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domingo, 30 de noviembre de 2025

Argos




No sueles fijarte en los perros callejeros, pero esa mañana, cuando el turno termina y subes hacia tu portal, lo ves otra vez. Está tumbado junto al contenedor verde, siempre en el mismo sitio. Un chucho viejo, mezcla imposible de mil razas, con un ojo más claro que el otro y el lomo lleno de mechones ásperos.
Lo habías visto de novato, luego desapareció unos años y, como tantas cosas en Madrid, regresó sin explicación. A la gente nueva del barrio le pasa desapercibido, pero tú sabes que ese perro te conoce. O al menos te recuerda de una forma que nadie más lo hace: sin la sombra que te acompaña desde que entraste en la policía.
Hoy parece más débil que de costumbre. Levanta la cabeza cuando te acercas, pero no tiene fuerzas para incorporarse. Aun así, mueve la cola una sola vez, como un gesto ceremonial.
Y tú, sin saber por qué, le hablas:
—Eh, viejo. Aún sigues aquí.
El perro ladea el hocico, como si entendiera. Huele a calle húmeda, a cartones mojados, a la noche que tú también llevas encima. Te agachas y le pasas la mano por el lomo. Bajo el pelaje duro sientes un temblor lento, casi un suspiro.
Clara aparece entonces en la puerta de la portería.
—Pensé que ya no te acordabas de Argos —dice.
No recordabas haber oído su nombre en años. Argos. Claro. Era como lo llamaba el vecino del tercero, aquel jubilado que murió solo y al que nadie vino a reclamar. Desde entonces, el perro quedó sin dueño, salvo por la costumbre y la memoria.
—Hoy está peor —añade Clara—. Anoche casi no se movió. Creo que te está esperando.
No sabes reaccionar. Te quedas en cuclillas, sintiendo el peso del turno, el eco de las voces de las mujeres de Montera, la advertencia de Clara sobre la noche. Y ahora ese perro que te mira como si fueras alguien que vuelve de un viaje demasiado largo.
Argos apoya el hocico en tu rodilla. Le acaricias detrás de la oreja, donde siempre le ha gustado, y notas cómo relaja el cuerpo. Por un momento parece más joven, como si el gesto bastara para recordar otros días: tardes de verano, carreras por el solar, él siempre siguiéndote a pesar de sus patas torpes.
—Buenas noches, compañero —murmuras, aunque ya esté amaneciendo.
El perro suspira, un sonido tan leve que casi no lo oyes, y cierra los ojos. No deja de respirar, pero algo en él cambia, como si hubiera completado una tarea pendiente.
Clara te pone una mano en el hombro.
—A veces —dice—, hay quien aguarda a que volvamos, aunque no lo sepamos.
Te quedas un rato más con Argos, hasta que la ciudad empieza a moverse y el tráfico despierta. Luego te levantas despacio. No quieres que el día empiece todavía, pero sabe que ya ha empezado.
Subes las escaleras sin mirar atrás. No hace falta: sabes que el perro no está solo. Y por primera vez en mucho tiempo, sientes que tampoco lo estás tú.

***

Desde que Argos te dejó aquella mañana, algo en ti se tensó. Como si el barrio entero hubiese cambiado de sitio mientras estabas de servicio. Clara lo nota, los vecinos lo notan, incluso tus compañeros lo notan. Madrid tiene esa costumbre: cuando una cosa se rompe, otra se pone en movimiento sin pedir permiso.
Esa noche te toca ir a Lavapiés. Hay un conflicto en un piso ocupado: varios hombres se han metido dentro y, según dice el comunicante, uno de ellos ha amenazado a la mujer que vive en la puerta de enfrente. 
Cuando llegas al edificio, los vecinos están apiñados en la escalera. Gente humilde, cansada, con miedo de hacer ruido. Entre ellos está Elena —la mujer que vive frente al piso conflictivo— con la llave de su casa temblando en la mano. No te conoce, pero te mira como si fueras su última carta.
—Dicen que nadie va a tumbarles la puerta para entrar—murmura un vecino.
Te señalan el pasillo. Al fondo, la puerta del piso ocupado: madera húmeda, marcada por golpes, probablemente reforzada desde dentro con barras de hierro: Una fortaleza improvisada.
—¿Qué esperáis que haga? —preguntas.
No responden. Sólo te observan, como si supieran algo que tú aún no entiendes: que a veces, para entrar donde nadie puede, no se necesita fuerza sino precisión.
Elena te entrega una llave antigua, doblada, casi inútil.
—Era de mi padre —dice—. Siempre decía que esta puerta sólo se abría si uno tenía buen pulso. Ahora ya no sirve para nada… pero puede que usted…
No termina la frase. No hace falta.
Colocas la llave en la cerradura. La notas rígida, caprichosa, como un arco viejo que exige la tensión exacta. Respirar hondo. Ajustar la muñeca. Buscar el ángulo. Es un gesto que haces sin pensar: la misma calma que usas al apuntar con tu arma cuando, ojalá, no tengas que disparar.
La cerradura cruje. Primero un gemido metálico. Luego un clic. Un sonido pequeño, pero que en el pasillo se oye como un trueno.
Los vecinos se sobresaltan. Elena se lleva la mano a la boca. Empujas despacio y la puerta se rinde. Sólo entonces sientes el temblor en tus dedos: no del esfuerzo físico, sino de algo más profundo. Como si hubieras superado una prueba que no sabías que estabas destinado a pasar. No hay barras ni fortaleza, nada. 
Dentro, los hombres se quedan paralizados. No has tenido que irrumpir, ni golpear, ni derribar. Simplemente has entrado. Y eso los desarma más que cualquier medida de fuerza.
—Buenas noches —dices, con la voz baja pero firme—. Esto se acaba aquí.
No hay pelea. No hace falta. Uno a uno, salen, derrotados por algo que no sabrían explicar.
Cuando todo termina, y los hombres se van en varios patrullas para ser identificados y denunciados, Elena te mira con una mezcla de alivio y incredulidad.
—¿Cómo lo ha hecho?
Piensas en Argos, en Clara, en la ciudad que te prueba sin avisar.
—Supongo —respondes— que algunas puertas sólo se abren cuando uno vuelve preparado.
Un murmullo recorre la escalera. Algo como respeto. Algo como fe. Quizá la misma sensación que tenían los que, en la historia antigua, vieron al hombre que volvió a casa reconocerse en una prueba que sólo él podía superar.
Y mientras sales a la calle de madrugada, en Lavapiés el aire parece más limpio, como si el barrio también hubiese soltado un suspiro.



©Humberto 2025

La marca que no se olvida

 





Cuando vuelves a casa, las calles ya están casi vacías. A veces sientes que la ciudad te reconoce por el sonido de tus pasos. Madrid, en los noventa, es un animal nocturno que sólo baja la guardia cuando empieza a clarear.
Abres la puerta de tu piso y el olor del café recalentado te recibe. Sabes que es cosa de Clara, la portera. Lleva años ocupándose del edificio, y de ti cuando hace falta. No es familia, pero es lo más parecido que tienes. Siempre dice que duerme poco, que una finca así «hay que vigilarla como si fuera un chiquillo».
La encuentras en la portería, revisando facturas. Al verte entrar, te mira con esos ojos que parecen haber visto todas las vidas posibles.
—Otra noche larga —dice, sin necesidad de que le cuentes nada.
Te invita a sentarte. En el escritorio tiene un botiquín abierto. Te señala el brazo derecho.
—Tienes sangre.
Miras la manga rasgada. Ni lo habías notado. Debió de pasar cuando apartaste a una de aquellas mujeres del bordillo, antes de que el coche en el que se fugaba su chulo la embistiera.
Clara moja una gasa y empieza a limpiarte la piel. Sus manos son seguras, meticulosas. Como Euriclea reconociendo a Ulises por la cicatriz, piensas sin decirlo. Pero Clara no necesita tocar ninguna marca para saber quién eres: te ha visto crecer a golpes, a turnos de noche, a decisiones difíciles.
De pronto se detiene. Sus dedos se posan sobre la vieja cicatriz de tu antebrazo, esa que te hiciste de chaval, peleando con aquellos matones de barrio que al verse encarados tiraron de navaja.
—Siempre vuelves con algo nuevo —murmura—, pero ésta… ésta no cambia.
Asientes. No hay mucho que decir. Esa marca, como otras que no se ven, es lo que te recuerda quién fuiste antes de la placa, antes de la ciudad devorando madrugadas.
Clara te venda el brazo y suspira, pero no con cansancio: con una ternura antigua, casi ritual. Levanta la vista y te habla con una firmeza que nunca le habías oído:
—Ten cuidado, Martín. No todas las voces que llaman en la noche quieren tu bien.
La frase te atraviesa con la precisión de un recuerdo fresco: los cantos de Montera, la fuerza invisible, las miradas de aquellas mujeres.
Sales de la portería con la venda aún tibia y el eco de las palabras de Clara persiguiéndote. Madrid amanece, incierta, como si también ella te observara con la misma mezcla de cariño y preocupación.
Y mientras subes las escaleras hacia tu piso, entiendes que hay heridas que curan y otras que revelan. Y que, a veces, lo que te salva es alguien que recuerda por ti quién eres en realidad.


