expansión de castilla, da un salto gigantesco en su crecimiento. El nacimiento del castellano es algo que excede de la marcha pausada y vegetal de una pura evolución lingüística ; es una obra genial de potencia y de originalidad crea doras. Las características de las otras hablas peninsulares eran pervivencias, continuaciones del latín —el grupo pl, el diptongo ai—; en cambio, las características del castellano empiezan a ser apariciones, saltos, creaciones, cosas que van tomando de aquí y de allá; la aparición de la h fuerte, la j sollozante de los árabes, la ll de la que dirá Nebrija que es casi impronunciable para otros muchos pueblos; colonización de nuevas palabras, descubrimiento de nuevos mundos idiomáticos, que parecen anunciar el destino imperial de la raza. Es decir, que no es un idioma más que nace y se pone en fila, es una lengua que salta y se pone delante con la bandera en la mano: en el puesto de los alféreces, en el sitio del Mío Cid el Campeador.

(Grandes aplausos.)

Cuando, después, cabalgando hacia el mar de Andalucía, conquista Castilla toda la zona invadida, roto el engarce mozárabe, poco a poco, aquellas franjas laterales —ese Oeste gallego y portugués, ese Este catalán y valenciano—, van quedando a los lados, como dos columnas de honor que hicieran guardia al castellano: y dejándose influir, por fuera, por el mar, más que influyéndose mutuamente, van derivando, más y más, hacia una casi sustantividad dialectal, hasta que acaba naciendo, por un lado, el gallego adulto de Rosalía de Castro, y por otro lado, el catalán literario de Jacinto Verdaguer.

De esta forma esquemática, explicada ligera y malamente, es como el «hecho» idiomático español —y esto es lo que me interesa— viene a quedar sellado por esa ley de dualidad que es característica de todo lo hispánico: divido entre un elemento centrípeto de unidad y un elemento centrífugo de dispersión, reflejo de nuestra trabajosa formación unitaria romana, sobre un fondo africano y tribal. Todo está, en España, señalado de este modo. Pueblo el nuestro, he dicho otras veces, de unidad difícil, campo urbanizado a la fuerza; pueblo donde las encinas rústicas llegan hasta la puerta del Palacio Real, o somos regionalistas o ecuménicos; o comuneros de Castilla o capitanes de Flandes; o nos vamos a América y al Concilio de Trento, o nos quedamos caciqueando en nuestra aldea; en una palabra, o nos disparamos hacia el Imperio, eterna lección de Roma, o recaemos en la tribu, eterna tentación de África. Y por eso el hecho lingüístico español, como reflejo de ese dualismo interno, parece que cumple esa misma ley y ese mismo ritmo, y que sus cultivadores más representativos trabajan sobre esas dos líneas: y son el Góngora de las Soledades y de las letrillas; el Quevedo de los sonetos casi marmóreos y de los romances casi plebeyos; la Mística de los donaires de Santa Teresa y las profundidades de San Juan...


Esta es España en todo: dioses y mendigos en la pintura; héroes y graciosos en el teatro; místicos y pícaros en las Letras. Y esta es nuestra lengua: una equidistancia entre lo culto y lo vulgar, entre Lope y Nebrija; un equilibrio salvador que hace que, así como cuando España se va haciendo demasiado afrancesada o europeizante, la salva una alcaldada del monterilla de Móstoles, así cuando nuestro idioma se va haciendo demasiado latinizante o culto, le salva una alcaldada de un villancico, de un refrán o de un «rondel» popular. Esa es nuestra lengua; todos los oros y todos los cobres que contribuyeron a la aleación de este buen metal del alma de España que sonó, luego, tan limpia y bellamente sobre la piedra de toque de la Historia universal.

(Grandes aplausos.)

