
«Elogio de la lengua castellana» es un ensayo en el que José María Pemán celebra, con un tono profundamente literario, la grandeza histórica, estética y moral del idioma español. Más que un texto lingüístico, es una pieza oratoria y emocional que busca despertar en el lector un sentimiento de orgullo y gratitud hacia la lengua propia.
Pemán inicia el ensayo afirmando que las lenguas no son simples herramientas de comunicación, sino creaciones espirituales que condensan la historia de los pueblos. Desde esta perspectiva, presenta el castellano como un idioma que ha nacido, crecido y madurado acompañando a una comunidad histórica compleja, marcada por guerras, mestizajes, religiones y momentos decisivos. Para él, el castellano es «hijo» de ese devenir, y por eso arrastra una profundidad que se manifiesta tanto en su sonoridad como en su vocabulario.
Un elemento central del texto es la belleza fonética y expresiva del español. Pemán describe su equilibrio entre fuerza y suavidad: una lengua capaz de ser enérgica sin dureza, y melodiosa sin fragilidad. Destaca su riqueza en matices, su capacidad para precisar significados y su maleabilidad para la poesía, la prosa o el discurso público. Esta flexibilidad la contrapone implícitamente a otras lenguas europeas, que, según él, carecerían de la misma armonía o de la misma capacidad emocional.
El autor repasa también la historia literaria del castellano como prueba de su calidad excepcional. Evoca la tradición que va desde las Glosas Emilianenses y el Poema de Mio Cid hasta la plenitud del Siglo de Oro con Cervantes, Quevedo, Lope de Vega y Calderón. Para Pemán, esta línea literaria evidencia que el español ha sido durante siglos un vehículo privilegiado para la creación artística y la expresión del pensamiento.
Otro eje del ensayo es la dimensión universal del español. Pemán subraya que el castellano, nacido en un reino pequeño del norte peninsular, llegó a convertirse en lengua de imperio y, posteriormente, en lengua de cultura extendida por tres continentes. Su expansión por América tiene, en su visión, un sentido civilizatorio: el castellano habría servido como puente entre pueblos diversos, generando una comunidad espiritual y cultural que trasciende fronteras políticas. La lengua, por tanto, aparece como un vínculo fraternal entre millones de personas.
El ensayo adquiere un tono moral cuando Pemán afirma que el idioma encarna valores como la claridad, la sinceridad y la nobleza, que él identifica —según su perspectiva ideológica y su tiempo histórico— con el «carácter hispano». Desde esta óptica, hablar bien el castellano es también una forma de cultivar la virtud y de honrar la tradición que se ha recibido.
Hacia el final del texto, Pemán llama a preservar el español con cuidado y gratitud. Señala que la lengua, como organismo vivo, requiere atención, estudio y responsabilidad, pues es una herencia que cada generación recibe y debe transmitir enriquecida. Su tono es exhortativo: invita a querer la lengua, respetarla y hacerla crecer.
En conjunto, Elogio de la lengua castellana es un ensayo de tono emotivo, retórico y culturalista, que no pretende ofrecer un análisis filológico, sino un homenaje literario y sentimental al español como patrimonio histórico, estético y espiritual de los pueblos hispanohablantes.
ELOGIO DE LA LENGUA CASTELLANA
En
el Alcázar de Sevilla —donde la piedra toda se hace luz— y
conmemorando el centenario de Nebrija, codificador de la gramática
castellana —en donde el habla se hizo lengua—, pronunció el
Presidente de la Real Academia Española, don José María Pemán,
este bello discurso. El tema es el elogio de nuestro idioma, de la
sangre que corre unánime y unitiva entre España y América. El
eximio poeta, Príncipe de la elocuencia castellana, considera la
lengua como una integración, como un paisaje en donde cada uno de
los diversos pueblos dominadores aportó sus distintos arreos. Bajo
la vestidura de la poesía, bajo la gracia ágil de este discurso
late una noble palpitación: la de considerar nuestro lenguaje como
un alma, como una concepción total del mundo, que en los
dramáticos instantes por que atraviesa, debe de ser considerada como
ejemplar. Así sea. Al incluir en nuestras páginas una versión
taquigráfica directa de esta loa fervorosa, quisiéramos renovar la
eficacia de la palabra del autor del «Poema de la Bestia y el
Ángel».