©Humberto 2025

Las sirenas de la Gran Vía


 

Las luces de neón de la Gran Vía parpadean como faros cansados mientras avanzas por la acera. Es 1994 y Madrid tiene ese brillo sucio y fascinante que sólo aparece de madrugada, cuando el último metro ya ha cerrado y la ciudad respira sin testigos.
Patrullas solo esta noche. En comisaría han corrido rumores extraños: varias mujeres de la calle han logrado que algunos conductores se detengan sólo con oírlas hablar. No sería raro que intentaran atraer clientes —eso lo ves cada día—, pero los testigos juran que lo suyo es diferente. Los hombres dejan el coche en mitad de la calzada, como si una fuerza invisible los guiara hacia ellas.
Al doblar una esquina de Montera, las ves. Tres mujeres apoyadas en una fachada vieja, fumando, riendo entre ellas. Cuando hablan, sus voces flotan en el aire como un hilo cálido, demasiado suave para aquella noche fría. Un escalofrío te recorre la espalda: no es lo que dicen, sino cómo suena, como si cada palabra buscara tu punto más débil.
Recuerdas entonces lo que te dijo un veterano de la brigada: «A veces lo que te pierde no es lo que ves, sino lo que oyes». Así que sacas de tu bolsillo unos auriculares viejos que usas para aislarte y te los pones. El mundo se vuelve sordo y seguro.
Las mujeres se acercan, curiosas, moviendo las manos con una gracia ensayada. Sólo ves labios moviéndose y sonrisas diseñadas con precisión, pero no escuchas nada. Quizá por eso mantienes la sangre fría.
Les haces señas para que se aparten de la carretera. Hablas despacio, exagerando los gestos, intentando explicar que no buscas problemas, sólo protegerlas. Ellas, al ver que sus voces no surten efecto, bajan la intensidad. Finalmente, levantas el auricular de la derecha a tiempo para oír que la mayor está diciendo: «No queríamos hacer daño. Sólo sobrevivir».
Asientes. En el Madrid de los noventa, todos sobrevivís a algo.
Cuando te alejas, aún con los auriculares puestos, piensas en Ulises —un recuerdo inesperado de tus años de instituto— y te preguntas si la ciudad no será también un mar extraño. Y si aquellos cantos, más que de sirenas, son los de mujeres que han aprendido a convertir su voz en arma y refugio al mismo tiempo.
Sigues caminando mientras la madrugada avanza, y el rumor de la ciudad, incluso amortiguado, sigue sonando como un mito moderno.


©Humberto 2025

sábado, 29 de noviembre de 2025

El regreso a Ítaca

 El regreso a Ítaca




Madrid, 1994. La ciudad hierve bajo el sol de agosto, las calles parecen fundirse en un mar de asfalto caliente y gente que va y viene sin rumbo fijo. En el aire, el sonido de sirenas y cláxones se mezcla con el murmullo constante de la capital, una ciudad vibrante y bulliciosa, pero también llena de sombras. Y tú, Martín, un veterano de la policía, 45 años, caminas por las aceras de un Madrid que te parece cada vez más ajeno.
El sudor te empapa la espalda mientras sales de la comisaría. Llevas años en este oficio, has visto de todo: el tráfico de armas, la violencia, las pandillas que crecen en las periferias, las vidas rotas que la ciudad se traga. Pero lo peor de todo, lo que te consume, no son los casos sin resolver ni los peligros de la calle. Lo peor es el vacío. La soledad que te sigue a cada paso, como una sombra pesada que nunca se va.
Y, como Ulises, tú también regresas a casa, pero no con la misma esperanza de encontrar un hogar seguro. Tu Ítaca no es solo tu apartamento en el barrio de Tetuán, ni las calles que has patrullado mil veces. Ítaca es más que eso. Es un lugar que nunca has encontrado, un refugio de paz que se te escapa con cada año que pasa. El regreso es siempre la promesa de algo que nunca llega.
Caminas sin prisa, el sol empieza a esconderse y las luces de la ciudad brillan a lo lejos, como faros que te guían sin que sepas hacia dónde. Piensas en el último caso, en el tráfico de drogas que has estado persiguiendo durante meses. Pero sabes que ese no es el verdadero problema. El verdadero problema está en lo que dejas atrás cada vez que llegas a casa. Lo que no has resuelto dentro de ti mismo.
—Vas a acabar perdiendo la cabeza, Martín —te dices mientras miras al frente, esquivando a los transeúntes que cruzan sin mirar.
Cuando llegas a la Plaza Mayor, una figura te llama la atención. Un joven, con aspecto de no estar en su mejor momento, cruza tu camino a toda prisa. Sin pensarlo, lo alcanzas, le plantas cara con la autoridad que te da el haber vivido demasiado para que cualquiera te pase por encima.
—¿Qué pasa, chaval? —tu voz es firme, pero tu mirada es vacía, como si todo fuera parte de una rutina que ya no tiene sentido.
El chico intenta huir, pero no le das opción. Lo agarras del brazo con la fuerza de quien sabe que este incidente no es lo que realmente te tiene inquieto. Son solo detalles, una distracción de lo que realmente te consume por dentro. Tienes la sensación de estar atrapado en un ciclo del que no sabes cómo salir. Como Ulises enfrentándose a las sirenas, tú luchas contra el llamado de la ciudad, contra sus trucos y tentaciones que te hacen perder el rumbo una y otra vez.
Cuando finalmente llegas a casa, la puerta se abre con un chirrido, como un viejo barco que se aproxima al puerto, y al igual que ese barco, tú sabes que, aunque llegues a buen puerto, algo siempre va a estar fuera de lugar. El apartamento está vacío. La luz del pasillo ilumina la mesa del comedor donde, hace años, solías cenar con tu esposa. Pero ella ya no está. Hace tiempo que se fue, y tú sigues aquí, atrapado en un mundo que ya no tiene cabida para lo que más querías.
Te dejas caer en el sofá, mirando la televisión apagada. Las horas se alargan sin sentido. La ciudad sigue, la gente sigue, pero tú te sientes distante de todo. Como si estuvieras en otra dimensión, viviendo entre los ecos de una vida que ya no puedes alcanzar.
—Todo se me está escapando, joder —te dices en voz baja, mientras te frotas la cara, agotado.
Afuera, el ruido de Madrid no cesa. Pero tú no te quedas. Algo te impulsa, como si un poder invisible te arrastrara de vuelta a las calles. No importa si es tarde, no importa si estás exhausto. Algo dentro de ti te empuja, como si aún tuvieras algo que resolver, algo que entender, aunque ni siquiera tú sabes qué es.
Te pones de pie y sales de nuevo al asfalto. La ciudad, esa gran Ítaca imposible de alcanzar, te llama. Tus pasos te llevan hasta el parque de La Vaguada, donde te encuentras con alguien que conoces bien. Un compañero de los viejos tiempos, un hombre con quien compartiste muchas noches en los bares de la ciudad, cuando aún creías que podía haber algo más allá del trabajo. Él está sentado en un banco, una copa de whisky en la mano, mirando al cielo estrellado.
—¿Sabes, Martín? —te dice con voz apagada—, hay noches en las que uno se pregunta si todo esto vale la pena. La gente se olvida de nosotros. La ciudad sigue su curso, como un tren, y nosotros… nosotros aquí, perdidos en el camino.
Te sientas a su lado, en silencio. No necesitas hablar. El vacío que sientes es el mismo. No hay nada que decir, solo la certeza de que la batalla que libramos no es contra el crimen, ni contra la ciudad, sino contra nosotros mismos. Las calles de Madrid, con su bullicio y su caos, se convierten en algo familiar, casi como una segunda piel que te ha marcado para siempre.
Pero en ese silencio, te das cuenta de algo. Al igual que Ulises, sabes que no hay regreso fácil a Ítaca. La paz, si alguna vez llega, no lo hará en forma de puerto seguro, sino como una lucha constante, como un conflicto interno que no tiene fin. La ciudad, por más que te atraiga, nunca te dará el descanso que buscas. Pero al menos, por esa noche, algo dentro de ti se calma. Y eso, de alguna manera, te da fuerzas para seguir adelante.


©Humberto 2025

El Corazón Bajo la Pintura






Relato inspirado en El retrato del capitán Lope, de Pemán,


En la sala principal de la vieja casona de los Velarde colgaba, oscurecido por los años, el retrato del capitán Lope de la Puente. Los criados pasaban ante él con un respeto casi religioso, pues la mirada del capitán, fija y serena, parecía atravesar el polvo, los siglos y hasta el alma de quien la soportara.
Decían los viejos del lugar que Lope había sido un hombre de una sola pieza: recto como su espada, silencioso como su determinación. Había combatido en ultramar, en fortalezas que olían a pólvora y humedad, y había regresado siempre entero, aunque con una sombra en los ojos que nadie lograba descifrar.
Fue en una noche de otoño, mientras el viento golpeaba las ventanas con puños de agua, cuando el joven heredero, Don Álvaro, decidió enfrentarse a la vieja leyenda. Había oído susurros desde niño: que el cuadro respiraba, que a veces parecía cambiar de expresión, que Lope aguardaba algo, o a alguien.
Alumbrándose con una lámpara de aceite, entró en la sala desierta. El retrato parecía más grande que nunca, dominando la estancia como un guardián fatigado.
—Capitán Lope —murmuró Álvaro—, todos hablan de usted, pero nadie sabe quién fue realmente. ¿Qué espera? ¿Qué desea?
La llama tembló, y durante un instante —solo un instante— la expresión del retrato pareció suavizarse. No fue miedo lo que sintió Álvaro, sino un extraño reconocimiento, como si el hombre del cuadro lo observara con una mezcla de orgullo y pesadumbre.
El joven dio un paso más, decidido a arrancar la historia del silencio. Y entonces lo vio: una desgarradura casi invisible en el lienzo, justo sobre el corazón pintado del capitán. Parecía una herida, una que no estaba allí semanas antes.
Lo tocó. La tela estaba fría, pero algo vibraba detrás, como un latido.
A la mañana siguiente, llamó al cronista del pueblo, quien hacía años recopilaba anécdotas sobre el capitán. Tras horas de revisar papeles amarillentos, encontraron la verdad: Lope había regresado sin gloria, marcado por un acto de fidelidad que nadie conoció. Había salvado no una bandera, sino a un hombre traicionado por su propio ejército. Aquel sacrificio, oculto por la política y el silencio, lo había condenado a ser recordado solo como un retrato solemne en la pared.
—Él no espera que lo veneren —dijo el cronista al fin—. Espera que lo comprendan.
Álvaro, movido por algo más fuerte que la curiosidad, decidió entonces restaurar el retrato. Mientras el restaurador limpiaba barnices y levantaba veladuras, el rostro del capitán emergió con una claridad nueva: ya no era el soldado pétreo que todos temían, sino un hombre cansado, noble y profundamente humano.
Desde ese día, quien entraba en la sala juraba ver al capitán menos rígido, menos distante. Algunos incluso afirmaban que la herida sobre el corazón había desaparecido por completo.
Pero Álvaro sabía la verdad: no había sido el lienzo lo que sanó, sino la historia que por fin había dejado de sufrir en silencio.
Y así, el retrato del capitán Lope se convirtió en lo que siempre debió ser: no un enigma, ni una advertencia, sino un homenaje fiel a un hombre que, incluso desde la pintura, parecía seguir velando por los suyos.

