EL SURCO QUE DEJA EL AGUA
1. El RegresoEn el otoño del 93, cuando Oviedo olía a castañas y a lluvia vieja —esa que cae sin prisa, como si disfrutara empapando a los resignados que pasean sin paraguas—, Tomás regresó a la ciudad con la sensación de haber fracasado antes de empezar. La Universidad, ese barco que había imaginado sólido, resultó ser una nave ruinosa donde se mareaba con facilidad.Volvía a casa de su tía, una mujer severa que olía a lejía y a verdad incómoda, y que lo recibió como se recibe a quien se sabe de vuelta por necesidad y no por nostalgia. Tomás traía la mochila medio vacía y el orgullo medio lleno de golpes. Pero en el fondo conservaba lo que tienen los jóvenes antes de que el mundo les pase factura: una fe testaruda en que algo, tarde o temprano, terminará ocurriendo.Oviedo lo acogió con su disfraz habitual: nubes bajas enroscadas en los tejados y ese color gris que solo una ciudad del norte puede lucir con elegancia.2. AmaliaLa conoció en la Facultad de Filología, un edificio frío donde las corrientes de aire parecían más activas que los propios estudiantes. Amalia, administrativa, cuarenta y tantos, mirada que sabía demasiado y sonrisa que otorgaba indultos.Tomás se acercó al mostrador con el aire torpe de quien intenta aparentar decisión.—Te falta media matrícula —le dijo ella, revisando los papeles.Su voz no era especialmente dulce, pero sí limpia, firme, de esas que se escuchan sin esfuerzo.—Creo que me falta media vida, en general —bromeó él.Ella lo miró con una paciencia casi profesional, aunque había algo más detrás: cierta benevolencia irónica que solo poseen las mujeres que han sobrevivido al matrimonio, a la burocracia y al desengaño.—Tranquilo —dijo—. Todos hemos estado perdidos alguna vez.Lo dijo sin dramatismo, sin pretensión, como quien comenta el precio del pan. Quizá por eso a Tomás le golpeó como una verdad incómoda.3. Los Bares y la Noche.Oviedo, en los noventa, era una ciudad donde las noches transcurrían entre sidra, música de garito y discusiones interminables sobre literatura y cine. Tomás se dejó arrastrar por aquel torbellino: compañeros que hablaban más de lo que leían, músicos que tocaban peor de lo que bebían y chicas que parecían demasiado libres para él.Pero siempre, sin saber bien por qué, regresaba a la facultad. Buscaba la excusa más absurda: un formulario mal rellenado, una duda inexistente, un horario que ya conocía. Lo que buscaba era a Amalia.Ella lo observaba siempre con ese gesto leve —una mezcla de sorna y ternura— que solo las mujeres que han vivido más saben emplear.4. La Tarde en que Todo Cambió.Una tarde de noviembre, de esas en las que la lluvia cae en diagonal y el viento parece empeñado en borrar las esquinas, Tomás apareció empapado en la facultad. Dejaba un reguero de agua tras él.—Como sigas así, acabarás criando musgo —comentó Amalia.Sacó una toalla del cajón y se la tendió. Tomás, agradecido y torpe, se la pasó por el pelo. Ella lo miraba con una media sonrisa.—No sabes cuidarte —añadió.—No he tenido mucha práctica.Ella no respondió. Pero lo invitó a quedarse un rato más, mientras los estudiantes iban desapareciendo. Hablaron de libros, de errores, de la ciudad que parecía empeñada en humedecerlo todo, incluso las almas.Al salir, compartieron un paraguas demasiado pequeño. Caminaron cerca, quizá demasiado, y en ese trayecto nacieron dos certezas: que Tomás la deseaba sin remedio y que Amalia había dejado de verlo como un simple estudiante.5. La CenaCuando Amalia lo invitó a cenar, Tomás aceptó sin fingir indiferencia. Sabía —los dos sabían— que aquello no era un asunto académico.El piso de ella era cálido, lleno de fotografías en blanco y negro, muebles robustos y libros abiertos por la mitad, como si la historia de su vida estuviera en permanente negociación.