EXCMO.
SEÑOR, SEÑORES:
Después
del magnífico estudio que habéis escuchado sobre Nebrija, como
gramático de la lengua castellana, y del espléndido poema que
acabamos de oír a Eduardo Marquina,
a mí se me ha señalado —no lo he señalado yo— un tema con un
enunciado un poco vago y decimonónico: «Elogio de la lengua
castellana».
Adivino,
en quien lo redactara, que yo no sé quién fuera, la recóndita
voluntad, entre amable y maliciosa, de brindarme un tema con poco
límite y perfil, como quien ofrece una ancha pradera al galope
desbocado de mi bético potro verbal. Sin embargo, como realmente el
elogio afectivo y cordial del idioma acaba de hacerse de modo
admirable, procuraré yo que el mío surja de una fría exposición
de conceptos; que, al cabo precisamente por andaluz, como decía
hace tiempo un anda luz magnífico, poseo también el sentido de la
frialdad, «porque tengo sangre antigua».
Yo
no sé si para los historiadores y los políticos y los etnógrafos
es un bien o un mal el cruce y trasiego de razas que, a través de
los siglos, nos visitaron y nos dominaron. Yo no sé si se llevaron
mucho de nosotros y si, a veces, nos torcieron nuestro camino. Sé
que todo lo pagaron a precio de palabras, a precio de entregas
léxicas. Sé que hay un viejo refrán que dice; «mujer muy
cortejada, mujer muy regalada»: España fue mujer muy cortejada,
y con los muchos regalos que recibió puso su casa idiomática,
construyó uno de los más ricos y policromados idiomas del universo.
Todos le fueron dejando algo: nombres de interiores domésticos, de
juegos y bailes y costumbres populares, los celtas; cientifismos de
intención técnica, los helenos; los hebreos voces de comercio y de
religión; palabras de régimen feudal, los godos; gragea colorista,
de perfumes, de flores y de adornos, los árabes; exotismos de
plantas y anima les nuevos, los indígenas de América; todo el
repertorio fundamental del pensamiento, del Estado y de la vida, los
roma nos; y todos ellos, sus entregas y ofrendas, sobre la piedra
fundamental de un ibérico primitivo que cada vez se va per filando
más entre las nieblas de los descubrimientos arqueológicos, porque,
por muchas que fueran las aportaciones y acarreos posteriores, es
demasiado evidente que en las murallas de Numancia había, por lo
menos, palabras suficientes para concertar una voluntad de
resistencia y lanzar al aire una proclamación de libertad.
(Aplausos.)
¿Cómo
organizó España todo ese tesoro y ese caudal léxico? Sin meterme
en honduras, que no son de mi especialidad —siguiendo el esquema,
por ejemplo, de Oliver Asín—, diré que parece que el mapa que
pudiéramos trazar sucintamente en el momento de nacer el idioma y la
nación, en los principios de la Reconquista, viene a ser éste:
arriba, agarrada a las breñas norteñas, el penacho vasco; después,
en el Oeste, el gallego, portugués y leonés; en el Este, el
catalán, valenciano y aragonés; y abajo, uniéndolos, al mozárabe
que se hablaba en toda la zona invadida, y que se parecía en aquel
momento extraordinariamente al gallego y al catalán, como éstos se
pare cían entre sí, porque, en definitiva, este aro o cinturón
lingüístico periférico no era nada más que el romance
hispano-gótico, tal como empezaba a desprenderse del latín.