Ahora bien; esa dualidad de todo lo español —y del «hecho léxico», por tanto, también— es lo que nos da un extraordinario vigor, porque nos provee de los dos elementos precisos, para cada coyuntura: el Imperio, de inspiración romanista, gran fábrica de cultura; la tribu, de inspiración africana, gran fábrica de vitalidad. De la tribu son los momentos de sostenimiento del mínimo vital, de recobro de una independencia o de una libertad: guerra de la Independencia o guerra de la Reconquista. Entonces se exorcizan todos los peligros de la tribu y se convierten en valores aprovechables para la unidad: la anarquía se hace guerrilla o mesnada; el individualismo se hace inspiración de cabecilla o alcaldada de Móstoles; la democracia se hace totalidad fervorosa, y hasta la chabacanería se hace canción o folclore: romance de la Reconquista o jota de la Independencia. Pero cuando, merced a este esfuerzo tribal, de raíz impura, se ha recobrado ese mínimo de unidad, entonces llega el momento de meter toda esa vitalidad en perfiles de cultura y civilidad ; y es el momento del Imperio, de inspiración romanista y unitaria. Y por eso España, «marca» de Europa, pueblo de occidentalidad siempre en precario, de europeidad siempre en peligro, ha tendido, en esos momentos, a abultar e hinchar sus adquisiciones occidentales: un día se romaniza, y en seguida «ya quiere ser más romana que la propia Roma», con los Balbos que ponen en el alma de César el sueño imperial, cuyos máximos constructores serán los emperadores béticos; y otro día se europeiza, y ya quiere ser más europea que la propia Europa, con Carlos V y su lucha por la unidad religiosa, y Felipe II y su política intransigente, inquisitorial, más católica que la propia catolicidad, más papista que el Papa; ritmo y afirmación defensiva, característica de un pueblo que se hizo y nació de la voluntad de vida occidental sobre esa tendencia de africana dispersión, porque el día en que España, invadida por las tropas árabes, tuvo que escoger definitivamente entre su europeidad y su orientalismo, la hubiera bastado un momento de dejadez de su conciencia occidental para haberse entregado fácilmente, como Constantinopla, por el otro extremo de Europa, a un modus vivendi con los vencedores; pero, lejos de esto, afirmando su voluntad de resistencia y haciendo de esa afirmación el eje de la nueva nacionalidad que nacía, se pegó fuerte mente, como un león acorralado, contra la pared de nieve de los Pirineos, y desde allí, zarpazo tras zarpazo —en política, en religión, en lengua, en cultura, en todo—, fue repitiendo y 1 reafirmando durante varios siglos su inquebrantable voluntad de seguir siendo un pedazo de Europa, un pedazo de la Cristiandad. (Aplausos.)

Un momento así de reafirmación, de sentido central y romanista, es aquel en que Nebrija viene a ordenar la lengua castellana. España había prolongado casi dos siglos más que otros países la edad heroica por su lucha con los moros. Parece que Nebrija, con una madrugadora intuición, antes de estar arrojados siquiera los moros de la Península, percibe la magnitud de la hora, y va a Italia a acumular latín, cultura, Renacimiento ; todo lo que iba a hacer falta para «develar la barbarie», para meter en perfiles esa vitalidad recobrada con la Reconquista. Pero cuando, según nos ha explicado perfectamente Julio Casares, llega de Italia, le sale al encuentro la intuición de la Reina, esa intuición de madurez imperial (la misma que la hizo fundar la Casa de Contratación durante el segundo viaje de Colón, cuando todavía no se sabía toda la extensión que iba a tener aquel nacimiento del Nuevo Mundo), y le incita a aplicar esa adquirida sabiduría humanística a la lengua castellana, que ella adivina próxima a una difusión ecuménica. Entonces nace la Gramática que hemos visto todos, con emoción esta mañana en la Exposición bibliográfica, y estampa la famosa frase del prólogo: «Siempre fue la Lengua compañera del Imperio, y de tal modo le siguió, que juntos florecieron y junta fue la caída de entrambos».

