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sábado, 29 de noviembre de 2025

El regreso a Ítaca

 El regreso a Ítaca




Madrid, 1994. La ciudad hierve bajo el sol de agosto, las calles parecen fundirse en un mar de asfalto caliente y gente que va y viene sin rumbo fijo. En el aire, el sonido de sirenas y cláxones se mezcla con el murmullo constante de la capital, una ciudad vibrante y bulliciosa, pero también llena de sombras. Y tú, Martín, un veterano de la policía, 45 años, caminas por las aceras de un Madrid que te parece cada vez más ajeno.
El sudor te empapa la espalda mientras sales de la comisaría. Llevas años en este oficio, has visto de todo: el tráfico de armas, la violencia, las pandillas que crecen en las periferias, las vidas rotas que la ciudad se traga. Pero lo peor de todo, lo que te consume, no son los casos sin resolver ni los peligros de la calle. Lo peor es el vacío. La soledad que te sigue a cada paso, como una sombra pesada que nunca se va.
Y, como Ulises, tú también regresas a casa, pero no con la misma esperanza de encontrar un hogar seguro. Tu Ítaca no es solo tu apartamento en el barrio de Tetuán, ni las calles que has patrullado mil veces. Ítaca es más que eso. Es un lugar que nunca has encontrado, un refugio de paz que se te escapa con cada año que pasa. El regreso es siempre la promesa de algo que nunca llega.
Caminas sin prisa, el sol empieza a esconderse y las luces de la ciudad brillan a lo lejos, como faros que te guían sin que sepas hacia dónde. Piensas en el último caso, en el tráfico de drogas que has estado persiguiendo durante meses. Pero sabes que ese no es el verdadero problema. El verdadero problema está en lo que dejas atrás cada vez que llegas a casa. Lo que no has resuelto dentro de ti mismo.
—Vas a acabar perdiendo la cabeza, Martín —te dices mientras miras al frente, esquivando a los transeúntes que cruzan sin mirar.
Cuando llegas a la Plaza Mayor, una figura te llama la atención. Un joven, con aspecto de no estar en su mejor momento, cruza tu camino a toda prisa. Sin pensarlo, lo alcanzas, le plantas cara con la autoridad que te da el haber vivido demasiado para que cualquiera te pase por encima.
—¿Qué pasa, chaval? —tu voz es firme, pero tu mirada es vacía, como si todo fuera parte de una rutina que ya no tiene sentido.
El chico intenta huir, pero no le das opción. Lo agarras del brazo con la fuerza de quien sabe que este incidente no es lo que realmente te tiene inquieto. Son solo detalles, una distracción de lo que realmente te consume por dentro. Tienes la sensación de estar atrapado en un ciclo del que no sabes cómo salir. Como Ulises enfrentándose a las sirenas, tú luchas contra el llamado de la ciudad, contra sus trucos y tentaciones que te hacen perder el rumbo una y otra vez.
Cuando finalmente llegas a casa, la puerta se abre con un chirrido, como un viejo barco que se aproxima al puerto, y al igual que ese barco, tú sabes que, aunque llegues a buen puerto, algo siempre va a estar fuera de lugar. El apartamento está vacío. La luz del pasillo ilumina la mesa del comedor donde, hace años, solías cenar con tu esposa. Pero ella ya no está. Hace tiempo que se fue, y tú sigues aquí, atrapado en un mundo que ya no tiene cabida para lo que más querías.
Te dejas caer en el sofá, mirando la televisión apagada. Las horas se alargan sin sentido. La ciudad sigue, la gente sigue, pero tú te sientes distante de todo. Como si estuvieras en otra dimensión, viviendo entre los ecos de una vida que ya no puedes alcanzar.
—Todo se me está escapando, joder —te dices en voz baja, mientras te frotas la cara, agotado.
Afuera, el ruido de Madrid no cesa. Pero tú no te quedas. Algo te impulsa, como si un poder invisible te arrastrara de vuelta a las calles. No importa si es tarde, no importa si estás exhausto. Algo dentro de ti te empuja, como si aún tuvieras algo que resolver, algo que entender, aunque ni siquiera tú sabes qué es.
Te pones de pie y sales de nuevo al asfalto. La ciudad, esa gran Ítaca imposible de alcanzar, te llama. Tus pasos te llevan hasta el parque de La Vaguada, donde te encuentras con alguien que conoces bien. Un compañero de los viejos tiempos, un hombre con quien compartiste muchas noches en los bares de la ciudad, cuando aún creías que podía haber algo más allá del trabajo. Él está sentado en un banco, una copa de whisky en la mano, mirando al cielo estrellado.
—¿Sabes, Martín? —te dice con voz apagada—, hay noches en las que uno se pregunta si todo esto vale la pena. La gente se olvida de nosotros. La ciudad sigue su curso, como un tren, y nosotros… nosotros aquí, perdidos en el camino.
Te sientas a su lado, en silencio. No necesitas hablar. El vacío que sientes es el mismo. No hay nada que decir, solo la certeza de que la batalla que libramos no es contra el crimen, ni contra la ciudad, sino contra nosotros mismos. Las calles de Madrid, con su bullicio y su caos, se convierten en algo familiar, casi como una segunda piel que te ha marcado para siempre.
Pero en ese silencio, te das cuenta de algo. Al igual que Ulises, sabes que no hay regreso fácil a Ítaca. La paz, si alguna vez llega, no lo hará en forma de puerto seguro, sino como una lucha constante, como un conflicto interno que no tiene fin. La ciudad, por más que te atraiga, nunca te dará el descanso que buscas. Pero al menos, por esa noche, algo dentro de ti se calma. Y eso, de alguna manera, te da fuerzas para seguir adelante.


©Humberto 2025

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