Pero,
en el centro de ese aro, allá hacia principios del XI o fines del X,
abre una flor espléndida, que es Castilla, y rompe a hablar de un
modo cada vez más peculiar; no es una lengua nueva la que nace, es
el mismo romance hispano-gótico que, a ritmo con la expansión de
castilla, da un salto gigantesco en su crecimiento. El nacimiento del
castellano es algo que excede de la marcha pausada y vegetal de una
pura evolución lingüística ; es una obra genial de potencia y de
originalidad crea doras. Las características de las otras hablas
peninsulares eran pervivencias, continuaciones del latín —el grupo
pl, el diptongo ai—; en cambio, las
características del castellano empiezan a ser apariciones, saltos,
creaciones, cosas que van tomando de aquí y de allá; la aparición
de la h fuerte, la j sollozante de los árabes, la ll
de la que dirá Nebrija que es casi impronunciable para otros muchos
pueblos; colonización de nuevas palabras, descubrimiento de nuevos
mundos idiomáticos, que parecen anunciar el destino imperial de la
raza. Es decir, que no es un idioma más que nace y se pone en fila,
es una lengua que salta y se pone delante con la bandera en la mano:
en el puesto de los alféreces, en el sitio del Mío Cid el
Campeador.
(Grandes
aplausos.)
Cuando,
después, cabalgando hacia el mar de Andalucía, conquista Castilla
toda la zona invadida, roto el engarce mozárabe, poco a poco,
aquellas franjas laterales —ese Oeste gallego y portugués, ese
Este catalán y valenciano—, van quedando a los lados, como dos
columnas de honor que hicieran guardia al castellano: y dejándose
influir, por fuera, por el mar, más que influyéndose mutuamente,
van derivando, más y más, hacia una casi sustantividad dialectal,
hasta que acaba naciendo, por un lado, el gallego adulto de Rosalía
de Castro, y por otro lado, el catalán literario de Jacinto
Verdaguer.
De
esta forma esquemática, explicada ligera y malamente, es como el
«hecho» idiomático español —y esto es lo que me interesa—
viene a quedar sellado por esa ley de dualidad que es característica
de todo lo hispánico: divido entre un elemento centrípeto de unidad
y un elemento centrífugo de dispersión, reflejo de nuestra
trabajosa formación unitaria romana, sobre un fondo africano y
tribal. Todo está, en España, señalado de este modo. Pueblo el
nuestro, he dicho otras veces, de unidad difícil, campo urbanizado a
la fuerza; pueblo donde las encinas rústicas llegan hasta la puerta
del Palacio Real, o somos regionalistas o ecuménicos; o comuneros
de Castilla o capitanes de Flandes; o nos vamos a América y al
Concilio de Trento, o nos quedamos caciqueando en nuestra aldea; en
una palabra, o nos disparamos hacia el Imperio, eterna lección de
Roma, o recaemos en la tribu, eterna tentación de África. Y por eso
el hecho lingüístico español, como reflejo de ese dualismo
interno, parece que cumple esa misma ley y ese mismo ritmo, y que sus
cultivadores más representativos trabajan sobre esas dos líneas: y
son el Góngora de las Soledades y de las letrillas; el Quevedo
de los sonetos casi marmóreos y de los romances casi plebeyos; la
Mística de los donaires de Santa Teresa y las profundidades de San
Juan...
Esta
es España en todo: dioses y mendigos en la pintura; héroes y
graciosos en el teatro; místicos y pícaros en las Letras. Y esta es
nuestra lengua: una equidistancia entre lo culto y lo vulgar, entre
Lope y Nebrija; un equilibrio salvador que hace que, así como cuando
España se va haciendo demasiado afrancesada o europeizante, la salva
una alcaldada del monterilla de Móstoles, así cuando nuestro idioma
se va haciendo demasiado latinizante o culto, le salva una alcaldada
de un villancico, de un refrán o de un «rondel» popular. Esa es
nuestra lengua; todos los oros y todos los cobres que contribuyeron a
la aleación de este buen metal del alma de España que sonó, luego,
tan limpia y bellamente sobre la piedra de toque de la Historia
universal.
(Grandes
aplausos.)