El dice que esa gramática servirá para enseñar a los futuros infieles que se civilicen; pero como sabe que la «unidad» es base de toda difusión exterior —porque hay que apretar el arco antes de lanzar la flecha—, dice que también ha de servir para enseñar a los «navarros y vizcaínos». Queda resuelto así el problema de las hablas hispánicas, como lo resolvían, en aquel momento, matrimonial y equilibradamente, los Reyes. La Reina, castellana, decía 'hambre', 'hablar'; El Rey, aragonés, decía 'fambre', ¡fablar'. El pueblo, que los adoraba, había hecho del hinojo —todos lo sabéis— símbolo de aquella unidad nacional, porque en Castilla decían inojo, con la inicial de Isabel (entonces inojo se escribía sin hache), y Aragón decía finojo, con la inicial de Fernando. Y ese problema, ese choque de las hablas, ellos lo resuelven con un amoroso concierto: Don Fernando modera su acento aragonés para hablar a sus súbditos, y cede a su esposa, porque sus vocablos castellanos —dice— son «más propios». Pero el poeta adivina que, en la intimidad de su hogar, a Isabel le gustaría, de vez en cuando, seguirle oyéndole fablar con aquel acento nativo con que la enamorara un día. De esta forma quedaba resuelto el problema de las hablas de un modo matrimonial; con una equidistancia entre lo local y lo estatal: el castellano para el Estado y para el Imperio, y el lenguaje vernáculo para el amor y para la domesticidad.

Pero esto exigía una acentuación del elemento Imperio, del elemento humanístico, romanista; del elemento culto. ¿Para qué? Para prevenir ese declive natural de todo lo español hacia la tribu, hacia el elemento de dispersión. De esto es de lo que se ha en cargado Nebrija. Y Nebrija lo va a hacer con una fórmula de equilibrio y asimilación admirables. En aquel momento, en España, todo fue «asimilación», nada «exclusión»: el Renacimiento, una asimilación: Fray Luis de León es el Renacimiento españolizado; la Reforma, una asimilación: Loyola y Trento, y Santa Teresa, son la Reforma españolizada. Del mismo modo, Nebrija viene a ser el humanismo españolizado. Mientras otros humanistas, como se nos explicaba estos días, cual el Cardenal Bembo, no querían que sus discípulos leyeran las Epístolas de San Pablo para que no corrompieran el latín; mientras Jacopo Sannázaro metía en un poema religioso al dios Mercurio, Nebrija, con el afán de sintetizar su humanismo con la sustancia cristiana, lo aplica al estudio de los Himnos Sagrados; pone sobre Su frente la Thalicrhistia de Álvaro Gómez, porque le parece un poema virgiliano con sustancia ortodoxa; recomienda a sus alumnos el Carmen Paschale, de Seduico, porque le parece que es tan correcto en su doctrina como en su métrica. Nebrija es la cantidad de humanismo que cabe dentro de una ortodoxia intransigente.

Pues esto mismo, este mismo equilibrio y este espíritu de «asimilación» es el que lleva, en realidad, al tratamiento del idioma. No nos damos cuenta de lo que ha perdido el hombre en su lúcida facultad de «ver». Ya explicaba yo, una vez, en la Academia, precisamente en la recepción del Almirante Estrada, cómo el hombre de Altamira, por ejemplo, tenía una lucidez para el movimiento de los animales que, después, no han vuelto a tener ni siquiera los pintores egregios, como Velázquez, cuyos caballos son como una abstracción, tina alusión de gloria, pero no una reproducción gráfica de la realidad que no ha vuelto a ser captada por el ojo hasta que la fotografía instantánea reveló, otra vez, el movimiento de los animales.

Este mismo declive de la visión lo ha habido en el lenguaje. Zonas enteras a las que antes proveían los ojos han sido proveídas, después, por la abstracción y la cultura. Allí donde un hombre moderno dice, pura y crudamente, 'insultar' o 'injuriar', un hombre del siglo XVIII decía «poner cual chupa de dómine», y un hombre del siglo XVI «poner cual no digan dueñas», hablando con los ojos y pintando dos cuadritos de costumbres que aluden, respectivamente, a la chupa llena de manchas del dómine pobrete o al cotorreo de las dueñas en tertulia de antecámara.

