La Casa Sobre la Niebla
Cuando el nuevo médico rural llegó por primera vez a Las Brañas del Aramante, allá por el setenta y ocho, el caserón se alzaba sobre la loma como un animal viejo dispuesto a morder a quien se acercara demasiado. El viento del Cantábrico soplaba con ira, empujando la niebla contra las paredes de piedra oscura. Aquel paisaje tenía algo hosco, indómito, como si fuera capaz de expulsar al visitante que no supiera mirar de frente. No tardó en comprender el motivo por el que los vecinos del calle se refiriesen a ella como «la casa sobre la niebla».En la taberna de Belén escuchó hablar de los hermanos Luarca.—Mejor no subir al Aramante —dijo un parroquiano—. Allí sólo quedan rencores y fantasmas.—Mientras sigan vivos, los fantasmas tienen nombre —añadió Belén.Se referían a Matías y Claudia Luarca, huérfanos desde pequeños y marcados por una infancia de silencios. Matías, el mayor, de carácter montaraz, había criado a Claudia con un afecto extraño, más posesivo que fraternal. La gente contaba que la chica, de joven, era pura luz; él, pura sombra.Una tarde, el médico subió al caserón para atender a Matías, que tenía fiebre. Fue Claudia quien abrió la puerta. No tendría más de veinte años, pero sus ojos parecían tallados a base de viento norte. Dentro, el ambiente resultaba más áspero que el exterior: olía a madera húmeda, a brasero pobre y a soledad.Matías observó al médico con hostilidad, apenas tolerando su presencia. Sin embargo, mientras él tomaba notas, Claudia apoyó una mano en su hombro, sólo un instante, como quien busca un punto de equilibrio. Fue un gesto mínimo, pero suficiente para alterar algo en la casa, como si una cuerda tensada durante años hubiera vibrado de pronto.Pasaron los años. Con la llegada de los ochenta muchos vecinos emigraron a Oviedo o Gijón, buscando una nómina estable. Las Brañas del Aramante se fue vaciando. El médico seguía atendiendo a la zona, y cada visita al caserón reforzaba su impresión de que allí dentro se libraba una guerra silenciosa.Claudia trató de marcharse una vez. Un camionero la dejó en Avilés, pero Matías fue a buscarla. Volvieron juntos, ella con la dignidad rota y él con esa mirada desconfiada de un perro que teme perder su único hueso. Desde entonces, Claudia habló menos y trabajó más en la cuadra, como si quisiera agotarse hasta olvidarse.A principios de los noventa Claudia conoció a Tomás, un maestro recién llegado al valle: hombre tranquilo, de sonrisa fácil. Su presencia fue como abrir una ventana en un cuarto cerrado durante décadas. La joven empezó a bajar al pueblo con regularidad para verlo. Algunos viejos del lugar hablaban incluso de milagro.Matías no lo soportaba. Pasaba horas bebiendo sidra en la taberna, mascando rabia.—Cada uno defiende lo que es suyo —dijo una tarde, sin que nadie le preguntara.La noche en que Tomás desapareció, una tormenta barrió la sierra con brutalidad. La Guardia Civil buscó tres días sin resultado. Algunos murmuraron que el maestro había huido; otros, que el Aramante se lo había tragado. Matías no mostró ni alivio ni culpa, sólo una neutralidad pétrea que inquietaba al médico.Claudia, en cambio, se apagó. La pérdida la dejó hueca, sin lágrimas ni palabras. A finales del 95 contrajo tuberculosis, y la enfermedad la venció con una rapidez impasible. Murió una mañana de enero, bajo un cielo que parecía una lápida. Matías sólo permitió que el médico y la tabernera la velaran.—Sin ella, ¿para qué seguir respirando? —musitó mientras cerraban la caja.En el año 2000, ya lejos del valle, el médico recibió una carta: el caserón del Aramante había ardido de madrugada. Dentro hallaron el cuerpo de Matías. No sabían si había sido accidente o decisión propia. El médico no dudó ni un segundo.Hoy el viento del Cantábrico sigue soplando con la misma mala leche. Allí donde estuvo el caserón sólo quedan piedras negras, un olor remoto a humo y un silencio tan denso como la niebla que siempre lo rodeaba.En el valle aún dicen que en aquellos montes la tragedia no se hereda: se respira.Y que la Casa Sobre la Niebla fue, quizá, su último suspiro.
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