Ahora
bien; esa dualidad de todo lo español —y del «hecho léxico»,
por tanto, también— es lo que nos da un extraordinario vigor,
porque nos provee de los dos elementos precisos, para cada coyuntura:
el Imperio, de inspiración romanista, gran fábrica de cultura; la
tribu, de inspiración africana, gran fábrica de vitalidad. De la
tribu son los momentos de sostenimiento del mínimo vital, de recobro
de una independencia o de una libertad: guerra de la Independencia o
guerra de la Reconquista. Entonces se exorcizan todos los peligros de
la tribu y se convierten en valores aprovechables para la unidad: la
anarquía se hace guerrilla o mesnada; el individualismo se hace
inspiración de cabecilla o alcaldada de Móstoles; la democracia se
hace totalidad fervorosa, y hasta la chabacanería se hace canción o
folclore: romance de la Reconquista o jota de la Independencia. Pero
cuando, merced a este esfuerzo tribal, de raíz impura, se ha
recobrado ese mínimo de unidad, entonces llega el momento de meter
toda esa vitalidad en perfiles de cultura y civilidad ; y es el
momento del Imperio, de inspiración romanista y unitaria. Y por eso
España, «marca» de Europa, pueblo de occidentalidad
siempre en precario, de europeidad siempre en peligro, ha tendido, en
esos momentos, a abultar e hinchar sus adquisiciones occidentales: un
día se romaniza, y en seguida «ya quiere ser más romana que la
propia Roma», con los Balbos que ponen en el alma de César el sueño
imperial, cuyos máximos constructores serán los emperadores
béticos; y otro día se europeiza, y ya quiere ser más europea que
la propia Europa, con Carlos V y su lucha por la unidad
religiosa, y Felipe II y su política intransigente,
inquisitorial, más católica que la propia catolicidad, más papista
que el Papa; ritmo y afirmación defensiva, característica de un
pueblo que se hizo y nació de la voluntad de vida occidental sobre
esa tendencia de africana dispersión, porque el día en que España,
invadida por las tropas árabes, tuvo que escoger definitivamente
entre su europeidad y su orientalismo, la hubiera bastado un momento
de dejadez de su conciencia occidental para haberse entregado
fácilmente, como Constantinopla, por el otro extremo de Europa, a un
modus vivendi con los vencedores;
pero, lejos de esto, afirmando su voluntad de resistencia y haciendo
de esa afirmación el eje de la nueva nacionalidad que nacía, se
pegó fuerte mente, como un león acorralado, contra la pared de
nieve de los Pirineos, y desde allí, zarpazo tras zarpazo —en
política, en religión, en lengua, en cultura, en todo—, fue
repitiendo y 1 reafirmando durante varios siglos su inquebrantable
voluntad de seguir siendo un pedazo de Europa, un pedazo de la
Cristiandad. (Aplausos.)
Un
momento así de reafirmación, de sentido central y romanista, es
aquel en que Nebrija viene a ordenar la lengua castellana. España
había prolongado casi dos siglos más que otros países la edad
heroica por su lucha con los moros. Parece que Nebrija, con
una madrugadora intuición, antes de estar arrojados siquiera los
moros de la Península, percibe la magnitud de la hora, y va a Italia
a acumular latín, cultura, Renacimiento ; todo lo que iba a hacer
falta para «develar la barbarie», para meter en perfiles esa
vitalidad recobrada con la Reconquista. Pero cuando, según nos ha
explicado perfectamente Julio Casares, llega de Italia, le
sale al encuentro la intuición de la Reina, esa intuición de
madurez imperial (la misma que la hizo fundar la Casa de Contratación
durante el segundo viaje de Colón, cuando todavía no se sabía toda
la extensión que iba a tener aquel nacimiento del Nuevo Mundo), y le
incita a aplicar esa adquirida sabiduría humanística a la lengua
castellana, que ella adivina próxima a una difusión ecuménica.
Entonces nace la Gramática que hemos visto todos, con emoción esta
mañana en la Exposición bibliográfica, y estampa la famosa frase
del prólogo: «Siempre fue la Lengua compañera del Imperio, y de
tal modo le siguió, que juntos florecieron y junta fue la caída de
entrambos».