Pues bien; cuando Nebrija llega, aquel idioma acabado de formarse a la luz del sol, en el campamento, en aquella España que había prolongado dos siglos su edad heroica, era un idioma construido hacia fuera, por los ojos, y hacia adentro, por las preocupaciones comunales del Imperio y de la religiosidad. Un idioma que para decir una cosa breve decía un santiamén o un credo o una «santiguada»; que hablaba, como habla todavía el pueblo, de la "sal" y del "ángel" para celebrar la gracia de la mujer amada, trasladando a los signos de la gracia humana los de la Gracia divina; que para decir una gran terquedad decía «fijo en sus trece», aludiendo a Benedicto XIII, que había muerto en Peñíscola fijo en la terquedad de su pontificado cismático; que decía «se armó la de Dios es Cristo» para un gran alboroto, aludiendo a las disputas contra los arríanos y nestarianos, que negaban a Cristo en su divinidad; que decía «vale un Perú» para significar un valor supremo; que decía «se armó la de San Quintín» para aludir a un gran alboroto; o sea que convertía los temas americanos y europeos del Imperio, las preocupaciones religiosas, en carne de modismo y de fraseología. Que para lapidar a una persona con su odio decía «tiene cara de judío o de hereje», demostrando así que cuando el dedo doctoral del inquisidor señalaba a los enemigos de la Fe, se rozaba con el dedo paralelo y moreno del gañán que señalaba a los enemigos de su propio espíritu. Y todo este lenguaje, hecho con los ojos y con las palpitaciones realistas y diarias, expresado en una fonética cerrada y contundente, propia de un pueblo que seguía viviendo la «edad heroica», porque mientras otros pueblos podían ya diluir sus vocales en semitonos aterciopelados, propios de cuchicheos de antecámara palaciega, donde la fonética se amortigua entre tapices y cortinas, España, que vivía a la intemperie de la Reconquista, seguía necesitando las cinco vocales exactas como sones de tímpano, como las cinco cuerdas de la lira, para gritar sus alertas, de centinela en centinela, bajo las estrellas del campamento de Santa Fe de Granada.

(Grandes aplausos.)

A este lenguaje lleno de vitalidad aplica Nebrija —como digo— su tratamiento de equilibrio; y, sin ahogar todo ese vigor, le aplica su ordenación gramatical con un enorme sentido histórico, o sea reconociendo todas las aportaciones de los diferentes pueblos: empleando, como aquí se ha dicho, para ejemplo, muchas veces, hasta «rondeles», refranes y villancicos populares. Así, de sus manos sale ese castellano equilibrado y perfecto que ha de servir, en definitiva, a Cervantes para sonreírse de la vida, a Quevedo para reírse de la muerte y a San Juan para hablar de Dios; ese castellano con tal coeficiente de elasticidad que llega a todas las profundidades y anchuras: arriba, la Mística; abajo, la picaresca; de un lado, el teatro; de otro, el romancero; todos los valores y matices del espíritu insertos en esa rosa de los vientos de España, en esa cruz que forma la horizontal del heroísmo al ser cruzada, de arriba abajo, con esa vertical que va desde los abismos humanos de la picardía hasta las cumbres soleadas del amor de Dios.