—Espero que no esperes nada sofisticado —advirtió ella, sacando una bandeja de merluza.—Estoy aquí por la conversación —respondió Tomás, con descaro juvenil.Ella arqueó una ceja, divertida.—Eso ya lo veremos.Durante la cena hablaron de cosas que no suelen contarse a desconocidos. El vino hizo su trabajo, la música también. Y cuando Amalia apagó la luz del comedor, Tomás comprendió que ya no había vuelta atrás.6. Lo Inevitable.Lo que ocurrió después no fue precipitado ni torpe. Fue la clase de encuentro en la que una mujer que ha vivido enseña sin enseñar, y un muchacho aprende sin sentirse humillado.Al amanecer, cuando Tomás se vestía, Amalia le dijo sin dramatismo:—No te enamores de mí.Él guardó silencio. Ella sonrió, como si ya hubiera visto esa escena demasiadas veces.7. Fuego LentoDesde entonces, la vida de Tomás giró alrededor de Amalia. No lo decía, no lo admitiría jamás, pero ella se convirtió en la brújula secreta de su existencia.No eran pareja. No eran amantes regulares. Eran algo más complejo y más frágil: dos personas que se encontraban en un punto exacto de necesidad y deseo.Amalia le enseñó lo que no se aprende en los libros: la paciencia, el tacto, la ironía como defensa, la dignidad como último refugio. Y también, aunque sin querer, le enseñó el miedo a perder.8. El PasadoUn día, Tomás la vio en el centro hablando con un hombre. Tenía aquél la postura de quien reclama algo que cree suyo.—Es mi exmarido —explicó Amalia esa misma tarde, sentándose con él en un banco del Milán.—¿Y quiere volver?Ella asintió con un gesto cansado.—Lo está intentando.Tomás apretó la mandíbula.—¿Y tú?—No lo sé —respondió ella—. A veces uno regresa a lo conocido por pura debilidad.Dijo aquello sin victimismo, como quien confiesa una vieja herida que ya no sangra, pero que sigue doliendo cuando cambia el clima.9. La Última NocheLa llamada llegó en mayo. Amalia pidió que viniera. Sin explicaciones.Él acudió.No hablaron casi nada. Solo se miraron, se tocaron y permanecieron juntos con una intensidad que no necesitaría palabras ni testigos.Al final de la noche, Amalia apoyó la cabeza en su hombro.—No quiero que te quedes anclado a mí. Lo que buscas no puedo dártelo.Él quiso protestar, pero ella alzó la mano.—No soy tu futuro, Tomás. Solo soy un pedazo de tu camino.Él entendió que aquella verdad era inapelable.10. Epílogo: La Ciudad y la HeridaDespués de aquello, Tomás siguió su vida. Estudió con más disciplina, bebió con menos alegría y miró a las mujeres con otra clase de respeto, mezcla de admiración y prudencia.A veces pasaba por la Facultad y la imaginaba detrás del mostrador. O caminaba por su barrio recordando el calor de su piso, el olor a vino, el tacto de su piel.La ciudad seguía igual: tranquila, lluviosa, testigo impasible de historias que empiezan y terminan sin que nadie las sepa.Amalia ya no estaba en su vida, pero había dejado en él una marca que el tiempo no borraría. No una herida abierta, sino un surco. Una enseñanza.Porque hay mujeres —pensaba Tomás— que no vienen para quedarse. Vienen para despertarte.Y luego, con la misma elegancia con la que llegaron, se marchan.11. Los Días SiguientesTomás descubrió pronto que el olvido no llega nunca como un disparo limpio, sino como un goteo lento, casi cruel. Durante semanas caminó por Oviedo con la sensación de llevar un fantasma en el bolsillo. No era tristeza pura —la juventud rara vez se permite esos lujos—, sino una forma de nostalgia prematura, como si hubiera vivido algo demasiado intenso para su edad.Las calles conocidas lo perseguían. En la cafetería de siempre, el camarero le preguntó por la mujer con la que lo había visto un par de veces. Tomás respondió con una sonrisa vaga, de ésas que se fabrican para ocultar un escozor.