La Nobleza del Silencio



 

Relato inspirado en el cuento «Vieja historia de un buen caballero», de Pemán.




En el pequeño valle de San Lorenzo, donde los montes formaban una herradura protectora y el río bajaba manso como un animal domesticado, vivía don Rodrigo de Almenara, a quien todos llamaban, con respeto casi ancestral, «el buen caballero». No era noble por título, ni llevaba espada a la cintura, pero conservaba una dignidad antigua que parecía venir de los tiempos en que la palabra valía más que un contrato.
Su figura era inconfundible: alto, delgado, bastón de madera clara y mirada límpida. Cuando caminaba por la calle principal, el cartero se quitaba la boina, las mujeres inclinaban la cabeza y los niños se ponían rectos como velas, aunque no supieran explicar por qué.
La rutina de don Rodrigo era tan exacta como un reloj de cuerda. Al amanecer, repasaba su jardín, donde crecían rosas y romeros que él cuidaba con manos pacientes. Después caminaba hasta la plaza para saludar al boticario, quien siempre tenía preparada una broma y un vasito de agua de azahar. Por la tarde visitaba la ermita de San Miguel, donde se sentaba largo rato en silencio, dejando que la luz de la tarde lo rodeara como un manto dorado.
Todo era paz, hasta que un invierno llegó la tormenta más extraña que el pueblo había visto: una tormenta de rumores.
Un día amaneció con papeles anónimos bajo las puertas. Acusaciones, maledicencias, secretos que quizás eran verdad o quizás no, pero que caían como piedras sobre la convivencia del valle. Pronto los vecinos comenzaron a evitarse. Las conversaciones se llenaron de silencios tensos. En la panadería se hablaba en voz baja. En el casino ya nadie jugaba cartas sin mirar antes por encima del hombro.
—Este es tiempo de honra herida —murmuró don Rodrigo, con un pesar que no era solo suyo.
Y entonces decidió actuar. No con advertencias ni discursos, sino con esa paciencia que era su verdadera armadura.
Comenzó por ir casa por casa. A la panadera, que sospechaba de todos menos de sí misma, le recordó que las palabras que hieren vuelan más lejos que las que consuelan. Al herrero, cuya mirada recelosa se había vuelto sombra permanente, le dijo que la fuerza también podía usarse para corregir el propio orgullo. A los jóvenes del molino les explicó que en un pueblo pequeño la verdad termina por salir siempre a la luz, y que es mejor sostenerla que temerla.
No juzgaba. No acusaba. Tan solo dejaba caer sus palabras como gotas de agua que, poco a poco, desgastan la piedra más dura.
Mientras tanto, el ambiente del pueblo comenzaba a cambiar. Las conversaciones volvían a tener risas, aunque cautas. Los saludos recuperaban su tono templado. Aun así, las heridas permanecían, esperando un gesto que las cerrara del todo.
Ese gesto llegó una noche de viento frío. Al terminar la misa, el sacristán encontró, apoyado en la puerta de la iglesia, un fajo de papeles atados con una cinta sencilla. Eran todos los anónimos, cuidadosamente recogidos y doblados. Encima de ellos, una nota escrita con mano temblorosa:
«Perdón. No supe lo que hacía».

 

No había firma.
El pueblo entero se reunió en la plaza. Algunos lloraban; otros murmuraban aliviados. La alcaldesa decidió quemar los papeles allí mismo, como quien purifica una llaga que ya no puede crecer.
Cuando preguntaron a don Rodrigo si sabía algo, él se limitó a esbozar esa sonrisa suya, humilde y clara.
—No he hecho nada —dijo—. Sólo he recordado a cada uno la persona que quería ser antes de olvidar su propio camino.
Y así, sin brillo de armaduras ni nobleza heredada, el buen caballero devolvió la paz a San Lorenzo. Años después, cuando se contaba aquella historia, todos coincidían: las guerras más difíciles no son las de espada, sino las que pelean el corazón y la conciencia. Y don Rodrigo, con la serenidad de los viejos caballeros, había sabido ganarlas sin levantar la voz.

El Susurro que Devolvió la Medalla




 

(Relato inspirado en EL cuento «Una intriga de Luis el Suave», de Pemán)

En la villa blanca y reposada de San Bartolomé del Río, donde el sol caía cada tarde sobre las fachadas encaladas como una bendición tibia, todos conocían a Luis el Suave. Era un hombre que parecía hecho de lana fina: delgado, de gestos pausados, siempre con ese mirar entre distraído y atento que hacía pensar que veía más de lo que decía. Su voz nunca subía de tono; más bien descendía hacia la calma, como un arroyo pequeño que evitara hacer espuma.
Aquel agosto llegó con un alboroto impropio del pueblo: había desaparecido la medalla de la Virgen del Consuelo, pieza de oro antiguo que presidía el santuario y cuya pérdida dejó a los devotos con un nudo en la garganta. Las campanas tocaron más fuerte aquellos días, como si quisieran llamar a la cordura; pero en vez de serenarse, todos murmuraban.
La alcaldesa, doña Carmen, iba de un lado a otro emitiendo órdenes que nadie sabía si cumplir o no. El sacristán repetía, con insistencia pesada, que él había cerrado la iglesia «como siempre, como toda la vida, mujer». Las señoras de la calle Alta empezaron a tejer hipótesis tan rápido como tejían manteles. Y los hombres del casino discutían con un dramatismo que hubiera sido la envidia de cualquier tertulia de ciudad.
Luis, en cambio, guardaba silencio.
Una tarde, sentado en el atrio de la iglesia, observó el ir y venir de vecinos alterados. Cuando el sacristán pasó ante él, agitado como un gallo mojado, Luis comentó con sencillez:
—No ha sido un ladrón de oficio. Ha sido un corazón cansado.
El sacristán frunció el ceño, incapaz de entender. Luis no explicó más.
A partir de entonces, sin que nadie se lo pidiera, comenzó a pasearse por el pueblo con un objetivo secreto. Visitó a don Matías, el boticario, que llevaba semanas con un gesto sombrío; le regaló unas naranjas y habló con él de la lluvia que aún no llegaba. Pasó por la casa de Rosario, la viuda más joven del barrio, y le dejó en la ventana un ramillete de jazmines sin firma. Fue a ver a Álvaro, el muchacho del molino, y le contó una historia antigua sobre errores perdonados. Y así, uno por uno, fue dejando pequeñas semillas de consuelo, como si restaurara un tejido invisible que alguien había rasgado sin querer.
Nadie comprendía qué se traía entre manos, pero a nadie estorbaba su presencia: Luis era como el viento suave que pasa sin mover una hoja, pero refresca el ambiente.

Tres días después, al abrir la iglesia al amanecer, el sacristán se quedó sin aliento. Encima del altar, limpia como si la hubieran pulido durante horas, descansaba la medalla de la Virgen del Consuelo. Sin nota, sin explicación y sin sospechoso claro.
Se armó un revuelo alegre. Las vecinas aseguraban que había sido milagro; otros, que algún pecador arrepentido la había devuelto por miedo. La alcaldesa respiró profundamente y declaró resuelto el asunto, aunque sin saber cómo. Y mientras unos brindaban café y otros contaban versiones exageradas del hallazgo, Luis se sentó en el banco de la plaza, mirando a los niños jugar.
Cuando le preguntaron si sabía algo, solo sonrió con ese gesto suyo que mezclaba ternura y misterio.
—A veces —dijo—, cuando un corazón pesa demasiado, necesita soltar lo que no le pertenece. Y luego alguien debe ayudarle a encontrar el camino de vuelta.
No añadió nada más. Pero muchos años después, cuando el pueblo recordaba aquella intriga, todos coincidían en que había sido Luis el Suave quien, sin señalar a nadie y sin pronunciar un reproche, había guiado al culpable hacia el alivio. Y en San Bartolomé del Río quedó la certeza de que algunos problemas se resuelven mejor con susurro.



viernes, 28 de noviembre de 2025

We let the stars go free

 



There was that girl I used to know
She'd tease me about my name
Fan the embers long enough
I sometimes catch her flame
The soothing voice of distance tells me
'that was just a fling'
Other music fills my ears
But I still hear her sing :
She sings :
Paddy joe, say paddy joe
Don't you remember me ?
How long ago one gorgeous night
We let the stars go
Paddy joe, say paddy joe
Don't you remember me ?
How long ago one gorgeous night
We let the stars go free
There was a boy I used to be
I guess that he was cold
If she came to buy him now
How cheaply he'd be sold
But the light is gone and it is dark
What used to be the sky
Is suddenly embarrassing
To the naked eye
You see :
Paddy joe, see paddy joe
Can't face this memory
How long ago one gorgeous night
We let the stars go
Paddy joe, see paddy joe
Can't face this memory
How long ago one gorgeous night
We let the stars go
Long ago one gorgeous night
We let the stars go
Long ago one stupid night
We let the stars go free

Las estrellas que dejamos ir (basado en la canción de We let the stars go free)

En noches que ya se fueron,
una voz antigua me llama,
dulce y leve, como bruma
que al corazón se le cuela.


Había una joven
que jugaba con mi nombre,
y encendía con sus ojos
las brasas de un fuego breve.
Lejos, la voz del tiempo
susurra que fue un capricho,
pero aún resuena en mí
la canción de su risa.


Paddy Joe, decía el viento,
¿me recuerdas aún, acaso?
Bajo aquel cielo generoso
dejamos libres las estrellas,
un instante tan hermoso
que hoy duele en la memoria.


Había también un joven,
y yo lo fui, frío y callado;
si alguien lo vendiera ahora,
qué barata sería su alma.
Pero la luz se ha ido,
y lo que era cielo puro
se vuelve vergonzoso
a los ojos desnudos.