Esa decadencia del castellano sólo se consuma cuando esos elementos de la síntesis se separan. En definitiva, no hay tiempo de explicar que el «culteranismo» y el «conceptismo» son un poco esto; lo culto y lo popular divorciados; la rotura del equilibro nebricense. Gracián es, un poco, el refranero hecho monomanía; y, si no Góngora, muchos de sus secuaces, son un poco el humanismo hecho pedantería. Adelantan ya tales corrientes esa disgregación de elementos que ha de acabar, en definitiva, en esas promociones intelectuales que se habían de enfrentar poco a poco en España; las unas, españolísimas, pero sin universalidad de estilo; las otras, sin sustancia española, aunque con modos, a veces, muy finos y muy europeos; las unas que olerán demasiado a cocido; las otras que olerán demasiado a rapé. Por eso, viendo las consecuencias definitivas a que este rompimiento llevó, exaltamos como momento central de la lengua y de la Patria aquel de la síntesis nebricense; cuando éste, en la madurez de su vida, cargado con su botín humanístico de Italia, y con su Gramática, y sus Vocabularios, y su Áurea Expositio, al volver a su tierra, enreda, como los claveles en los barrotes de la reja, en sus exámetros latinos, todos los te mas españoles: la peregrinación de los Reyes a Compostela, el matrimonio de la Infanta Isabel y del heredero de Portugal, la Virgen de la Vega, la muerte del Duque de Alba; y, sobre todo, la emoción de esa Salutatio ad Patriam, donde sus dísticos elegíacos no se desdeñan de evocar aquellas escenas tan caseras y tan íntimas, aquellas escenas de cuando se colgaba del cuello de su padre o se refugiaba en el regazo materno; y perdía y ganaba las nueces con otros compañeros: ¡ exámetros latinos y evocaciones aldeanas; versos de magnífica ponderación para desplegarlos, como una bandera de dos franjas, bandera de la cultura española, bandera del Imperio y de la tribu, en el aire de esta Sevilla, dual y equilibrada, cuya Santiponce evoca el nombre de un Poncio senador; cuyo barrio más popular se llama Triana, o Trajana, con el nombre de un Emperador; cuyos rapaces, futuros torerillos, jugando en la Alameda a los mismos juegos clásicos que recogió un día Rodrigo Caro en sus Días lúdricos y geniales, lo mismo pueden esconderse detrás de un naranjo colorista como en una tarjeta postal, que detrás de las sobrias piedras de los Hércules romanos de la Ala meda; sinfonía de lo clásico y lo andaluz, cuyo compás parece que lleva, en el límite mismo entre el último colmado folklórico y la primera piedra de Itálica, esa columna serena y pensativa, batuta de Sevilla, que se alza en los jardines de Castilleja de Guzmán.

(Aplausos.)

Gracias a esa articulación que le dio Nebrija, el castellano conservó ese semblante duro e impertérrito frente a todos los soles y frente a todas, las intemperies. Se cumplió la profecía, y aquellos naturales de las tierras descubiertas, pronto lo aprendieron: y por él recibieron la Cultura con una profundidad desconcertante. ¡Fenómeno único en la Humanidad! porque a una generación de distancia, un nieto de un emperador azteca, reciente, precolombino, Fernando de Alba, era ya casi una autoridad de la lengua, preludiando la gloria del inca Garcilaso; y un indio, con una generación nada más de europeísmo, con sus padres inmersos todavía en las nieblas anteriores a la Conquista, pudo obtener el grado de Profesor de Retórica latina en uno de los Colegios imperiales... 

Bastan estos datos fríos y escuetos para alzar los ojos ante ese concurso de las naciones que en estos momentos andan discutiendo de civilización y de conducta, y lanzarles sencillamente la pregunta de cualquier subasta: «Señores: ¿hay quien dé más?»

(Grandes aplausos, que interrumpen al orador.)

Por eso, todos los que honradamente han estudiado el castellano en América, por cima de todos sus peligros de los «lunfardos» promiscuos de los muelles y de los tipismos camperos, y de los acarreos inmigratorios., han diagnosticado su buena y espléndida salud. ¡Oh la emoción para los que hemos ido allí, en las profundidades de la Pampa, en un día azul y luminoso!, «un día andaluz», que decían los que me llevaban, no sé si por cortesía de anfitriones o por nostalgia de nietos, la emoción de pedirles a los payadores, que estaban con su «quena» y su guitarrilla paraguaya, que cantaran algo, y oír romper el aire de la llanura infinita con aquellos versos inmortales: «ven muerte tan escondida — que no te siento venir»...

