
Relato inspirado en el cuento «Vieja historia de un buen caballero», de Pemán.
En el pequeño valle de San Lorenzo, donde los montes formaban una herradura protectora y el río bajaba manso como un animal domesticado, vivía don Rodrigo de Almenara, a quien todos llamaban, con respeto casi ancestral, «el buen caballero». No era noble por título, ni llevaba espada a la cintura, pero conservaba una dignidad antigua que parecía venir de los tiempos en que la palabra valía más que un contrato.
Su figura era inconfundible: alto, delgado, bastón de madera clara y mirada límpida. Cuando caminaba por la calle principal, el cartero se quitaba la boina, las mujeres inclinaban la cabeza y los niños se ponían rectos como velas, aunque no supieran explicar por qué.
La rutina de don Rodrigo era tan exacta como un reloj de cuerda. Al amanecer, repasaba su jardín, donde crecían rosas y romeros que él cuidaba con manos pacientes. Después caminaba hasta la plaza para saludar al boticario, quien siempre tenía preparada una broma y un vasito de agua de azahar. Por la tarde visitaba la ermita de San Miguel, donde se sentaba largo rato en silencio, dejando que la luz de la tarde lo rodeara como un manto dorado.
Todo era paz, hasta que un invierno llegó la tormenta más extraña que el pueblo había visto: una tormenta de rumores.
Un día amaneció con papeles anónimos bajo las puertas. Acusaciones, maledicencias, secretos que quizás eran verdad o quizás no, pero que caían como piedras sobre la convivencia del valle. Pronto los vecinos comenzaron a evitarse. Las conversaciones se llenaron de silencios tensos. En la panadería se hablaba en voz baja. En el casino ya nadie jugaba cartas sin mirar antes por encima del hombro.
—Este es tiempo de honra herida —murmuró don Rodrigo, con un pesar que no era solo suyo.
Y entonces decidió actuar. No con advertencias ni discursos, sino con esa paciencia que era su verdadera armadura.
Comenzó por ir casa por casa. A la panadera, que sospechaba de todos menos de sí misma, le recordó que las palabras que hieren vuelan más lejos que las que consuelan. Al herrero, cuya mirada recelosa se había vuelto sombra permanente, le dijo que la fuerza también podía usarse para corregir el propio orgullo. A los jóvenes del molino les explicó que en un pueblo pequeño la verdad termina por salir siempre a la luz, y que es mejor sostenerla que temerla.
No juzgaba. No acusaba. Tan solo dejaba caer sus palabras como gotas de agua que, poco a poco, desgastan la piedra más dura.
Mientras tanto, el ambiente del pueblo comenzaba a cambiar. Las conversaciones volvían a tener risas, aunque cautas. Los saludos recuperaban su tono templado. Aun así, las heridas permanecían, esperando un gesto que las cerrara del todo.
Ese gesto llegó una noche de viento frío. Al terminar la misa, el sacristán encontró, apoyado en la puerta de la iglesia, un fajo de papeles atados con una cinta sencilla. Eran todos los anónimos, cuidadosamente recogidos y doblados. Encima de ellos, una nota escrita con mano temblorosa:
«Perdón. No supe lo que hacía».
No había firma.
El pueblo entero se reunió en la plaza. Algunos lloraban; otros murmuraban aliviados. La alcaldesa decidió quemar los papeles allí mismo, como quien purifica una llaga que ya no puede crecer.
Cuando preguntaron a don Rodrigo si sabía algo, él se limitó a esbozar esa sonrisa suya, humilde y clara.
—No he hecho nada —dijo—. Sólo he recordado a cada uno la persona que quería ser antes de olvidar su propio camino.
Y así, sin brillo de armaduras ni nobleza heredada, el buen caballero devolvió la paz a San Lorenzo. Años después, cuando se contaba aquella historia, todos coincidían: las guerras más difíciles no son las de espada, sino las que pelean el corazón y la conciencia. Y don Rodrigo, con la serenidad de los viejos caballeros, había sabido ganarlas sin levantar la voz.
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