El
dice que esa gramática servirá para enseñar a los futuros infieles
que se civilicen; pero como sabe que la «unidad» es base de toda
difusión exterior —porque hay que apretar el arco antes de lanzar
la flecha—, dice que también ha de servir para enseñar a los
«navarros y vizcaínos». Queda resuelto así el problema de las
hablas hispánicas, como lo resolvían, en aquel momento, matrimonial
y equilibradamente, los Reyes. La Reina, castellana, decía 'hambre', 'hablar'; El Rey, aragonés, decía 'fambre', ¡fablar'. El pueblo, que los adoraba, había hecho del
hinojo —todos lo sabéis— símbolo de aquella unidad nacional,
porque en Castilla decían inojo, con la inicial de Isabel
(entonces inojo se escribía sin hache), y Aragón decía
finojo, con la inicial de Fernando. Y ese problema, ese choque de las
hablas, ellos lo resuelven con un amoroso concierto: Don Fernando
modera su acento aragonés para hablar a sus súbditos, y cede a su
esposa, porque sus vocablos castellanos —dice— son «más
propios». Pero el poeta adivina que, en la intimidad de su hogar, a
Isabel le gustaría, de vez en cuando, seguirle oyéndole fablar
con aquel acento nativo con que la enamorara un día. De esta forma
quedaba resuelto el problema de las hablas de un modo matrimonial;
con una equidistancia entre lo local y lo estatal: el castellano para
el Estado y para el Imperio, y el lenguaje vernáculo para el amor y
para la domesticidad.
Pero
esto exigía una acentuación del elemento Imperio, del elemento
humanístico, romanista; del elemento culto. ¿Para qué? Para
prevenir ese declive natural de todo lo español hacia la tribu,
hacia el elemento de dispersión. De esto es de lo que se ha en
cargado Nebrija. Y Nebrija lo va a hacer con una fórmula de
equilibrio y asimilación admirables. En aquel momento, en España,
todo fue «asimilación», nada «exclusión»: el Renacimiento, una
asimilación: Fray Luis de León es el Renacimiento españolizado; la
Reforma, una asimilación: Loyola y Trento, y Santa Teresa, son la
Reforma españolizada. Del mismo modo, Nebrija viene a ser el
humanismo españolizado. Mientras otros humanistas, como se nos
explicaba estos días, cual el Cardenal Bembo, no querían que sus
discípulos leyeran las Epístolas de San Pablo para que no
corrompieran el latín; mientras Jacopo Sannázaro metía en un poema
religioso al dios Mercurio, Nebrija, con el afán de sintetizar su
humanismo con la sustancia cristiana, lo aplica al estudio de los
Himnos Sagrados; pone sobre Su frente la Thalicrhistia
de Álvaro Gómez, porque le parece un poema virgiliano con sustancia
ortodoxa; recomienda a sus alumnos el Carmen Paschale, de
Seduico, porque le parece que es tan correcto en su doctrina como en
su métrica. Nebrija es la cantidad de humanismo que cabe dentro de
una ortodoxia intransigente.
Pues
esto mismo, este mismo equilibrio y este espíritu de «asimilación»
es el que lleva, en realidad, al tratamiento del idioma. No nos damos
cuenta de lo que ha perdido el hombre en su lúcida facultad de
«ver». Ya explicaba yo, una vez, en la Academia, precisamente en la
recepción del Almirante Estrada, cómo el hombre de Altamira, por
ejemplo, tenía una lucidez para el movimiento de los animales que,
después, no han vuelto a tener ni siquiera los pintores egregios,
como Velázquez, cuyos caballos son como una abstracción,
tina alusión de gloria, pero no una reproducción gráfica de la
realidad que no ha vuelto a ser captada por el ojo hasta que la
fotografía instantánea reveló, otra vez, el movimiento de los
animales.
Este
mismo declive de la visión lo ha habido en el lenguaje. Zonas
enteras a las que antes proveían los ojos han sido proveídas,
después, por la abstracción y la cultura. Allí donde un hombre
moderno dice, pura y crudamente, 'insultar' o 'injuriar',
un hombre del siglo XVIII decía «poner cual chupa de dómine», y
un hombre del siglo XVI «poner cual no digan dueñas», hablando con
los ojos y pintando dos cuadritos de costumbres que aluden,
respectivamente, a la chupa llena de manchas del dómine pobrete o
al cotorreo de las dueñas en tertulia de antecámara.