Después, sí, cayeron juntos la lengua y el Imperio, como anunció Nebrija. España se encerró en sí misma, lanzó aquella consigna a que aludí otras veces, «escuela y despensa» —buen programa para un ama de casa, programa demasiado modesto para nosotros que habíamos sido amos del mundo— y se dejó colonizar, como aquí recordara Casares, en lugar de •colonizar ella palabras y expresiones, como en otro tiempo.

En ese momento del pesimismo, de América viene la voz de la esperanza. Aquel gran nicaragüense, Rubén Darío, es el primero que abomina del pesimismo: «abominad la boca que predice desgracias eternas»; abominación de 1898. Después, abominación de sus consecuencias: «abominad las manos que apedrean ruinas ilustres»; abominación de los apedreadores del 1931. Y después, tras esta parte negativa, el estallido del optimismo y de la esperanza: «¿Quién será el pusilánime que al rigor español niegue músculos?...». Y la invocación suprema: «ínclitas razas ubérrimas, —sangre de Hispania fecunda».

Y no se había extinguido, casi, todavía, la última sílaba de Rubén, cuando el Premio Nobel, tan cicatero para las cosas hispanas, va a buscar allí, en su retiro de Petrópolis, a una ilustre chilena, Gabriela Mistral, y la saca al proscenio de la Gloria. Y Gabriela se pone a cantar al mundo con voz antigua y nueva:

Hombres que trabajáis en el verso y la prosa

cual trabaja el silencio en la profunda rosa

y mis mineros del cobre apasionado,

tengo una gracia para estar a vuestro lado.

He enseñado a leer a gente americana

amasando verdades en lengua castellana.

Dije mi Garcilaso y de Santa Teresa

sacando de Castilla las normas de belleza.

Y he dicho al descastado que destiñe lo nuestro

que en español es más profundo el Padrenuestro.


Y Gabriela Mistral, verbo de oro en entrañas de fuego, me tiendo la mano en el corazón de la raza y sacándola chorreante de poesía, dice su palabra definitiva, que en esta hora nos suena a bálsamo de justicia y de consuelo:

Soy vuestra y ardo dentro de España apasionada,

como el diente en el rojo millón de la granada.

Os fue dada, españoles, una virtud tremenda:

el ganar el botín y abandonar la tienda...


Y después, el dístico final, que debiera grabarse con letras de oro en todos los frontispicios de las asambleas que están decidiendo el futuro del mundo:

Perder supieron sólo España y Jesucristo,

¡y el mundo todavía no aprende lo que ha visto!


(Grandes aplausos.)

Hermanos todos de las tierras de América, y vosotros, hermanos españoles: vivimos un momento nebricense. Otra vez se ha recobrado la vitalidad española con las vitales fuerzas de la tribu, impuras siempre e incompletas. Llega el momento de darle la universalidad, de darle la plenitud romana, de dar le la precisión de perfiles culturales y humanos a la gran con quista vital. Otra vez, para el idioma, no hay otra fórmula sino la nebricense. Trabajemos, juntos, en ella. Salgamos otra vez a los caminos y a las veredas; enganchemos otra vez la ciencia docta con la sabiduría artesana que sabe mil nombres para cada oficio, y con el grafismo campesino que sabe mil palabras ! chorreantes de color para cada nube y para cada río; y después de bautizar otra vez así el idioma con este rocío matinal, arriesguemos un tratamiento de intervención dura; un entrarse a galope por rótulos de cine y por titulares de prensa y por letreros de tienda; un despegar gozosamente carteles y anuncios; una intervención, dura y académica, que nos recobre para la lengua, como para el espíritu, ese equilibrio entre el vigor nativo y el rigor clásico que es nuestra fórmula única de vida y expresión. Porque nuestra lengua, expresión de este pueblo dual, hecho de Imperio y de tribu, se hará siempre, como se hizo en aquella hora inmortal, con una equidistancia sabia en tre el ceño de Antonio de Nebrija y las sonrisas de la Reina Isabel.