—Ya no viene —dijo.No añadió más. No hacía falta.12. El Arte de Fingir que Nada PasaCon la llegada del verano, los estudiantes desaparecieron y la ciudad adoptó ese aire somnoliento que la caracteriza cuando el sol decide, por piedad o capricho, visitarla. Tomás intentó seguir con su vida: estudiaba, trabajaba algunas horas en una librería del Fontán y escuchaba música en cintas desgastadas.Pero la verdad era otra. Le bastaba oír el sonido de un tacón en el suelo mojado para que un sobresalto lo atravesara. No la esperaba realmente, pero el cuerpo tarda más que la razón en rendirse.Alguien dijo una vez —y quizá con justicia— que hay mujeres que se quedan en la memoria como una factura pendiente. Amalia era una de ellas.13. Las Conversaciones que Llegan TardeUna tarde de julio, en una librería, mientras rebuscaba en una caja de libros usados, Tomás encontró un ejemplar viejo de La educación sentimental. Al abrirlo, cayó un papel amarillento: una lista de compras escrita por una mano femenina, con letra inclinada. A Tomás le tembló el pulso.No era de Amalia, por supuesto. Pero lo que importaba no era la realidad, sino lo que uno estaba dispuesto a creer.El dueño de la librería, un hombre cínico con voz de cazalla, lo miraba en silencio.—Las mujeres enseñan más que los libros —dijo, colocando un tomo en el estante—. Pero duele más aprender así.Tomás no contestó. Algunos comentarios, cuando atraviesan el blanco justo, no necesitan réplica.14. El Encuentro que No FueA finales de agosto, Tomás creyó verla en la Plaza de la Escandalera. Una mujer de abrigo claro, pelo recogido, pasos seguros. La sombra exacta de lo que recordaba.Aceleró el ritmo, esquivando turistas y jubilados. Cuando llegó a su altura, descubrió que no era Amalia. Ni siquiera se le parecía tanto.Pero el corazón ya le había dado el golpe. Y ese golpe —duro, seco, definitivo— fue lo más parecido a una despedida real.15. Lo que QuedaEl tiempo, que es un artesano cruel pero eficiente, fue limando los bordes afilados. Tomás siguió creciendo. Siguió amando —peor algunas veces, mejor otras— y descubrió que ninguna mujer se parecía a Amalia, por la simple razón de que nunca la había conocido del todo.A veces, en alguna madrugada insomne, mientras se escuchaba el murmullo distante de los contenedores siendo arrastrados por el camión de la basura, pensaba en ella. No con dolor, sino con ese respeto silencioso que uno reserva para quienes le enseñaron algo sin pretenderlo.La vida lo llevó lejos, como la vida acostumbra. Pero Oviedo seguía ahí: húmeda, firme, fiel a su modo silencioso. Guardiana de historias que jamás se cuentan completas.Tomás comprendió al fin que Amalia no había sido un error ni un desvío. Había sido exactacomo una línea trazada sin regla, pero firme. Como esas palabras que uno pronuncia sin pensar y acaba descubriendo que eran, sin querer, la definición de algo importante.Aquella certeza lo acompañó durante mucho tiempo, incluso cuando la vida empezó a moverse con la velocidad que tienen los años en los que uno todavía cree que puede elegirlo todo.16. El Año Que No Figurará en Ningún CurriculumEl curso siguiente a su historia con Amalia fue, para Tomás, un año extraño: productivo por fuera, agujereado por dentro. Aprobó asignaturas que antes parecían fortalezas inexpugnables, dejó de beber en exceso y se volvió más selectivo con las compañías nocturnas.Sus amigos lo felicitaban por su «madurez repentina». Él sonreía sin explicar que la madurez, cuando llega, suele forjarse en silencios, no en discursos.A veces, al cruzar el pasillo de la Facultad, lo recorría un escalofrío leve, como una corriente de aire que traía un perfume olvidado. Amalia ya no trabajaba allí. Había pedido un traslado, según oyó murmurar a dos profesores en la máquina de café.No preguntó más. Quien pregunta abre heridas.17. Una Carta sin RemitenteA finales de octubre, cuando la ciudad recuperaba su uniforme