Pues
bien; cuando Nebrija llega, aquel idioma acabado de formarse a la luz
del sol, en el campamento, en aquella España que había prolongado
dos siglos su edad heroica, era un idioma construido hacia fuera, por
los ojos, y hacia adentro, por las preocupaciones comunales del
Imperio y de la religiosidad. Un idioma que para decir una cosa breve
decía un santiamén o un credo o una «santiguada»; que hablaba,
como habla todavía el pueblo, de la "sal" y del "ángel"
para celebrar la gracia de la mujer amada, trasladando a los signos
de la gracia humana los de la Gracia divina; que para decir una gran
terquedad decía «fijo en sus trece», aludiendo a Benedicto XIII,
que había muerto en Peñíscola fijo en la terquedad de su
pontificado cismático; que decía «se armó la de Dios es Cristo»
para un gran alboroto, aludiendo a las disputas contra los arríanos
y nestarianos, que negaban a Cristo en su divinidad; que decía «vale
un Perú» para significar un valor supremo; que decía «se armó la
de San Quintín» para aludir a un gran alboroto; o sea que convertía
los temas americanos y europeos del Imperio, las preocupaciones
religiosas, en carne de modismo y de fraseología. Que para lapidar a
una persona con su odio decía «tiene cara de judío o de hereje»,
demostrando así que cuando el dedo doctoral del inquisidor señalaba
a los enemigos de la Fe, se rozaba con el dedo paralelo y moreno del
gañán que señalaba a los enemigos de su propio espíritu. Y todo
este lenguaje, hecho con los ojos y con las palpitaciones realistas y
diarias, expresado en una fonética cerrada y contundente, propia de
un pueblo que seguía viviendo la «edad heroica», porque mientras
otros pueblos podían ya diluir sus vocales en semitonos
aterciopelados, propios de cuchicheos de antecámara palaciega, donde
la fonética se amortigua entre tapices y cortinas, España, que
vivía a la intemperie de la Reconquista, seguía necesitando las
cinco vocales exactas como sones de tímpano, como las cinco cuerdas
de la lira, para gritar sus alertas, de centinela en centinela, bajo
las estrellas del campamento de Santa Fe de Granada.
(Grandes
aplausos.)
A
este lenguaje lleno de vitalidad aplica Nebrija —como digo— su
tratamiento de equilibrio; y, sin ahogar todo ese vigor, le aplica su
ordenación gramatical con un enorme sentido histórico, o sea
reconociendo todas las aportaciones de los diferentes pueblos:
empleando, como aquí se ha dicho, para ejemplo, muchas veces, hasta
«rondeles», refranes y villancicos populares. Así, de sus manos
sale ese castellano equilibrado y perfecto que ha de servir, en
definitiva, a Cervantes para sonreírse de la vida, a Quevedo
para reírse de la muerte y a San Juan para hablar de Dios;
ese castellano con tal coeficiente de elasticidad que llega a todas
las profundidades y anchuras: arriba, la Mística; abajo, la
picaresca; de un lado, el teatro; de otro, el romancero; todos los
valores y matices del espíritu insertos en esa rosa de los vientos
de España, en esa cruz que forma la horizontal del heroísmo al ser
cruzada, de arriba abajo, con esa vertical que va desde los abismos
humanos de la picardía hasta las cumbres soleadas del amor de Dios.
Esa
decadencia del castellano sólo se consuma cuando esos elementos de
la síntesis se separan. En definitiva, no hay tiempo de explicar que
el «culteranismo» y el «conceptismo» son un poco esto; lo culto y
lo popular divorciados; la rotura del equilibro nebricense. Gracián
es, un poco, el refranero hecho monomanía; y, si no Góngora, muchos
de sus secuaces, son un poco el humanismo hecho pedantería.
Adelantan ya tales corrientes esa disgregación de elementos que ha
de acabar, en definitiva, en esas promociones intelectuales que se
habían de enfrentar poco a poco en España; las unas, españolísimas,
pero sin universalidad de estilo; las otras, sin sustancia española,
aunque con modos, a veces, muy finos y muy europeos; las unas que
olerán demasiado a cocido; las otras que olerán demasiado a rapé.