Paddy Joe, veo tu sombra,
no puedo enfrentar el eco
de aquella noche gloriosa,
de aquellas estrellas sueltas.
Lejos, hace ya tanto tiempo,
una noche leve y hermosa
nos dejó la eternidad
en libertad, en silencio.

Las estrellas que dejamos ir (relato basado en la canción WE LET THE STAR GO)
Era una noche de verano, de aquellas en que las estrellas parecen caer al río como pequeñas lámparas de cristal. Yo caminaba por la orilla, recordando a una muchacha que solía burlarse de mi nombre con risas suaves, capaces de encender brasas en el corazón más frío. Su recuerdo era fuego y bruma a la vez, y me perseguía en cada sombra de la luz que se extinguía.
«La vida es un instante», murmuraba la distancia, y yo asentía, aunque en mi interior sabía que aquel instante había sido un festín de memoria y deseo. Las canciones de entonces seguían resonando en mis oídos, aunque otros acordes intentaran ocupar su lugar; nada lograba acallar su voz, ni su risa, ni el eco de su llamado: «Paddy Joe… ¿no me recuerdas?»
También yo fui un joven, frío y altivo, que no supo cuidar lo que tenía ni anticipar lo que el tiempo le robaría. Si alguien intentara vender hoy aquella frágil parte de mí, qué barata se ofrecería, pensaba. Y sin embargo, la noche caía con toda su majestad, y lo que antaño fue cielo ahora parecía vergonzoso, herido por la nostalgia que lo cubría como un manto de terciopelo oscuro.
Caminé hasta donde las aguas dormían y dejé que las estrellas se escaparan libres, una a una, mientras supe que aquel breve romance, aquella chispa y aquel nombre, nunca serían olvidados. El tiempo se inclinó, complacido de su travesura, y yo me quedé allí, con la memoria viva y el corazón lleno de un dulce desasosiego, aprendiendo, como siempre, que lo perdido jamás deja de brillar.


©Humberto 2025 

La quietud de los que permanecen




En los pasillos sombríos del Congreso, aquella tarde de febrero, el aire parecía espesarse como si temiera lo que estaba por venir. A nadie sorprendía del todo el runrún de los días previos, pero sí la forma en que el silencio se adueñó de los escaños cuando los primeros disparos rasgaron el recinto.
Garrido, un diputado de rostro anguloso y gesto cansado, contempló el caos como quien ve cumplirse una vieja superstición. No era hombre de grandes discursos; más bien se dejaba arrastrar por la corriente de los acontecimientos, convencido de que la historia no la trazan los valientes sino los obstinados. Sin embargo, allí, mientras el humo se esparcía y algunos buscaban desesperadamente el suelo, sintió una rara mezcla de resignación y lucidez.
En medio del alboroto, distinguió a unos pocos que permanecían erguidos. No sabía si atribuirlo a la terquedad, al orgullo o a un sentido arcaico del deber, pero aquella inmovilidad le produjo una impresión profunda, casi amarga. Pensó que quizá la dignidad humana no se manifiesta en los grandes gestos, sino en esos segundos en los que uno, sin comprender del todo por qué, decide no agacharse.
Las voces de mando, los pasos precipitados y el temblor de los cristales fueron perdiendo fuerza. Garrido, todavía con la mano crispada en el borde de su escaño, sintió que la escena se volvía lenta, casi irreal. En su mente surgió la idea —muy barojiana, según él mismo admitiría después— de que la vida es un conjunto de instantes torcidos que, sin embargo, acaban componiendo la figura de un país.
Cuando todo comenzó a deshacerse, comprendió que aquel día no sería recordado por el estruendo, sino por la quietud. Y que, en esa quietud, cada cual había mostrado, aunque fuera apenas un segundo, el verdadero dibujo de su alma.


Garrido se incorporó lentamente cuando los ecos del tumulto empezaron a desvanecerse por los corredores, como si la tarde, fatigada, quisiera replegarse sin más explicaciones. Había en el ambiente un temblor contenido, una mezcla de miedo y de extraña euforia, semejante a la que precede a los grandes temporales. Él, que nunca se sintió protagonista de nada, notaba ahora el peso de una responsabilidad difusa, casi moral, que le oprimía el pecho sin saber bien por qué.
Observó a sus compañeros, cada uno emergiendo de su propio sobresalto: unos murmuraban consuelos, otros balbuceaban indignación, pero la mayoría guardaba un silencio torvo, como quien ha visto demasiado y no tiene fuerzas para interpretarlo. A Garrido le pareció que todos habían envejecido unos años en cuestión de minutos.
El presidente, aún con la sombra de la tensión en el rostro, se movía de un lado a otro tratando de recomponer un orden que todavía no existía. A su alrededor se formaban corrillos inciertos, como si los diputados buscasen, sin lograrlo, una explicación que los redimiera de haber temblado, aunque fuese por dentro. Garrido, sin embargo, sabía que aquella búsqueda era inútil: los hechos, una vez ocurridos, no admiten adjetivos ni coartadas.
Sintió entonces la necesidad de caminar. Salió del salón y avanzó por el pasillo, donde las luces tardaban en recobrar su tono habitual. Allí, en la semipenumbra, pensó que el país entero era como ese edificio: sólido en apariencia, pero lleno de grietas que nadie quería mirar de frente. Aun así, había en ese desorden una vitalidad inesperada, como si la democracia, tan frágil y tosca, hubiese demostrado de golpe una resistencia elemental.
Al llegar a una ventana, se detuvo. La noche empezaba a envolver Madrid con su manto indefinido, y desde la calle subía el rumor inquieto de la ciudad. Garrido se apoyó en el alféizar y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió levemente. Pensó que, pese a todo, quizá valía la pena seguir en aquel oficio ingrato. Porque, al fin y al cabo, la historia no es más que eso: la insistencia tozuda de unos cuantos que no saben retirarse a tiempo, pero que, sin proponérselo, sostienen el edificio cuando amenaza con venirse abajo.
Y así, mientras la noche avanzaba y las luces del Congreso parpadeaban con obstinación, Garrido comprendió que aquel instante —insólito, violento y casi ridículo— quedaría grabado no por lo que cambiaría, sino por lo que había revelado: que incluso en los momentos más absurdos, el país seguía buscando, a tientas, su manera de existir.


Garrido permaneció un rato junto a la ventana, escuchando el murmullo lejano de los coches y el golpe seco del viento contra los cristales. Aquella serenidad exterior contrastaba con el torbellino interior que aún lo removía. No era miedo —ese ya había pasado—, sino una especie de clarividencia amarga, como si la tarde hubiese arrancado la costra a viejas certezas que llevaba demasiado tiempo sin revisar.
Decidió regresar al hemiciclo. No por deber ni por curiosidad, sino porque presentía que algo esencial se estaba recomponiendo allí dentro, y él quería presenciarlo, aunque fuese desde la sombra. Caminó despacio, arrastrando la mano por la pared, como si necesitara constatar que el edificio seguía en pie. Cada paso resonaba en el suelo de mármol con un eco que le recordó a los monasterios de su infancia, donde el silencio tenía siempre un matiz de advertencia.
Al llegar, encontró a varios diputados sentados ya en sus escaños, inmóviles, como recién desembarcados de un naufragio. Nadie se atrevía a levantar demasiado la voz; incluso los más charlatanes parecían haber gastado el repertorio. Cada gesto, cada respiración, adquiría un peso desproporcionado, como si todo se hubiera vuelto más verdadero de lo que la política acostumbraba a permitir.
Garrido tomó asiento sin decir palabra. Observó el techo, aún con las huellas del humo disipándose, y pensó que aquel recinto, tantas veces escenario de discusiones vanas, había cobrado por unas horas una dignidad inesperada. Allí, donde tantos habían hecho gala de grandes principios sin creerlos del todo, un puñado de hombres había mantenido la vertical como si defendiera algo más que un reglamento. Ese simple gesto —tan fácil de idealizar después— se le antojaba ahora un recordatorio incómodo: la libertad no era una abstracción, sino un asunto que se jugaba en segundos, en músculos tensos, en una decisión casi física de no ceder terreno.
—Parece que volvemos a empezar —murmuró alguien a su espalda, sin convicción.
Garrido no supo si asentir o no. Empezar… ¿desde dónde? ¿Hacia qué? En su fuero interno, sospechaba que aquel sobresalto no traería ningún milagro —ni limpieza moral, ni súbito patriotismo, ni reformas que corrigieran la mediocridad habitual—, pero sí dejaría una marca invisible, un leve temblor en la conciencia colectiva. Y eso, pensó, ya era algo.
El presidente llamó al orden, y de nuevo las voces comenzaron a encadenarse, débiles al principio, luego más firmes, como si cada diputado fuera recordando poco a poco el papel que debía desempeñar. La vida regresaba a su cauce, torpe pero inevitable.
Garrido se reclinó en su asiento. Sentía un cansancio antiguo, pero también una energía rara, casi juvenil. Había visto el corazón del país latir al borde del colapso… y seguir latiendo. Y aunque sabía que, al amanecer, los periódicos inventarían heroísmos y villanías con la ligereza habitual, él conservaría para sí una verdad más modesta: que a veces la historia se sostiene por milagros tan pequeños que ni siquiera merecen ese nombre.
Ajustó la chaqueta, respiró hondo y, cuando le llegó el turno de palabra, se aclaró la voz sin prisa.
Por primera vez en años, tenía algo sencillo —y acaso importante— que decir.