(Grandes y prolongados aplausos.)

JOSÉ MARÍA PEMÁN.

1Se refiere al discurso de D. Julio Casares, Secretario de la Real Academia Española.

Veronica Lake: La luz que se escondía a sí misma

 




La cortina dorada

La primera vez que la vieron entrar al despacho de la Paramount, algunos ejecutivos pensaron que era demasiado pequeña para la pantalla. Demasiado callada. Demasiado… común. Pero cuando la luz del ventanal le rozó el cabello, ese resplandor dorado que caía como una cascada sobre un ojo, supieron que habían encontrado algo que no se fabrica: un misterio.
Constance Ockleman —todavía no era Veronica Lake— avanzó por el corredor como quien camina sobre un hilo invisible. Había aprendido desde niña a sostenerse en el aire: entre mudanzas, entre discusiones familiares, entre la ausencia súbita de un padre cuyo recuerdo se volvió rumor. En Hollywood, ese equilibrio se transformó en encanto.

La creación del mito

La joven aspirante se sentó frente a un fotógrafo que le indicó que relajara la mirada, que bajara un poco la cabeza, que dejara caer el pelo. Y así, casi por accidente, nació el peinado que daría la vuelta al mundo: el peek-a-boo, esa media cortina sobre un ojo que la hacía parecer salida de un sueño que alguien olvidó cerrar del todo.
—Ahí lo tienes —murmuró el fotógrafo—. La chica que no quiere que la mires, pero te obliga a hacerlo.
La Paramount firmó el contrato la misma semana.

Fuego en la pantalla

En los sets de filmación, Veronica se movía con precisión de reloj suizo. En This Gun for Hire, su primera gran aparición, la cámara la perseguía como si fuera consciente de que tenía frente a sí una figura que no debía perder. Alan Ladd, su compañero de reparto, decía que en pantalla ella parecía «hecha de humo y acero».

Pero fuera de esa zona iluminada por reflectores, la actriz poseía bordes menos amables: una rebeldía silenciosa, un cansancio prematuro, una impaciencia que chocaba con directores y productores. A veces parecía que la fama le quedaba grande; otras veces, que ella era demasiado grande para la fama.

La guerra la alcanza

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, miles de mujeres acudieron a las fábricas para reemplazar a los hombres que marchaban al frente. El gobierno lanzó una advertencia: el peinado de Veronica Lake, tan imitado por trabajadoras de todo el país, era peligroso. Podía enredarse en la maquinaria.
Ella, aún en la cima de la celebridad, apareció en público con el cabello recogido y pidió a sus admiradoras que hicieran lo mismo. El gesto fue aplaudido, pero también marcó el principio de un cambio: el mito comenzaba a desdibujarse.
El peinado que la había convertido en estrella ya no era un símbolo de glamour, sino un riesgo. Y en Hollywood, nada envejece más rápido que un símbolo que deja de servir.

Dorado que se apaga

Con los años, los papeles empezaron a menguar. La actriz, tan celebrada unos años antes, se convirtió en un problema para los estudios: «difícil», «inestable», «impredecible». Los titulares cambiaron de tono. Las luces también.
Veronica no cayó de golpe; cayó como caen las sombras al atardecer, sin que nadie note el momento exacto en que dejan de ser largas para volverse apenas un borde oscuro.
Hubo matrimonios rotos, deudas, noches interminables en bares donde nadie sabía si quería recordar o olvidar. Hasta que un día, en un hotel de Nueva York, alguien la reconoció detrás del mostrador, llevando una bandeja con la serenidad de quien ya ha decidido no huir más.
—¿Es usted…?
—Fui —respondió ella, sin detenerse—. Ahora sólo sirvo café.