Por eso, viendo las consecuencias definitivas a que este rompimiento
llevó, exaltamos como momento central de la lengua y de la Patria
aquel de la síntesis nebricense; cuando éste, en la madurez de su
vida, cargado con su botín humanístico de Italia, y con su
Gramática, y sus Vocabularios, y su Áurea Expositio,
al volver a su tierra, enreda, como los claveles en los barrotes de
la reja, en sus exámetros latinos, todos los te mas españoles: la
peregrinación de los Reyes a Compostela, el matrimonio de la Infanta
Isabel y del heredero de Portugal, la Virgen de la Vega, la muerte
del Duque de Alba; y, sobre todo, la emoción de esa Salutatio ad
Patriam, donde sus dísticos elegíacos no se desdeñan de evocar
aquellas escenas tan caseras y tan íntimas, aquellas escenas de
cuando se colgaba del cuello de su padre o se refugiaba en el regazo
materno; y perdía y ganaba las nueces con otros compañeros: ¡
exámetros latinos y evocaciones aldeanas; versos de magnífica
ponderación para desplegarlos, como una bandera de dos franjas,
bandera de la cultura española, bandera del Imperio y de la tribu,
en el aire de esta Sevilla, dual y equilibrada, cuya Santiponce evoca
el nombre de un Poncio senador; cuyo barrio más popular se llama
Triana, o Trajana, con el nombre de un Emperador; cuyos
rapaces, futuros torerillos, jugando en la Alameda a los mismos
juegos clásicos que recogió un día Rodrigo Caro en sus Días
lúdricos y geniales, lo mismo pueden esconderse detrás de un
naranjo colorista como en una tarjeta postal, que detrás de las
sobrias piedras de los Hércules romanos de la Ala meda; sinfonía de
lo clásico y lo andaluz, cuyo compás parece que lleva, en el límite
mismo entre el último colmado folklórico y la primera piedra de
Itálica, esa columna serena y pensativa, batuta de Sevilla, que se
alza en los jardines de Castilleja de Guzmán.
(Aplausos.)
Gracias
a esa articulación que le dio Nebrija, el castellano conservó ese
semblante duro e impertérrito frente a todos los soles y frente a
todas, las intemperies. Se cumplió la profecía, y aquellos
naturales de las tierras descubiertas, pronto lo aprendieron: y por
él recibieron la Cultura con una profundidad desconcertante.
¡Fenómeno único en la Humanidad! porque a una generación de
distancia, un nieto de un emperador azteca, reciente, precolombino,
Fernando de Alba, era ya casi una autoridad de la lengua,
preludiando la gloria del inca Garcilaso; y un indio, con una
generación nada más de europeísmo, con sus padres inmersos todavía
en las nieblas anteriores a la Conquista, pudo obtener el grado de
Profesor de Retórica latina en uno de los Colegios imperiales...
Bastan estos datos fríos y escuetos para alzar los ojos ante ese
concurso de las naciones que en estos momentos andan discutiendo de
civilización y de conducta, y lanzarles sencillamente la pregunta de
cualquier subasta: «Señores: ¿hay quien dé más?»
(Grandes
aplausos, que interrumpen al orador.)
Por
eso, todos los que honradamente han estudiado el castellano en
América, por cima de todos sus peligros de los «lunfardos»
promiscuos de los muelles y de los tipismos camperos, y de los
acarreos inmigratorios., han diagnosticado su buena y espléndida
salud. ¡Oh la emoción para los que hemos ido allí, en las
profundidades de la Pampa, en un día azul y luminoso!, «un día
andaluz», que decían los que me llevaban, no sé si por cortesía
de anfitriones o por nostalgia de nietos, la emoción de pedirles a
los payadores, que estaban con su «quena» y su guitarrilla
paraguaya, que cantaran algo, y oír romper el aire de la llanura
infinita con aquellos versos inmortales: «ven muerte tan escondida —
que no te siento venir»...
Después,
sí, cayeron juntos la lengua y el Imperio, como anunció Nebrija.
