(Relato inspirado en EL cuento «Una intriga de Luis el Suave», de Pemán)
En la villa blanca y reposada de San Bartolomé del Río, donde el sol caía cada tarde sobre las fachadas encaladas como una bendición tibia, todos conocían a Luis el Suave. Era un hombre que parecía hecho de lana fina: delgado, de gestos pausados, siempre con ese mirar entre distraído y atento que hacía pensar que veía más de lo que decía. Su voz nunca subía de tono; más bien descendía hacia la calma, como un arroyo pequeño que evitara hacer espuma.
Aquel agosto llegó con un alboroto impropio del pueblo: había desaparecido la medalla de la Virgen del Consuelo, pieza de oro antiguo que presidía el santuario y cuya pérdida dejó a los devotos con un nudo en la garganta. Las campanas tocaron más fuerte aquellos días, como si quisieran llamar a la cordura; pero en vez de serenarse, todos murmuraban.
La alcaldesa, doña Carmen, iba de un lado a otro emitiendo órdenes que nadie sabía si cumplir o no. El sacristán repetía, con insistencia pesada, que él había cerrado la iglesia «como siempre, como toda la vida, mujer». Las señoras de la calle Alta empezaron a tejer hipótesis tan rápido como tejían manteles. Y los hombres del casino discutían con un dramatismo que hubiera sido la envidia de cualquier tertulia de ciudad.
Luis, en cambio, guardaba silencio.
Una tarde, sentado en el atrio de la iglesia, observó el ir y venir de vecinos alterados. Cuando el sacristán pasó ante él, agitado como un gallo mojado, Luis comentó con sencillez:
—No ha sido un ladrón de oficio. Ha sido un corazón cansado.
El sacristán frunció el ceño, incapaz de entender. Luis no explicó más.
A partir de entonces, sin que nadie se lo pidiera, comenzó a pasearse por el pueblo con un objetivo secreto. Visitó a don Matías, el boticario, que llevaba semanas con un gesto sombrío; le regaló unas naranjas y habló con él de la lluvia que aún no llegaba. Pasó por la casa de Rosario, la viuda más joven del barrio, y le dejó en la ventana un ramillete de jazmines sin firma. Fue a ver a Álvaro, el muchacho del molino, y le contó una historia antigua sobre errores perdonados. Y así, uno por uno, fue dejando pequeñas semillas de consuelo, como si restaurara un tejido invisible que alguien había rasgado sin querer.
Nadie comprendía qué se traía entre manos, pero a nadie estorbaba su presencia: Luis era como el viento suave que pasa sin mover una hoja, pero refresca el ambiente.
Tres días después, al abrir la iglesia al amanecer, el sacristán se quedó sin aliento. Encima del altar, limpia como si la hubieran pulido durante horas, descansaba la medalla de la Virgen del Consuelo. Sin nota, sin explicación y sin sospechoso claro.
Se armó un revuelo alegre. Las vecinas aseguraban que había sido milagro; otros, que algún pecador arrepentido la había devuelto por miedo. La alcaldesa respiró profundamente y declaró resuelto el asunto, aunque sin saber cómo. Y mientras unos brindaban café y otros contaban versiones exageradas del hallazgo, Luis se sentó en el banco de la plaza, mirando a los niños jugar.
Cuando le preguntaron si sabía algo, solo sonrió con ese gesto suyo que mezclaba ternura y misterio.
—A veces —dijo—, cuando un corazón pesa demasiado, necesita soltar lo que no le pertenece. Y luego alguien debe ayudarle a encontrar el camino de vuelta.
No añadió nada más. Pero muchos años después, cuando el pueblo recordaba aquella intriga, todos coincidían en que había sido Luis el Suave quien, sin señalar a nadie y sin pronunciar un reproche, había guiado al culpable hacia el alivio. Y en San Bartolomé del Río quedó la certeza de que algunos problemas se resuelven mejor con susurro.
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