Garrido no sabía muy bien qué palabras iban a salir de su boca, y quizá por eso habló con una franqueza inhabitual en él. Su voz sonó limpia, sin grandilocuencias, como si estuviera pensando en voz alta ante un auditorio que, por una vez, escuchaba de verdad.
—Señorías —empezó—, hoy hemos visto lo peor y lo mejor que puede darnos este país. Hemos visto miedo, sí, pero también una resistencia silenciosa que quizá no sepamos explicar mañana. No sé si llamarlo valentía; tal vez sea simplemente decencia.
Un murmullo leve —no de desaprobación, sino de reconocimiento— recorrió algunos bancos. El presidente lo observaba con atención, sorprendido por el tono del diputado que solía pasar desapercibido entre debates y votaciones.
—No somos héroes —continuó Garrido—. Somos humanos, demasiado humanos. Y, sin embargo, aquí seguimos. Puede que no baste, pero es un comienzo.
Se sentó sin más, como si temiera estropear el impulso inicial con alguna frase torpe. Para su desconcierto, varios diputados asintieron con una gravedad nueva, casi íntima. No era un aplauso ni una ovación —eso habría sido impropio en aquel clima—, sino algo más discreto y sincero: un reconocimiento entre supervivientes.
Las intervenciones siguientes retomaron el debate con más cautela que entusiasmo. Había una fragilidad patente en cada idea, como si todos supieran que las palabras aún estaban buscando su sitio después del sobresalto. Pero, poco a poco, el ritmo parlamentario recobró su forma, torciéndose aquí, enderezándose allá, como un animal herido que vuelve a ponerse en pie.
Garrido se dedicó a observar. Notó que incluso los más vehementes habían bajado un tono, como si hubieran descubierto —aunque fuera por unas horas— que la política no es sólo una disputa, sino un equilibrio precario que puede romperse en un instante. Eso, pensó, quizá fuese la enseñanza más valiosa del día.
Cuando la sesión se levantó por fin, la noche ya había entrado del todo. Los diputados salieron por los pasillos sin prisas, casi con un sigilo monástico. Garrido caminó entre ellos sintiéndose, por primera vez en años, parte de algo más grande que su propio cansancio.
En la escalinata del Congreso, se detuvo. La ciudad lo esperaba con su bullicio habitual, ajena al temblor que aún recorría el edificio. Madrid, pensó, seguía adelante como siempre, indiferente, resistente, testaruda.
Bajó los peldaños despacio y, al poner el pie en la acera, tuvo una intuición casi barojiana: que la historia no avanzaba por los bravos ni por los fanáticos, sino por los hombres comunes, tímidos incluso, que en un instante decisivo lograban mantenerse de pie sin aspavientos.
Y así, mezclándose con la multitud nocturna, Garrido siguió su camino, convencido de que aquel día —tan absurdo como revelador— quedaría grabado en él no como un momento de gloria, sino como un recordatorio de que la dignidad, a veces, adopta la forma de un gesto pequeño y silencioso. Un gesto que, pese a todo, sostiene el mundo.





Garrido avanzó unos metros por la acera antes de darse cuenta de que caminaba sin rumbo. La noche, limpia y fresca, parecía sacudirse cualquier sombra de violencia, como si Madrid hubiera decidido, con su habitual indiferencia práctica, pasar página incluso antes de que la tinta se secara. Él, en cambio, llevaba el día entero impregnado en la ropa, en la piel, en la conciencia.
Se detuvo frente a un quiosco cerrado, cuyos periódicos del día mostraban titulares que ya habían quedado obsoletos. Allí, iluminado por una farola temblorosa, experimentó un pensamiento que le habría hecho sonreír en cualquier otra circunstancia: que mañana, cuando aquellos mismos diarios anunciaran el sobresalto, ninguno de ellos captaría la verdad íntima de lo ocurrido. Hablarían de conspiraciones, de traiciones, de corajes legendarios; pero nadie mencionaría la respiración contenida, el sudor frío, las miradas cruzadas entre desconocidos que, por un instante, sintieron una fraternidad que jamás admitirían en público.
Decidió encaminarse hacia su pensión. Caminaba despacio, cuidando que los pasos no resonaran demasiado. En su interior persistía un temblor sordo, como si el cuerpo, mucho después del peligro, siguiera argumentando que todavía era prudente actuar con cautela.
Al doblar una esquina, se encontró con un grupo de jóvenes que discutía animadamente, ajenos a lo ocurrido. Hablaban de música, de un concierto, de un examen. Al oírlos, Garrido sintió una punzada de extraña ternura: la cotidianeidad seguía ahí, intacta, indiferente a las sacudidas del poder. Y quizá —pensó— era esa normalidad, tan testaruda, la que de verdad sostenía al país, mucho más que los hemiciclos solemnes.
Entró en un bar modesto que seguía abierto, un local con olor a fritura y café recalentado. Se sentó en una mesa del fondo, pidió un coñac y observó el vapor ascender en espirales tímidas. El camarero, un hombre de bigote espeso y gesto bonachón, le lanzó una mirada curiosa.
—¿Día largo? —preguntó.
—Demasiado —respondió Garrido, sin más detalles.
No era hombre de confidencias fáciles; además, intuía que ningún relato haría justicia a lo vivido. Había cosas que sólo podían sostenerse en silencio, como se sostienen ciertos recuerdos dolorosos que nadie más entendería.
Mientras apuraba el vaso, comenzó a ordenar sus pensamientos. El sobresalto había puesto a prueba su carácter y lo había sorprendido. Siempre se creyó un hombre corriente, sin especial vocación para la firmeza. Pero al recordarse allí, en el hemiciclo, con el cuerpo tenso y la mirada fija, sintió un pudor extraño, como si la dignidad lo hubiese visitado sin avisar y ahora no supiera muy bien qué hacer con ella.
Pagó, salió a la calle y reanudó el camino. La ciudad seguía viva, pero ya no bullía; había entrado en esa hora en la que los ruidos se amortiguan y los pensamientos se afinan. Un gato cruzó la calle como un relámpago silencioso. Una ventana se cerró de golpe. Un coche solitario pasó dejando un rastro de luz.
Al llegar a su edificio, Garrido levantó la vista hacia su balcón oscuro. Le pareció verlo como si fuera la primera vez: un refugio humilde, casi ascético, desde el cual observar el mundo sin que éste lo reclamara demasiado.
Subió lentamente las escaleras. Cada peldaño parecía hundirse un poco bajo su peso, como si compartiera su cansancio. Al entrar en su habitación, no encendió la luz. Se dejó caer en la silla junto a la mesa, respiró hondo y apoyó las manos sobre el mantel áspero.
La jornada había terminado, sí, pero algo en él seguía alerta, como un vigía que se niega a abandonar su puesto.
Y allí, en la penumbra tranquila de su cuarto, comprendió que el país, con todos sus sobresaltos, seguía siendo un organismo terco que avanzaba a golpes de susto y de esperanza.
Quizá —se dijo con una media sonrisa— esa era la única manera posible de vivirlo.
Quizá, después de todo, no era un mal destino.



Garrido permaneció un rato sentado, inmóvil, como si cualquier movimiento pudiera desbaratar el tenue equilibrio que había logrado recuperar. La penumbra de la habitación tenía algo de refugio y algo de interrogatorio: lo obligaba a mirarse sin adornos, sin el ruido habitual que enmascaraba sus dudas.
Se levantó al fin y abrió la ventana. El aire frío le golpeó el rostro con una franqueza casi campestre, recordándole los inviernos en su pueblo natal. Allí, en aquellas tierras ralas donde el viento siempre parecía llevarse algo —una hoja, un murmullo, una intención—, había aprendido que la vida muchas veces consiste en resistir sin esperar recompensas. Y esa lección, que entonces le pareció gris y resignada, cobraba ahora una dignidad inesperada.
Apoyó los codos en el alféizar y contempló la calle desierta. La madrugada empezaba a insinuarse con un resplandor pálido, ese momento en que la ciudad todavía duerme, pero ya no del todo. Pensó en los que, a aquella hora, ya estarían preparando las rotativas para vestir el día con titulares afilados. Se preguntó qué versión de lo ocurrido acabaría prevaleciendo: la trágica, la heroica, la ridícula… porque todas, en el fondo, tenían algo de verdad y algo de mentira.
Él, sin embargo, sabía que la esencia del día residía en otra parte: en las miradas que no huyeron, en los gestos involuntarios, en la humanidad desnuda que había emergido cuando la política fue despojada de su aparato teatral. Pensó en los compañeros que habían permanecido erguidos por obstinación o por vergüenza. Pensó también en los que se habían refugiado bajo el escaño, y no los juzgó: nadie conoce su propio temple hasta que la realidad decide probarlo.
Cerró la ventana y caminó hacia la cama. El colchón hundido y la colcha apagada le parecieron de pronto reconfortantes, como un recordatorio de que la vida cotidiana —con sus rutinas modestas, sus desayunos corrientes, sus prisas y sus bostezos— era lo que daba sentido a aquel edificio solemne donde, horas antes, había cundido el pánico. Sin esa vida de base, pensó, la política sería sólo un teatro vacuo, un decorado sin público.
Se tumbó sin quitarse la ropa. El cansancio le cayó encima como un abrigo pesado, pero aún así no logró cerrar los ojos. La mente seguía repasando escenas del día, no las más comentables, sino las que quedaban atrapadas en los intersticios: el temblor de una mano sobre un pupitre; el ruido sordo de un zapato que se movía nerviosamente; la forma en que el humo se elevó en un hilo recto antes de dispersarse.
Estuvo así, flotando entre la vigilia y el sueño, hasta que un pensamiento sencillo, casi humilde, lo fue envolviendo: que él, con toda su insignificancia, había sido testigo de un instante en el que el país se miró en un espejo brutal. Y aunque aquel reflejo no fuera halagador, al menos era auténtico.
Cuando por fin el sueño comenzó a rendirlo, Garrido tuvo la sensación —ligera, incierta, pero obstinada— de que algo en él había cambiado. No sabía qué, ni pretendía averiguarlo aquella noche. Ya habría tiempo para volver a ser el hombre gris, para perderse entre comisiones y debates menores.
Pero ahora, en ese borde indeciso de la madrugada, se permitió una convicción insólita en su carácter:
que, a veces, basta con haber estado de pie en el momento preciso para justificarse ante uno mismo.
Y con ese pensamiento, por primera vez en muchas horas, se abandonó al sueño sin resistencia.