gris y las farolas encendían la melancolía, Tomás encontró una carta en el buzón de la tía. Un sobre sencillo, sin remitente, con su nombre escrito con una letra que conocía mejor de lo que habría querido admitir. Dentro solo había una frase, escrita en tinta azul:«Confía en el camino, incluso cuando no entiendas el mapa».No había despedida. Ni firma. Ni fecha.Tomás guardó el papel en la cartera. No porque creyera que fuera un mensaje cifrado o una invitación velada, sino porque olía a recuerdo. Y los recuerdos, cuando son peligrosos, conviene tenerlos controlados.18. El Viaje a GijónEn diciembre, por razones que ya no recordaría después, tomó un tren corto a Gijón. Quizá fue aburrimiento. Quizá deseo de aire marino. Quizá esa inquietud leve que a veces avisa de que algo importante está a punto de ocurrir.Era un día con oleaje oscuro y un viento que parecía impaciente por derribar paraguas. Caminó hacia el Muro de San Lorenzo, se apoyó en la barandilla y observó el rompiente, hipnótico, casi violento.Allí vio a una mujer de espaldas, mirando el mar. Abrigo largo, postura firme, manos en los bolsillos. El corazón le dio el mismo salto torpe de siempre. No era Amalia. Pero esta vez, a diferencia de la Escandalera, no sintió vacío. Sintió… calma. Como si el mar hubiera pronunciado por él alguna conclusión pendiente.19. La Conversación con su TíaAl volver a casa, su tía —esa mujer seca que sabía más de la vida que todos los profesores juntos— lo encontró en la cocina, preparando café.—Llevas meses con cara de quien intenta olvidar sin querer olvidar —sentenció, sin preámbulos.Tomás no respondió. Ella se sentó.—Mira, muchacho. Nadie sale ileso de las personas que merecen la pena. Pero tampoco se muere uno por eso. Se aprende, que es peor y mejor al mismo tiempo.—No era una historia para durar —admitió él.—Las que duran tampoco duran. —Su tía encogió los hombros.— Solo duran diferente.El comentario, tan simple como un vaso de agua, le dejó una serenidad que no había encontrado ni en los bares, ni en los libros, ni siquiera en las cartas sin firma.20. La Vida, Que No EsperaLos meses siguientes llegaron sin ceremonias: exámenes, trabajos breves, conversaciones insustanciales, alguna mujer que le gustó y a la que no se atrevió a querer demasiado.No era cobardía. Era prudencia aprendida. Amalia le había dejado una brújula, aunque él no siempre supiera leerla.En primavera recibió una oferta para un programa de intercambio en Salamanca. No era lo que había planeado, pero intuía que la vida, como las tormentas del norte, rara vez pregunta.Aceptó.21. El Último Invierno en OviedoAntes de marcharse, quiso caminar por la ciudad como quien recorre por última vez una casa que ya no le pertenece. Pasó por la Facultad —cerrada y silenciosa—, por Pumarín, por el Fontán, por todos esos lugares donde aún vibraban ecos que ya no dolían.En la plaza del Paraguas se detuvo bajo la llovizna. Sintió que algo se cerraba, no como una puerta que se golpea, sino como un libro que por fin encuentra su punto final.No te enamores de mí, había dicho ella.Y sin embargo, no era ese el consejo que recordaba, sino la elegancia con la que lo dijo. La dignidad de quien sabe que el cariño no siempre coincide con el destino.22. Hacia Otro HorizonteEl día que se marchó a Salamanca, la estación de tren estaba envuelta en una neblina suave, casi piadosa. Tomás subió al vagón con una maleta ligera y un peso interior que ya no oprimía: una mezcla de gratitud, nostalgia y una claridad nueva sobre sí mismo.Cuando el tren arrancó, no miró atrás. No por desdén. Por respeto.Al abrir la cartera para buscar el billete, el papel azul con la frase volvió a caer en su mano.«Confía en el camino, incluso cuando no entiendas el mapa».Por primera vez, creyó entenderlo.
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