España se encerró en sí misma, lanzó aquella consigna a que aludí
otras veces, «escuela y despensa» —buen programa para un ama de
casa, programa demasiado modesto para nosotros que habíamos sido
amos del mundo— y se dejó colonizar, como aquí recordara Casares,
en lugar de •colonizar ella palabras y expresiones, como en otro
tiempo.
En
ese momento del pesimismo, de América viene la voz de la esperanza.
Aquel gran nicaragüense, Rubén Darío, es el primero que
abomina del pesimismo: «abominad la boca que predice desgracias
eternas»; abominación de 1898. Después, abominación de sus
consecuencias: «abominad las manos que apedrean ruinas ilustres»;
abominación de los apedreadores del 1931. Y después, tras esta
parte negativa, el estallido del optimismo y de la esperanza: «¿Quién
será el pusilánime que al rigor español niegue músculos?...». Y
la invocación suprema: «ínclitas razas ubérrimas, —sangre de
Hispania fecunda».
Y no
se había extinguido, casi, todavía, la última sílaba de Rubén,
cuando el Premio Nobel, tan cicatero para las cosas hispanas, va a
buscar allí, en su retiro de Petrópolis, a una ilustre chilena,
Gabriela Mistral, y la saca al proscenio de la Gloria. Y
Gabriela se pone a cantar al mundo con voz antigua y nueva:
Hombres
que trabajáis en el verso y la prosa
cual
trabaja el silencio en la profunda rosa
y mis
mineros del cobre apasionado,
tengo
una gracia para estar a vuestro lado.
He
enseñado a leer a gente americana
amasando
verdades en lengua castellana.
Dije
mi Garcilaso y de Santa Teresa
sacando
de Castilla las normas de belleza.
Y he
dicho al descastado que destiñe lo nuestro
que
en español es más profundo el Padrenuestro.
Y
Gabriela Mistral, verbo de oro en entrañas de fuego, me tiendo la
mano en el corazón de la raza y sacándola chorreante de poesía,
dice su palabra definitiva, que en esta hora nos suena a bálsamo de
justicia y de consuelo:
Soy
vuestra y ardo dentro de España apasionada,
como
el diente en el rojo millón de la granada.
Os
fue dada, españoles, una virtud tremenda:
el
ganar el botín y abandonar la tienda...
Y
después, el dístico final, que debiera grabarse con letras de oro
en todos los frontispicios de las asambleas que están decidiendo el
futuro del mundo:
Perder
supieron sólo España y Jesucristo,
¡y
el mundo todavía no aprende lo que ha visto!
(Grandes
aplausos.)
Hermanos
todos de las tierras de América, y vosotros, hermanos españoles:
vivimos un momento nebricense. Otra vez se ha recobrado la vitalidad
española con las vitales fuerzas de la tribu, impuras siempre e
incompletas. Llega el momento de darle la universalidad, de darle la
plenitud romana, de dar le la precisión de perfiles culturales y
humanos a la gran con quista vital. Otra vez, para el idioma, no hay
otra fórmula sino la nebricense. Trabajemos, juntos, en ella.
Salgamos otra vez a los caminos y a las veredas; enganchemos otra vez
la ciencia docta con la sabiduría artesana que sabe mil nombres para
cada oficio, y con el grafismo campesino que sabe mil palabras !
chorreantes de color para cada nube y para cada río; y después de
bautizar otra vez así el idioma con este rocío matinal,
arriesguemos un tratamiento de intervención dura; un entrarse a
galope por rótulos de cine y por titulares de prensa y por letreros
de tienda; un despegar gozosamente carteles y anuncios; una
intervención, dura y académica, que nos recobre para la lengua,
como para el espíritu, ese equilibrio entre el vigor nativo y el
rigor clásico que es nuestra fórmula única de vida y expresión.
Porque nuestra lengua, expresión de este pueblo dual, hecho de
Imperio y de tribu, se hará siempre, como se hizo en aquella hora
inmortal, con una equidistancia sabia en tre el ceño de Antonio de
Nebrija y las sonrisas de la Reina Isabel.
(Grandes
y prolongados aplausos.)
JOSÉ
MARÍA PEMÁN.