A la mañana siguiente, Garrido despertó sobresaltado, no por una pesadilla, sino por un silencio demasiado limpio. Durante un instante no supo dónde estaba: la luz tenue que se filtraba por la cortina tenía un tono casi azul, como una promesa de normalidad que aún no se atrevía a cumplirse del todo. Se incorporó despacio, sintiendo el cuerpo agarrotado, y descubrió que todavía llevaba la ropa del día anterior.
Se frotó los ojos con torpeza. La mente tardó unos segundos en reconstruir el hilo de los acontecimientos, como si dudara en volver a un recuerdo tan reciente que ya parecía remoto. Pero cuando lo hizo, la certidumbre cayó sobre él con suavidad, no con la violencia del día anterior. Todo había ocurrido. Y, sin embargo, allí estaba él, en su pequeño cuarto, rodeado de la modesta paz que seguía reclamando su sitio.
Se levantó y se acercó a la mesa donde, la noche anterior, había dejado un vaso con un dedo de agua. Lo bebió como un gesto ritual, un modo de garantizarse que la vida continuaba por cauces elementales. Luego abrió la ventana. La mañana estaba fría, pero no hostil; había coches circulando, un barrendero silbaba algo inidentificable, y una mujer paseaba a su perro envuelta en un abrigo voluminoso. La normalidad —esa testaruda brea que todo lo cubre— volvía a extenderse.
Mientras se afeitaba, Garrido se sorprendió tarareando una melodía popular que no recordaba haber escuchado recientemente. Tal vez era la manera que tenía su ánimo de reclamar una rutina que él aún no había aceptado del todo. Al terminar, se miró al espejo: el rostro seguía siendo el mismo, anguloso y cansado, pero había en los ojos un brillo nuevo, más firme, casi imperceptible. No era orgullo. Era, si acaso, una especie de reconciliación íntima con su propio carácter.
Salió a la calle y caminó hacia el bar donde solía tomar el desayuno. Allí, el camarero del bigote espeso estaba colocando tazas sobre la barra. Lo saludó con un gesto rápido, sin rastro de complicidad ni de curiosidad malsana. Al parecer, el mundo había decidido no interrogarlo, cosa que Garrido agradeció en silencio.
Pidió un café y una tostada. Mientras esperaba, sacó el periódico que alguien había dejado en una mesa. Los titulares proclamaban el suceso con una mezcla de alarma y solemnidad que él reconoció enseguida como artificio. “Asalto a la democracia”, “La noche que puso a prueba al país”, “Héroes y cobardes en el hemiciclo”. Garrido pasó las páginas sin prisa, casi con indulgencia. Cada línea le parecía más lejana de la verdad que él había vivido.
Porque la verdad, pensó, no estaba en los adjetivos. Estaba en las respiraciones, en los titubeos, en el modo en que cada persona había lidiado con el miedo. Y eso, lo sabía bien, no había forma de contarlo sin traicionarlo.
Terminó el desayuno y salió a la calle. El sol empezaba a elevarse, tibio pero decidido. Mientras caminaba hacia el Congreso, sintió un peso sereno asentándose en su interior. No era responsabilidad ni vanidad, sino una comprensión tardía: aquel día anterior, con toda su crudeza, le había revelado que incluso los hombres más discretos se ven, a veces, llamados a ocupar un lugar que jamás buscaron.
Y aunque él no esperaba aplausos ni menciones, había algo en su paso, esa mañana, que había cambiado. Una firmeza discreta, casi invisible.
La clase de firmeza que solo los demás perciben cuando uno ya no está intentando demostrar nada.
Al doblar la esquina que conducía al edificio, Garrido respiró hondo. El país seguía ahí, torpe, contradictorio, obstinado.
Y él, de algún modo que no sabría explicar, también.





El Congreso emergió a la vista con su fachada solemne, tan parecida a la del día anterior y, sin embargo, cargada de una resonancia nueva. Había periodistas congregados, cámaras plantadas como centinelas inquietos, y policías que, pese a mantener la compostura, mostraban en el gesto la resaca moral de la jornada vivida. Garrido los observó con una mezcla de distancia y respeto: cada uno, en su papel, intentaba restablecer un orden que había crujido más de la cuenta.
Cruzó la barrera sin llamar la atención. Nadie lo detuvo, nadie lo reconoció, nadie lo buscaba. Y eso —se sorprendió al admitirlo— le pareció un alivio. No estaba hecho para los focos ni para las narraciones épicas. Prefería el anonimato de los pasillos, donde el eco de los pasos importaba más que cualquier crónica.
Al entrar en el vestíbulo, saludó a un ujier que parecía haber envejecido una década de un día para otro. Éste respondió con un gesto grave, más lento de lo habitual, como si quisiera decirle sin palabras: «Aquí seguimos». Garrido asintió. Eso bastaba.
Subió por la escalera de mármol y se detuvo unos segundos a mitad de camino. Recordó la tarde anterior, el estruendo, la confusión, el impulso de incorporarse antes de comprender siquiera por qué. Visto desde la calma, aquel instante tenía algo de irreal, como si lo hubiese protagonizado otro hombre distinto, uno capaz de una verticalidad que él no se atribuía.
En el hemiciclo, varios diputados conversaban en voz baja. No había tensión, sino un respeto silencioso, una especie de tregua tácita. Las discrepancias seguían ahí, intactas, pero parecían cubiertas por una capa de humanidad recién descubierta. Nadie hablaba de heroísmos —quizá por pudor, quizá porque todos sabían que los héroes auténticos rara vez coinciden con los señalados.
Garrido se sentó en su escaño. Colocó las manos sobre la mesa y dejó que la tranquilidad del recinto se asentara en él. A su alrededor, las conversaciones crecían poco a poco, como un murmullo que recobraba confianza. El presidente entró, saludó con un gesto sobrio y empezó a preparar los papeles de la sesión. Todo volvía a su cauce, sí, pero con un leve temblor, una prudencia nueva que quizá duraría poco… o quizá inauguraría algo más hondo.
Mientras aguardaba el inicio de la sesión, Garrido se descubrió observando el techo, donde las lámparas parecían brillar con una obstinación particular, como si hubieran decidido no permitir que la sombra de la víspera las empañara. Le hizo gracia pensar que incluso las lámparas tenían más determinación que muchos diputados. Él, desde luego, no se excluía de esa reflexión.
Se inclinó hacia su compañero de bancada, un hombre robusto y siempre apresurado, que hoy parecía más pequeño, más recogido en sí mismo.
—¿Durmió algo? —preguntó Garrido, casi sorprendiéndose de oír su propia voz.
—Lo justo —respondió el otro, encogiéndose de hombros—. Pero aquí estamos. No queda otra, ¿no?
Garrido sonrió apenas.
—No. No queda otra.
Y en esa frase sencilla —sin épica, sin dramatismo, sin pretensiones— encontró una verdad que lo acompañaría mucho tiempo: la democracia no se sostenía en los grandes gestos, sino en esa obstinación discreta, casi humilde, de volver al sitio donde uno debe estar, aunque la víspera haya temblado el suelo bajo los pies.
El presidente golpeó suavemente con la maza. La sesión comenzaba.
Garrido se enderezó, ajustó los papeles que no necesitaba realmente, y sintió que la vida retomaba su pulso.
Ni grandiosa ni trágica.
Sólo humana, torpe y persistente.
Y eso —comprendió por fin— era más que suficiente.
La voz del presidente resonó en el hemiciclo con una gravedad serena, casi paternal, como si quisiera proteger a la Cámara de sus propios sobresaltos. Las primeras intervenciones fueron prudentes, medidas, casi tímidas. Cada diputado parecía probar el terreno, asegurarse de que la realidad no fuera a abrirse de nuevo bajo sus pies.
Garrido escuchaba sin intervenir. Había en él una quietud que no reconocía, como si la tensión del día anterior hubiese dejado un sedimento inesperado: no miedo, sino claridad. Comprendía ahora que la política —esa señora caprichosa a la que tantos servían con fervor y tantos otros con desdén— no era más que la suma de pequeñas voluntades que se sostienen unas a otras, a veces sin saberlo.
A mitad de la sesión, un rayo de luz se coló por los ventanales altos y dibujó una franja dorada sobre los escaños. Fue un instante breve, casi insignificante, pero a Garrido le pareció una suerte de reconciliación muda entre la solemnidad del edificio y la fragilidad de quienes lo habitaban. La vida seguía, obstinada, avanzando incluso donde la incertidumbre había hecho nido.

Cuando el presidente anunció la pausa, muchos diputados se levantaron con un suspiro casi unánime. El ambiente se aflojó; incluso se oyeron risas tímidas, como si todos necesitaran recordar que el mundo no se había detenido. Garrido se quedó sentado unos segundos más, contemplando el vaivén de sus colegas. En aquel movimiento torpe, cotidiano, encontró la belleza sencilla de lo que se mantiene en pie sin alardes.
Se levantó al fin y salió al pasillo. Allí, el ujier de antes se le acercó, con una reserva respetuosa.
—Me alegro de verlo, don Garrido —dijo, bajando la voz—. Ayer… bueno… ya sabe.
Garrido le estrechó la mano sin decir nada. El hombre asintió, como si la ausencia de palabras fuese la respuesta más adecuada.
Tomó aire y caminó hacia la salida. Sabía que volvería después de la pausa, que la sesión se reanudaría con sus discusiones de siempre, sus discrepancias eternas y sus acuerdos a medio hacer. Pero, por primera vez, no le parecía un ejercicio fútil. Había descubierto que, en medio de todo ese desgaste, había momentos —breves, callados, casi invisibles— en los que se decidía algo profundo: la permanencia del país, de uno mismo, de la dignidad compartida.
Al cruzar la puerta del Congreso, la luz exterior lo envolvió. Madrid bullía, ajena y a la vez sostenedora de cuanto ocurría dentro. Un coche frenó bruscamente, alguien discutía en la acera, una señora llevaba una bolsa de naranjas que amenazaba con romperse. La vida, siempre tan desordenada, seguía reclamando su derecho.
Garrido descendió los escalones despacio. No había prisa.
Sintió que algo en su interior, sin estridencias, había encontrado un acomodo nuevo. Quizá mañana volvería a su grisura habitual, a sus dudas, a su carácter dubitativo. Pero hoy —solo hoy— sabía que había cumplido con lo que le tocaba.
Y eso bastaba.
Al llegar a la acera, levantó la vista hacia la fachada del Congreso. No le habló, no le pidió nada, no le prometió nada. Simplemente la miró como se mira a un viejo compañero de viaje con el que uno ha compartido un susto serio y del que, pese a todo, no piensa separarse.
Luego echó a andar entre la gente, mezclándose con la corriente anónima y viva de la ciudad.
Y así terminó su día, con una certeza discreta, casi secreta:
que, a veces, lo más valioso que puede hacer un hombre es mantenerse de pie, aunque nadie lo vea.

