EL RECLAMO
1. La vueltaMateo Requena regresó a Madrid caminando, como si la ciudad hubiera estado esperándolo durante cinco años. Salió de la cárcel de Soto del Real antes de que amaneciera, sin una bolsa, sin papeles, sin nadie al otro lado de la puerta. Solo llevaba la ropa que le habían entregado y un billete de autobús que no pensaba usar. A esas horas el aire cortaba, un frío limpio que arañaba los pulmones. A Mateo le gustaba. Le recordaba que estaba vivo, aunque a veces lamentara el hecho.Caminó desde el intercambiador hasta Atocha mientras los primeros coches se lanzaban por la M-30 como animales recién despertados. Madrid, en los 90, era una ciudad que empezaba a consumir más de lo que podía digerir: obras interminables, bares abiertos hasta las tantas, extranjeros por todas partes, corrupción disfrazada de modernidad. Todo eso a Mateo le daba igual. Lo único que importaba eran treinta millones de pesetas. Su dinero. El que le habían robado.Cruzó la estación sin prisa. Nadie se fijó en él. Parecía un hombre cualquiera. Un tipo que volvía de un turno de noche, o que iba a buscar trabajo, o que simplemente no tenía nada mejor que hacer. Eso era lo bueno de Madrid: a nadie le importaba quién fueras mientras no estorbaras.Recordó la última vez que había estado allí, en libertad. Recordó a Sofía —su espalda, su voz, la forma en que fumaba cuando estaba nerviosa y decía que quería marcharse a Lisboa—. Y recordó el fuego de la pistola. Dos disparos. Dos traiciones. La sangre en el asiento del coche robado. Bargueño sonriendo de medio lado mientras lo dejaban tirado. Las sirenas. El frío del hormigón. El sabor a hierro entre los dientes.Había sobrevivido de milagro. Eso le cabreaba más que los balazos. Mientras subía por la calle Atocha hacia Antón Martín, sintió por primera vez en años algo parecido a paz. Tenía una dirección concreta: ir uno por uno, sin ruido, sin rodeos, hasta recuperar lo suyo.Y luego desaparecer.
2. El primer movimiento.
La pensión donde se alojó quedaba en una calle estrecha, con bares y tiendas de chinos, cables colgando y olor a lejía vieja. La misma de siempre. El dueño, un gallego delgado, lo miró como si hubiera visto un fantasma.—Pensé que te habían dado matarile —dijo, acomodándose las gafas.—Las noticias vuelan, pero las balas no tanto —respondió Mateo.La habitación era pequeña, el colchón hundido, las paredes descascarilladas. Mateo se duchó durante largos minutos, hasta que el agua caliente se convirtió en vapor que borraba su silueta. Luego se miró al espejo. No vio un hombre recién salido de prisión, sino un animal que había estado demasiado tiempo encerrado. A las diez ya estaba cruzando Lavapiés en dirección al piso del Bicho. La calle del Amparo apestaba a curry y humedad. Cuando Mateo llamó, una voz apagada dijo «está abierto».
Tomás «el Bicho» tenía la piel cetrina, las ojeras profundas y los dedos amarillentos de tanto fumar. Era un falsificador medio artista y medio desastre. Tenía buena memoria y peores decisiones.—Joder, Mateo —dijo, sin levantarse del sofá—. A ti hay que verte en las noticias para saber que sigues vivo.—Necesito una pistola.Tomás no discutió. Rebuscó en un cajón lleno de papeles, boletas olvidadas y chatarra, y sacó un Astra 680, pequeño y contundente.—Funciona. Eso sí, no te lo regalo.Mateo se lo guardó.—Tampoco te lo voy a pagar.El Bicho suspiró, resignado. Luego Mateo dijo lo que realmente había ido a buscar:—Dime dónde está Sofía.La expresión de Tomás se tensó. Aquel nombre era dinamita. Fumó un par de caladas antes de contestar.—La última vez que la vi fue por Malasaña. Estaba con un tipo con pasta. Alguien de los que se creen intocables. Se rumorea que ahora va con Mansilla. Discotecas, ayuntamiento, licencias… un tiburón de esos que huele sangre en el agua.—¿Y Bargueño?Tomás tragó saliva.—Tiene una nave en Vicálvaro. Negocios turbios. Va poco, pero sigue respirando… o eso dicen.—Ya veremos —dijo Mateo.Y se fue.
3. La naveVicálvaro olía a aceite viejo, a serrín, a camiones detenidos. Las naves industriales parecían todas hermanas gemelas: puertas metálicas abolladas, perros sueltos, grafitis torpes.Cuando Mateo empujó la puerta, tres hombres estaban descargando sacos de un camión.El primero, un calvo musculoso con camiseta del Atlético, se acercó desconfiado.—Eh, colega. ¿Qué buscas?Mateo no contestó. Su puño le cruzó la cara con una velocidad casi científica. El calvo cayó como un mueble roto.Los otros dos sacaron barras de hierro. Mateo se movió con precisión de relojero: un culatazo al primero, una llave de hombro al segundo. Ninguno quedó en condiciones de seguir hablando.—¿Dónde está Bargueño? —preguntó.El último superviviente señaló con el mentón, tembloroso.—No… no está aquí. Tiene un piso en Chamartín. Calle Nicaragua, ocho. Sube los lunes. Y a veces los jueves. No sé más, te lo juro.Mateo asintió. No le interesaba castigarlo más. Salió de la nave sin mirar atrás.Los perros ladraron durante un rato, como si sintieran que algo serio estaba en marcha.