Epílogo sobre mármol

Veronica Lake murió antes de envejecer lo suficiente como para dejar de ser bella. Su mito sigue intacto, preservado en blanco y negro, en ese brillo que se posa sobre su cabello como la última luz del día.
Quienes la recuerdan, recuerdan sobre todo eso: la cortina dorada que parecía protegerla del mundo, o esconderla de él. Quizás ambas cosas a la vez.
Porque Veronica Lake fue, en esencia, una mujer que vivió entre penumbras: la que daba la cámara y la que ella misma llevaba adentro. Y en ese contraste nació un icono que, incluso apagado, sigue ardiendo en la memoria del cine.


lunes, 1 de diciembre de 2025

Armonía


 


A veces daba la impresión de cargar con algo que no sabía nombrar, como si arrastrara una culpa antigua que no le pertenecía del todo. Tenía una forma extraña de estar en el mundo: reservado, sombrío, siempre mirando las cosas como si dolieran. Sus palabras, pocas, parecían salir de un silencio que llevaba demasiado tiempo dentro de él.
Por eso sorprendió a todos en el pueblo que se casara. Y más aún que ella lo quisiera. Pero lo hizo, y con una intensidad que a veces la desbordaba. En las noches de invierno, cuando se quedaban a solas con el fuego encendido, él la miraba largo rato, callado, y esa mirada la dejaba temblando sin saber si de pena o de ternura. Era como si él esperara, sin atreverse a pedirlo, que alguien lo salvara de sí mismo.
La música era su rareza más profunda. La rechazaba con una incomodidad casi física. Cualquier melodía —una gaita en una romería, una radio encendida en una tienda de Gijón— lo ponía tenso, inquieto, como si le tocaran una herida abierta.
Pero todo empezó a cambiar cuando nació su hijo. Lo amó con una intensidad feroz, casi vigilante. Tenía miedo constante de perderlo. Aun así, el niño buscaba sus brazos, se calmaba en su silencio, lo miraba sin miedo. Entre los dos había un lenguaje sin palabras, una especie de reconocimiento mutuo hecho sólo de miradas y respiración tranquila.
El niño adoraba la música, y él lo acompañaba a donde hiciera falta: un concierto en Oviedo, una banda local en la plaza, una danza tradicional en la fiesta de prao. Sufría, sí, pero se quedaba. Y poco a poco empezó a dejarse atravesar por lo que escuchaba. Al principio luchaba, como quien quiere apartar un recuerdo. Luego simplemente cedía, y notaba algo nuevo dentro, como si la música deshiciera nudos antiguos. Su mirada, sin que nadie lo comentara, empezó a suavizarse.
Entonces el niño enfermó. Muy rápido. Durante los días en que luchó por respirar, el padre no se movió de su lado. Le sostenía la mano con una fuerza tranquila, mirándolo como si pudiera mantenerlo despierto sólo con la voluntad. La madre temblaba más por él que por el pequeño, porque nunca lo había visto tan callado, tan inmóvil, tan vacío.
Cuando el niño murió, ocurrió algo inesperado. El padre no se derrumbó. Al contrario: se quedó quieto, profundamente sereno. Levantó la vista, y su mujer vio en él una calma desconocida, como si algo dentro se hubiera recolocado al fin.
Él tomó el cuerpo del niño entre los brazos, le dio un beso suave en los párpados… y comenzó a cantar. Una melodía sencilla, grave, sin adornos. No era una canción conocida: parecía surgir de una zona del alma donde nunca había entrado nadie. Era un canto íntimo, casi sagrado, como una despedida y un alivio a la vez. La mujer se quedó inmóvil, escuchando.
Y mientras aquella voz llenaba la habitación, comprendió que, por primera vez, la música no lo hería. Que quizá, sin quererlo, había encontrado al fin un modo de regresar a sí mismo.


©Humberto 2025