II

Estás en los pasillos del Congreso. Cada paso que das resuena en el mármol y parece demasiado fuerte, como si el edificio mismo contuviera la respiración. Garrido está a tu lado, confiando en que tus movimientos lo mantendrán a salvo. Sientes el peso de tu responsabilidad clavado en los hombros.

Un estruendo rompe la calma: disparos. Tu cuerpo se lanza instintivamente hacia adelante, colocando a Garrido detrás de un pilar. El humo se levanta en columnas grises, las miradas se cruzan con pánico y tú solo tienes un objetivo: protegerlo. Calculas cada paso, cada sombra, cada posible línea de fuego. La respiración se acelera, los segundos se alargan como si fueran minutos.

Alrededor, algunos diputados se tiran al suelo, otros buscan refugio donde pueden. Ves a Garrido, tenso pero firme. Tu brazo se mantiene junto a él, tu cuerpo como escudo, tus ojos recorriendo el hemiciclo, los pasillos, cada esquina donde puede surgir un peligro. Cada músculo está alerta. Sabes que un movimiento en falso puede cambiarlo todo.

El caos se convierte en una danza de instintos: avanzas, retrocedes, cubres, señalas. Garrido confía en ti sin decir palabra. Sientes el calor de la adrenalina, el pulso de la historia palpitando bajo tus pies. Cada disparo que retumba en las paredes te recuerda que tu función no es la heroicidad pública, sino la protección silenciosa y firme.

Poco a poco, el ruido cede. Los disparos cesan y los ecos se desvanecen. Mantienes a Garrido bajo tu cuidado mientras otros comienzan a incorporarse, temblorosos, desconcertados. Sabes que en su mirada hay gratitud silenciosa y reconocimiento, pero no hay tiempo para palabras; aún queda mucho que vigilar.

Lo guías hacia un lugar seguro, más discreto, y cada gesto tuyo es un acto de atención y cálculo. El humo que se eleva, los cristales que tiemblan, el sonido lejano de pasos que corren: todo se convierte en un mapa de riesgo que solo tú puedes interpretar en tiempo real. Sientes que tu presencia sostiene la línea entre el caos y la calma.

Cuando finalmente se calma el tumulto, no te relajas del todo. Sigues alerta, observando cada puerta, cada esquina, cada posible amenaza. Sabes que proteger a Garrido no es un acto heroico que se aplaude, sino un compromiso silencioso que requiere constancia y precisión.

Al llegar a la ventana, apoyas un brazo en el alféizar y miras Madrid: la ciudad sigue su ritmo, indiferente a lo que ha ocurrido dentro. Pero tú sientes que la historia se ha escrito también en esos segundos de tensión y cuidado. Cada movimiento tuyo, cada decisión instantánea, ha sido un acto de dignidad.

Regresas a la sala y aseguras que Garrido esté sentado y tranquilo. Cada respiración que guía, cada paso que das, es un recordatorio de que la historia muchas veces se sostiene en gestos invisibles. La política puede recuperarse lentamente, pero tú sabes que tu acción silenciosa ha marcado la diferencia en ese instante crítico.

Al salir del Congreso, mezclándote con la multitud, el mundo parece continuar como si nada hubiera pasado. Pero tú llevas la jornada completa impregnada en tu cuerpo, en tu mente, en cada fibra de alerta. La historia y la dignidad, comprendes, a veces dependen de un hombre que se mantiene firme, que protege sin fanfarrias y que, sin nadie que lo vea, sostiene a otro para que siga de pie. 

martes, 25 de noviembre de 2025

EL SURCO QUE DEJA EL AGUA

 

EL SURCO QUE DEJA EL AGUA






1. El Regreso
En el otoño del 93, cuando Oviedo olía a castañas y a lluvia vieja —esa que cae sin prisa, como si disfrutara empapando a los resignados que pasean sin paraguas—, Tomás regresó a la ciudad con la sensación de haber fracasado antes de empezar. La Universidad, ese barco que había imaginado sólido, resultó ser una nave ruinosa donde se mareaba con facilidad.
Volvía a casa de su tía, una mujer severa que olía a lejía y a verdad incómoda, y que lo recibió como se recibe a quien se sabe de vuelta por necesidad y no por nostalgia. Tomás traía la mochila medio vacía y el orgullo medio lleno de golpes. Pero en el fondo conservaba lo que tienen los jóvenes antes de que el mundo les pase factura: una fe testaruda en que algo, tarde o temprano, terminará ocurriendo.
Oviedo lo acogió con su disfraz habitual: nubes bajas enroscadas en los tejados y ese color gris que solo una ciudad del norte puede lucir con elegancia.

2. Amalia
La conoció en la Facultad de Filología, un edificio frío donde las corrientes de aire parecían más activas que los propios estudiantes. Amalia, administrativa, cuarenta y tantos, mirada que sabía demasiado y sonrisa que otorgaba indultos.
Tomás se acercó al mostrador con el aire torpe de quien intenta aparentar decisión.
—Te falta media matrícula —le dijo ella, revisando los papeles.
Su voz no era especialmente dulce, pero sí limpia, firme, de esas que se escuchan sin esfuerzo.
—Creo que me falta media vida, en general —bromeó él.
Ella lo miró con una paciencia casi profesional, aunque había algo más detrás: cierta benevolencia irónica que solo poseen las mujeres que han sobrevivido al matrimonio, a la burocracia y al desengaño.
—Tranquilo —dijo—. Todos hemos estado perdidos alguna vez.
Lo dijo sin dramatismo, sin pretensión, como quien comenta el precio del pan. Quizá por eso a Tomás le golpeó como una verdad incómoda.

3. Los Bares y la Noche.
Oviedo, en los noventa, era una ciudad donde las noches transcurrían entre sidra, música de garito y discusiones interminables sobre literatura y cine. Tomás se dejó arrastrar por aquel torbellino: compañeros que hablaban más de lo que leían, músicos que tocaban peor de lo que bebían y chicas que parecían demasiado libres para él.
Pero siempre, sin saber bien por qué, regresaba a la facultad. Buscaba la excusa más absurda: un formulario mal rellenado, una duda inexistente, un horario que ya conocía. Lo que buscaba era a Amalia.
Ella lo observaba siempre con ese gesto leve —una mezcla de sorna y ternura— que solo las mujeres que han vivido más saben emplear.

4. La Tarde en que Todo Cambió.
Una tarde de noviembre, de esas en las que la lluvia cae en diagonal y el viento parece empeñado en borrar las esquinas, Tomás apareció empapado en la facultad. Dejaba un reguero de agua tras él.
—Como sigas así, acabarás criando musgo —comentó Amalia.
Sacó una toalla del cajón y se la tendió. Tomás, agradecido y torpe, se la pasó por el pelo. Ella lo miraba con una media sonrisa.
—No sabes cuidarte —añadió.
—No he tenido mucha práctica.
Ella no respondió. Pero lo invitó a quedarse un rato más, mientras los estudiantes iban desapareciendo. Hablaron de libros, de errores, de la ciudad que parecía empeñada en humedecerlo todo, incluso las almas.
Al salir, compartieron un paraguas demasiado pequeño. Caminaron cerca, quizá demasiado, y en ese trayecto nacieron dos certezas: que Tomás la deseaba sin remedio y que Amalia había dejado de verlo como un simple estudiante.

5. La Cena
Cuando Amalia lo invitó a cenar, Tomás aceptó sin fingir indiferencia. Sabía —los dos sabían— que aquello no era un asunto académico.
El piso de ella era cálido, lleno de fotografías en blanco y negro, muebles robustos y libros abiertos por la mitad, como si la historia de su vida estuviera en permanente negociación.
—Espero que no esperes nada sofisticado —advirtió ella, sacando una bandeja de merluza.
—Estoy aquí por la conversación —respondió Tomás, con descaro juvenil.
Ella arqueó una ceja, divertida.
—Eso ya lo veremos.
Durante la cena hablaron de cosas que no suelen contarse a desconocidos. El vino hizo su trabajo, la música también. Y cuando Amalia apagó la luz del comedor, Tomás comprendió que ya no había vuelta atrás.

6. Lo Inevitable.
Lo que ocurrió después no fue precipitado ni torpe. Fue la clase de encuentro en la que una mujer que ha vivido enseña sin enseñar, y un muchacho aprende sin sentirse humillado.
Al amanecer, cuando Tomás se vestía, Amalia le dijo sin dramatismo:
—No te enamores de mí.
Él guardó silencio. Ella sonrió, como si ya hubiera visto esa escena demasiadas veces.

7. Fuego Lento
Desde entonces, la vida de Tomás giró alrededor de Amalia. No lo decía, no lo admitiría jamás, pero ella se convirtió en la brújula secreta de su existencia.
No eran pareja. No eran amantes regulares. Eran algo más complejo y más frágil: dos personas que se encontraban en un punto exacto de necesidad y deseo.
Amalia le enseñó lo que no se aprende en los libros: la paciencia, el tacto, la ironía como defensa, la dignidad como último refugio. Y también, aunque sin querer, le enseñó el miedo a perder.

8. El Pasado
Un día, Tomás la vio en el centro hablando con un hombre. Tenía aquél la postura de quien reclama algo que cree suyo.
—Es mi exmarido —explicó Amalia esa misma tarde, sentándose con él en un banco del Milán.
—¿Y quiere volver?
Ella asintió con un gesto cansado.
—Lo está intentando.
Tomás apretó la mandíbula.
—¿Y tú?
—No lo sé —respondió ella—. A veces uno regresa a lo conocido por pura debilidad.
Dijo aquello sin victimismo, como quien confiesa una vieja herida que ya no sangra, pero que sigue doliendo cuando cambia el clima.