4. El piso de ChamartínEl edificio era uno de esos bloques burgueses de los setenta, con portero y ascensor silencioso. Mateo subió sin que nadie lo mirara dos veces.La puerta del piso cedió con facilidad. Demasiada.
Dentro había olor a alcohol rancio. Y quietud. Una quietud que no pertenecía a ningún lugar habitado.
Bargueño estaba sentado en el sofá, como si viera la televisión. Solo que la sangre seca en su cuello contaba otra historia. Tenía un agujero perfecto sobre la clavícula. Limpio. Frío. Profesional.Mateo revisó el piso con calma. En la mesa del salón encontró una carpeta con facturas, papeles, y una fotografía. Sofía. Más flaca. Más dura. En el reverso, una nota escrita rápido:«Jueves, 23:30 — Sala Vértigo».Mateo no habló, no suspiró, no maldijo.Simplemente guardó la foto en el bolsillo y salió.Ella también estaba moviendo piezas. Bueno, pensó. El tablero era grande.
5. Sala VértigoEn Argüelles, la discoteca Vértigo era una mezcla rara: estudiantes extranjeros, coca mala, y música electrónica demasiado alta. Un sitio donde nadie te preguntaba por qué estabas allí.A las once, con el local a medio llenar, Mateo la vio.Sofía había cambiado lo justo para seguir siendo ella: pelo más corto, rostro más afilado, ropa más cara. Estaba apoyada en la barra, hablando con un tipo alto, demasiado sonriente.Cuando lo vio, su cara se transformó en segundos: sorpresa, miedo, incredulidad, memoria. La copa se le resbaló de los dedos.El tipo de al lado se irguió.—¿Tienes algún problema con mi chica, tío?Mateo lo miró como se mira una farola.—No contigo.El tipo lo empujó, borracho de sí mismo.La respuesta de Mateo fue un movimiento seco: agarrón, giro, impacto. El desconocido acabó con la cara contra la barra, desmoronándose como una cortina vieja.Sofía no gritó. No corrió.—¿Cómo… cómo es posible? —susurró—. Te di por muerto.—No diste lo suficiente.Ella apretó los labios. Intentó recomponer la dignidad.—No era yo quien disparó.—Era tu plan.El silencio entre ambos era un océano lleno de tiburones.—Fue Mansilla —respondió al fin, con voz baja—. Él lo organizó. Yo… no tenía salida.Mateo no reaccionó. Solo preguntó:—¿Dónde está?Ella dudó unos segundos. Lo suficiente para traicionarse.—Tiene oficina en la Castellana. Torre Europa.Mateo asintió.—Cuídate —le dijo.Y se fue.
6. Mansilla.Torre Europa, siete de la mañana. Pasillos vacíos, luces encendidas que parecían hospitales. El despacho de Mansilla era amplio, lleno de cristaleras y muebles caros.Él estaba sentado detrás del escritorio, esperándolo.—Sabía que vendrías —dijo sonriendo, aunque las manos le temblaban—. No sé cómo sobreviviste, pero lo admiro.—No he venido por admiración.—Escucha, Requena. Te lo explico…Mateo sacó el revólver.—No estoy aquí para que me expliques nada.Mansilla tragó saliva. Intentó mantener la compostura.—Tu parte desapareció. Sofía llegó antes. Ella tenía derecho…El golpe del disparo cortó la frase. La bala le atravesó el hombro, incrustándolo contra la mampara de cristal.No murió. Pero dejó de ser peligroso.Mateo abrió un cajón, buscando sin prisa. Encontró un sobre voluminoso: Treinta millones en bonos. Enteros. Exactos.Sonrió sin alegría. Lo guardó bajo la chaqueta y salió del despacho mientras Mansilla gemía.Al fondo del pasillo, un limpiador lo observaba con temor. Mateo lo ignoró.
7. SofíaEl piso de Sofía estaba en una calle estrecha de Malasaña, con grafitis y bares que apestaban a cerveza vieja. No cerraba bien la puerta. O no quería cerrarla.Cuando Mateo entró, ella estaba en la cocina, fumando sobre un plato vacío.—¿Está muerto? —preguntó sin mirarlo.—No. Pero no te buscará más.Sofía asintió, como si eso la aliviara y la hundiera al mismo tiempo.—Tenía miedo de que aparecieras.—Aparecí.Ella se levantó lentamente, acercándose. Le temblaban los dedos.—¿Vas a matarme?—No.—¿No…? —repitió ella, incrédula.—No eres tan importante.Esas palabras la atravesaron más que cualquier bala.Mateo se dio la vuelta. Tomó el pomo de la puerta.—No tendrás otra oportunidad —dijo sin mirarla.Y se marchó.
8. La salidaEn Barajas, nadie se fijó en él. Compró un billete a Buenos Aires. Pagó en efectivo. Pasó el control como un fantasma.El avión despegó mientras la mañana se encendía sobre Madrid. Mateo miró por la ventanilla. La ciudad se hacía pequeña, casi frágil.Ya estaba hecho.Había cerrado el círculo.
9. EpílogoEl cuerpo de Mansilla fue encontrado dos meses después. No se recuperó. Sofía desapareció del mapa. La policía se quedó sin nadie a quien culpar. Madrid siguió como siempre. Y en un pequeño bar de Buenos Aires, un español callado tomaba café negro y jamás preguntaba nada. Nadie sabía su historia. Nadie sabía por qué, cada tanto, tocaba el bolsillo interior de su chaqueta, como asegurándose de que allí seguía el sobre. Solo él sabía que no había ido allí a empezar nada. Solo a terminarlo.
©Humberto 2025
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