9. La Última Noche
La llamada llegó en mayo. Amalia pidió que viniera. Sin explicaciones.
Él acudió.
No hablaron casi nada. Solo se miraron, se tocaron y permanecieron juntos con una intensidad que no necesitaría palabras ni testigos.
Al final de la noche, Amalia apoyó la cabeza en su hombro.
—No quiero que te quedes anclado a mí. Lo que buscas no puedo dártelo.
Él quiso protestar, pero ella alzó la mano.
—No soy tu futuro, Tomás. Solo soy un pedazo de tu camino.
Él entendió que aquella verdad era inapelable.

10. Epílogo: La Ciudad y la Herida
Después de aquello, Tomás siguió su vida. Estudió con más disciplina, bebió con menos alegría y miró a las mujeres con otra clase de respeto, mezcla de admiración y prudencia.
A veces pasaba por la Facultad y la imaginaba detrás del mostrador. O caminaba por su barrio recordando el calor de su piso, el olor a vino, el tacto de su piel.
La ciudad seguía igual: tranquila, lluviosa, testigo impasible de historias que empiezan y terminan sin que nadie las sepa.
Amalia ya no estaba en su vida, pero había dejado en él una marca que el tiempo no borraría. No una herida abierta, sino un surco. Una enseñanza.
Porque hay mujeres —pensaba Tomás— que no vienen para quedarse. Vienen para despertarte.
Y luego, con la misma elegancia con la que llegaron, se marchan.

11. Los Días Siguientes
Tomás descubrió pronto que el olvido no llega nunca como un disparo limpio, sino como un goteo lento, casi cruel. Durante semanas caminó por Oviedo con la sensación de llevar un fantasma en el bolsillo. No era tristeza pura —la juventud rara vez se permite esos lujos—, sino una forma de nostalgia prematura, como si hubiera vivido algo demasiado intenso para su edad.
Las calles conocidas lo perseguían. En la cafetería de siempre, el camarero le preguntó por la mujer con la que lo había visto un par de veces. Tomás respondió con una sonrisa vaga, de ésas que se fabrican para ocultar un escozor.
—Ya no viene —dijo.
No añadió más. No hacía falta.

12. El Arte de Fingir que Nada Pasa
Con la llegada del verano, los estudiantes desaparecieron y la ciudad adoptó ese aire somnoliento que la caracteriza cuando el sol decide, por piedad o capricho, visitarla. Tomás intentó seguir con su vida: estudiaba, trabajaba algunas horas en una librería del Fontán y escuchaba música en cintas desgastadas.
Pero la verdad era otra. Le bastaba oír el sonido de un tacón en el suelo mojado para que un sobresalto lo atravesara. No la esperaba realmente, pero el cuerpo tarda más que la razón en rendirse.
Alguien dijo una vez —y quizá con justicia— que hay mujeres que se quedan en la memoria como una factura pendiente. Amalia era una de ellas.

13. Las Conversaciones que Llegan Tarde
Una tarde de julio, en una librería, mientras rebuscaba en una caja de libros usados, Tomás encontró un ejemplar viejo de La educación sentimental. Al abrirlo, cayó un papel amarillento: una lista de compras escrita por una mano femenina, con letra inclinada. A Tomás le tembló el pulso.
No era de Amalia, por supuesto. Pero lo que importaba no era la realidad, sino lo que uno estaba dispuesto a creer.
El dueño de la librería, un hombre cínico con voz de cazalla, lo miraba en silencio.
—Las mujeres enseñan más que los libros —dijo, colocando un tomo en el estante—. Pero duele más aprender así.
Tomás no contestó. Algunos comentarios, cuando atraviesan el blanco justo, no necesitan réplica.

14. El Encuentro que No Fue
A finales de agosto, Tomás creyó verla en la Plaza de la Escandalera. Una mujer de abrigo claro, pelo recogido, pasos seguros. La sombra exacta de lo que recordaba.
Aceleró el ritmo, esquivando turistas y jubilados. Cuando llegó a su altura, descubrió que no era Amalia. Ni siquiera se le parecía tanto.
Pero el corazón ya le había dado el golpe. Y ese golpe —duro, seco, definitivo— fue lo más parecido a una despedida real.

15. Lo que Queda
El tiempo, que es un artesano cruel pero eficiente, fue limando los bordes afilados. Tomás siguió creciendo. Siguió amando —peor algunas veces, mejor otras— y descubrió que ninguna mujer se parecía a Amalia, por la simple razón de que nunca la había conocido del todo.
A veces, en alguna madrugada insomne, mientras se escuchaba el murmullo distante de los contenedores siendo arrastrados por el camión de la basura, pensaba en ella. No con dolor, sino con ese respeto silencioso que uno reserva para quienes le enseñaron algo sin pretenderlo.
La vida lo llevó lejos, como la vida acostumbra. Pero Oviedo seguía ahí: húmeda, firme, fiel a su modo silencioso. Guardiana de historias que jamás se cuentan completas.
Tomás comprendió al fin que Amalia no había sido un error ni un desvío. Había sido exacta
como una línea trazada sin regla, pero firme. Como esas palabras que uno pronuncia sin pensar y acaba descubriendo que eran, sin querer, la definición de algo importante.
Aquella certeza lo acompañó durante mucho tiempo, incluso cuando la vida empezó a moverse con la velocidad que tienen los años en los que uno todavía cree que puede elegirlo todo.


16. El Año Que No Figurará en Ningún Curriculum
El curso siguiente a su historia con Amalia fue, para Tomás, un año extraño: productivo por fuera, agujereado por dentro. Aprobó asignaturas que antes parecían fortalezas inexpugnables, dejó de beber en exceso y se volvió más selectivo con las compañías nocturnas.
Sus amigos lo felicitaban por su «madurez repentina». Él sonreía sin explicar que la madurez, cuando llega, suele forjarse en silencios, no en discursos.
A veces, al cruzar el pasillo de la Facultad, lo recorría un escalofrío leve, como una corriente de aire que traía un perfume olvidado. Amalia ya no trabajaba allí. Había pedido un traslado, según oyó murmurar a dos profesores en la máquina de café.
No preguntó más. Quien pregunta abre heridas.


17. Una Carta sin Remitente
A finales de octubre, cuando la ciudad recuperaba su uniforme gris y las farolas encendían la melancolía, Tomás encontró una carta en el buzón de la tía. Un sobre sencillo, sin remitente, con su nombre escrito con una letra que conocía mejor de lo que habría querido admitir. Dentro solo había una frase, escrita en tinta azul:
«Confía en el camino, incluso cuando no entiendas el mapa».
No había despedida. Ni firma. Ni fecha.
Tomás guardó el papel en la cartera. No porque creyera que fuera un mensaje cifrado o una invitación velada, sino porque olía a recuerdo. Y los recuerdos, cuando son peligrosos, conviene tenerlos controlados.


18. El Viaje a Gijón
En diciembre, por razones que ya no recordaría después, tomó un tren corto a Gijón. Quizá fue aburrimiento. Quizá deseo de aire marino. Quizá esa inquietud leve que a veces avisa de que algo importante está a punto de ocurrir.
Era un día con oleaje oscuro y un viento que parecía impaciente por derribar paraguas. Caminó hacia el Muro de San Lorenzo, se apoyó en la barandilla y observó el rompiente, hipnótico, casi violento.
Allí vio a una mujer de espaldas, mirando el mar. Abrigo largo, postura firme, manos en los bolsillos. El corazón le dio el mismo salto torpe de siempre. No era Amalia. Pero esta vez, a diferencia de la Escandalera, no sintió vacío. Sintió… calma. Como si el mar hubiera pronunciado por él alguna conclusión pendiente.


19. La Conversación con su Tía
Al volver a casa, su tía —esa mujer seca que sabía más de la vida que todos los profesores juntos— lo encontró en la cocina, preparando café.
—Llevas meses con cara de quien intenta olvidar sin querer olvidar —sentenció, sin preámbulos.
Tomás no respondió. Ella se sentó.
—Mira, muchacho. Nadie sale ileso de las personas que merecen la pena. Pero tampoco se muere uno por eso. Se aprende, que es peor y mejor al mismo tiempo.
—No era una historia para durar —admitió él.
—Las que duran tampoco duran. —Su tía encogió los hombros.— Solo duran diferente.
El comentario, tan simple como un vaso de agua, le dejó una serenidad que no había encontrado ni en los bares, ni en los libros, ni siquiera en las cartas sin firma.

20. La Vida, Que No Espera
Los meses siguientes llegaron sin ceremonias: exámenes, trabajos breves, conversaciones insustanciales, alguna mujer que le gustó y a la que no se atrevió a querer demasiado.
No era cobardía. Era prudencia aprendida. Amalia le había dejado una brújula, aunque él no siempre supiera leerla.
En primavera recibió una oferta para un programa de intercambio en Salamanca. No era lo que había planeado, pero intuía que la vida, como las tormentas del norte, rara vez pregunta.
Aceptó.

21. El Último Invierno en Oviedo
Antes de marcharse, quiso caminar por la ciudad como quien recorre por última vez una casa que ya no le pertenece. Pasó por la Facultad —cerrada y silenciosa—, por Pumarín, por el Fontán, por todos esos lugares donde aún vibraban ecos que ya no dolían.
En la plaza del Paraguas se detuvo bajo la llovizna. Sintió que algo se cerraba, no como una puerta que se golpea, sino como un libro que por fin encuentra su punto final.
No te enamores de mí, había dicho ella.
Y sin embargo, no era ese el consejo que recordaba, sino la elegancia con la que lo dijo. La dignidad de quien sabe que el cariño no siempre coincide con el destino.


22. Hacia Otro Horizonte
El día que se marchó a Salamanca, la estación de tren estaba envuelta en una neblina suave, casi piadosa. Tomás subió al vagón con una maleta ligera y un peso interior que ya no oprimía: una mezcla de gratitud, nostalgia y una claridad nueva sobre sí mismo.
Cuando el tren arrancó, no miró atrás. No por desdén. Por respeto.
Al abrir la cartera para buscar el billete, el papel azul con la frase volvió a caer en su mano.
«Confía en el camino, incluso cuando no entiendas el mapa».
Por primera vez, creyó entenderlo.



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